miércoles, 29 de octubre de 2014

Detenerse

Bajarse del carro, pedirle al mundo que pare, frenar en seco, saltar del tren… Hay muchas maneras de decirlo, de intentar reflejar nuestro deseo de poner fin a la rueda giratoria que no nos da tregua.
Es normal que queramos hacerlo, ya que basamos nuestra existencia en la actividad, o mejor dicho, en la persecución de objetivos. Qué difícil se antoja una vida sin objetivos.
Cuando le digo a mi abuela que me voy 10 días a marruecos, su primera pregunta es: ¿Por qué? ¿Cuál es el propósito?
Y yo me encojo de hombros. Le digo que no lo sé, que tal vez quiera subir alguna montaña del Atlas, o indagar más acerca de la cultura bereber. Pero si me atrevo a decir la verdad, no tengo ni la menor idea de por qué he de partir hacia aquellas tierras africanas. Simplemente siento que quiero hacerlo; sin tener muy claro dónde dormiré, qué haré o de qué me alimentaré.
Sin embargo, aquella pregunta de mi abuela me hace indagar un poco más en mi propia vida, más allá del mencionado viaje. Me doy cuenta de que en mi día a día, tampoco me fijo objetivos demasiado concretos.
Entonces, escucho que el miedo llama a la puerta y pide permiso para hacerme compañía. Yo le recibo con cordialidad y nos pasamos la tarde asustados, compartiendo preocupaciones ante la falta de propósito de mi existencia.
Cuando me canso del miedo, intento echarlo, pero se niega a levantarse del sofá. El miedo es un pegajoso invitado, una vez lo dejas entrar, hará todo lo posible por prolongar su estancia. Así pues, yo trato de convencerlo de que ya no es necesaria su presencia. Le digo que sí que conozco el propósito por el que vivo. Él desconfía de mí y me pide una explicación más detallada. Le digo que mi propósito es escribir. Pero no se va. Le digo que mi propósito es ayudar a los demás. Suelta una estruendosa carcajada y permanece inmutable sobre el cojín. Le digo que mi propósito es descubrir la verdad. Pero sigue ahí.
Hasta que finalmente, me rindo y le digo que no tengo ni la menor idea de por qué estoy aquí, en este mundo, usando este cuerpo, hablando con mi propio miedo. Y el miedo se levanta, recorre el pasillo hasta la puerta de salida y desaparece sin decir nada más.
El miedo se va cuando te quedas vacío. Cuando no tienes nada a lo que aferrarte, cuando se te acaban las excusas, y ya no se te ocurren más conclusiones, solo entonces, ya no queda nada que temer.
¡Pero qué difícil es quedarse vacío! Sobre todo cuando hemos cargado a esa palabra con toda clase de connotaciones negativas. ¿Quién quiere estar vacío? Si todo lo bueno está lleno. Las generosas jarras de espumosa bebida, los platos rebosantes de comida, las carteras hinchadas, los paquetes televisivos, con mil canales, por lo menos. Cuanto más, mejor, esa es la ley por la que se rige el lugar en el que vivo.
Y así, nunca nos detenemos ni un momento a charlar con el vacío, porque nos pensamos que nada tiene que decirnos.
Y si una vez más, soy completamente sincero, yo tampoco he tenido ocasión de conocer el vacío. Y si digo una última verdad, el miedo todavía sigue en mi sofá.
He escrito todo esto en base a algo que todavía no comprendo del todo. He pronunciado palabras que me gustaría sentir, pero que todavía no laten en mi corazón. Se las escuché decir a un hombre feliz, uno de barba espesa, que dice que el único objetivo de la vida es gozarla. Él experimentó el vacío y habla con la inocencia (y la certeza) de un niño sobre éste.
Quería dármelas de listo y exponer sabiduría ajena. Pero no puedo. Yo quiero ir a Marruecos porque quiero vivir una gran aventura, y dormir sobre la arena, contando estrellas. Porque siento que necesito experiencias que mis sentidos puedan palpar. Porque todavía –aunque no quiera –me identifico con este cuerpo, con mi rostro triangular y mis pestañas largas.
En teoría, es muy fácil ser espiritual, admitir tu condición infinita y despegarte de cualquier barrera material. En la práctica, se antoja un poco más complicado. Aunque mi amigo de las barbas felices afirma que es bastante sencillo: Simplemente tienes que detenerte, y aceptar que la separación no existe, que eres parte de todo, es más, que eres todo. Fácil, ¿Verdad?
Quizás el único problema, sea nuestra enrevesada mente, preparada sólo para tener en cuenta aquello que esté atado con un nudo Gordiano.


