“Lo
tuyo es crear” me dijo una persona que vive del otro lado del océano atlántico,
en una conversación a través de una red social. Eso fue cuando el verano aún no
había empezado y yo me ponía camiseta para estar por casa. Fue una simple
frase, pero germinó rápidamente en mi interior, haciendo eco en cada una de mis
acciones, colándose en mis pensamientos, fluyendo por mi sangre.
Hasta
que finalmente, hace poco menos de un mes, terminé por entregarme con los
brazos abiertos a aquella frase. Tenía que hacerlo, incluso utilicé al destino
como excusa para perseguirla, yo había nacido para crear. No es que piense que
soy alguna especie de deidad o superhéroe norteamericano, que pueda hacer
florecer los desiertos o abrir las nubes con un chasquido. Tampoco me considero
especial en ningún sentido, es más, últimamente no creo que nadie lo sea; pero
sí que tengo la certeza de que cada uno tiene algo que ofrecer a este mundo. Ya
lo dijo Shakespeare: “Todo hombre tiene una gran historia que contar, la
historia de su vida”, o al menos, era algo así, y creo que fue Shakespeare, la
verdad es que lo escuché de boca de un alpinista en una conferencia, así que
entiendo que la veracidad de la frase sea dudosa.
En fin,
lo que quería decir, era que me gusta inventar historias, provocar sonrisas,
hablar con mendigos, cantar mientras corro y mirar a los ojos a la gente.
Haciendo todo esto, creo experiencias que quedan almacenadas en algún lugar que
no es la memoria. Intentaré explicarme mejor, tal vez incluso pueda poner un
buen ejemplo:
En el
verano de 2012, cuando corría el mes de julio, mis amigos y yo emprendimos una
travesía en bici que marcó nuestras vidas. Fue un viaje de cuatro días, pero el
impacto que tuvo en mí fue descomunal. Recuerdo todo de aquella aventura,
incluso escribí un bonito relato sobre la misma, con fotos y detalladas
descripciones (cualquier interesado en leerla tan solo tiene que pedírmela),
pero estoy completamente seguro de que no está acumulando polvo en alguna pate
de mi cerebro, sino que de alguna manera todo lo que viví se encuentra
incrustado en mi piel, adherido a mis retinas, conectado a cada uno de mis
nervios, de tal manera que siempre llevo conmigo la felicidad que nos invadió
al vernos rodeados de un paraíso verde, después de atravesar una sierra quemada
y conseguir aquello que nos habían dicho que era imposible; en ese momento
creamos algo, llámalo magia, alegría, locura o cardiotripa –si me permiten usar un neologismo –el nombre no
importa, pero sí nuestra creación.
Pero no
hace falta remontarme dos años atrás para hablar de mi talento para crear y
guardar memorias de forma extraña. Hace tan solo un par de semanas viví un
momento muy especial junto a una chica que ya no está aquí, y no me refiero a
que esté muerta, sino a que se marchó de esta ciudad y de este país. Por si
algún casual, llegaras a leer esto (aunque dudo que lo hagas, ya que como bien
sabemos, no aprovechaste en absoluto tus lecciones de castellano), recuerda que
tú me autorizaste a nombrarte disimuladamente entre mis párrafos sin
cuestionarte previamente, así que abstente a las consecuencias. Ella ya no está
aquí, como decía, pero recuerdo de manera curiosa lo que vivimos juntos, como
si fueran pestañeos, eso que haces cuando cierras brevemente los ojos; ahí
apareces tú, casi cada vez que mis párpados envuelven mis pupilas, estás tú, y
la luna reflejando tu mirada esquiva, y tú poniéndote nerviosa, con las manos
sudadas y repitiendo tu palabra favorita. Intenté hacer que la antigua negrura
volviera cuando cerraba los ojos, pero al parecer, tu recuerdo y la huella que
has dejado en mí, son más fuertes que la oscuridad.
Supongo
que no puedo explicar de mejor manera la primera frase del título de este
texto.
Quizás
los embriones de psicólogos que son algunos de mis amigos, tengan preparados un
puñado de argumentos científicos para demostrarme de manera inequívoca que mi
explicación sobre la memoria es totalmente falsa, ya que los recuerdos se
almacenan en alguna parte del córtex cerebral o la amígdala, el hipocampo o
alguno de esos órganos que un día archivé durante unos breves instantes para
contestar una respuesta de un examen tipo test.
