sábado, 29 de noviembre de 2014

Día de Acción de Gracias

El único país del mundo que se cree un continente celebró el pasado jueves el Día de Acción de Gracias.
Esta tarde me enteré de que esa festividad tiene sus orígenes en la época colonial y se realizaba para agradecer las buenas cosechas del año. Hoy en día, la gratitud sigue siendo la esencia de la celebración, aunque también es la fecha de ejecución para un buen número de pavos, cuyo destino será la bandeja de alguna familia estadounidense. También averigüé que justo el día siguiente a Acción de Gracias, se conoce como “viernes negro” y es  el día en que empieza la temporada de las rebajas navideñas. Resumido en tres palabras: Agradece, luego compra.
No sé si alguien en España se acordó de agradecer por lo que tiene la noche del jueves. De lo que estoy seguro, es que aquí nadie se ha lanzado con desesperación a las tiendas, ya que las rebajas no empiezan hasta enero. Hasta entonces, el consumismo se mantendrá en su cauce habitual.
En cuanto a mí, nunca he celebrado el Día de Acción de Gracias, y tampoco he probado un pavo en mi vida.
Es precisamente por sentirme tan ajeno a esta tradición que me gustaría contarles cómo pasé yo mi particular cuarto jueves de noviembre:
Por la mañana fui al supermercado y me entretuve hablando con un viejecito, que me contó sus mil y un batallas de los tiempos en los que tenía el pelo largo y la barriga pequeña. El tipo había sido escalador, esquiador, piloto de motocross y hasta paracaidista; pero después de tantos años viviendo al límite, acabó con varias fracturas en rodillas, muñecas y tobillos, la espalda abollada y un espiral de arrugas adornando sus ojos grises. Con una risa un tanto triste, me dijo que tal vez hubiera sido mejor haberse quedado tirado en el sofá, como la mayoría de sus conocidos.
Yo le respondí que ni de broma lo pensara, que le agradecía haberme contado todas sus aventuras y que ahora tan solo tenía que tomarse la vida con más calma. Vi en su mirada el entusiasmo que se refleja cuando te sientes comprendido y al despedirnos me gritó: ¡Que nos quiten lo bailao!
La tarde la pasé con dos buenos amigos, alternando conversaciones de suma profundidad con lenguaje soez y risas a raudales. Un poco después otra amiga se sumó a la fiesta y para animar el ambiente inundé la sala de estar con los tambores y flautas típicas de la música bereber. Bailamos, hicimos flexiones, aprendimos algunas posturas de yoga y después de aquel divertido y extraño entrenamiento, tomé una ducha helada y partimos hacia la casa de uno de mis compañeros.
Allí cenamos una ingente cantidad de espaguetis con una mezcla de salsa de tomate, pesto y queso emmental. Luego, con el estómago lleno y el corazón contento, hablamos, vimos un vídeo de un tiburón muy amigable y no paramos de ejercitar nuestros abdominales a carcajada limpia.
A la una de la madrugada, nos despedimos de nuestro anfitrión en un abrazo grupal y los tres restantes marchamos hacia el tren subterráneo. Cuatro paradas después, dijimos adiós a la chica del grupo con otro achuchón. Sólo quedábamos dos. Yo estaba muy cerca de casa, pero mi amigo tenía que esperar a su autobús algo más de 40 minutos, así que decidí acompañarlo en su espera.
En un frío banco de piedra y con la capucha puesta para guarecerme del frío, compartimos las últimas anécdotas de la noche, hasta que vimos acercarse el vehículo indicado y me quedé solo, con la música de mi móvil por única compañía.
Los charcos de las calles reflejaban la luz de las farolas y en el cielo todavía se podía ver a las responsables del agua en las aceras. La ciudad se veía especialmente hermosa, y la canción que fluía por mis oídos, junto con el frío de la madrugada, me revolvieron algo en el interior.
Desde que pisé Madrid por primera vez, siempre quise marcharme y ahora que por fin mi camino se aleja de la ciudad, me doy cuenta de cuánto cariño le tengo.
-Mi gran capital –suspiré. –Gracias por todo.
Pero sentí que todo no bastaba. Así que le agradecí a Madrid por sus preciosos otoños, y la manta amarilla de hojas en el Parque del Oeste. Le agradecí por sus edificios grises y las luces de Gran Vía, por sus artistas callejeros en la Puerta del Sol y los vagones del Metro. Le agradecí los veranos secos y las ansiadas lluvias de primavera. Le agradecí por sus árboles. ¡Qué hubiera hecho sin ellos! Siempre han sido mi refugio cuando me asfixiaba entre plástico y cemento. Pero por encima de las demás cosas, le di gracias a Madrid por su gente, a todas y cada una de las almas con las que me he cruzado en este enmarañado laberinto urbanizado; fueron ellas las que me insuflaron vida en los pulmones cuando el humo de los coches no me dejaba respirar, fueron ellas las que me alentaron a no juzgar, a aceptar y ser feliz, sin importar el tráfico, la frialdad de la rutina o el envasado de seres humanos al coger el autobús.
Y al hablar de gente, sentí que no bastaba con agradecer a la que habita en la gran capital. Así que me desplacé al mediterráneo y agradecí por las semillas de amistad que planté hace tiempo por allí, ahora convertidas en un hermoso árbol de tronco torcido, ramas rebeldes y hojas multicolores –porque si hay un árbol de la amistad, tiene que ser así.
No me detuve allí, y desplacé mis latidos hacia tierras sudamericanas y allí hice un barrido de agradecimiento desde Ecuador a Bolivia. Pero seguía sin bastarme, así que expandí mi recorrido hacia todos los seres humanos, y para eso tuve que cerrar los ojos.
Y por primera vez desde que me encontrara en un pantano con huellas frescas de jaguar en las orillas, recé. Pedí –a ningún dios en concreto –paz y sencillez en los corazones de las personas, ya que últimamente andan con demasiadas complicaciones.
Como de costumbre, acabé  sonriendo, con las mejillas húmedas de emoción. Porque a mí, la felicidad me sale en forma líquida y suele resbalar despacito por mi rostro.

