Yo no tenía ni idea de lo que era Couchsurfing hasta
principios de este año. ¿Surfeando sofás? Ese término me sonaba un tanto extraño.
“¿De veras existe gente en el mundo que brinda su sofá a
cualquier viajero?” Esa era mi mayor duda y también la idea principal de la página:
poner en contacto gente local con viajeros que desearan tener una experiencia
distinta a la que te ofrecen las anónimas paredes de un hotel.
Así pues, mi aventura en couchsurfing empezó hace tres
meses, cuando se me ocurrió viajar a Irlanda y mi presupuesto total era
inferior a 150 euros. Decidí probar suerte, crear mi cuenta y comprobar por mí
mismo, si era posible alojarte de forma gratuita en un país extranjero.
Sin embargo –y como siempre –, la vida tenía otros planes. En
cuanto completé mi perfil, con foto incluida, recibí una solicitud de alojamiento.
En mis datos, había puesto que mi sofá estaba disponible, pero no pensé que
alguien querría visitarme tan pronto. El mensaje que recibí era de dos chicas
que estudiaban arte en Holanda, y que estaban viajando de mochileras alrededor
de España y Portugal. Tuve una corazonada y acepté su solicitud, incluso a
sabiendas de que su estadía coincidiría con mi cumpleaños.
El resultado fue asombroso. Desde que nos vimos por primera
vez, nunca tuve la sensación de tratar con desconocidos. Eran muchachas
todoterreno –como la mayoría de la gente en couchsurfing –, con muchos
kilómetros a sus espaldas, unas espaldas poco exigentes, que se acomodaban a
cualquier tipo de superficie.
La experiencia fue extraordinaria; visitamos museos,
deambulamos por el centro de la ciudad, intercambiamos historias, me empapé de
sueños ajenos y compartí muchos de los míos. Fue entonces cuando me percaté de
que couchsurfing es muchísimo más que la posibilidad de conseguir una noche de
alojamiento gratuito; su auténtica esencia radica en conectar personas, culturas
y lenguas, enriquecerte como ser humano. Si eres el viajero, descubres el sitio
al que vas desde una perspectiva totalmente distinta a la del turista que no
para de apretar el gatillo de su cámara, y tienes la oportunidad de descubrir
de manera auténtica la cultura local. Y si eres el anfitrión, experimentas la
extraña sensación de estar en otra parte del mundo sin salir de casa,
vislumbrando otras maneras de pensar y vivir, que transmiten sus relatos con
diversos acentos.
Cuando mis invitadas se marcharon, por circunstancias
personales, el viaje a Irlanda quedó desechado. Y debido a las decisiones que
tenía que tomar, pensé que lo más apropiado era postergar mis intenciones de
volar para otro momento.
Una de las mayores virtudes en la vida es la capacidad de
adaptación, y eso fue exactamente lo que hice. Tan solo tenía claro que mi
corazón ansiaba descubrir y aprender, experimentar y crecer. Y para lograrlo,
no necesitaba emprender grandes travesías –mucho menos, si cuentas con la ayuda
de couchsurfing.
Por una casualidad (o causalidad), mi camino se topó con el
de otro soñador, uno que ríe más que habla, y que como yo, ha decidido dejar de
vivir de la opinión de los demás.
Con él, he tenido el privilegio de conocer dos argentinos
humildes, un mejicano que viajó por Finlandia con su tienda de campaña, una
australiana que sueña con un mundo sostenible y un chino que viajó por el Gran
Cañón haciendo autostop, entre otras muchas fantásticas anécdotas. He
redefinido el sentido de las relaciones humanas y he aprendido que la amistad
(pese a lo que me habían dicho siempre) no necesita tiempo para germinar, ya
que le basta una mirada sincera para florecer.
Pero lo más importante, si cabe, es que he lavado mi alma en
una lluvia de esperanza. Porque he descubierto que hay gente allí afuera, que
comparte mis mismas ilusiones, que se burla de los prejuicios, que han hecho
cálculos y han llegado a la conclusión de que más dinero no equivale
necesariamente a mayor felicidad.
Y al final, después de tres meses en modo esponja,
explorando los alrededores cercanos, me ha llegado la hora de llenar mi
mochila, enrollar mi saco de dormir y partir hacia lo desconocido. Ahora me
toca a mí averiguar qué se cuece ahí fuera.
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