Pocas cosas irritan más que esos bichejos alados. Será por
las cosquillas que te provocan sus patas, el zumbido de sus alas, su
desagradable pico o sus ojos cuadriculados. A todo eso, además hay que añadirle
los sitios que suelen frecuentar, ya que no recogen el néctar de las flores
precisamente.
Las moscas se te meten en la boca si tienen ocasión, se
comen tu comida sin permiso y para colmo, te levantan sin compasión de tus
siestas más dulces.
Sin embargo, lo peor llega cuando intentas espantarlas, no
solo por su increíble agilidad para eludir manotazos, sino por la determinación
que muestran por volverse a posar sobre el mismo centímetro cuadrado de piel
una y otra vez.
No conozco a nadie que disfrute de la compañía de estos
insectos y por eso yo me propuse intentarlo.
Mi primera prueba fue este verano, en la que yo disfrutaba
plácidamente de la lectura tirado sobre el césped. No tardaron mucho en aparecer
unas pocas moscas que revoloteaban sobre mis piernas. Intenté no juzgarlas,
observarlas como parte de la creación de la naturaleza, como seres que cumplían
con un propósito. No sirvió de mucho, ya que cuando se frotaban sus patas
peludas, no podía dejar de imaginarme los trocitos de mierda que debían de
tener allí incrustados. Así que las sacudía como podía y disfrutaba de los
escasos segundos antes de su regreso.
Aquel día fracasé estrepitosamente en mi cometido, pero
todavía no estaba dispuesto a rendirme. Busqué apoyo en internet y ansiaba
encontrar información que me convenciera de que las moscas eran algo más que un
simple incordio. Esta idea sí que me fue útil, a medias: Las moscas facilitan
la descomposición de los cadáveres y materiales fecales, favorecen la
polinización y las larvas de algunas especies se utilizan para facilitar la
cicatrización de heridas. Pero, por contrapartida, como todos sabemos,
transmiten enfermedades infecciosas y parasitarias.
Tenía la sensación de que mis esfuerzos por acercarme a
estos seres tan solo estaba agravando la brecha que existía entre nosotros.
Hasta que una tarde, después de una deliciosa comida, me
dispuse a tomar una siestecita, embelesado por la calidez que rebosaba el sol y
la suave brisa que acariciaba mi habitación. Con una plácida sonrisa me
entregué al sueño, acurrucándome sobre el lecho. En mitad de mi descanso,
escuché un zumbido familiar y poco después noté aterrizar algo sobre mis
mejillas. Pero estaba tan decidido a dormir que me limité a ponerme boca abajo,
cubrir la mayor parte de mi cara con el antebrazo y proseguir con mi cometido. ¡Logré
ignorarlas! Con el cansancio por aliado pude pasar a las moscas por alto,
continuar con mi vida cotidiana sin la necesidad de estar pendiente de ellas.
Y la prueba final a mi experimento llegó hace un par de
semanas, en el desierto del Sahara. Al caminar entre arena y tierra curtida me
percaté de que no tenía una, dos o tres moscas a mi alrededor, sino que había
al menos una docena de ellas pegadas a mi piel. Casi por instinto me las quité
de encima, con una profunda sensación de asco, pero, cuando al cabo de tres
intentos habían duplicado su número y se extendían como una plaga por mis
brazos, simplemente desistí.
“Paso de vosotras” me dije y continué con mi caminata. Me
olvidé de los zumbidos y la caca de sus patas, y me dediqué a disfrutar del
paraje que me rodeaba. Sólo entonces lo pude disfrutar por completo del
contraste de las dunas y el cielo, apreciar el brillo de los granos de arena y
distinguir huellas de alguna alimaña sobre el sendero que transitaba.
En la vida, te toparás con moscas que no son necesariamente
insectos alados. De manera constante te enfrentarás a personas que socaven tus
sueños, que te recuerden que tus limitaciones, que te incordien día y noche,
que te levanten de la siesta, que te traten de manera injusta, o que, de alguna
manera busquen aprovecharte de ti. Siempre tendrás esas moscas humanas rondando a tu alrededor y como a sus parientes
dípteros, te será complicado quitártelas de encima. He ahí la importancia de
aprender a convivir con ellas, ya que ninguna tiene intención de desaparecer
sin más.
Después de toda esta experiencia las moscas siguen sin
causarme especial simpatía, pero tampoco las aborrezco; porque sencillamente no
vale la pena, ellas van a seguir siendo lo que son y haciendo lo que hacen, así
que, ¿Por qué preocuparme? Mejor seguir mi camino sin tenerlas en cuenta.
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