miércoles, 22 de octubre de 2014

Couchsurfing: ¡Atrévete a conocer el mundo!


Yo no tenía ni idea de lo que era Couchsurfing hasta principios de este año. ¿Surfeando sofás? Ese término me sonaba un tanto extraño.
“¿De veras existe gente en el mundo que brinda su sofá a cualquier viajero?” Esa era mi mayor duda y también la idea principal de la página: poner en contacto gente local con viajeros que desearan tener una experiencia distinta a la que te ofrecen las anónimas paredes de un hotel.
Así pues, mi aventura en couchsurfing empezó hace tres meses, cuando se me ocurrió viajar a Irlanda y mi presupuesto total era inferior a 150 euros. Decidí probar suerte, crear mi cuenta y comprobar por mí mismo, si era posible alojarte de forma gratuita en un país extranjero.
Sin embargo –y como siempre –, la vida tenía otros planes. En cuanto completé mi perfil, con foto incluida, recibí una solicitud de alojamiento. En mis datos, había puesto que mi sofá estaba disponible, pero no pensé que alguien querría visitarme tan pronto. El mensaje que recibí era de dos chicas que estudiaban arte en Holanda, y que estaban viajando de mochileras alrededor de España y Portugal. Tuve una corazonada y acepté su solicitud, incluso a sabiendas de que su estadía coincidiría con mi cumpleaños.
El resultado fue asombroso. Desde que nos vimos por primera vez, nunca tuve la sensación de tratar con desconocidos. Eran muchachas todoterreno –como la mayoría de la gente en couchsurfing –, con muchos kilómetros a sus espaldas, unas espaldas poco exigentes, que se acomodaban a cualquier tipo de superficie.
La experiencia fue extraordinaria; visitamos museos, deambulamos por el centro de la ciudad, intercambiamos historias, me empapé de sueños ajenos y compartí muchos de los míos. Fue entonces cuando me percaté de que couchsurfing es muchísimo más que la posibilidad de conseguir una noche de alojamiento gratuito; su auténtica esencia radica en conectar personas, culturas y lenguas, enriquecerte como ser humano. Si eres el viajero, descubres el sitio al que vas desde una perspectiva totalmente distinta a la del turista que no para de apretar el gatillo de su cámara, y tienes la oportunidad de descubrir de manera auténtica la cultura local. Y si eres el anfitrión, experimentas la extraña sensación de estar en otra parte del mundo sin salir de casa, vislumbrando otras maneras de pensar y vivir, que transmiten sus relatos con diversos acentos.
Cuando mis invitadas se marcharon, por circunstancias personales, el viaje a Irlanda quedó desechado. Y debido a las decisiones que tenía que tomar, pensé que lo más apropiado era postergar mis intenciones de volar para otro momento.
Una de las mayores virtudes en la vida es la capacidad de adaptación, y eso fue exactamente lo que hice. Tan solo tenía claro que mi corazón ansiaba descubrir y aprender, experimentar y crecer. Y para lograrlo, no necesitaba emprender grandes travesías –mucho menos, si cuentas con la ayuda de couchsurfing.
Por una casualidad (o causalidad), mi camino se topó con el de otro soñador, uno que ríe más que habla, y que como yo, ha decidido dejar de vivir de la opinión de los demás.
Con él, he tenido el privilegio de conocer dos argentinos humildes, un mejicano que viajó por Finlandia con su tienda de campaña, una australiana que sueña con un mundo sostenible y un chino que viajó por el Gran Cañón haciendo autostop, entre otras muchas fantásticas anécdotas. He redefinido el sentido de las relaciones humanas y he aprendido que la amistad (pese a lo que me habían dicho siempre) no necesita tiempo para germinar, ya que le basta una mirada sincera para florecer.
Pero lo más importante, si cabe, es que he lavado mi alma en una lluvia de esperanza. Porque he descubierto que hay gente allí afuera, que comparte mis mismas ilusiones, que se burla de los prejuicios, que han hecho cálculos y han llegado a la conclusión de que más dinero no equivale necesariamente a mayor felicidad.

