lunes, 25 de agosto de 2014

Lo mío es crear, no reparar

“Lo tuyo es crear” me dijo una persona que vive del otro lado del océano atlántico, en una conversación a través de una red social. Eso fue cuando el verano aún no había empezado y yo me ponía camiseta para estar por casa. Fue una simple frase, pero germinó rápidamente en mi interior, haciendo eco en cada una de mis acciones, colándose en mis pensamientos, fluyendo por mi sangre.
Hasta que finalmente, hace poco menos de un mes, terminé por entregarme con los brazos abiertos a aquella frase. Tenía que hacerlo, incluso utilicé al destino como excusa para perseguirla, yo había nacido para crear. No es que piense que soy alguna especie de deidad o superhéroe norteamericano, que pueda hacer florecer los desiertos o abrir las nubes con un chasquido. Tampoco me considero especial en ningún sentido, es más, últimamente no creo que nadie lo sea; pero sí que tengo la certeza de que cada uno tiene algo que ofrecer a este mundo. Ya lo dijo Shakespeare: “Todo hombre tiene una gran historia que contar, la historia de su vida”, o al menos, era algo así, y creo que fue Shakespeare, la verdad es que lo escuché de boca de un alpinista en una conferencia, así que entiendo que la veracidad de la frase sea dudosa.
En fin, lo que quería decir, era que me gusta inventar historias, provocar sonrisas, hablar con mendigos, cantar mientras corro y mirar a los ojos a la gente. Haciendo todo esto, creo experiencias que quedan almacenadas en algún lugar que no es la memoria. Intentaré explicarme mejor, tal vez incluso pueda poner un buen ejemplo:
En el verano de 2012, cuando corría el mes de julio, mis amigos y yo emprendimos una travesía en bici que marcó nuestras vidas. Fue un viaje de cuatro días, pero el impacto que tuvo en mí fue descomunal. Recuerdo todo de aquella aventura, incluso escribí un bonito relato sobre la misma, con fotos y detalladas descripciones (cualquier interesado en leerla tan solo tiene que pedírmela), pero estoy completamente seguro de que no está acumulando polvo en alguna pate de mi cerebro, sino que de alguna manera todo lo que viví se encuentra incrustado en mi piel, adherido a mis retinas, conectado a cada uno de mis nervios, de tal manera que siempre llevo conmigo la felicidad que nos invadió al vernos rodeados de un paraíso verde, después de atravesar una sierra quemada y conseguir aquello que nos habían dicho que era imposible; en ese momento creamos algo, llámalo magia, alegría, locura o cardiotripa –si me permiten usar un neologismo –el nombre no importa, pero sí nuestra creación.
Pero no hace falta remontarme dos años atrás para hablar de mi talento para crear y guardar memorias de forma extraña. Hace tan solo un par de semanas viví un momento muy especial junto a una chica que ya no está aquí, y no me refiero a que esté muerta, sino a que se marchó de esta ciudad y de este país. Por si algún casual, llegaras a leer esto (aunque dudo que lo hagas, ya que como bien sabemos, no aprovechaste en absoluto tus lecciones de castellano), recuerda que tú me autorizaste a nombrarte disimuladamente entre mis párrafos sin cuestionarte previamente, así que abstente a las consecuencias. Ella ya no está aquí, como decía, pero recuerdo de manera curiosa lo que vivimos juntos, como si fueran pestañeos, eso que haces cuando cierras brevemente los ojos; ahí apareces tú, casi cada vez que mis párpados envuelven mis pupilas, estás tú, y la luna reflejando tu mirada esquiva, y tú poniéndote nerviosa, con las manos sudadas y repitiendo tu palabra favorita. Intenté hacer que la antigua negrura volviera cuando cerraba los ojos, pero al parecer, tu recuerdo y la huella que has dejado en mí, son más fuertes que la oscuridad.
Supongo que no puedo explicar de mejor manera la primera frase del título de este texto.
Quizás los embriones de psicólogos que son algunos de mis amigos, tengan preparados un puñado de argumentos científicos para demostrarme de manera inequívoca que mi explicación sobre la memoria es totalmente falsa, ya que los recuerdos se almacenan en alguna parte del córtex cerebral o la amígdala, el hipocampo o alguno de esos órganos que un día archivé durante unos breves instantes para contestar una respuesta de un examen tipo test.
A todos ellos les digo que voy a estudiar, o mejor dicho, aprender, más acerca del funcionamiento de nuestro sistema nervioso y los procesos que le incumben. Pero eso no hará que sienta algo distinto a lo que me late por dentro en este instante, y ese es el motivo principal por el cual ya no vamos a ser compañeros de clase.
