Antes, hasta hace muy poco, odiaba decir adiós. Supongo que
a casi nadie le gusta mirar por última vez a un ser querido y tener que verlo
alejarse, hasta que quede convertido en un mero recuerdo.
Sin embargo, hoy, he aprendido una importantísima lección. Esta
tarde era la despedida, tocaba abrazar por última vez a una persona especial y
tomar caminos separados. Sin embargo, al momento de hacerlo, cuando la tuve
entre mis brazos, no sentí la inminente separación, ni la nostalgia típica de
esos momentos. Me sentía en paz, conmigo, con ella y con el mundo. Así pues,
después de cerrar los ojos con mi cabeza apoyada sobre sus hombros, la solté y
empecé a dar pasitos hacia atrás, alejándome.
-Nos vemos –dije.
Esas fueron las palabras que escogí, e inmediatamente fui
consciente de que sonaba demasiado despreocupado, como si me diera igual que se
marchara. Pero ella rio y tuvo una respuesta igual de sorprendente:
-Sí, sí, está bien,
ya nos veremos.
Entonces me di la vuelta, y mientras andaba, escuché la
puerta cerrarse tras de mí. Me sentía feliz, con ganas de cantar y correr, al
mismo tiempo. Y eso hice.
Al llegar a casa, reflexioné sobre lo ocurrido y recordé el
dolor que me invadió cuando dejé Valencia, echando un último vistazo a la
ciudad de mi adolescencia a través de los cristales de un autobús. Me puse a
pensar en el mejor verano de mi vida y cómo se convirtió en una pesadilla
cuando se acabó, inundando mis ojos de dolorosa añoranza.
Esa había sido siempre mi actitud ante las despedidas. ¿Por
qué la de hoy había sido tan poco dramática?
Y estos fueron mis dos grandes descubrimientos:
Primero, me di cuenta de que las despedidas me escocían
tanto porque sentía que la experiencia estaba incompleta, que esa persona y yo
todavía teníamos mucho por compartir. Y segundo, sufría porque consideraba que
lo que me hacía feliz era la presencia física de la persona; por tanto, si ésta
desaparece, está claro que su ausencia me entristecerá.
Así pues, si no te reservas nada en tus relaciones
(cualesquiera que sean), si te entregas con el pecho al descubierto, si eres
capaz de encontrar en la vulnerabilidad tu fortaleza, no tendrás nada de lo que
arrepentirte, nada que echar de menos, porque ya lo habrás dado todo.
Y si vives de ese modo, no tardarás en darte cuenta de que
lo más importante en una relación –más incluso que las personas que la protagonizan
–son los momentos compartidos, el aprendizaje, los paseos, las risas y las
miradas de complicidad. Porque al final, los cuerpos que usamos se desgastan,
se arrugan y acaban, tarde o temprano, de vuelta en la madre tierra; pero lo
que creamos con ellos, las lágrimas ardientes, los suspiros de gratitud, los
gritos de alegría y las acciones de generosidad, forman nuestra auténtica esencia,
lo único que el alma llevará consigo a su siguiente destino, allá donde fuere.
Cuando eres consciente de esto, decir adiós se convierte en
un mero trámite; porque amar no significa sentir apego, y una de las
características fundamentales del amor auténtico radica en la libertad, en
dejar marchar.
Despedirse significa dejar atrás una parte de ti, y permitir
que ese trocito de tu espíritu se marche en los latidos de otro ser humano.
Puede parecer triste, pero todo depende el enfoque que le des. Al fin y al
cabo, la vida es un río que fluye, y no una laguna de aguas estancadas.
Por último, me gustaría terminar este relato con una pequeña
historia:
Una vez, en un gran bosque, una abeja y una flor de cerezo
se hicieron grandes amigas. La abeja volaba todos los días hacia la flor y se
pasaba horas de horas hablando con ella, rutina que repetía semana tras semana.
Hasta que un día, la flor empezó a marchitarse. Su amiga,
angustiada, intentó ayudarla y fracasó estrepitosamente en su intento. La flor
perdía su color y la vida se escapaba de sus pétalos. En su último aliento, le
pidió a la abeja que se marchara, que fuera feliz. Sin embargo, la abeja,
consumida por la tristeza, se quedó en el sitio en el que falleció su
compañera, hasta que finalmente, solo por cumplir con el último deseo de la
flor, se marchó lejos, hasta donde sus alas se lo permitieron.
Llegó hasta un claro del gran bosque, que estaba plagado de
cerezos y allí decidió quedarse. Al cabo de un tiempo, las flores de los
árboles dieron enormes y jugosos frutos. La abeja, desconcertada, le preguntó
acerca de lo ocurrido a una sabia mariposa.
Ésta, sonriendo, le dijo que había sido la propia abeja
quien había causado aquel milagro, ya que seguramente había traído consigo el
polen de otra flor, que hizo posible que los árboles dieran frutos.
En ese instante, la abeja empezó a llorar de emoción, porque
se dio cuenta de que cuando se despidió de su amiga, no la había abandonado, ni
la había perdido, ya que la esencia de su flor se encontraba ahora esparcida
por el bosque, llenándolo de vida, perpetuando el equilibrio de la naturaleza.
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