Y al final, después de tres meses en modo esponja, explorando los alrededores cercanos, me ha llegado la hora de llenar mi mochila, enrollar mi saco de dormir y partir hacia lo desconocido. Ahora me toca a mí averiguar qué se cuece ahí fuera.

Cuando todo va bien

Hay momentos en los que no ocurre nada, porque no es necesario.
Yo salí del metro, saltando los escalones de dos en dos y cantando “I was born free” a todo pulmón. Sentía el olor de los coches de la avenida, el sonido de los motores, las luces de los semáforos, el firmamento apenas visible. Pero en el cielo, entre todos los edificios, nubes y humo, había una estrella. Eso era todo lo que necesitaba, ver una lucecita en medio de la contaminación lumínica. Ese era mi milagro. Y me paré, en medio de la calle, y extendí los brazos.
Sé que muchas veces hablo del encanto de las pequeñas cosas, los trocitos de magia que el universo nos regala cuando estamos dispuestos a recibirlos. Sé que desencajo con la mayoría de las gentes que recorren las aceras. Sé que debería buscarme algún problema que resolver o alguna preocupación que atormente mis pensamientos. Pero no puedo. Y pido disculpas si ofendo a alguien por ser incapaz de amargarme en este momento.
No creo haber perdido la cabeza, ni tampoco me he vuelto ciego o sordo. Todavía hay manos sucias que ruegan recibir el metal de alguna moneda. Todavía hay publicidad superficial en las calles y latas de cerveza rodando por la calle. Todavía escucho historias que me desgarran por dentro, todavía me entristece la frialdad que se respira en las ciudades, incluso en días como hoy; que en pleno otoño, recibimos una increíble jornada estival, ideal para correr descalzo por la hierba, trepar árboles y conversar en buena compañía.
No quiero decir que he sucumbido a la apatía y que ahora vivo en una burbuja de optimismo, protegiéndome de la pandemia de negatividad que se cierne sobre la atmósfera. No, lo que ocurre, es que estoy descubriendo la inutilidad de la preocupación.
Hace tan solo un momento, antes de que me pusiera a escribir, escuché a mi primo tocar el piano. Yo cerré los ojos y sentí que todo estaba en su sitio. La melodía hacía vibrar cada célula de mi cuerpo, una suave brisa acariciaba mis pies y yo, simplemente no era yo. No era mi nombre, ni mi pasado, ni siquiera mis sueños, o mis talentos, yo, como entidad separada del resto, no existía. En aquella escena tan solo había vida, energía que fluía e inundaba la habitación de un apartamento en el centro de Madrid.
En ese instante, sentí que desperté –aunque mi organismo ya se encontraba en el estado de vigilia –, y esbocé una sonrisa ante lo que acababa de descubrir: No me importa qué hora es, tan solo sé que es de noche y que allí afuera, incluso en esta gran metrópoli, hay una estrella que me cuida. Tampoco importa qué día es, ¿Qué más da? Hay un manto de hojas cobrizas recubriendo la calzada, hace calor por el día y al atardecer el viento revuelve mis cabellos. ¿Y qué me dices del año en el que vivimos? ¿Qué significa exactamente el año 2014 de nuestro señor? No desprestigio en absoluto a Jesús, pero no creo que aquel hombre (con lo sencillo que era) se hubiera imaginado que su nacimiento marcaría el primer año del calendario occidental. Por primera vez en mi vida, me percaté de que nuestro calendario tan solo nos indica los años que han pasado del nacimiento de Jesús. ¡No significa nada más!
Creo, desde mi humilde opinión, que lo importante del chico de Nazaret no fue el año en que nació, sino la manera en que vivió. Pero bueno, supongo que esto ocurre todo el tiempo, que no somos capaces de centrarnos en lo que de verdad importa.
Los días, las horas, los años, no significan nada. Quizás me sienta tentado de admitir que nos dan cierta seguridad y son de gran ayuda para organizarnos. Pero siguen sin ser reales. Y si algo no es real, no te ayuda, te engaña.
¿Cuándo es el único momento en que el tiempo deja de importar? Cuando eres feliz, cuando te entregas a tus actividades con pasión, cuando corres hasta que las plantas de los pies queman, cuando te pierdes en la mirada de alguien que amas, cuando observas moverse las nubes una tarde de primavera, mientras tu cuerpo reposa sobre un colchón de hierba fresca.
Necesitamos horarios, rutinas y fechas de calendario cuando nos alejamos de nuestro auténtico ser, cuando no danzamos en sintonía con el universo.
Por eso, en las notas que mi primo creaba, no importaba el reloj, ni la hora a la que sonaría el despertador de la mañana siguiente.
Todo lo que he aprendido en los últimos tiempos me ha llevado a interiorizar la idea de que el camino más sencillo, es siempre el correcto.
Al fin y al cabo, los árboles no se estresan pensando en los centímetros que han crecido aquel día. Las cebras no sufren ansiedad ante la constante amenaza de ser devoradas por un león, un leopardo, una hiena o un cocodrilo. Todos los seres que habitan este mundo cumplen con el propósito de su existencia sin esfuerzo alguno. ¿Por qué nosotros no podemos hacer lo mismo? Yo me aventuro a decir que sí, que es posible.