“Lo tuyo no es reparar” eso me lo dijo un chico de ojos fríos, ligeramente obsesionado con el control y propietario de un corazón noble que casi nadie ve, pero cuyos latidos retumban en casi todos los que le rodean. Y en cuanto esa frase atravesó mis oídos, yo completé el puzzle.
Lo mío es crear y no reparar. Me di cuenta –y esto no sé si es bueno o malo –de que no soy capaz de reparar mis problemas, es más, casi siempre que rompo algo, no soy muy partidario de recomponerlo, pero sí de convertirlo en algo distinto, cuando hay ocasión, claro.
Hace poco empecé a experimentar un período de profundas dudas personales, en todos los niveles, tanto en cuestiones de índole material como de esas otras, más peliagudas, del tipo: “¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Qué sentido tiene la vida?, ¿Existe el destino?, ¿Somos tan solo un saco de huesos con articulaciones?”
Todas estas preguntas emergían de un manantial en lo más profundo de mi ser, y yo estaba muy tentado de responder diciendo: “Ni lo sé, ni me importa.” Es una muy buena contestación, firme y tajante.
Lamentablemente, decidí tomar el camino largo y me zambullí en ese turbio mar de asuntos existenciales. Les juro que fue uno de los baños que menos disfruté en toda mi vida, y eso que nunca desaprovecho una oportunidad para bañarme, de hecho, ese es uno de los puntos de mi lista de las cosas que tengo que hacer antes de morir; sumergirme en la mayor cantidad de ríos, mares y lagos posibles, hasta que mi cuerpo se arrugue como una pasa y mis articulaciones pierdan la movilidad.
A lo que iba, me estrujé el coco intentando descifrar los enigmas de mis entrañas, pasé horas de horas cuestionándome, razonando, dando explicaciones y formulando más preguntas. Era un círculo vicioso, cuanto más descubría, más dudas surgían, más grietas se abrían en mi navío y más reparaciones tenía que hacer. ¡Eso era! Estaba intentando desesperadamente hallar la forma de repararme, como si yo fuera un coche averiado.
Así que cambié rápidamente la estrategia, tal vez mis profesores de filosofía no se hubieran sentido muy orgullosos ante mi respuesta, pero decidí quedarme con el “ni lo sé, ni me importa”.
No tengo nada en contra de la gente que necesite reparaciones, sé que son necesarias y tal vez yo mismo tenga que hacer alguna de vez en cuando (sobre todo con la puerta de mi cuarto, que tiene un par de clavos colgando y puede que me haya costado contraer el tétano), pero no es mi rollo.
Hace poco, leí un libro muy bueno, de esos en los que tienes que parar de leer para soltar un “wow” y asimilar lo que acabas de procesar. En él se decía que todos los hombres tienen un destino, pero que jamás les será revelado, ya que entonces la existencia perdería su sentido.
No sé quién soy, ni tampoco sé si algún día lo voy a averiguar, puede que cuando muera, entienda el mundo de los muertos, hasta entonces, tan solo tengo que preocuparme por el de los vivos. No me importa si somos un trozo de carne con unas cuantas neuronas locas, o si en cambio, tenemos un alma inmaterial que se despegará de nuestro cuerpo en cuanto éste perezca. Realmente, todo eso, carece de relevancia, lo que de verdad importa, es que estoy vivo y tengo sueños por el día, a veces incluso también de noche. Mi corazón late y mis ojos lloran, disfruto del cine y me emociono por igual en una película épica que en una buena comedia romántica. Sé leer, aunque a veces me trabo con los términos complicados, y me encanta escribir, también corro y a veces, me gusta mirarme al espejo para ver si me ha salido algún abdominal adicional. Soy egoísta, por momentos, y también tengo miedo, muchos miedos, en ocasiones también soy perezoso y tengo un problema crónico con la organización; tal vez también sea demasiado poco racional y a pesar de calzar un 45, tengo los pies demasiado ligeros, ya que casi nunca están en la tierra.  A veces imagino que vuelo y una vez vi las estrellas desde el cielo. Conozco el color de los ojos de las gaviotas y en ocasiones me pongo triste sin razón alguna. Hablo demasiado alto y canto peor que una hiena resfriada, ¡Pero cómo me gusta cantar!
Ahora mismo, estoy creando algo especial, a las 2:42 de la madrugada, cerrando los ojos y transformando latidos en palabras. Ya no me aferro a definiciones, e intento no depender de otros corazones. No soy el mismo de ayer, ni seré el mismo mañana, y esto sí que lo puedo argumentar con bases empíricas, como a algunos les gusta; ya que las células de nuestro cuerpo están regenerándose continuamente y se estima que cada siete años, el organismo entero se renueva; es decir, que literalmente, ya no queda nada de lo que eras antes.
Así que yo lo veo simple, hay dos opciones, o aceptas por voluntad propia que lo que eres en este momento es único e irrepetible, o te esperas siete años para afirmarlo de manera científica.