Justo antes de abrir la cerradura de mi puerta, recordé que ese día se celebraba Acción de Gracias. ¡Mira tú que coincidencia!

viernes, 28 de noviembre de 2014

Siempre habrá moscas

Pocas cosas irritan más que esos bichejos alados. Será por las cosquillas que te provocan sus patas, el zumbido de sus alas, su desagradable pico o sus ojos cuadriculados. A todo eso, además hay que añadirle los sitios que suelen frecuentar, ya que no recogen el néctar de las flores precisamente.
Las moscas se te meten en la boca si tienen ocasión, se comen tu comida sin permiso y para colmo, te levantan sin compasión de tus siestas más dulces.
Sin embargo, lo peor llega cuando intentas espantarlas, no solo por su increíble agilidad para eludir manotazos, sino por la determinación que muestran por volverse a posar sobre el mismo centímetro cuadrado de piel una y otra vez.
No conozco a nadie que disfrute de la compañía de estos insectos y por eso yo me propuse intentarlo.
Mi primera prueba fue este verano, en la que yo disfrutaba plácidamente de la lectura tirado sobre el césped. No tardaron mucho en aparecer unas pocas moscas que revoloteaban sobre mis piernas. Intenté no juzgarlas, observarlas como parte de la creación de la naturaleza, como seres que cumplían con un propósito. No sirvió de mucho, ya que cuando se frotaban sus patas peludas, no podía dejar de imaginarme los trocitos de mierda que debían de tener allí incrustados. Así que las sacudía como podía y disfrutaba de los escasos segundos antes de su regreso.
Aquel día fracasé estrepitosamente en mi cometido, pero todavía no estaba dispuesto a rendirme. Busqué apoyo en internet y ansiaba encontrar información que me convenciera de que las moscas eran algo más que un simple incordio. Esta idea sí que me fue útil, a medias: Las moscas facilitan la descomposición de los cadáveres y materiales fecales, favorecen la polinización y las larvas de algunas especies se utilizan para facilitar la cicatrización de heridas. Pero, por contrapartida, como todos sabemos, transmiten enfermedades infecciosas y parasitarias.
Tenía la sensación de que mis esfuerzos por acercarme a estos seres tan solo estaba agravando la brecha que existía entre nosotros.
Hasta que una tarde, después de una deliciosa comida, me dispuse a tomar una siestecita, embelesado por la calidez que rebosaba el sol y la suave brisa que acariciaba mi habitación. Con una plácida sonrisa me entregué al sueño, acurrucándome sobre el lecho. En mitad de mi descanso, escuché un zumbido familiar y poco después noté aterrizar algo sobre mis mejillas. Pero estaba tan decidido a dormir que me limité a ponerme boca abajo, cubrir la mayor parte de mi cara con el antebrazo y proseguir con mi cometido. ¡Logré ignorarlas! Con el cansancio por aliado pude pasar a las moscas por alto, continuar con mi vida cotidiana sin la necesidad de estar pendiente de ellas.
Y la prueba final a mi experimento llegó hace un par de semanas, en el desierto del Sahara. Al caminar entre arena y tierra curtida me percaté de que no tenía una, dos o tres moscas a mi alrededor, sino que había al menos una docena de ellas pegadas a mi piel. Casi por instinto me las quité de encima, con una profunda sensación de asco, pero, cuando al cabo de tres intentos habían duplicado su número y se extendían como una plaga por mis brazos, simplemente desistí.
“Paso de vosotras” me dije y continué con mi caminata. Me olvidé de los zumbidos y la caca de sus patas, y me dediqué a disfrutar del paraje que me rodeaba. Sólo entonces lo pude disfrutar por completo del contraste de las dunas y el cielo, apreciar el brillo de los granos de arena y distinguir huellas de alguna alimaña sobre el sendero que transitaba.
En la vida, te toparás con moscas que no son necesariamente insectos alados. De manera constante te enfrentarás a personas que socaven tus sueños, que te recuerden que tus limitaciones, que te incordien día y noche, que te levanten de la siesta, que te traten de manera injusta, o que, de alguna manera busquen aprovecharte de ti. Siempre tendrás esas moscas humanas rondando a tu alrededor y como a sus parientes dípteros, te será complicado quitártelas de encima. He ahí la importancia de aprender a convivir con ellas, ya que ninguna tiene intención de desaparecer sin más.
Después de toda esta experiencia las moscas siguen sin causarme especial simpatía, pero tampoco las aborrezco; porque sencillamente no vale la pena, ellas van a seguir siendo lo que son y haciendo lo que hacen, así que, ¿Por qué preocuparme? Mejor seguir mi camino sin tenerlas en cuenta.



