Hay momentos en los que no ocurre nada, porque no es
necesario.
Yo salí del metro, saltando los escalones de dos en dos y
cantando “I was born free” a todo pulmón. Sentía el olor de los coches de la
avenida, el sonido de los motores, las luces de los semáforos, el firmamento
apenas visible. Pero en el cielo, entre todos los edificios, nubes y humo,
había una estrella. Eso era todo lo que necesitaba, ver una lucecita en medio
de la contaminación lumínica. Ese era mi milagro. Y me paré, en medio de la
calle, y extendí los brazos.
Sé que muchas veces hablo del encanto de las pequeñas cosas,
los trocitos de magia que el universo nos regala cuando estamos dispuestos a
recibirlos. Sé que desencajo con la mayoría de las gentes que recorren las
aceras. Sé que debería buscarme algún problema que resolver o alguna
preocupación que atormente mis pensamientos. Pero no puedo. Y pido disculpas si
ofendo a alguien por ser incapaz de amargarme en este momento.
No creo haber perdido la cabeza, ni tampoco me he vuelto
ciego o sordo. Todavía hay manos sucias que ruegan recibir el metal de alguna
moneda. Todavía hay publicidad superficial en las calles y latas de cerveza
rodando por la calle. Todavía escucho historias que me desgarran por dentro,
todavía me entristece la frialdad que se respira en las ciudades, incluso en
días como hoy; que en pleno otoño, recibimos una increíble jornada estival,
ideal para correr descalzo por la hierba, trepar árboles y conversar en buena
compañía.
No quiero decir que he sucumbido a la apatía y que ahora
vivo en una burbuja de optimismo, protegiéndome de la pandemia de negatividad
que se cierne sobre la atmósfera. No, lo que ocurre, es que estoy descubriendo
la inutilidad de la preocupación.
Hace tan solo un momento, antes de que me pusiera a
escribir, escuché a mi primo tocar el piano. Yo cerré los ojos y sentí que todo
estaba en su sitio. La melodía hacía vibrar cada célula de mi cuerpo, una suave
brisa acariciaba mis pies y yo, simplemente no era yo. No era mi nombre, ni mi
pasado, ni siquiera mis sueños, o mis talentos, yo, como entidad separada del
resto, no existía. En aquella escena tan solo había vida, energía que fluía e inundaba
la habitación de un apartamento en el centro de Madrid.
En ese instante, sentí que desperté –aunque mi organismo ya
se encontraba en el estado de vigilia –, y esbocé una sonrisa ante lo que
acababa de descubrir: No me importa qué hora es, tan solo sé que es de noche y
que allí afuera, incluso en esta gran metrópoli, hay una estrella que me cuida.
Tampoco importa qué día es, ¿Qué más da? Hay un manto de hojas cobrizas
recubriendo la calzada, hace calor por el día y al atardecer el viento revuelve
mis cabellos. ¿Y qué me dices del año en el que vivimos? ¿Qué significa
exactamente el año 2014 de nuestro señor? No desprestigio en absoluto a Jesús,
pero no creo que aquel hombre (con lo sencillo que era) se hubiera imaginado
que su nacimiento marcaría el primer año del calendario occidental. Por primera
vez en mi vida, me percaté de que nuestro calendario tan solo nos indica los
años que han pasado del nacimiento de Jesús. ¡No significa nada más!
Creo, desde mi humilde opinión, que lo importante del chico
de Nazaret no fue el año en que nació, sino la manera en que vivió. Pero bueno,
supongo que esto ocurre todo el tiempo, que no somos capaces de centrarnos en
lo que de verdad importa.
Los días, las horas, los años, no significan nada. Quizás me
sienta tentado de admitir que nos dan cierta seguridad y son de gran ayuda para
organizarnos. Pero siguen sin ser reales. Y si algo no es real, no te ayuda, te
engaña.
¿Cuándo es el único momento en que el tiempo deja de
importar? Cuando eres feliz, cuando te entregas a tus actividades con pasión,
cuando corres hasta que las plantas de los pies queman, cuando te pierdes en la
mirada de alguien que amas, cuando observas moverse las nubes una tarde de
primavera, mientras tu cuerpo reposa sobre un colchón de hierba fresca.
Necesitamos horarios, rutinas y fechas de calendario cuando
nos alejamos de nuestro auténtico ser, cuando no danzamos en sintonía con el
universo.
Por eso, en las notas que mi primo creaba, no importaba el
reloj, ni la hora a la que sonaría el despertador de la mañana siguiente.
Todo lo que he aprendido en los últimos tiempos me ha
llevado a interiorizar la idea de que el camino más sencillo, es siempre el
correcto.
Al fin y al cabo, los árboles no se estresan pensando en los
centímetros que han crecido aquel día. Las cebras no sufren ansiedad ante la
constante amenaza de ser devoradas por un león, un leopardo, una hiena o un
cocodrilo. Todos los seres que habitan este mundo cumplen con el propósito de
su existencia sin esfuerzo alguno. ¿Por qué nosotros no podemos hacer lo mismo?
Yo me aventuro a decir que sí, que es posible.
Por días como hoy, en los que evoluciono como ser humano, en
los que el sol se fragmenta en millones de partículas de luz, y decide formar
una espesa capa de polvo de estrella sobre los árboles. Por días como hoy, en
los que la vida me premia con un almuerzo al lado de mi padre, en los que puedo
deleitarme pelando una mandarina y leer un libro lleno de inspiración. Por días
como hoy, en los que la luna se esconde entre masas de vapor, en los que ves
gente escalar paredes y un amigo tuyo captura un frisbee ante el crepúsculo,
protagonizando una escena que ganaría un concurso de fotografía. Por días como
hoy, en los que te sientes querido y no alcanzas a generar suficientes
pensamientos de gratitud. Por días como hoy, en los que no ocurre nada y estás
en paz, porque todo, simplemente, va bien.
"O un problema tiene solución y es inútil preocuparse, o no la tiene y es inútil preocuparse"
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