jueves, 21 de agosto de 2014

Rizos dorados y trenzas oscuras

Conozco un hombre, uno que hasta hace muy poco era lo que algunos conocen como un inmigrante ilegal. Me contaba que apenas tomaba el riesgo de montarse en cualquier transporte público, que no podía respirar tranquilo, que todos sus sentidos tenían que estar alertas a las luces y sirenas que amenazaban con llevárselo, por el único delito de haber nacido en el lugar erróneo y no contar con el trozo de papel que le otorgue derecho a pisar este país.
Siempre nos ayudaba con las bolsas del supermercado, practicábamos inglés, hablábamos del tiempo y le dábamos un par de monedas al llegar a casa. A veces le ofrecíamos algo de comer, o beber, pero él siempre declinaba la oferta con una sonrisa, a veces triste, pero siempre con una sonrisa.
Hasta que un día, después de que aquel hombre le comentara a mi abuela su situación, después de decirle que nadie se había brindado a ayudarle, que todos se compadecían, pero que nadie estaba dispuesto a arriesgarse por él, mi abuela lo hizo. Le prometió que tendría la documentación para vivir libre.
Y así fue, después de casi un año de trámites, por fin lo consiguió. Cabe resaltar que mi abuela pagó con todos los gastos, pero él insistió en devolverle hasta el último centavo.
Después de algún tiempo lo vi, con un uniforme del supermercado, con una auténtica sonrisa en los labios y gotitas de felicidad inundando sus ojos. Me dijo que ya no tenía miedo, que por primera vez en muchos años había podido ir al cine, e incluso, a la discoteca, y enseñar con orgullo, el carné que lo convertía en un ciudadano legal.
Nunca voy a olvidar las palabras que pronunció a continuación. Con voz casi entrecortada, dijo que mi abuela le había salvado la vida, no sabía de dónde había salido, que según él, era un ángel y que todos los domingos, sus oraciones iban dedicadas a ella.
Se me partió el alma, sencillamente porque para aquel hombre, la felicidad absoluta era adquirir lo que gran parte de nosotros tenemos por derecho. Pero al mismo tiempo, me sentí agradecido, por poder hablar con él, y aprender de su humildad, de la sabiduría que destilaban sus palabras. Un conocimiento ajeno a los libros, relacionado más bien con la necesidad de creer, reinventarte y no mirar atrás, porque sencillamente, cuando estás en el fondo de los fondos, no hay otro camino que no sea el de subir.
Un día, después de varios meses, invitamos a ese antiguo ilegal a comer a casa. Preparamos una comida típica de nuestra tierra y mantuvimos un interesante intercambio cultural. Él nos habló de su país, situado en la costa oeste del continente que vio nacer a la raza humana. Nos dijo también que lo habían ascendido, que por fin tendría vacaciones y con la alegría de un niño en su mirada, comentó que tenía suficiente dinero ahorrado como para volar de vuelta con su familia, a la que no veía hacía casi una década.
Finalmente, con la barriga llena y el corazón contento, tocaba despedirse, y bruscamente, sin previo aviso, aquel hombre estrujó entre sus fuertes brazos a mi abuela. Allí se quedaron un buen rato, compartiendo lo que las palabras no pueden decir. Se veían rizos dorados, y cabellos oscuros, atados en trenzas, daba igual, porque cuando las barreras se rompen, nace la auténtica amistad.
Por primera vez, fui consciente de que en teoría, todos los seres humanos pueden ser egoístas, miserables y ambiciosos, pero si te detienes demasiado tiempo pensando en eso, te perderás lo más hermoso que nuestra especie puede ofrecer. Como decía la madre Teresa: “Si estás demasiado ocupado juzgando a las personas, no te queda tiempo para amarlas”.
De aquel modo, mi abuela me dio una de las mayores lecciones de mi vida, con un simple abrazo, uno que del que ni siquiera fui protagonista, pero que me brindó la oportunidad de descubrir que la gente no necesita ayuda, ni compasión. No necesita miradas de pena, cuando la vida te deja en harapos, lo último que quieres es que alguien vestido de Armani se ofrezca a darte un trozo sobrante de tela. Mi abuela nunca le dio al amigo de las trenzas ni un céntimo de caridad, nunca quiso ponerse por encima de él, porque tener los papeles en regla e ir al supermercado a comprar en vez de a pedir, no te da derecho a sentirte superior a nadie. Lo primero que hizo, fue ofrecerle un trato, uno justo. Él llevaba la compra, y ella le remuneraba su trabajo. Muchos, antes que mi abuela, se compadecieron de aquel hombre, pero a ella, desde el primer momento, tan solo le generó inspiración. Por eso tal vez, los demás contentaron su conciencia con donar calderilla sobrante, mientras que mi abuela, encontró en él un amigo leal, un héroe anónimo, que lo único que necesitaba para desplegar su potencial, era un permiso formal para pisar este suelo.

Así es mi abuela, una mujer que transforma lo extraordinario en cotidiano. Muchos a su edad ya disfrutan, o sufren, tal como estamos hoy en día, la jubilación. Pero ella no, ni creo que nunca lo haga, porque quizás algún día dejará de abrocharse su uniforme blanco y enfrentarse a bocas ajenas, pero sé que no será capaz de pasarse siquiera una mañana, tomando el sol en un parque. Porque no puede, ya que cada célula de su cuerpo fue creada para ser una exhibición de vida. Porque ella gasta mejores bromas que mis amigos más revoltosos, porque con ella no hay temas incómodos, ni palabras tabú. No hay que esperarla en las caminatas, y es ella la que lidera las fiestas, porque da brincos, se ríe y se mueve inquieta, como un cachorrito que recién empieza a vivir. Y precisamente porque es así, nunca la he llamado, ni la llamaré, abuela.

lunes, 11 de agosto de 2014

Para ti



No sé qué decir, ni qué hacer, tan solo puedo pasarme el día entero pensando en ti y el momento de volver a verte. No quiero que te vayas, pero me daría miedo que te quedes, mi futuro es confuso y no podría darte todo lo que te mereces. Tampoco es para ti el momento, todavía tienes mucho que ver, descubrir lo que se esconde detrás de tu mirada, te quedan muchas tardes de largas conversaciones con tu alma, y no quiero ser yo quien te prive de eso.
Podría agradecerte el haberme regalado la mejor noche de mi vida, o haber elegido celebrar mi cumpleaños con un puñado de buenas conversaciones y risas injustificadas.
Hoy mientras comía, y disfrutaba del sabor de cada uno de los vegetales que se derretían en mi boca, me di cuenta de que todo se acaba. Ese generoso bol de comida se quedó sin siquiera un grano de arroz al cabo de quince minutos. Y me acordé de ti, quizás no te guste que te comparen con un plato de comida, pero yo soy así, aprendo de lo sencillo e inesperado, aunque espero que eso ya lo sepas. La cuestión es que me acordé de ti, porque por mucho que me gustes, por más que la ilusión que me evocas tenga a mi corazón exhausto, en algún momento, ya sea dentro de una semana o después de toda una vida juntos, todo desaparecería, como esos granos de arroz.
Cuesta no aferrarse a lo físico, porque es lo único que podemos tocar, nuestra única herramienta para abrazarnos y besarte los labios mientras sonríes tímidamente. Cuesta dejarte marchar, aceptar el hecho de que tal vez nunca te vuelva a ver, porque aunque todo es posible, tuvimos que elegir vivir lo más lejos posible el uno del otro.
Cuando llegue el momento de despedirnos, no sé si podré decirte hasta la próxima vida. No quiero eso, y por momentos se me ocurren disparates, ideas que florecen de mi locura innata con el toque de dulzura picante que tú le añades; y pienso en nuestro futuro encuentro, quizás en otro continente, tal vez en otro año, incluso década, realmente no importa cuando, ni dónde, siempre y cuando se mantenga viva la esperanza de verte una vez más.
Y entonces me doy cuenta de que todavía no te has ido, que te irás, pero todavía no y quizás, si yo te he trastocado tanto como tú a mí, quieras compartir alguna tarde más, tal vez cogidos de las manos, no por ser románticos, sino por la posibilidad de no volver a sentir tus dedos pequeños, entrelazados con los míos. Incluso puede que todavía nos quede otra noche para crear magia y hablar sin palabras, no lo sé.
