sábado, 26 de septiembre de 2015

Contradicciones

Estoy del otro lado del atlántico, lejos de todo lo que ha sido mi mundo durante más de una década. Estoy sentado en un sofá cuyo precio no me atrevo ni calcular. Al principio, tenía miedo de sentarme en los sofás que hay aquí, y es que nunca había visto sofás más impolutos, tan brillantes y carentes de manchas. Me daba miedo tan solo mirarlos y pensar que mis calcetines sucios pudieran entrar en contacto con los cojines.
Es curioso que lo que más me haya incomodado hasta ahora de los Estados Unidos sean los lujosos sofás, pero es la verdad. Supongo que eso se debe a que nunca he entendido el lujo, al menos el lujo de las lámparas raras, los adornos de cristal o las mesas de mármol que tan solo cumplen una función decorativa.
He visto los rascacielos de Nueva York, la universidad de Harvard y a gente vistiendo camisetas de Harvard. Lo siento si hago énfasis en esto último, pero es que pensaba que lo de las camisetas solo pasaba en las películas. Sin embargo, resulta que aquí, hay mucho que parece una película, o mejor dicho, una superproducción cinematográfica. He visto farmacias del tamaño de supermercados y supermercados que parecen… bueno, no sé lo que parecen, pero son enormes y tienen de todo, incluso un pasillo entero destinado a bebidas energéticas y batidos de proteínas. He visto más comida orgánica que en toda mi vida; al parecer lo ecológico está de moda, pero tal vez tan solo sea eso, una moda. 
Al principio me preguntaba dónde estaba la gente de barrigas contentas y hamburguesas en las manos, porque lo único que veía era gente atlética, haciendo publicidad a Nike por todas partes. Hasta que un día los encontré, encontré a la gente no tan saludable; resulta que se juntan para ver partidos de fútbol (del americano), y que se pasan las horas previas al encuentro comiendo frituras y bebiendo cervezas.
Y yo me siento raro, raro y abrumado. Todo aquí se antoja contradictorio. En el barrio donde estoy la gente sonríe, pasea en bici y lleva a sus hijos a parquecitos de ensueño, aquí hay canastas de baloncesto en las puertas de los garajes y ardillas correteando por cada esquina, todo parece un paraíso, un paraíso pequeñito y cuidadosamente aislado del mundo real. Y me siento incómodo rodeado de tanta riqueza, de tantos coches y refrigeradores. Pero lo que más me contraría es que la gente que habita este sitio ha sido increíblemente amable conmigo; no me he sentido juzgado y todos los que he conocido han insistido en que apoye mis calcetines sucios en sus sofás. Han compartido la abundante comida de sus neveras e incluso me han dado permiso para jugar baloncesto en las canastas de sus garajes.
La gente rica no es mala, y sí, lo admito, yo pensaba que tener una casa enorme y dos mercedes era sinónimo de maldad. Pero ahora veo que toda esta gente es tan solo gente, ni mejor ni peor que nadie por los bienes materiales que poseen. Sin embargo, tampoco puedo negar el hecho de que aquí todos tienen mucho más de lo que pudieran necesitar. Y eso me vuelve a causar contradicción, porque la mayoría de estas personas, que han sido tan buenas conmigo, viven conscientemente inconscientes de los privilegios que gozan y de las básicas carencias que muchos sufren.
Y lo más fácil sería ponerme a hablar de todas las contradicciones que me rodean, de la hipocresía que percibo y las mentiras que envuelven al llamado sistema. Pero la verdad, la única que importa, es que yo mismo soy una maraña de contradicciones.
Da igual que mis contradicciones sean pequeñas o grandes, son igual de importantes y perjudiciales que las de los políticos o las grandes corporaciones. Y cuando hablo de contradicciones me refiero a esas cosas que no encajan, a las palabras que van en direcciones opuestas a los actos, a las opiniones que pretenden ser hechos irrefutables.
Yo estoy lleno de todo eso y para mí, no hay nada más incómodo que sentir que estoy siendo un hipócrita, que estoy intentando vender una película, a mí o a cualquiera, que nada tiene de real.
Me he dado cuenta de que contradecirte significa quedarte estancado en una posición. Cada vez que te anclas en una posición y la defiendes a capa y espada, acabarás contradiciéndote. Defender una postura o una opinión significa limitarte, encerrarte, negarte a observar la realidad con todas sus posibilidades, y veo que esa limitación es la raíz de la contradicción. Pero sobre todo, veo que cuando yo no me encierro en una manera de pensar, cuando no ejerzo ningún esfuerzo por juzgar lo que veo entre blanco y negro, es precisamente cuando siento que no acarreo ninguna contradicción. Porque, como una personita me dijo esta mañana, el mundo no es ni blanco ni negro, ni nosotros tampoco. Todos somos un complejo menjunje de grises, seres complicados que no pueden ser explicados de manera dicotómica.
Pero para ser sincero, ahora no me siento contrariado. Estoy cómodo en este sofá, apoyando mis pies sobre una mesita y escuchando unos cuantos grillos de fondo. De hecho, estoy feliz, porque estoy vivo y tengo algo de sueño. Estoy feliz, porque mis problemas son los problemas del mundo, y todos los problemas son complicados, lo que me hace pensar que las soluciones solo pueden ser sencillas. Quizás por eso, en cuanto termine de escribir esto, subiré unas escaleras acolchadas, me cubriré con una manta gruesa y abrazaré por la espalda a una chica que seguramente ya está durmiendo. La amo, así como amo al mundo, con todas sus imperfecciones.


