Es importante conocer la oscuridad que se cierne sobre
nuestra especie, reconocer nuestra ambición inagotable y sus devastadoras
consecuencias, tener datos acerca de la pobreza extrema en el África, las
constantes disputas religiosas en oriente medio o nuestra particular tendencia
a destruir el único hogar que tenemos.
Sí, es necesario saber que somos un virus para el planeta y
para nosotros mismos. Puede que atravesar el mediterráneo, salir de la
confortable Europa y palpar la pobreza del continente de abajo te ate la
garganta y te haga consciente de los privilegios que gozas, así como de la
irrelevancia de la mayoría de tus quejas. O tal vez, ver un documental en el
que se denuncie la deforestación del Amazonas, te haga replantearte tu relación
con los árboles.
Una vez escuché decir a un nativo americano que la única
manera de empezar a construir un mundo mejor, era reconocer todos y cada uno de
los crímenes que hemos cometido.
Estoy de acuerdo. Pero lo que ahora veo en la gente es
apatía. Todos son conscientes de lo que ocurre y quien diga que no, es que se
esfuerza demasiado por mantener los ojos cerrados. Dicho de manera simple y
llana: Todos sabemos que nos estamos yendo a la mierda.
Calentamiento global, guerras, pobreza, desigualdad,
injusticia, violencia, campos de refugiados, conflictos religiosos, ¡incluso
crisis económica!
Quizás hemos llegado a estar tan saturados de negatividad
que nos hemos vuelto inmunes a ella. La era de la apatía reina entre nosotros.
Es irónico, que en este mundo moderno en el que todos se
creen conectados, estamos más separados que nunca. La gente se cree que dar un
“like” en Facebook es ser solidario y que parlotear con los amigos sobre el
trato que reciben los inmigrantes “ilegales” es signo de tolerancia. Algunos
asumen las papeletas de activistas por quejarse del gobierno, e incluso habrá
gente que se considere ecologista por usar los eficientes retretes del
McDonalds.
¿Qué he conseguido escribiendo este último párrafo? Quizás
ganarme detractores, o encender una hoguera de descontento, rabia e impotencia.
Nada más.
En cambio, si te digo que un hombre en la India decidió
plantar árboles todos los días en una zona deforestada desde hace 35 años y que
ha logrado levantar un bosque, ¿Cómo te quedas? ¡Un puto bosque! Al que han
vuelto varios cientos de ciervos, multitud de aves, algunos elefantes e incluso
unos cuantos tigres. Un solo hombre plantó un bosque entero, eso se llama
cambiar el mundo, o mejor dicho, darle vida.
Si no me crees o tan solo quieres inspirarte, puedes ver el
vídeo aquí:
Cuando vi lo que este hombre hizo, me invadió la felicidad y
una cálida sensación de esperanza inundó mi pecho. Pero no solo me sentí alegre
y optimista, sino que me entraron unas ganas locas de hacer algo por mi cuenta,
algo que ayude a curar nuestra madre tierra, que extraiga una sonrisa o que de
color a los latidos de un corazón grisáceo.
Puede que sea necesario conocer nuestra oscuridad, pero de
nada sirve si no somos conscientes de la luz que podemos ofrecer.
Por eso, me gustaría hacer un pequeño resumen –caótico y
revuelto –de las chispitas de bondad y amor que he presenciado, compartido o
protagonizado. Pequeños milagros que han iluminado mi camino y que espero, de
algún modo, también puedan revolver algo en tu interior, alentándote a teñir lo
que te rodea con un poquito más de color:
Una vez, vi un mendigo detenerse en medio de la calle,
rebuscar entre los bolsillos de su abrigo y brindarle un puñado de monedas a un
anciano que extendía las manos en la acera.
Mi abuela me quiere, y lo considero un milagro, teniendo en
cuenta todos los dolores de cabeza que le he dado desde antes de saber andar.
En Bolivia, al lado de un río arenoso, había un árbol joven,
en cuyas ramas se escondía el tesoro más valioso que te puedas imaginar: el
diminuto nido de un colibrí, donde se escondían dos huevecillos verdosos y una
madre decidida a que no me acercara a sus retoños.
He visto al sol alzarse en el Mediterráneo y ponerse sobre
las aguas del Pacífico. Lo vi despojar de sombra las dunas del desierto,
filtrarse entre los bosques, hacer cantar a los loros, devolver a la vida a mis
pies entumecidos, secar lágrimas de melancolía, reflejarse en el frío de la
nieve y despertar mis pupilas por la mañana. Él sí que es una auténtica estrella.
Conocí un aventurero que da conferencias y se dedica en
cuerpo y alma a mejorar la vida de una pequeña aldea del Himalaya, en un
intento de devolver a esa gente todo lo que ha recibido a lo largo de sus
travesías. Dice que aquellas personas son su gente, sus niños, su familia.
Me hospedé en casa de una familia marroquí, que me dio de
comer cinco veces al día y me hizo sentir en mi propia casa sin pedirme nada a
cambio, sin siquiera compartir mi idioma. Entonces descubrí que ni siquiera es
necesario intercambiar palabras para sentir un profundo afecto hacia otro ser
humano.
Me topé con un hombre que ya debería haber muerto, pero sus
ganas de vivir son más fuertes que el cáncer de su estómago. No paraba de reír,
nunca, ni subiendo una montaña de los pirineos, ni cuando hablaba de su mujer,
o cuando masticaba con la boca abierta, tan solo endurecía el rostro en el
momento de tirar los dados en el parchís; eso era lo único que se tomaba en
serio.
En Asturias, un perrito libre nos acompañó a mi familia y a
mí en una ruta de senderismo. Correteó entre nosotros, se dejó acariciar y
alimentar, hizo las delicias del paseo con su mirada inocente y me ganó en una
carrera de cien metros. Solo para que al final, después de un día entero
juntos, decidiera marcharse como vino, para ir detrás de un rebaño de ovejas;
porque no tenía dueño y quizás por eso, era tan feliz.
Hay luz en nosotros, y no hace falta excavar demasiado para
encontrártela fluyendo por todo tu cuerpo. Por eso, te invito a detenerte, y
ser consciente del aire que respiras, a prestar atención a los rostros que te
rodean y reflexionar sobre el mundo entero que se esconde tras cada una de esas
miradas. Acaricia algún árbol y mira con detenimiento la vida que rebosa; las
hormigas incansables, las palomas entre las ramas, los nuevos brotes en
primavera. Levanta la vista al cielo y piérdete en ese increíble color azul, o
gris, dependiendo del humor del universo; pero míralo y si caen gotas, mejor,
más vida y escalofríos, piel de gallina y necesidad de calor humano. Abraza sin
soltar y deja huellas con tus besos. Planta semillas de roble, de esperanza y
de ilusión. Comparte inspiración y
recuerda la alegría de los monos de la selva, ya que al fin y al cabo, hace
unos cuantos millones de años, nosotros vivíamos con la misma alegría, saltando
de rama en rama.
La oscuridad agudiza nuestra visión y nos muestra el sendero
que no debemos repetir, pero es la luz, nuestra luz, la única que puede guiar
nuestros pasos hacia una nueva era.
Y si tienes alguna duda, recuerda a nuestro sol una vez más,
que sin pedir nada a cambio, regala cada día su luz a la tierra. ¿Sabes lo que
puede llegar a conseguir un amor así? Iluminar el mundo entero.
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