Todo puede pasar y contemplar las posibilidades es sencillamente abrumador. Pero lo que me hace volver a vibrar, a levantar una vez más mis ojos y perderme en el cielo, es la idea de que serás feliz, de que encontrarás lo que buscas, que te darás cuenta de lo que veo yo en ti, que recorrerás Australia en una caravana, con tu mejor amiga y un perro.
Porque te quiero, así como lo oyes, te quiero, y podría gritarlo a los cuatro vientos y contárselo a la luna y al sol, pero estaría desperdiciando mi voz, porque tan solo hace falta que lo escuches tú.
La chica de las botas gastadas y los cordones desatados, las uñas sin pintar e incluso un poco de mugre en alguna de ellas. La chica del lejano continente, la aventurera, la chica de las locuras insensatas a los dieciséis años, la que nunca ha usado tacones y que camina descalza por su pueblo. La que le cuenta sus travesuras a su madre y los problemas serios a su padre, la que no sabe qué contestar cuando le preguntan a qué quiere dedicar el resto de su vida. La chica de pelo corto, tres aritos en las orejas, uno en la nariz y otro que no puedo decir. Esa eres tú, la que no quiere ser una princesa, la que no se asusta de las arañas y está acostumbrada a los tiburones. Eres la chica que me recordó que mi corazón no es invulnerable, la que me escribió por casualidad, en el momento adecuado, la que se perdió conmigo y se dejó guiar. La que no demuestra con palabras, la que tampoco da abrazos, o al menos no los daba, la que entrega su amor en tiempo, en tiempo de calidad como te gusta llamarlo.  Eres la que brilla por dentro, la que desprende una belleza atípica, la que conquista sin saberlo y evoca a las estrellas sin pretenderlo. Eres la chica que escucha mis historias, la que no habla mi idioma y aun así me entiende. Eres la que irradia alegría y despreocupación, la inmadurez mezclada con valentía. Eres la niña de ojos camaleónicos, la que quiere una sociedad sostenible y se  apunta las películas que le recomiendo. Eres la que se atreve a probar aguas heladas y se ensucia los pies entre rocas musgosas, la que duerme sin colchoneta y se atreve a participar en cánticos hindúes.
Eres una pequeña estrella, una de esas que te orientan desde el firmamento, una estrella que empieza a brillar, una criatura que se despereza lentamente, inocente, traviesa, tímida y atrevida. Eres un revuelo de emociones, un regalo para el alma, una bendición para los sentidos.
Eres la que se va para no volver, aunque eso siempre es complicado de saber. Podrías no haber venido, pude no haber contestado, pero ocurrió y te he disfrutado tanto como he podido.
Así que no quiero que me recuerdes, no pierdas el tiempo con eso, tan solo acuérdate de que una noche, la luna brilló para nosotros.
No pienses en mí, ni tampoco me extrañes, tan solo vive, y no mires atrás, porque las montañas que nos vieron amarnos no estarán en el pasado, sino en un trocito de tu corazón, así que cuando te acuerdes de mí, tan solo escúchalo, probablemente oigas mi voz ahí dentro, siempre que quieras.
Por mi parte, yo no te voy a esperar, ni convertiré las memorias que creamos en algo triste. Pero si alguna vez quieres volver a escuchar mi voz, conocer mis sueños, hablar de un mundo mejor o simplemente conversar sinceramente con un amigo, yo tendré las puertas abiertas, dondequiera que esté.
Hasta entonces, ten por seguro que de cuando en cuando, aparecerás disimuladamente entre mis párrafos, porque me gusta escribir sobre mi vida, y ya sea aquí o en la otra punta de nuestro mundo, formas parte de ella.