martes, 25 de noviembre de 2014

Sobre la Oscuridad y la Luz

Es importante conocer la oscuridad que se cierne sobre nuestra especie, reconocer nuestra ambición inagotable y sus devastadoras consecuencias, tener datos acerca de la pobreza extrema en el África, las constantes disputas religiosas en oriente medio o nuestra particular tendencia a destruir el único hogar que tenemos.
Sí, es necesario saber que somos un virus para el planeta y para nosotros mismos. Puede que atravesar el mediterráneo, salir de la confortable Europa y palpar la pobreza del continente de abajo te ate la garganta y te haga consciente de los privilegios que gozas, así como de la irrelevancia de la mayoría de tus quejas. O tal vez, ver un documental en el que se denuncie la deforestación del Amazonas, te haga replantearte tu relación con los árboles.
Una vez escuché decir a un nativo americano que la única manera de empezar a construir un mundo mejor, era reconocer todos y cada uno de los crímenes que hemos cometido.
Estoy de acuerdo. Pero lo que ahora veo en la gente es apatía. Todos son conscientes de lo que ocurre y quien diga que no, es que se esfuerza demasiado por mantener los ojos cerrados. Dicho de manera simple y llana: Todos sabemos que nos estamos yendo a la mierda.
Calentamiento global, guerras, pobreza, desigualdad, injusticia, violencia, campos de refugiados, conflictos religiosos, ¡incluso crisis económica!
Quizás hemos llegado a estar tan saturados de negatividad que nos hemos vuelto inmunes a ella. La era de la apatía reina entre nosotros.
Es irónico, que en este mundo moderno en el que todos se creen conectados, estamos más separados que nunca. La gente se cree que dar un “like” en Facebook es ser solidario y que parlotear con los amigos sobre el trato que reciben los inmigrantes “ilegales” es signo de tolerancia. Algunos asumen las papeletas de activistas por quejarse del gobierno, e incluso habrá gente que se considere ecologista por usar los eficientes retretes del McDonalds.
¿Qué he conseguido escribiendo este último párrafo? Quizás ganarme detractores, o encender una hoguera de descontento, rabia e impotencia. Nada más.
En cambio, si te digo que un hombre en la India decidió plantar árboles todos los días en una zona deforestada desde hace 35 años y que ha logrado levantar un bosque, ¿Cómo te quedas? ¡Un puto bosque! Al que han vuelto varios cientos de ciervos, multitud de aves, algunos elefantes e incluso unos cuantos tigres. Un solo hombre plantó un bosque entero, eso se llama cambiar el mundo, o mejor dicho, darle vida.
Si no me crees o tan solo quieres inspirarte, puedes ver el vídeo aquí:
Cuando vi lo que este hombre hizo, me invadió la felicidad y una cálida sensación de esperanza inundó mi pecho. Pero no solo me sentí alegre y optimista, sino que me entraron unas ganas locas de hacer algo por mi cuenta, algo que ayude a curar nuestra madre tierra, que extraiga una sonrisa o que de color a los latidos de un corazón grisáceo.
Puede que sea necesario conocer nuestra oscuridad, pero de nada sirve si no somos conscientes de la luz que podemos ofrecer.
Por eso, me gustaría hacer un pequeño resumen –caótico y revuelto –de las chispitas de bondad y amor que he presenciado, compartido o protagonizado. Pequeños milagros que han iluminado mi camino y que espero, de algún modo, también puedan revolver algo en tu interior, alentándote a teñir lo que te rodea con un poquito más de color:
Una vez, vi un mendigo detenerse en medio de la calle, rebuscar entre los bolsillos de su abrigo y brindarle un puñado de monedas a un anciano que extendía las manos en la acera.