A todos
ellos les digo que voy a estudiar, o mejor dicho, aprender, más acerca del
funcionamiento de nuestro sistema nervioso y los procesos que le incumben. Pero
eso no hará que sienta algo distinto a lo que me late por dentro en este
instante, y ese es el motivo principal por el cual ya no vamos a ser compañeros
de clase.
“Lo
tuyo no es reparar” eso me lo dijo un chico de ojos fríos, ligeramente obsesionado
con el control y propietario de un corazón noble que casi nadie ve, pero cuyos
latidos retumban en casi todos los que le rodean. Y en cuanto esa frase
atravesó mis oídos, yo completé el puzzle.
Lo mío
es crear y no reparar. Me di cuenta –y esto no sé si es bueno o malo –de que no
soy capaz de reparar mis problemas, es más, casi siempre que rompo algo, no soy
muy partidario de recomponerlo, pero sí de convertirlo en algo distinto, cuando
hay ocasión, claro.
Hace
poco empecé a experimentar un período de profundas dudas personales, en todos
los niveles, tanto en cuestiones de índole material como de esas otras, más
peliagudas, del tipo: “¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Qué sentido tiene la
vida?, ¿Existe el destino?, ¿Somos tan solo un saco de huesos con
articulaciones?”
Todas
estas preguntas emergían de un manantial en lo más profundo de mi ser, y yo
estaba muy tentado de responder diciendo: “Ni lo sé, ni me importa.” Es una muy
buena contestación, firme y tajante.
Lamentablemente,
decidí tomar el camino largo y me zambullí en ese turbio mar de asuntos
existenciales. Les juro que fue uno de los baños que menos disfruté en toda mi
vida, y eso que nunca desaprovecho una oportunidad para bañarme, de hecho, ese
es uno de los puntos de mi lista de las cosas que tengo que hacer antes de
morir; sumergirme en la mayor cantidad de ríos, mares y lagos posibles, hasta
que mi cuerpo se arrugue como una pasa y mis articulaciones pierdan la
movilidad.
A lo
que iba, me estrujé el coco intentando descifrar los enigmas de mis entrañas,
pasé horas de horas cuestionándome, razonando, dando explicaciones y formulando
más preguntas. Era un círculo vicioso, cuanto más descubría, más dudas surgían,
más grietas se abrían en mi navío y más reparaciones tenía que hacer. ¡Eso era!
Estaba intentando desesperadamente hallar la forma de repararme, como si yo
fuera un coche averiado.
Así que
cambié rápidamente la estrategia, tal vez mis profesores de filosofía no se
hubieran sentido muy orgullosos ante mi respuesta, pero decidí quedarme con el
“ni lo sé, ni me importa”.
No
tengo nada en contra de la gente que necesite reparaciones, sé que son
necesarias y tal vez yo mismo tenga que hacer alguna de vez en cuando (sobre
todo con la puerta de mi cuarto, que tiene un par de clavos colgando y puede
que me haya costado contraer el tétano), pero no es mi rollo.
Hace
poco, leí un libro muy bueno, de esos en los que tienes que parar de leer para
soltar un “wow” y asimilar lo que
acabas de procesar. En él se decía que todos los hombres tienen un destino,
pero que jamás les será revelado, ya que entonces la existencia perdería su
sentido.

Ahora
mismo, estoy creando algo especial, a las 2:42 de la madrugada, cerrando los
ojos y transformando latidos en palabras. Ya no me aferro a definiciones, e
intento no depender de otros corazones. No soy el mismo de ayer, ni seré el
mismo mañana, y esto sí que lo puedo argumentar con bases empíricas, como a
algunos les gusta; ya que las células de nuestro cuerpo están regenerándose
continuamente y se estima que cada siete años, el organismo entero se renueva;
es decir, que literalmente, ya no queda nada de lo que eras antes.
Así que
yo lo veo simple, hay dos opciones, o aceptas por voluntad propia que lo que
eres en este momento es único e irrepetible, o te esperas siete años para
afirmarlo de manera científica.