Por días como hoy, en los que evoluciono como ser humano, en los que el sol se fragmenta en millones de partículas de luz, y decide formar una espesa capa de polvo de estrella sobre los árboles. Por días como hoy, en los que la vida me premia con un almuerzo al lado de mi padre, en los que puedo deleitarme pelando una mandarina y leer un libro lleno de inspiración. Por días como hoy, en los que la luna se esconde entre masas de vapor, en los que ves gente escalar paredes y un amigo tuyo captura un frisbee ante el crepúsculo, protagonizando una escena que ganaría un concurso de fotografía. Por días como hoy, en los que te sientes querido y no alcanzas a generar suficientes pensamientos de gratitud. Por días como hoy, en los que no ocurre nada y estás en paz, porque todo, simplemente, va bien.

"O un problema tiene solución y es inútil preocuparse, o no la tiene y es inútil preocuparse"

martes, 21 de octubre de 2014

Decir Adiós


Antes, hasta hace muy poco, odiaba decir adiós. Supongo que a casi nadie le gusta mirar por última vez a un ser querido y tener que verlo alejarse, hasta que quede convertido en un mero recuerdo.
Sin embargo, hoy, he aprendido una importantísima lección. Esta tarde era la despedida, tocaba abrazar por última vez a una persona especial y tomar caminos separados. Sin embargo, al momento de hacerlo, cuando la tuve entre mis brazos, no sentí la inminente separación, ni la nostalgia típica de esos momentos. Me sentía en paz, conmigo, con ella y con el mundo. Así pues, después de cerrar los ojos con mi cabeza apoyada sobre sus hombros, la solté y empecé a dar pasitos hacia atrás, alejándome.
   -Nos vemos –dije.
Esas fueron las palabras que escogí, e inmediatamente fui consciente de que sonaba demasiado despreocupado, como si me diera igual que se marchara. Pero ella rio y tuvo una respuesta igual de sorprendente:
   -Sí, sí, está bien, ya nos veremos.
Entonces me di la vuelta, y mientras andaba, escuché la puerta cerrarse tras de mí. Me sentía feliz, con ganas de cantar y correr, al mismo tiempo. Y eso hice.
Al llegar a casa, reflexioné sobre lo ocurrido y recordé el dolor que me invadió cuando dejé Valencia, echando un último vistazo a la ciudad de mi adolescencia a través de los cristales de un autobús. Me puse a pensar en el mejor verano de mi vida y cómo se convirtió en una pesadilla cuando se acabó, inundando mis ojos de dolorosa añoranza.
Esa había sido siempre mi actitud ante las despedidas. ¿Por qué la de hoy había sido tan poco dramática?
Y estos fueron mis dos grandes descubrimientos:
Primero, me di cuenta de que las despedidas me escocían tanto porque sentía que la experiencia estaba incompleta, que esa persona y yo todavía teníamos mucho por compartir. Y segundo, sufría porque consideraba que lo que me hacía feliz era la presencia física de la persona; por tanto, si ésta desaparece, está claro que su ausencia me entristecerá.
