miércoles, 22 de octubre de 2014

Cuando todo va bien

Hay momentos en los que no ocurre nada, porque no es necesario.
Yo salí del metro, saltando los escalones de dos en dos y cantando “I was born free” a todo pulmón. Sentía el olor de los coches de la avenida, el sonido de los motores, las luces de los semáforos, el firmamento apenas visible. Pero en el cielo, entre todos los edificios, nubes y humo, había una estrella. Eso era todo lo que necesitaba, ver una lucecita en medio de la contaminación lumínica. Ese era mi milagro. Y me paré, en medio de la calle, y extendí los brazos.
Sé que muchas veces hablo del encanto de las pequeñas cosas, los trocitos de magia que el universo nos regala cuando estamos dispuestos a recibirlos. Sé que desencajo con la mayoría de las gentes que recorren las aceras. Sé que debería buscarme algún problema que resolver o alguna preocupación que atormente mis pensamientos. Pero no puedo. Y pido disculpas si ofendo a alguien por ser incapaz de amargarme en este momento.
No creo haber perdido la cabeza, ni tampoco me he vuelto ciego o sordo. Todavía hay manos sucias que ruegan recibir el metal de alguna moneda. Todavía hay publicidad superficial en las calles y latas de cerveza rodando por la calle. Todavía escucho historias que me desgarran por dentro, todavía me entristece la frialdad que se respira en las ciudades, incluso en días como hoy; que en pleno otoño, recibimos una increíble jornada estival, ideal para correr descalzo por la hierba, trepar árboles y conversar en buena compañía.
No quiero decir que he sucumbido a la apatía y que ahora vivo en una burbuja de optimismo, protegiéndome de la pandemia de negatividad que se cierne sobre la atmósfera. No, lo que ocurre, es que estoy descubriendo la inutilidad de la preocupación.
Hace tan solo un momento, antes de que me pusiera a escribir, escuché a mi primo tocar el piano. Yo cerré los ojos y sentí que todo estaba en su sitio. La melodía hacía vibrar cada célula de mi cuerpo, una suave brisa acariciaba mis pies y yo, simplemente no era yo. No era mi nombre, ni mi pasado, ni siquiera mis sueños, o mis talentos, yo, como entidad separada del resto, no existía. En aquella escena tan solo había vida, energía que fluía e inundaba la habitación de un apartamento en el centro de Madrid.
En ese instante, sentí que desperté –aunque mi organismo ya se encontraba en el estado de vigilia –, y esbocé una sonrisa ante lo que acababa de descubrir: No me importa qué hora es, tan solo sé que es de noche y que allí afuera, incluso en esta gran metrópoli, hay una estrella que me cuida. Tampoco importa qué día es, ¿Qué más da? Hay un manto de hojas cobrizas recubriendo la calzada, hace calor por el día y al atardecer el viento revuelve mis cabellos. ¿Y qué me dices del año en el que vivimos? ¿Qué significa exactamente el año 2014 de nuestro señor? No desprestigio en absoluto a Jesús, pero no creo que aquel hombre (con lo sencillo que era) se hubiera imaginado que su nacimiento marcaría el primer año del calendario occidental. Por primera vez en mi vida, me percaté de que nuestro calendario tan solo nos indica los años que han pasado del nacimiento de Jesús. ¡No significa nada más!
Creo, desde mi humilde opinión, que lo importante del chico de Nazaret no fue el año en que nació, sino la manera en que vivió. Pero bueno, supongo que esto ocurre todo el tiempo, que no somos capaces de centrarnos en lo que de verdad importa.
Los días, las horas, los años, no significan nada. Quizás me sienta tentado de admitir que nos dan cierta seguridad y son de gran ayuda para organizarnos. Pero siguen sin ser reales. Y si algo no es real, no te ayuda, te engaña.
¿Cuándo es el único momento en que el tiempo deja de importar? Cuando eres feliz, cuando te entregas a tus actividades con pasión, cuando corres hasta que las plantas de los pies queman, cuando te pierdes en la mirada de alguien que amas, cuando observas moverse las nubes una tarde de primavera, mientras tu cuerpo reposa sobre un colchón de hierba fresca.
Necesitamos horarios, rutinas y fechas de calendario cuando nos alejamos de nuestro auténtico ser, cuando no danzamos en sintonía con el universo.
Por eso, en las notas que mi primo creaba, no importaba el reloj, ni la hora a la que sonaría el despertador de la mañana siguiente.
Todo lo que he aprendido en los últimos tiempos me ha llevado a interiorizar la idea de que el camino más sencillo, es siempre el correcto.
Al fin y al cabo, los árboles no se estresan pensando en los centímetros que han crecido aquel día. Las cebras no sufren ansiedad ante la constante amenaza de ser devoradas por un león, un leopardo, una hiena o un cocodrilo. Todos los seres que habitan este mundo cumplen con el propósito de su existencia sin esfuerzo alguno. ¿Por qué nosotros no podemos hacer lo mismo? Yo me aventuro a decir que sí, que es posible.

Por días como hoy, en los que evoluciono como ser humano, en los que el sol se fragmenta en millones de partículas de luz, y decide formar una espesa capa de polvo de estrella sobre los árboles. Por días como hoy, en los que la vida me premia con un almuerzo al lado de mi padre, en los que puedo deleitarme pelando una mandarina y leer un libro lleno de inspiración. Por días como hoy, en los que la luna se esconde entre masas de vapor, en los que ves gente escalar paredes y un amigo tuyo captura un frisbee ante el crepúsculo, protagonizando una escena que ganaría un concurso de fotografía. Por días como hoy, en los que te sientes querido y no alcanzas a generar suficientes pensamientos de gratitud. Por días como hoy, en los que no ocurre nada y estás en paz, porque todo, simplemente, va bien.

"O un problema tiene solución y es inútil preocuparse, o no la tiene y es inútil preocuparse"

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