Mi abuela me quiere, y lo considero un milagro, teniendo en cuenta todos los dolores de cabeza que le he dado desde antes de saber andar.
En Bolivia, al lado de un río arenoso, había un árbol joven, en cuyas ramas se escondía el tesoro más valioso que te puedas imaginar: el diminuto nido de un colibrí, donde se escondían dos huevecillos verdosos y una madre decidida a que no me acercara a sus retoños.
He visto al sol alzarse en el Mediterráneo y ponerse sobre las aguas del Pacífico. Lo vi despojar de sombra las dunas del desierto, filtrarse entre los bosques, hacer cantar a los loros, devolver a la vida a mis pies entumecidos, secar lágrimas de melancolía, reflejarse en el frío de la nieve y despertar mis pupilas por la mañana. Él sí que es una auténtica estrella.
Conocí un aventurero que da conferencias y se dedica en cuerpo y alma a mejorar la vida de una pequeña aldea del Himalaya, en un intento de devolver a esa gente todo lo que ha recibido a lo largo de sus travesías. Dice que aquellas personas son su gente, sus niños, su familia.
Me hospedé en casa de una familia marroquí, que me dio de comer cinco veces al día y me hizo sentir en mi propia casa sin pedirme nada a cambio, sin siquiera compartir mi idioma. Entonces descubrí que ni siquiera es necesario intercambiar palabras para sentir un profundo afecto hacia otro ser humano.
Me topé con un hombre que ya debería haber muerto, pero sus ganas de vivir son más fuertes que el cáncer de su estómago. No paraba de reír, nunca, ni subiendo una montaña de los pirineos, ni cuando hablaba de su mujer, o cuando masticaba con la boca abierta, tan solo endurecía el rostro en el momento de tirar los dados en el parchís; eso era lo único que se tomaba en serio.
En Asturias, un perrito libre nos acompañó a mi familia y a mí en una ruta de senderismo. Correteó entre nosotros, se dejó acariciar y alimentar, hizo las delicias del paseo con su mirada inocente y me ganó en una carrera de cien metros. Solo para que al final, después de un día entero juntos, decidiera marcharse como vino, para ir detrás de un rebaño de ovejas; porque no tenía dueño y quizás por eso, era tan feliz.
Hay luz en nosotros, y no hace falta excavar demasiado para encontrártela fluyendo por todo tu cuerpo. Por eso, te invito a detenerte, y ser consciente del aire que respiras, a prestar atención a los rostros que te rodean y reflexionar sobre el mundo entero que se esconde tras cada una de esas miradas. Acaricia algún árbol y mira con detenimiento la vida que rebosa; las hormigas incansables, las palomas entre las ramas, los nuevos brotes en primavera. Levanta la vista al cielo y piérdete en ese increíble color azul, o gris, dependiendo del humor del universo; pero míralo y si caen gotas, mejor, más vida y escalofríos, piel de gallina y necesidad de calor humano. Abraza sin soltar y deja huellas con tus besos. Planta semillas de roble, de esperanza y de  ilusión. Comparte inspiración y recuerda la alegría de los monos de la selva, ya que al fin y al cabo, hace unos cuantos millones de años, nosotros vivíamos con la misma alegría, saltando de rama en rama.
La oscuridad agudiza nuestra visión y nos muestra el sendero que no debemos repetir, pero es la luz, nuestra luz, la única que puede guiar nuestros pasos hacia una nueva era.
Y si tienes alguna duda, recuerda a nuestro sol una vez más, que sin pedir nada a cambio, regala cada día su luz a la tierra. ¿Sabes lo que puede llegar a conseguir un amor así? Iluminar el mundo entero.





