lunes, 3 de noviembre de 2014

Muerte

Hasta el último día te resististe. Luchaste contra todo el mundo, por cualquier motivo. Hasta el último día en el que te vi, intentaste imponerte sobre los demás, ya sea quitándote las vías o pidiendo agua de manera brusca, obviando cualquier esbozo de amabilidad.
Esa es la primera imagen que aflora en mis retinas cuando pronuncio tu nombre. Una mujer desgastada, testaruda, de dientes duros, medio ciega y casi sorda. Así te veía yo, después de casi un siglo de vida.
Tan solo te asociaba con algo distinto cuando me contaban historias de tu juventud. Aunque tampoco te creas, casi todo lo que me decían sobre ti, tenía que ver con tu irreversible carácter. Incluso las anécdotas divertidas que escuché, sólo lo eran por tu maliciosa astucia.
Así es, nunca te pintaron como una abuelita adorable que teje jerseys por navidad (aunque esto último sí que lo hacías).
Lo que yo vi –las últimas estelas de luz de tu atardecer –fue un reflejo de lo que me dijeron acerca de ti. Incluso postrada en una silla de ruedas fui testigo de tu fortaleza, una fortaleza que te alejaba del resto y te hacía revolcarte en una penuria constante.
Si te soy sincero, desde hace algún tiempo me preguntaba cuándo llegaría este día, el día en que hicieras las maletas por última vez. Yo no entendía cómo podías resistir tanto, con tan poco combustible en tu interior. Tampoco entendía la obsesión de tu hija por cuidarte, cuando la abandonaste a su suerte, para que un desconocido la violase. Sí, no te sorprendas, tu hija me relató esa historia en más de una ocasión, siempre deshecha en lágrimas.
Yo quería que te marcharas. Créeme que no era por crueldad. Yo tan solo hice cálculos, y creí que era lo más beneficioso para todos. ¡No sabes el estrés que tu sola presencia generaba en esta familia! Casi toda la semana estabas en boca de todos. Siempre estabas presente, ya sea por tu nueva travesura en la residencia de ancianos, o por haber amenazado a alguien, o simplemente porque te habías cagado encima.
Por todo eso, no me eras de mucha simpatía. No te odiaba, pero me costaba fingir demasiadas muestras de afecto contigo.
Perdóname, si estas palabras te ofenden. Aunque, de algún modo, sé que ya nada puede herirte.  No lo digo porque estés muerta, sino porque ahora, seguro que puedes levantar el velo de estos párrafos y averiguar lo que de verdad siento mientras escribo esto.
Supongo que esa es una de las ventajas de hablar con un muerto, que no tengo que preocuparme de tus interpretaciones acerca de lo que digo.
Y podría decir que me hubiera gustado decirte más veces que te quería, pero no sería sincero. Si te dijera eso, estaría actuando guiado por la culpa, y siempre he dicho que no hay sentimiento más inútil.
Pero aun así, me siento culpable. Por todas esas veces que no fui a visitarte, que antepuse una siesta a verte reinar sobre los demás ancianos. Me siento culpable por no haberte abrazado más veces, y haberte tratado como a un ser inservible.
Me daba algo de miedo mirarte, ver tus ojos apagados y pensar que algún día, sería yo el que  se encuentre detrás de esos cristales opacos.
Ni siquiera sé por qué te escribo esto. La idea original era redactar algo bonito y entrañable, que consuele a tu hija. Pero ya ves, he sido incapaz de hacerlo.
Y a pesar de todo, recuerdo algo, hace ya muchos años, cuando tus oídos eran agudos y caminabas relativamente erguida. Recuerdo un jardín y una puerta de cristal. Recuerdo enredaderas y macetas anaranjadas. Yo era un niño, y estaba aburrido, ansioso por jugar y descubrir el mundo. Pero tú, tú no me dejabas. Me decías que me quedara un ratito más, que memorizara una letra más, que repitiera una vez más los trazos que formaban mi nombre.
Me enseñaste a escribir… Me enseñaste a escribir.
Fuiste tú. Y un día… No, una tarde. Sí, una tarde, recuerdo que me dijiste que ya era suficiente, que habíamos terminado la clase. Pero yo te dije que quería escribir una palabra más, tan solo una palabra más. Y te emocionaste. Quizás me revolviste los cabellos, o tal vez no, pero estoy seguro de que me miraste con orgullo. En ese momento, te convertiste en mi maestra, y yo en tu aprendiz.
Y ahora que te vas, yo te escribo. Y recuerdo las tardes en las que no te visité, en las que preferí una siesta antes que verte. Y me rompo en trocitos pequeños, y tengo ganas de cobijarme bajo alguna manta de lana tejida por ti. Y llamarte abuelita. Y verte sonreír. Porque sonreías. Y lo hacías a menudo, aunque sea para contar alguna de tus maldades.
Y hay otra escena, más reciente. En un parque con un estanque de patos grises. Al lado había una cancha, equipada con tableros de madera y un aro metálico colgado en horizontal. Yo saqué mi pelota de la mochila y empecé a jugar, resbalando sobre el cemento húmedo. Sudé, salté y corrí. Al cabo de un rato, con la camiseta empapada me dirigí hacia ti. Y en tus ojos volvía a ver orgullo. Sólo que en esta ocasión, me costó reconocer a mi antigua maestra.
Y por esto sí que te pido perdón. Porque olvidé que los ojos no son el reflejo del alma. Tan solo son órganos con los que fragmentas la luz del sol para percibir un mundo colorido. Aunque con el tiempo, ya ni siquiera son capaces de hacer eso. Por eso no vi tu alma rejuvenecida aquella tarde. Porque tan solo vi tus párpados caídos y el agua turbia de tus pupilas.
Aquella tarde, mientras jugaba basket, te regalé un poquito de vida. Impregné tus arrugas con algo de mi juventud, pero no lo vi. Como tampoco vi que este día llegaría, que sería real.
Y sigo pensando en esas horas que preferí pasar dormido. Preferí dormir, sin estar cansado.
Por eso,  creo que la mejor manera de honrarte, es escribiendo.
Sé que ya no podré ir a visitarte. Pero puedo escribir. Puedo escribir, cuando me aburra, cuando llore, cuando sufra y cuando ría. Puedo y quiero hacerlo. Porque me encanta, porque es la única manera que tengo de conectar contigo, y cuando digo contigo, digo con todo. Porque no necesito tener tu oído izquierdo cerca para saber que este relato llegará a su destinatario.
Porque al fin y al cabo, fuiste tú la lluvia que plantó la semilla de escritor en mi corazón. Quizás ya sea un arbusto, o un arbolito de ramas finas. Quizás haya olvidado que una vez fui menos que una célula. Pero cada vez que el cielo me envía vida líquida, recuerdo de donde vine, y a dónde voy.
 Porque lo único que ya no eres, son las cenizas de tu cuerpo marchito.
Estás en mis hojas primaverales,  y en los cultivos de maíz, mecidos por el viento del oeste. Estás en la niebla que da paso a un nuevo amanecer. Estás en el corazón de tu hija. Estás expandiéndote por el universo, saltando de estrella en estrella.
Así pues, solo queda celebrar, llenar una copa de vino, levantarla al horizonte y decirte:

¡TODOS TE QUEREMOS Y TE DESEAMOS UN BUEN VIAJE!

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