Ya habrá tiempo de narrar historias, de recordar las cimas
conquistadas y derramar gotitas de nostalgia. Ya habrá tiempo para celebrar
glorias pasadas, reír a carcajadas y soltar suspiros en honor al ayer.
Pero hoy, hoy voy a hablar de un Momento.
Era mi último día en Marruecos. En mi mochila cargaba
cientos de recuerdos, aventuras increíbles y un montón de ropa sucia. Ya nada
quedaba por hacer, excepto disfrutar de los incansables esfuerzos de los
comerciantes de Marrakech por sacarte unos cuantos Dirhams.
Nos habíamos pasado la mañana alejados del bullicio
turístico de la plaza principal, y nos cobijamos en la discreción de un humilde
asiento metálico rodeado de árboles cítricos. Allí, conversamos, incansables,
como siempre. Nunca nos hemos quedado sin temas de conversación, aunque supongo
que es normal, cuando estás dispuesto a cuestionarte todo. Eso sí, hacíamos
pausas para reír, observar a la gente, comentar la tonalidad del cielo o
comentar nuestro incomparable estilo de vestir; ella con sus sandalias de
lesbiana, yo con mis zapatos de marroquí.
Y cayó la tarde, porque en Marruecos, el sol tiene la
costumbre de acostarse pronto. Y con las tripas tronando, fuimos en busca de
algún sitio en el que pudiéramos seguir pretendiendo que éramos vegetarianos.
Como era de esperar, no fue posible.
La sopa tenía caldo de carne, la ensalada, trozos de algo
que desconozco, y el Tajine era prácticamente un pollo entero.
Una vez más, tocaba fluir. Dejar de lado expectativas y
abrazar el instante.
Y la comida, como no podía ser de otra manera, estuvo
deliciosa.
Estábamos terminando de engullir los últimos restos, cuando
nos sirvieron los batidos de aguacate que habíamos pedido. Era la primera vez
que tomaría aquella fruta en un licuado con leche, así que estaba emocionado
por probar el líquido verdoso de esas generosas jarras.
En cuanto el primer sorbo de la bebida traspasó mis labios,
mi ser entero se transportó a otra dimensión. Mi cerebro intentaba asimilar por
qué nunca antes se me había ocurrido realizar aquella combinación. Hasta ahora
siento la suave textura del batido: Dulce y cremoso, pero sin llegar empalagar.
Fresco, natural, nutritivo, energizante, para mí era una bebida digna de los
dioses.
Fue ese el inicio del Momento del que quiero hablar.
Dejé descansar la jarra unos instantes en la mesa y la gran
pregunta que me venía acechando durante todo el año, emergió, una vez más: ¿Qué
vas a hacer con tu vida?
En el lapso de un latido, rememoré todo lo que había vivido
los últimos 10 días. Volví a sentir la gelidez de la nieve, y la noche que pasé
temblando en la montaña. Palpé el viento del desierto, y por mis retinas
apareció la tierna mirada de una viejecita que nos dio de comer. Vi las
estrellas fugaces que encendían las dunas y sentí el sabor del Cuscús de los
viernes. Todo en un segundo. ¿A dónde me iban a llevar esos mágicos 10 días?
Y recordé mi vida en Europa, segura y confortable. Donde la
gente no regatea por el precio y los taxis solo recogen un máximo de cuatro
pasajeros.
Me di cuenta de que España se ha convertido en mi zona de
confort. Aquí tengo mi núcleo familiar, una casa acogedora y una habitación con
un colchón cómodo. Aquí tengo amigos buenos, una bici leal, zapatillas de
correr y un cine a 3 calles. Aquí he pasado casi una década, y aunque mi
pasaporte diga que soy boliviano, soy un europeo más. Me siento orgulloso de
ello, ya que significa que me he adaptado al entorno, y he logrado interiorizar
esta cultura. Le tengo un cariño muy especial a las tierras hispánicas y a
todas sus gentes, eso es algo que nunca va a cambiar.