viernes, 25 de septiembre de 2015

New York

No sé cómo describir esta ciudad, ni tampoco por qué quiero hacerlo.
Hay edificios por todas partes, hay ventanas cuadradas que se pierden en el cielo, puentes de personas y motores en marcha. Hay trapos que ondean al viento, trapos con barras y estrellas. Y me gustan esos trapos, me gustan sus colores y la forma que toman con la brisa.
Hay varios tipos de clima en esta ciudad, hay humedad y aire seco. En el subsuelo de la ciudad el calor te asfixia, pero al entrar en los vagones subterráneos el aire artificial te pone la piel de gallina. Aquí hay muchas cosas artificiales, hay calles impregnadas de luces muertas, cargadas de publicidad que vende muerte. Hay colores en los carteles y los anuncios, colores vivos, que te contraen las pupilas. Sin embargo, las aceras son grises y el cemento también, y aquí, el cemento reina en la ciudad.
Hay mil idiomas pululando, hay trajes impolutos caminando impasibles entre la mugre. Para mí, lo que da color a este lugar son las personas, éstas sí que hacen honor a las tonalidades de la vida. Aquí la gente anda rápido y lento, hay gente que sonríe y gente demasiado ocupada para hacerlo, aquí hay miradas que te calientan por dentro, hay piel clara y oscura, ojos rasgados y ojos de sapo.
Esta ciudad no es buena ni mala, aquí no he visto villanos o héroes; fíjate que ni siquiera he visto Americanos. Esto no es América, esto es tan solo tierra, tierra de la que han emergido enormes rascacielos. No sé si los habitantes de este sitio se creerán distintos a mí por tener un águila en su pasaporte, pero desde luego, no nos diferenciamos en nada. Además, en esta gente se ve reflejado el mundo entero, el mundo que hemos elegido crear, con todas sus contradicciones. Aquí la alegría se las arregla para florecer entre la apatía, del mismo modo en que el altruismo se cuela en una cultura de “selfies”. Aquí se proclama paz con pistolas colgando del cinto, aquí los esclavos se creen libres por tener un coche grande o zapatos brillantes, sin saber que la libertad de consumir es lo que los mantiene entre rejas.
En esta ciudad hay pajaritos, árboles, barrios chinos y música; sin embargo, he visto pocos ancianos. Por lo que me han dicho, no pueden permitirse el precio de vivir aquí con una pensión de jubilado. Parece que aquí solo sobreviven los productivos, es decir, los que al final de mes consiguen suficientes billetes para afrontar las facturas.
La vida de este sitio no está en sus edificios ni en sus banderas, la vida no está en las luces de Time Square, la vida está en las estrellas que su publicidad no deja ver. La sangre de esta ciudad no fluye por las avenidas de concreto, la sangre fluye por arterias directamente desde el corazón. La vida está dentro, en los latidos, en las sonrisas espontáneas. La vida está en el roble que se alza solitario en una acera, en las palomas que se bañan sobre charcos. La vida no está en el cemento de las calzadas, sino en la tierra que habita por debajo. La vida es la cara recién levantada y no el rostro enterrado en maquillaje, la vida es lo real, no lo artificial que lo recubre. El problema es que a veces lo entendemos justo al revés.

Esta ciudad está viva, pero no por su fachada o la reputación que se ha labrado, esta ciudad está viva por el simple hecho de que hay vida en ella.


