Bajarse del carro, pedirle al mundo que pare, frenar en
seco, saltar del tren… Hay muchas maneras de decirlo, de intentar reflejar
nuestro deseo de poner fin a la rueda giratoria que no nos da tregua.
Es normal que queramos hacerlo, ya que basamos nuestra
existencia en la actividad, o mejor dicho, en la persecución de objetivos. Qué
difícil se antoja una vida sin objetivos.
Cuando le digo a mi abuela que me voy 10 días a marruecos,
su primera pregunta es: ¿Por qué? ¿Cuál es el propósito?
Y yo me encojo de hombros. Le digo que no lo sé, que tal vez
quiera subir alguna montaña del Atlas, o indagar más acerca de la cultura
bereber. Pero si me atrevo a decir la verdad, no tengo ni la menor idea de por
qué he de partir hacia aquellas tierras africanas. Simplemente siento que
quiero hacerlo; sin tener muy claro dónde dormiré, qué haré o de qué me
alimentaré.
Sin embargo, aquella pregunta de mi abuela me hace indagar
un poco más en mi propia vida, más allá del mencionado viaje. Me doy cuenta de
que en mi día a día, tampoco me fijo objetivos demasiado concretos.
Entonces, escucho que el miedo llama a la puerta y pide
permiso para hacerme compañía. Yo le recibo con cordialidad y nos pasamos la
tarde asustados, compartiendo preocupaciones ante la falta de propósito de mi
existencia.
Cuando me canso del miedo, intento echarlo, pero se niega a
levantarse del sofá. El miedo es un pegajoso invitado, una vez lo dejas entrar,
hará todo lo posible por prolongar su estancia. Así pues, yo trato de
convencerlo de que ya no es necesaria su presencia. Le digo que sí que conozco
el propósito por el que vivo. Él desconfía de mí y me pide una explicación más
detallada. Le digo que mi propósito es escribir. Pero no se va. Le digo que mi
propósito es ayudar a los demás. Suelta una estruendosa carcajada y permanece
inmutable sobre el cojín. Le digo que mi propósito es descubrir la verdad. Pero
sigue ahí.
Hasta que finalmente, me rindo y le digo que no tengo ni la
menor idea de por qué estoy aquí, en este mundo, usando este cuerpo, hablando
con mi propio miedo. Y el miedo se levanta, recorre el pasillo hasta la puerta
de salida y desaparece sin decir nada más.
El miedo se va cuando te quedas vacío. Cuando no tienes nada
a lo que aferrarte, cuando se te acaban las excusas, y ya no se te ocurren más
conclusiones, solo entonces, ya no queda nada que temer.
¡Pero qué difícil es quedarse vacío! Sobre todo cuando hemos
cargado a esa palabra con toda clase de connotaciones negativas. ¿Quién quiere
estar vacío? Si todo lo bueno está lleno. Las generosas jarras de espumosa
bebida, los platos rebosantes de comida, las carteras hinchadas, los paquetes
televisivos, con mil canales, por lo menos. Cuanto más, mejor, esa es la ley
por la que se rige el lugar en el que vivo.
Y así, nunca nos detenemos ni un momento a charlar con el
vacío, porque nos pensamos que nada tiene que decirnos.
Y si una vez más, soy completamente sincero, yo tampoco he
tenido ocasión de conocer el vacío. Y si digo una última verdad, el miedo
todavía sigue en mi sofá.
He escrito todo esto en base a algo que todavía no comprendo
del todo. He pronunciado palabras que me gustaría sentir, pero que todavía no
laten en mi corazón. Se las escuché decir a un hombre feliz, uno de barba
espesa, que dice que el único objetivo de la vida es gozarla. Él experimentó el
vacío y habla con la inocencia (y la certeza) de un niño sobre éste.
Quería dármelas de listo y exponer sabiduría ajena. Pero no
puedo. Yo quiero ir a Marruecos porque quiero vivir una gran aventura, y dormir
sobre la arena, contando estrellas. Porque siento que necesito experiencias que
mis sentidos puedan palpar. Porque todavía –aunque no quiera –me identifico con
este cuerpo, con mi rostro triangular y mis pestañas largas.
En teoría, es muy fácil ser espiritual, admitir tu condición
infinita y despegarte de cualquier barrera material. En la práctica, se antoja
un poco más complicado. Aunque mi amigo de las barbas felices afirma que es
bastante sencillo: Simplemente tienes que detenerte, y aceptar que la
separación no existe, que eres parte de todo, es más, que eres todo. Fácil, ¿Verdad?
Quizás el único problema, sea nuestra enrevesada mente,
preparada sólo para tener en cuenta aquello que esté atado con un nudo
Gordiano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario