sábado, 29 de noviembre de 2014

Día de Acción de Gracias

El único país del mundo que se cree un continente celebró el pasado jueves el Día de Acción de Gracias.
Esta tarde me enteré de que esa festividad tiene sus orígenes en la época colonial y se realizaba para agradecer las buenas cosechas del año. Hoy en día, la gratitud sigue siendo la esencia de la celebración, aunque también es la fecha de ejecución para un buen número de pavos, cuyo destino será la bandeja de alguna familia estadounidense. También averigüé que justo el día siguiente a Acción de Gracias, se conoce como “viernes negro” y es  el día en que empieza la temporada de las rebajas navideñas. Resumido en tres palabras: Agradece, luego compra.
No sé si alguien en España se acordó de agradecer por lo que tiene la noche del jueves. De lo que estoy seguro, es que aquí nadie se ha lanzado con desesperación a las tiendas, ya que las rebajas no empiezan hasta enero. Hasta entonces, el consumismo se mantendrá en su cauce habitual.
En cuanto a mí, nunca he celebrado el Día de Acción de Gracias, y tampoco he probado un pavo en mi vida.
Es precisamente por sentirme tan ajeno a esta tradición que me gustaría contarles cómo pasé yo mi particular cuarto jueves de noviembre:
Por la mañana fui al supermercado y me entretuve hablando con un viejecito, que me contó sus mil y un batallas de los tiempos en los que tenía el pelo largo y la barriga pequeña. El tipo había sido escalador, esquiador, piloto de motocross y hasta paracaidista; pero después de tantos años viviendo al límite, acabó con varias fracturas en rodillas, muñecas y tobillos, la espalda abollada y un espiral de arrugas adornando sus ojos grises. Con una risa un tanto triste, me dijo que tal vez hubiera sido mejor haberse quedado tirado en el sofá, como la mayoría de sus conocidos.
Yo le respondí que ni de broma lo pensara, que le agradecía haberme contado todas sus aventuras y que ahora tan solo tenía que tomarse la vida con más calma. Vi en su mirada el entusiasmo que se refleja cuando te sientes comprendido y al despedirnos me gritó: ¡Que nos quiten lo bailao!
La tarde la pasé con dos buenos amigos, alternando conversaciones de suma profundidad con lenguaje soez y risas a raudales. Un poco después otra amiga se sumó a la fiesta y para animar el ambiente inundé la sala de estar con los tambores y flautas típicas de la música bereber. Bailamos, hicimos flexiones, aprendimos algunas posturas de yoga y después de aquel divertido y extraño entrenamiento, tomé una ducha helada y partimos hacia la casa de uno de mis compañeros.
Allí cenamos una ingente cantidad de espaguetis con una mezcla de salsa de tomate, pesto y queso emmental. Luego, con el estómago lleno y el corazón contento, hablamos, vimos un vídeo de un tiburón muy amigable y no paramos de ejercitar nuestros abdominales a carcajada limpia.
A la una de la madrugada, nos despedimos de nuestro anfitrión en un abrazo grupal y los tres restantes marchamos hacia el tren subterráneo. Cuatro paradas después, dijimos adiós a la chica del grupo con otro achuchón. Sólo quedábamos dos. Yo estaba muy cerca de casa, pero mi amigo tenía que esperar a su autobús algo más de 40 minutos, así que decidí acompañarlo en su espera.
En un frío banco de piedra y con la capucha puesta para guarecerme del frío, compartimos las últimas anécdotas de la noche, hasta que vimos acercarse el vehículo indicado y me quedé solo, con la música de mi móvil por única compañía.
Los charcos de las calles reflejaban la luz de las farolas y en el cielo todavía se podía ver a las responsables del agua en las aceras. La ciudad se veía especialmente hermosa, y la canción que fluía por mis oídos, junto con el frío de la madrugada, me revolvieron algo en el interior.
Desde que pisé Madrid por primera vez, siempre quise marcharme y ahora que por fin mi camino se aleja de la ciudad, me doy cuenta de cuánto cariño le tengo.
-Mi gran capital –suspiré. –Gracias por todo.
Pero sentí que todo no bastaba. Así que le agradecí a Madrid por sus preciosos otoños, y la manta amarilla de hojas en el Parque del Oeste. Le agradecí por sus edificios grises y las luces de Gran Vía, por sus artistas callejeros en la Puerta del Sol y los vagones del Metro. Le agradecí los veranos secos y las ansiadas lluvias de primavera. Le agradecí por sus árboles. ¡Qué hubiera hecho sin ellos! Siempre han sido mi refugio cuando me asfixiaba entre plástico y cemento. Pero por encima de las demás cosas, le di gracias a Madrid por su gente, a todas y cada una de las almas con las que me he cruzado en este enmarañado laberinto urbanizado; fueron ellas las que me insuflaron vida en los pulmones cuando el humo de los coches no me dejaba respirar, fueron ellas las que me alentaron a no juzgar, a aceptar y ser feliz, sin importar el tráfico, la frialdad de la rutina o el envasado de seres humanos al coger el autobús.
Y al hablar de gente, sentí que no bastaba con agradecer a la que habita en la gran capital. Así que me desplacé al mediterráneo y agradecí por las semillas de amistad que planté hace tiempo por allí, ahora convertidas en un hermoso árbol de tronco torcido, ramas rebeldes y hojas multicolores –porque si hay un árbol de la amistad, tiene que ser así.
No me detuve allí, y desplacé mis latidos hacia tierras sudamericanas y allí hice un barrido de agradecimiento desde Ecuador a Bolivia. Pero seguía sin bastarme, así que expandí mi recorrido hacia todos los seres humanos, y para eso tuve que cerrar los ojos.
Y por primera vez desde que me encontrara en un pantano con huellas frescas de jaguar en las orillas, recé. Pedí –a ningún dios en concreto –paz y sencillez en los corazones de las personas, ya que últimamente andan con demasiadas complicaciones.
Como de costumbre, acabé  sonriendo, con las mejillas húmedas de emoción. Porque a mí, la felicidad me sale en forma líquida y suele resbalar despacito por mi rostro.

Justo antes de abrir la cerradura de mi puerta, recordé que ese día se celebraba Acción de Gracias. ¡Mira tú que coincidencia!

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