sábado, 9 de agosto de 2014

Una aventura


Anoche no podía dormir, tan solo podía imaginar lo que sucederá hoy, pensando, escuchando retumbar algo bajo mi pecho. Sentía arder mis entrañas, intentando desesperadamente que las visiones desaparecieran de mi mente. Pero no podía, claro que no podía, ya ha ocurrido antes y es algo que no puedo controlar. No sé por qué, pero hay algunos rostros que cuesta olvidar, recuerdos recientes que se reproducen una y otra vez en un cine cuyo único espectador eres tú. Algunos lo llaman enamorarse, yo antes también lo hacía y creía que ya me había librado de ese revuelo de hormonas y sudores fríos, las caras de tonto y fantasías que te cortan la respiración. Eso no puede ser amor, eso lo sé, al menos en teoría, porque en la práctica, es muy fácil confundir a esa palabra que mueve al mundo con cualquier otro significado, ya sea necesidad, apego, envidia e incluso miedo. Ese es un grave problema para nuestra pequeña sociedad, ya que en nombre del amor, ya sea a Dios, a la patria o a una ninfa, se libran sangrías humanas, se destrozan hogares y las almas quedan hechas piltrafas.
Pero no se puede evitar, yo, ya estando curado de espanto, aleccionado por la vida en repetidas ocasiones, he vuelto a caer en las garras de ese estado de insensatez. Pero no es la locura que me gusta, no es esa que me hace llorar de emoción, que me da ganas de silbar y dar vueltas sobre mí mismo con los brazos extendidos, con la mirada perdida en el cielo, hasta que parece que las nubes se acercan vertiginosamente a mis pestañas. No, esta es una locura distinta, una que te desconcierta, te devuelve a un estado animal, no de inocencia, sino de feroz instinto. Y un instinto primario, altera al cuerpo, reblandece las tripas, nubla la mente y te ciega las pupilas.
Así que no puedo resistirme y mi ser se divide en dos ejércitos, listos para enfrentarse al enemigo, que resulta que son ellos mismos, y siento las heridas por dentro, distraído, porque claro, yo solo puedo pensar en ella. Y no sé cuando terminará, si volverá a ocurrir o si en algún momento dejarán de aparecer musas que me turben y traigan consigo las tormentas de la atracción.
He quedado reducido a un sentimiento, al más brutal de todos ellos, y ya me cansé de luchar. Tal vez ese sea el auténtico problema, enfrentarte a algo que te supera, intentar domar una fiera feroz e impredecible.
Los ríos no escogen el camino por donde fluir, escuché una vez, sino que siempre toman el camino más simple, el más sencillo y siempre, de un modo u otro, desembocan en el mar.
No sé por dónde acabará discurriendo esta historia, probablemente acabe en menos de una semana, cuando la otra protagonista se marche, posiblemente para siempre, de este rinconcito del mundo. Queda tan poco y a la vez tanto, que sonrío por agotamiento, porque cuando un rostro se te incrusta entre las retinas, acabas exhausto.
Por primera vez no intentaré definir lo que brota de este manantial de emociones, solo sé que cuando intento taparlo con las manos, el agua se me escurre entre los dedos. Así que mejor lo disfruto, porque es hermoso, y qué más da si está bien o mal, mejor le doy dos patadas a lo moralmente correcto y me entrego al entusiasmo que te regala la inminente aventura.
Tal vez nunca sepas que fuiste tú la que me inspiraste a escribir esto, la que me provocó insomnio y se colaba en mis sueños sin permiso. No sé cuanto durará esto, quizás hoy mismo lo averigüemos, pero ten por seguro que yo no haré nada para provocar algo. Te prometo que no me acercaré deliberadamente a tus labios, ni intentaré rodearte con los brazos en un bostezo disimulado, si algo pasa entre nosotros, será la corriente del río la que lo tenía prememeditado.
En cualquier caso, lo único que te puedo asegurar es que este día es nuestro, y que sin esfuerzo alguno, lo disfrutaremos, porque haya energía entre nosotros y el lugar al que vamos nos llenará de suspiros de vida, eso lo sé. Así que no nos preocupemos por lo que pueda ocurrir mañana, eso lo decidirá el futuro, que dicho sea de paso, a lo mejor ni siquiera llega. Es ahí, en el misterio que nunca podremos resolver, donde radica el ímpetu del espíritu, ¿Verdad?