jueves, 20 de noviembre de 2014

El Momento

Ya habrá tiempo de narrar historias, de recordar las cimas conquistadas y derramar gotitas de nostalgia. Ya habrá tiempo para celebrar glorias pasadas, reír a carcajadas y soltar suspiros en honor al ayer.
Pero hoy, hoy voy a hablar de un Momento.
Era mi último día en Marruecos. En mi mochila cargaba cientos de recuerdos, aventuras increíbles y un montón de ropa sucia. Ya nada quedaba por hacer, excepto disfrutar de los incansables esfuerzos de los comerciantes de Marrakech por sacarte unos cuantos Dirhams.
Nos habíamos pasado la mañana alejados del bullicio turístico de la plaza principal, y nos cobijamos en la discreción de un humilde asiento metálico rodeado de árboles cítricos. Allí, conversamos, incansables, como siempre. Nunca nos hemos quedado sin temas de conversación, aunque supongo que es normal, cuando estás dispuesto a cuestionarte todo. Eso sí, hacíamos pausas para reír, observar a la gente, comentar la tonalidad del cielo o comentar nuestro incomparable estilo de vestir; ella con sus sandalias de lesbiana, yo con mis zapatos de marroquí.
Y cayó la tarde, porque en Marruecos, el sol tiene la costumbre de acostarse pronto. Y con las tripas tronando, fuimos en busca de algún sitio en el que pudiéramos seguir pretendiendo que éramos vegetarianos. Como era de esperar, no fue posible.
La sopa tenía caldo de carne, la ensalada, trozos de algo que desconozco, y el Tajine era prácticamente un pollo entero.
Una vez más, tocaba fluir. Dejar de lado expectativas y abrazar el instante.
Y la comida, como no podía ser de otra manera, estuvo deliciosa.
Estábamos terminando de engullir los últimos restos, cuando nos sirvieron los batidos de aguacate que habíamos pedido. Era la primera vez que tomaría aquella fruta en un licuado con leche, así que estaba emocionado por probar el líquido verdoso de esas generosas jarras.
En cuanto el primer sorbo de la bebida traspasó mis labios, mi ser entero se transportó a otra dimensión. Mi cerebro intentaba asimilar por qué nunca antes se me había ocurrido realizar aquella combinación. Hasta ahora siento la suave textura del batido: Dulce y cremoso, pero sin llegar empalagar. Fresco, natural, nutritivo, energizante, para mí era una bebida digna de los dioses.
Fue ese el inicio del Momento del que quiero hablar.
Dejé descansar la jarra unos instantes en la mesa y la gran pregunta que me venía acechando durante todo el año, emergió, una vez más: ¿Qué vas a hacer con tu vida?
En el lapso de un latido, rememoré todo lo que había vivido los últimos 10 días. Volví a sentir la gelidez de la nieve, y la noche que pasé temblando en la montaña. Palpé el viento del desierto, y por mis retinas apareció la tierna mirada de una viejecita que nos dio de comer. Vi las estrellas fugaces que encendían las dunas y sentí el sabor del Cuscús de los viernes. Todo en un segundo. ¿A dónde me iban a llevar esos mágicos 10 días?
Y recordé mi vida en Europa, segura y confortable. Donde la gente no regatea por el precio y los taxis solo recogen un máximo de cuatro pasajeros.
Me di cuenta de que España se ha convertido en mi zona de confort. Aquí tengo mi núcleo familiar, una casa acogedora y una habitación con un colchón cómodo. Aquí tengo amigos buenos, una bici leal, zapatillas de correr y un cine a 3 calles. Aquí he pasado casi una década, y aunque mi pasaporte diga que soy boliviano, soy un europeo más. Me siento orgulloso de ello, ya que significa que me he adaptado al entorno, y he logrado interiorizar esta cultura. Le tengo un cariño muy especial a las tierras hispánicas y a todas sus gentes, eso es algo que nunca va a cambiar.