Pero, en ese Momento, bajo una atenta mirada de color miel y
con un batido de aguacate a mi lado, algo se destapó en mi interior. Quizás fue
por esa mirada, tal vez por el batido, pero en ese instante sentí que España ya
me ha dado todo lo que podía ofrecerme.
Ella me preguntó a qué sitio de Europa pensaba ir y esa
cuestión me llevó a descorchar la verdad que ardía bajo mi pecho. Tampoco estoy
interesado en postergar esta aventura europea. He vivido mucho tiempo en una
gran capital, y no tengo ganas de residir en otra ciudad colosal. Por otra
parte, ya he conocido personas extraordinarias de diversos lugares del continente.
Y desde mi perspectiva, haberlos conocido, e intercambiado trocitos de vida, ha
sido más valioso que desplazarme hasta su tierra natal.
Por eso, cuando alcé la vista hacia esos expectantes ojos
castaños, solo tenía una respuesta, y salía bullendo de mis entrañas: Quiero ir
a Bolivia.
Y no me refiero a unas vacaciones o una temporada. Quiero un
billete de ida, y escribir el siguiente capítulo de mi vida en la tierra que
nací.
En cuanto lo dije, sentí un escalofrío, y el natural miedo a
lo desconocido comenzó a fluir por mi sangre. Sin embargo, aquella tarde, el
temor no tenía opciones de vencer.
Descubrí que no hay mejor sensación en el mundo que
compartir algo que te late por dentro, con alguien que cree en ti.
Podría intentar rememorar su alentador discurso, pero
sinceramente, carece de relevancia.
Tan solo diré que ella estaba enfrente mío, y que cuando
terminó de hablar, se recostó contra la pared. Y desde allí, en esa relajada
posición, con la voz más humilde que te puedas imaginar, me dijo que tan solo
me había dicho su opinión.
Yo por entonces, estaba mudo, con una leve sonrisa dibujada
en los labios. Y así me quedé un buen rato, observando sus enredados mechones
anaranjados, camuflándose con el atardecer de Marrakech.
Ambos sabíamos lo que decían nuestros rostros, pero aun así,
ella me preguntó qué pensaba. Yo simplemente me levanté, le estampé un beso y
la abracé, con todas mis fuerzas. Porque, al menos para mí, esa era la mejor
manera de decir “te quiero”, y no reducirlo a dos palabras.
En ese Momento, elegí que mi vida cambiara, porque,
obviamente, ésta no iba a cambiar sola. Las cosas no ocurren siempre por un
motivo, tú tienes que hacer que ocurran.
Así pues, empezaré por pedalear hasta la tierra mediterránea
de mi adolescencia. Por el puro placer de hacerlo. Y luego, cuando el mar bañe
mi piel y aclare un poco mi mente, planificaré mi retorno a Sudamérica.
Si cierro los párpados, casi puedo volver a mi mamá, y a mi
primo Daniel, y a la gente tostada y menuda, los largos cabellos oscuros de las
mujeres, atados en trenzas. Las vestimentas de colores, la humedad de la selva,
los mosquitos, la pobreza y las sonrisas con huecos entre los dientes. La falta
de oxígeno de La Paz, el lago Titicaca, el dios Inti y la Pacha Mama. Allí voy,
con la energía del sol naciente, con un saco de dormir, una cajita de
recuerdos, con el pelo más largo que nunca, y los ojos húmedos de la alegría
que me caracteriza.
Hace poco, una personita me envió una carta en la que me
decía: Sé lo suficientemente valiente para ser tú mismo.
Eso es lo que hago. No conozco el destino final, el último
objetivo de mi vida, tampoco me preocupa en absoluto. Tan solo me guío por esa
vocecilla que me recuerda que no importa lo que haga, mientras lo haga con
amor.
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