lunes, 4 de agosto de 2014

Cumpleaños, señales y comienzos



Hoy cumplo 22 años, o 23, ya no lo recuerdo. Lamentablemente, algunos sí que lo hacen.
Pero qué más da, es un año más de vida, 365 días en los que he vuelto a sobrevivir a los miles de peligros que rondan en cada esquina.
Cuestión de destino, casualidad o simplemente falta de sentido común, hoy lo he sentido, he sentido que mi alma se despegaba de mi cuerpo y obligaba a mis ojos a escuchar su voz sin sonido. Desde que empecé a vivir, y ojo que no digo desde que nací, sino que desde que empecé a vivir, me di cuenta de que no podía seguir caminando de la manera en que lo había hecho. Mis pies no tenían nada de malo, el calzado era el adecuado, aunque yo prefería caminar descalzo. Por desgracia, la mayor parte del camino era de concreto, una áspera carretera gris que hierve con el sol.
Fue entonces cuando empecé a percatarme de que tal vez no fueran mi piel, ni mis zancadas, ya que la respuesta se antojaba más sencilla, no disfrutaba del camino.
Lo que acabo de decir es una mentira, una profunda mentira, de esas que me cuento todas las noches antes de dormir, para poder conciliar el sueño. Disfrutaba del camino, por momentos, pero la mayor parte del tiempo, cuando no había ojos que me espiaran, me escabullía hacia lo desconocido, hacia aquello a lo que todo el mundo teme, por el simple hecho de no haberlo sentido antes. Allí donde me refugiaba, no hacía falta andar, y las huellas no se marcaban en la arena, la brisa levantaba tus entrañas y hacía hervir tus cuerdas vocales, incitando a cantar, o mejor dicho tararear, melodías que conmovían a las gaviotas del cielo, y extraía lágrimas de sus ojos amarillos, porque sus ojos son amarillos, los he visto.
Allí donde iba no había nadie, ni siquiera yo, pero de vez en cuando, solo cuando de verdad dejaba de existir, todo el mundo aparecía, y me refiero al mundo entero. Cada gota de agua estaba conmigo, desde los ríos turbios en los que se bañaban los niños desnudos de mi país, a los cristalinos arroyos que brotan de entre frescas cordilleras. Todos los sonidos se juntaban y creaban la obra más increíble de este rinconcito del universo, el silencio.
Y por eso empecé a aborrecer la carretera, donde yo era yo mismo, y los coches eran impulsados por motores y no por imaginación, donde la gente levanta edificios y carece de promesas, de esas que les susurras a las estrellas en veladas nubladas. Aquí todos se han olvidado de levantar la cabeza, sus espinas dorsales han quedado condicionadas para apuntar a sus propios ombligos.
Ellos no tienen la culpa, tampoco la tengo yo, ni siquiera la tienen esos a los que todo el mundo odia y nombra en sus aletargadas tardes de ojos hinchados. Pero así somos en este mundo, aquí nuestros ojos solo apuntan hacia afuera; por eso nunca paramos de buscar belleza que consuele, sabores amargos que endulcen nuestros acorazados latidos y la ilusión de un poder que se estruja entre manos corruptas.
Por eso, cuando te sales del camino y te dejas instruir por las sabias ranas de los estanques, ya no tienes ganas de volver, allí no hace falta apretar los puños y contener la respiración, allí puedes gritar hasta que la garganta te raspe y tus sueños naden en lágrimas que reflejan el arcoíris. Allí no hace falta pensar y luego actuar, porque las acciones no son malas, ni tampoco hacen daño, allí tan solo generan risas que se alimentan de los abrazos que te dan los árboles de troncos gruesos y ramas finas.
Pero yo no pertenezco a ese lugar, todavía no. Aunque ese es mi auténtico hogar, estoy aquí, en la carretera por donde vagan las almas solitarias, tan solas se sienten, que siempre están acompañadas. Tal vez aquí el agua del mar sea salada y escueza la piel, tal vez aquí los estómagos se encuentren hambrientos, y se identifique a las personas por las yemas de los dedos. Así es, este mundo nuestro no es perfecto, tal vez por eso estén obsesionados con esa palabra, no lo sé. No sé tantas cosas, apenas sé nada, pero de algún  modo, creo que lo sé todo, y por eso creía que podría recorrer el camino de todos y no perder el fuego que inunda mis pupilas cuando me despierto. Pero no puedo. Y tampoco puedo irme, aún no.
“Llegará, todo llegará”, eso me dijo un mulato de ojos serenos en un pasillo oscuro, mientras subía unas escaleras que conducían hacia la luz; es verdad, conducían hacia la luz, porque estábamos en el sótano de un instituto de secundaria y era el último día de clases, así que esos escalones conducían a la luz del exterior. Y nunca más lo volví a ver. Tan solo una vez más, cinco minutos después, de camino a casa, solo que él no se fijó en mí, porque yo me escabullí entre las paredes para que no lo hiciera, ya que yo quería que las últimas palabras que me dijera, fueran esas, “llegará Ariel, llegará”.
He contado esa historia cientos de veces, es una gran historia. Al menos a todos los que se la cuento, parecen disfrutarla, aunque también puede ser por mi particular forma de emocionarme cuando relato algo, ya que vuelvo a vivirlo. Mi mente viaja al pasado e inserta la película adecuada justo delante de mis retinas, entonces, yo lo único que tengo que hacer, es dejarme llevar y experimentar, una vez más, en cada uno de mis órganos, la vibración que sacudió mi sangre en aquel instante.