Pero, en ese Momento, bajo una atenta mirada de color miel y con un batido de aguacate a mi lado, algo se destapó en mi interior. Quizás fue por esa mirada, tal vez por el batido, pero en ese instante sentí que España ya me ha dado todo lo que podía ofrecerme.
Ella me preguntó a qué sitio de Europa pensaba ir y esa cuestión me llevó a descorchar la verdad que ardía bajo mi pecho. Tampoco estoy interesado en postergar esta aventura europea. He vivido mucho tiempo en una gran capital, y no tengo ganas de residir en otra ciudad colosal. Por otra parte, ya he conocido personas extraordinarias de diversos lugares del continente. Y desde mi perspectiva, haberlos conocido, e intercambiado trocitos de vida, ha sido más valioso que desplazarme hasta su tierra natal.
Por eso, cuando alcé la vista hacia esos expectantes ojos castaños, solo tenía una respuesta, y salía bullendo de mis entrañas: Quiero ir a Bolivia.
Y no me refiero a unas vacaciones o una temporada. Quiero un billete de ida, y escribir el siguiente capítulo de mi vida en la tierra que nací.
En cuanto lo dije, sentí un escalofrío, y el natural miedo a lo desconocido comenzó a fluir por mi sangre. Sin embargo, aquella tarde, el temor no tenía opciones de vencer.
Descubrí que no hay mejor sensación en el mundo que compartir algo que te late por dentro, con alguien que cree en ti.
Podría intentar rememorar su alentador discurso, pero sinceramente, carece de relevancia.
Tan solo diré que ella estaba enfrente mío, y que cuando terminó de hablar, se recostó contra la pared. Y desde allí, en esa relajada posición, con la voz más humilde que te puedas imaginar, me dijo que tan solo me había dicho su opinión.
Yo por entonces, estaba mudo, con una leve sonrisa dibujada en los labios. Y así me quedé un buen rato, observando sus enredados mechones anaranjados, camuflándose con el atardecer de Marrakech.
Ambos sabíamos lo que decían nuestros rostros, pero aun así, ella me preguntó qué pensaba. Yo simplemente me levanté, le estampé un beso y la abracé, con todas mis fuerzas. Porque, al menos para mí, esa era la mejor manera de decir “te quiero”, y no reducirlo a dos palabras.
En ese Momento, elegí que mi vida cambiara, porque, obviamente, ésta no iba a cambiar sola. Las cosas no ocurren siempre por un motivo, tú tienes que hacer que ocurran.
Así pues, empezaré por pedalear hasta la tierra mediterránea de mi adolescencia. Por el puro placer de hacerlo. Y luego, cuando el mar bañe mi piel y aclare un poco mi mente, planificaré mi retorno a Sudamérica.
Si cierro los párpados, casi puedo volver a mi mamá, y a mi primo Daniel, y a la gente tostada y menuda, los largos cabellos oscuros de las mujeres, atados en trenzas. Las vestimentas de colores, la humedad de la selva, los mosquitos, la pobreza y las sonrisas con huecos entre los dientes. La falta de oxígeno de La Paz, el lago Titicaca, el dios Inti y la Pacha Mama. Allí voy, con la energía del sol naciente, con un saco de dormir, una cajita de recuerdos, con el pelo más largo que nunca, y los ojos húmedos de la alegría que me caracteriza.
Hace poco, una personita me envió una carta en la que me decía: Sé lo suficientemente valiente para ser tú mismo.