Así pues, si no te reservas nada en tus relaciones (cualesquiera que sean), si te entregas con el pecho al descubierto, si eres capaz de encontrar en la vulnerabilidad tu fortaleza, no tendrás nada de lo que arrepentirte, nada que echar de menos, porque ya lo habrás dado todo.
Y si vives de ese modo, no tardarás en darte cuenta de que lo más importante en una relación –más incluso que las personas que la protagonizan –son los momentos compartidos, el aprendizaje, los paseos, las risas y las miradas de complicidad. Porque al final, los cuerpos que usamos se desgastan, se arrugan y acaban, tarde o temprano, de vuelta en la madre tierra; pero lo que creamos con ellos, las lágrimas ardientes, los suspiros de gratitud, los gritos de alegría y las acciones de generosidad, forman nuestra auténtica esencia, lo único que el alma llevará consigo a su siguiente destino, allá donde fuere.
Cuando eres consciente de esto, decir adiós se convierte en un mero trámite; porque amar no significa sentir apego, y una de las características fundamentales del amor auténtico radica en la libertad, en dejar marchar.
Despedirse significa dejar atrás una parte de ti, y permitir que ese trocito de tu espíritu se marche en los latidos de otro ser humano. Puede parecer triste, pero todo depende el enfoque que le des. Al fin y al cabo, la vida es un río que fluye, y no una laguna de aguas estancadas.

Por último, me gustaría terminar este relato con una pequeña historia:
Una vez, en un gran bosque, una abeja y una flor de cerezo se hicieron grandes amigas. La abeja volaba todos los días hacia la flor y se pasaba horas de horas hablando con ella, rutina que repetía semana tras semana.
Hasta que un día, la flor empezó a marchitarse. Su amiga, angustiada, intentó ayudarla y fracasó estrepitosamente en su intento. La flor perdía su color y la vida se escapaba de sus pétalos. En su último aliento, le pidió a la abeja que se marchara, que fuera feliz. Sin embargo, la abeja, consumida por la tristeza, se quedó en el sitio en el que falleció su compañera, hasta que finalmente, solo por cumplir con el último deseo de la flor, se marchó lejos, hasta donde sus alas se lo permitieron.
Llegó hasta un claro del gran bosque, que estaba plagado de cerezos y allí decidió quedarse. Al cabo de un tiempo, las flores de los árboles dieron enormes y jugosos frutos. La abeja, desconcertada, le preguntó acerca de lo ocurrido a una sabia mariposa.
Ésta, sonriendo, le dijo que había sido la propia abeja quien había causado aquel milagro, ya que seguramente había traído consigo el polen de otra flor, que hizo posible que los árboles dieran frutos.
En ese instante, la abeja empezó a llorar de emoción, porque se dio cuenta de que cuando se despidió de su amiga, no la había abandonado, ni la había perdido, ya que la esencia de su flor se encontraba ahora esparcida por el bosque, llenándolo de vida, perpetuando el equilibrio de la naturaleza.