Quizás todavía no sé quién soy, tampoco tengo demasiado claro que en algún momento llegue a descubrir el significado de esa cuestión. Pero hoy, me di cuenta de lo que quiero hacer, no sé por cuanto tiempo, pero desde ahora, quiero contar historias. Mías, tuyas, nuestras, no importa, siempre hay historias que contar y si se me permite ser brutalmente sincero, no lo hago por nadie, ni siquiera por mí. Porque no se trata de mí, no se trata de llegar a algún sitio, alcanzar la cima o nada parecido. Para cimas, prefiero alcanzar las de las montañas, desde ahí se puede ver picos escarpados rompiendo nubes con delicadeza, en cambio, las cimas de las que se habla en este mundo, nada tienen que ver con la sutileza, sino más bien con destripar el cielo. Creo que los de mi especie ya hemos causado algún hueco en el firmamento, después de todo, esa es la única manera de cumplir con el objetivo de no tener que mirar nunca más hacia arriba.
Decía que no se trata de mí, no importan los autógrafos, los garabatos, las señas de identidad o el nombre que eligieron mis padres cuando era un recién nacido. Lo que sea que cuente, no tendrá destinatario, ni autor, porque cuando formas parte de la creación de la belleza, lo último que deseas es poseerla.
Aunque claro, si de paso, en el camino puedo conseguir algo de sustento que me permita comer al menos tres veces al día, guarecerme en algún cálido refugio en los días en los que el sol se enfada y decide no regalarnos su calor, y si es posible, y como único capricho personal, tener la posibilidad de explorar los rincones de nuestro planeta, estaría más que agradecido.
No pido nada, pero quiero darlo todo, porque lo único que no quiero, es que la vida se me vaya con música latiendo por dentro.
Hoy es mi cumpleaños, hace tres primaveras, celebré mi día especial con la que en ese momento, era para mí el ser más especial del lugar, como a ella le gustaba autoproclamarse. Fuimos al cine, y vimos una película de extraterrestres, pocas veces me había reído tanto, y me encantó y le agradecí a ese ser que ese instante, convertido en una estrellita en medio de recuerdos, haya sido solo nuestro.
Al año siguiente, ya no estaba solo ella, mis invitados fueron unas vacas de pelaje parduzco que masticaban pastos verdes, rebosantes de vida; también hubo caballitos, que me obsequiaron la oportunidad de acariciarlos y compartieron algo de la inocencia de su mirada con mis ojos ávidos de aventura, y por supuesto, también estaban las montañas, esos enormes abuelos poblados de vida, que te recuerdan lo mucho que todavía te queda por recorrer.
Y mi último cumpleaños, eran unas vacaciones de familia, mi persona especial ya no estaba, pero la sustituí por una versión más moderna, solo que venía con ciertos problemas de fábrica, y envuelta en una carcasa demasiado hermética. Yo no era lo que quería, y los vientos del oeste me habían llevado por tierras lejanas, nuevas y complicadas.
Ha pasado un año desde entonces, y ya no hay nadie especial, ni tampoco la busco, aunque, por si acaso, si existes, no tengas prisas, no te estaré esperando, pero seguro que cuando por fin demos el uno con el otro, lo sabremos.
Tan solo quedo yo, y los que quiero, que no son pocos, y pertenecen a diversas formas de vida, por ahora, todas pertenecientes de este mundo, aunque si hay algo que respire ahí fuera, en esa mancha negra interminable a la que llamamos universo, puede que algún día, si te llego a conocer, o incluso sin hacerlo, te quiera a ti también.
No creo en las señales, ni el destino, pero sé que la casualidad no existe, lo sé. Así que simplemente no creo, tan solo siento y me escucho, cuando callo. Y he escuchado susurros, voces de fuego y brisas de cambio, que amansan mis pensamientos y erizan mi piel, porque comenzar de nuevo, una vez más, no es fácil.
Porque tengo miedo, ya que es la primera vez que me atrevo admitir que no puedo seguir abrasando mi piel con la sequedad de la carretera, ni seguir criando ampollas de nostalgia en las plantas de los pies.
No tengo nada de diferente, no soy mejor que nadie en este camino de pisadas inquietas, pero es hora de descubrir si lo que veo cuando cierro los ojos es posible. Es hora de comprobar si en este lugar hay tanto color como siempre he soñado, escondido entre las opacas luces artificiales que encendemos, evitando a toda costa la llama innata que habita en algún lugar de cada uno de nosotros, perdida entre algún puñado de músculos, huesos y sangre espesa.
Tal vez todos seamos estrellas perdidas, astros radioactivos, esperando a dar con la tecla que nos haga palpitar, el momento indicado para absorber una chispa de inspiración que nos aparte de la oscuridad.
Nunca hizo falta mostrarle a nadie la luz, sacar una linterna de cualquier bolsillo y pretender que ese albor amarillento revelará las respuestas que tanto ansían los desesperados corazones de los mortales.
Puedo brillar, algo me dice que puedo hacerlo, aunque me resulte extremadamente difícil escribirlo, o incluso hasta pensarlo. Supongo que le tengo miedo a esa palabra, brillar suena demasiado grande, demasiado egoísta, e inmediatamente siento el impulso de hacer más humildes mis deseos, reducir el tamaño de mis alas, pero no puedo, eso es precisamente lo que me está matando, vivir a medias, perdido entre un mundo gris y un lugar de tierras fértiles que me ofrece jugosas frutas tropicales, cuyo principal nutriente es la curiosidad.
Hoy es mi cumpleaños y no tengo nada que pedir, pero sí mucho que agradecer. Llegó la hora de dejar las viejas costumbres, desprenderme de las manos que me evitaban dolorosas caídas y empezar a madrugar, porque tengo muchas preguntas que solo un nuevo amanecer puede ayudarme a descifrar.
Hasta ahora he recorrido la carretera de todos, esa ajetreada autopista de prisas y apariencias, aunque también me aventuré a incursionar en el sendero de nadie, ese que como su nombre indica, carece de dueño, ni tampoco lo busca. Provengo y desembocaré mis aguas en el segundo, pero hasta que la vida reclame mis huesos, para devolverlos a la madre tierra, me lanzaré a descubrir un sendero que no convierta mi corazón en cenizas. Tal vez, incluso, puede que ya haya empezado a recorrerlo.