Eso es lo que hago. No conozco el destino final, el último objetivo de mi vida, tampoco me preocupa en absoluto. Tan solo me guío por esa vocecilla que me recuerda que no importa lo que haga, mientras lo haga con amor. 

lunes, 3 de noviembre de 2014

Muerte

Hasta el último día te resististe. Luchaste contra todo el mundo, por cualquier motivo. Hasta el último día en el que te vi, intentaste imponerte sobre los demás, ya sea quitándote las vías o pidiendo agua de manera brusca, obviando cualquier esbozo de amabilidad.
Esa es la primera imagen que aflora en mis retinas cuando pronuncio tu nombre. Una mujer desgastada, testaruda, de dientes duros, medio ciega y casi sorda. Así te veía yo, después de casi un siglo de vida.
Tan solo te asociaba con algo distinto cuando me contaban historias de tu juventud. Aunque tampoco te creas, casi todo lo que me decían sobre ti, tenía que ver con tu irreversible carácter. Incluso las anécdotas divertidas que escuché, sólo lo eran por tu maliciosa astucia.
Así es, nunca te pintaron como una abuelita adorable que teje jerseys por navidad (aunque esto último sí que lo hacías).
Lo que yo vi –las últimas estelas de luz de tu atardecer –fue un reflejo de lo que me dijeron acerca de ti. Incluso postrada en una silla de ruedas fui testigo de tu fortaleza, una fortaleza que te alejaba del resto y te hacía revolcarte en una penuria constante.
Si te soy sincero, desde hace algún tiempo me preguntaba cuándo llegaría este día, el día en que hicieras las maletas por última vez. Yo no entendía cómo podías resistir tanto, con tan poco combustible en tu interior. Tampoco entendía la obsesión de tu hija por cuidarte, cuando la abandonaste a su suerte, para que un desconocido la violase. Sí, no te sorprendas, tu hija me relató esa historia en más de una ocasión, siempre deshecha en lágrimas.
Yo quería que te marcharas. Créeme que no era por crueldad. Yo tan solo hice cálculos, y creí que era lo más beneficioso para todos. ¡No sabes el estrés que tu sola presencia generaba en esta familia! Casi toda la semana estabas en boca de todos. Siempre estabas presente, ya sea por tu nueva travesura en la residencia de ancianos, o por haber amenazado a alguien, o simplemente porque te habías cagado encima.
Por todo eso, no me eras de mucha simpatía. No te odiaba, pero me costaba fingir demasiadas muestras de afecto contigo.
Perdóname, si estas palabras te ofenden. Aunque, de algún modo, sé que ya nada puede herirte.  No lo digo porque estés muerta, sino porque ahora, seguro que puedes levantar el velo de estos párrafos y averiguar lo que de verdad siento mientras escribo esto.
Supongo que esa es una de las ventajas de hablar con un muerto, que no tengo que preocuparme de tus interpretaciones acerca de lo que digo.
Y podría decir que me hubiera gustado decirte más veces que te quería, pero no sería sincero. Si te dijera eso, estaría actuando guiado por la culpa, y siempre he dicho que no hay sentimiento más inútil.
Pero aun así, me siento culpable. Por todas esas veces que no fui a visitarte, que antepuse una siesta a verte reinar sobre los demás ancianos. Me siento culpable por no haberte abrazado más veces, y haberte tratado como a un ser inservible.
Me daba algo de miedo mirarte, ver tus ojos apagados y pensar que algún día, sería yo el que  se encuentre detrás de esos cristales opacos.
Ni siquiera sé por qué te escribo esto. La idea original era redactar algo bonito y entrañable, que consuele a tu hija. Pero ya ves, he sido incapaz de hacerlo.