miércoles, 8 de octubre de 2014

Las reglas del Juego


"Al final del juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja"



Desde que naces, ocupas una posición determinada en el tablero. No puedes elegir la casilla de la que partes, pero puedes lograr situarte en una mejor, dependiendo de tu ingenio y habilidades (al menos en teoría).
Al empezar la partida, todos los jugadores reciben una determinada cantidad de fichas, que varía enormemente según la posición que ocupen. Si esta repartición predeterminada te parece injusta, te jodes y sigues jugando, porque nadie puede abandonar el juego.
Las fichas se denominan bienes materiales, pueden ser de muy diversa índole y adquirirse de innumerables maneras. Sin embargo, el método más común para obtenerlas –al menos para los jugadores estándar –consiste en dedicar un tercio de cada día a la consecución de éstas, cumpliendo con alguna de las muchas labores que los creadores del juego te ofrecen.
Para poder elegir qué labor desempeñar, el juego cuenta con un excelente sistema de formación, el cuál empieza a una muy temprana edad, que se prolonga hasta los primeros estadios de la edad adulta. En todo ese período, los jugadores tienen tiempo de amoldarse a las reglas de la partida, acatar su funcionamiento y denunciar a todo aquel que pretenda quebrantarlo.
Este es uno de los aspectos fundamentales del juego, ya que a través del sistema de formación, los creadores no necesitan intervenir en la partida para controlarla, ya que son los propios jugadores los que la regulan. En otras palabras, cada individuo ya tiene interiorizada la estructura del juego, sabe lo que tiene que hacer y lo que tiene que evitar, conoce su rol en la sociedad y tiene claros los objetivos que ésta le propone. De esta manera, cuando alguien pretende alejarse de lo establecido, su principal obstáculo yacerá bajo su propia piel, en forma de conocimientos, prejuicios y temores, que desde su infancia ha almacenado; haciéndole incapaz de visualizar una realidad alejada de las reglas del juego (porque seguimos hablando de un juego).
La partida únicamente se gana –y se termina –cuando alcanzas la felicidad. El juego asegura que ésta se consigue cuando logras situarte en una posición de prestigio en el tablero y posees una gran cantidad de fichas (bienes materiales). Para que todos los jugadores estén motivados a perseguir estas metas, se pone a su disposición todo tipo de entretenimiento, con el que se les sugiere que ocupen su tiempo libre, y mediante el cual, de manera sutil (y no tan sutil) se los incita a consumir más productos y adquirir más fichas.
Por su puesto, hay algunos jugadores que se sienten incómodos a la hora de aceptar que su felicidad depende de aspectos tan superficiales; por eso, los creadores han propuesto otras modalidades de juego, para que éstos también puedan sentirse satisfechos: A los que intentan sentirse completos, cubrir necesidades físicas y/o afectivas, y escapar de la soledad, se les brinda la oportunidad de satisfacer todas estas carencias a través de relaciones personales (ya sean de amistad, familiares o sentimentales). Y por último, para aquellos complicados usuarios que ya no disfrutan del juego, que están hartos de su estructura y ansían algo fresco y diferente, se han creado nuevas alternativas para complacer dichas exigencias, o mejor dicho, se han adaptado las antiguas opciones del juego a los tiempos modernos. Así pues, ya no se venden simples fichas, productos o servicios; sino que se ofrecen ideales. De tal modo se pretende aliviar el cargo de consciencia en los jugadores insatisfechos, haciéndoles creer que en todas sus adquisiciones materiales, estarán contribuyendo a causas nobles, que varían desde la lucha contra la pobreza, hasta la reinserción de especies endémicas en Madagascar.
Dicho esto, tan solo queda mencionar la última regla del juego, y tal vez la más relevante: La partida únicamente termina cuando mueres.
¿De verdad te creías que podías ser feliz siendo parte del juego?