Y a pesar de todo, recuerdo algo, hace ya muchos años, cuando tus oídos eran agudos y caminabas relativamente erguida. Recuerdo un jardín y una puerta de cristal. Recuerdo enredaderas y macetas anaranjadas. Yo era un niño, y estaba aburrido, ansioso por jugar y descubrir el mundo. Pero tú, tú no me dejabas. Me decías que me quedara un ratito más, que memorizara una letra más, que repitiera una vez más los trazos que formaban mi nombre.
Me enseñaste a escribir… Me enseñaste a escribir.
Fuiste tú. Y un día… No, una tarde. Sí, una tarde, recuerdo que me dijiste que ya era suficiente, que habíamos terminado la clase. Pero yo te dije que quería escribir una palabra más, tan solo una palabra más. Y te emocionaste. Quizás me revolviste los cabellos, o tal vez no, pero estoy seguro de que me miraste con orgullo. En ese momento, te convertiste en mi maestra, y yo en tu aprendiz.
Y ahora que te vas, yo te escribo. Y recuerdo las tardes en las que no te visité, en las que preferí una siesta antes que verte. Y me rompo en trocitos pequeños, y tengo ganas de cobijarme bajo alguna manta de lana tejida por ti. Y llamarte abuelita. Y verte sonreír. Porque sonreías. Y lo hacías a menudo, aunque sea para contar alguna de tus maldades.
Y hay otra escena, más reciente. En un parque con un estanque de patos grises. Al lado había una cancha, equipada con tableros de madera y un aro metálico colgado en horizontal. Yo saqué mi pelota de la mochila y empecé a jugar, resbalando sobre el cemento húmedo. Sudé, salté y corrí. Al cabo de un rato, con la camiseta empapada me dirigí hacia ti. Y en tus ojos volvía a ver orgullo. Sólo que en esta ocasión, me costó reconocer a mi antigua maestra.
Y por esto sí que te pido perdón. Porque olvidé que los ojos no son el reflejo del alma. Tan solo son órganos con los que fragmentas la luz del sol para percibir un mundo colorido. Aunque con el tiempo, ya ni siquiera son capaces de hacer eso. Por eso no vi tu alma rejuvenecida aquella tarde. Porque tan solo vi tus párpados caídos y el agua turbia de tus pupilas.
Aquella tarde, mientras jugaba basket, te regalé un poquito de vida. Impregné tus arrugas con algo de mi juventud, pero no lo vi. Como tampoco vi que este día llegaría, que sería real.
Y sigo pensando en esas horas que preferí pasar dormido. Preferí dormir, sin estar cansado.
Por eso,  creo que la mejor manera de honrarte, es escribiendo.
Sé que ya no podré ir a visitarte. Pero puedo escribir. Puedo escribir, cuando me aburra, cuando llore, cuando sufra y cuando ría. Puedo y quiero hacerlo. Porque me encanta, porque es la única manera que tengo de conectar contigo, y cuando digo contigo, digo con todo. Porque no necesito tener tu oído izquierdo cerca para saber que este relato llegará a su destinatario.
Porque al fin y al cabo, fuiste tú la lluvia que plantó la semilla de escritor en mi corazón. Quizás ya sea un arbusto, o un arbolito de ramas finas. Quizás haya olvidado que una vez fui menos que una célula. Pero cada vez que el cielo me envía vida líquida, recuerdo de donde vine, y a dónde voy.
 Porque lo único que ya no eres, son las cenizas de tu cuerpo marchito.
Estás en mis hojas primaverales,  y en los cultivos de maíz, mecidos por el viento del oeste. Estás en la niebla que da paso a un nuevo amanecer. Estás en el corazón de tu hija. Estás expandiéndote por el universo, saltando de estrella en estrella.
Así pues, solo queda celebrar, llenar una copa de vino, levantarla al horizonte y decirte:

¡TODOS TE QUEREMOS Y TE DESEAMOS UN BUEN VIAJE!