sábado, 5 de septiembre de 2015

Conozco un lugar


Conozco un lugar, uno al que se llega por un camino serpenteante, un camino que sube y en cuyos alrededores crecen moras, moras oscuras y redonditas, que tiñen los dientes y alegran la boca.
Sí, conozco un lugar, un lugar mágico, donde los robles te escupen y los pájaros te cagan, donde se mea en cubos y se alimenta a las plantas con dicha orina. Es un lugar con telarañas en las esquinas y mosquitos que buscan sangre por las noches. Porque aquí, aquí todo es de verdad. Aquí ves dónde va a parar tu mierda, aquí no se tiran las esponjas viejas y la marca de la ropa se tiñe de tierra.
En este lugar la vagancia no existe, ya que la falta de obligaciones acabó con ella. Aquí se canta picando piedras al mediodía, empapado en sudor y cubierto de polvo; porque aquí, si haces algo, lo haces con toda la fuerza del mundo.
 Aquí se saluda, a las mismas personas varias veces al día, y el entusiasmo no varía desde la primera a la última. Aquí se ríe sin necesidad de chistes o sarcasmos, se mira a los ojos y se duerme en literas.
Créeme, conozco un lugar en el que la mejor ducha es una cascada, un lugar donde no te obligan a fregar los platos, pero en el que todos quieren hacerlo, porque hay que hacerlo.
Aquí no se mata al silencio con conversaciones insulsas, ya que aquí el silencio es crucial para escuchar al viento ronronear. Aquí hay rocas grandes, desde las que puedes observar el cielo teñirse de calidez. Desde aquí ves nubes extenderse en un sendero de algodón por el horizonte y puedes extender los brazos sin motivo alguno mientras vacías tus pulmones con un grito. Porque sí, aquí el silencio se respeta, pero cuando hay que decir algo, se dice, da igual que salga en forma de grito, murmuro o aullido.
Conozco un lugar en el que las personas se dan la oportunidad de ser ellas mismas, en el que las apariencias se caen por el camino y las mentiras tienen patas más cortas que las hormigas. Por eso, aquí he hablado de todo, aquí he sacado temores pasados y miedos futuros, aquí he barrido culpas y he disuelto ambiciones. Aquí he hablado a la luz del sol, de la luna y de una lamparita anaranjada; y nunca se me ha juzgado por ninguna palabra. Porque este lugar es así, es una oreja gigante, una oreja con brazos, porque ten por sentado que aquí se te escucha y se te abraza por igual. Te abraza el sol cuando riega su luz por los campos, te abrazan los grillos con su melodía y las abejas con sus patas acolchadas, también te abrazan las montañas desde lejos e incluso, hasta te abrazan las personas.
Pero el lugar del que hablo, te brinda lo que le das, no como premio o castigo, ni siquiera como causa y efecto; no, este lugar no pone a nadie en su sitio, pero el que viene aquí, se da cuenta, de manera inevitable del sitio en el que se encuentra. Porque este sitio es un espejo, uno que te permite ver lo que hay detrás de tu mirada, uno que derrite máscaras y que rompe guiones. Ya que aquí nadie es un actor. Aquí no valen de nada los títulos bajo el brazo, las reputaciones que te has labrado o las metas que te propongas alcanzar.
El que viene aquí buscando algo, dura poco. El que llega cargado de expectativas retorna lleno de decepciones y el que pretende vender algo, se vuelve con la mercancía entera.
En este lugar se cultiva para el estómago y no para el bolsillo. Aquí no se comercia, ni se negocia; aquí se regala y siempre más de lo que se pide.
Sí, existe un sitio con las puertas abiertas, un lugar que no tiene dueño y que tampoco lo busca. Existe una casita en la que te sientes en casa, no porque sea tuya, sino porque precisamente, no es de nadie. Del techo cuelgan matojos de orégano, en las estanterías se almacenan frascos de cristal rellenos de frutos secos y en la cocinita se puede preparar guisos de verdura con aceite de oliva.
En el lugar del que hablo la gente se dedica a cambiar el mundo. Ahora mismo tengo delante a una mujer de pelo corto que le peina los rizos a un hombre de barbas largas; y el amor que destila la escena es una luz en sí misma. Aquí hay un manantial de alegría en el que la sencillez se baña desnuda. Y así se cambia el mundo, cepillándonos el pelo unos a otros, dando los buenos días de corazón, viviendo con alegría y sencillez; ya que solo lo simple puede disolver lo complejo.
La existencia de este lugar es la prueba irrefutable de que la armonía es real y practicable. Y quizás, si el mundo pudiera experimentar un trocito de esta paz, dejaríamos de estar en guerra, y nos daríamos cuenta de que ninguna batalla merece su precio.
En este lugar no se busca hacer del mundo un lugar mejor; aquí no se proponen soluciones, ni se establecen normas, aquí no se forman organizaciones ni se eligen nuevos líderes. Aquí no se platica, aquí se practica. Por eso, aquí el mundo justo y libre que todos quieren no es una utopía, sino una acción, una acción intensa y viva, que empieza en el corazón y que se expande con cada latido.
En todas partes la complejidad de la existencia se hace tortuosa. Te imponen obligaciones, te asignan roles, te cargan facturas y te marcan con números, para identificarte, para calificarte y ordenarte. Pero yo conozco un lugar en el que no se te exige nada, en el que no se rinden cuentas y en el que la documentación cría polvo por la falta de uso. En este lugar, la libertad es una realidad y es total. ¡Libertad total! Pero claro, eso es algo que incluso aquí, solo te puedes otorgar tú mismo. Y es que la libertad asusta, y si es total, se podría hablar incluso de pánico; porque pensamos que la libertad solo puede engendrar caos, que siendo libres nos armaríamos con lo que pudiéramos y comenzaríamos una carnicería. Se piensa que en libertad nadie haría nada, que la barbarie se impondría y que todo se derrumbaría.
Y es cierto, la libertad derrumba todo, todo lo que se tiene que derrumbar. Y si piensas que siendo libre dejarías de hacer todo lo que estás haciendo, probablemente es que tengas que hacerlo.
En el lugar del que hablo, nadie hace nada que no quiera, pero ya te digo yo que todos quieren hacer algo. Todos quieren contribuir, trabajar y crear; porque cuando te das la oportunidad de ser libre, eso es lo que en realidad ocurre, que empiezas a hacer lo que de verdad amas. Ya que la libertad, tan solo puede engendrar amor.
Conozco un lugar que nada tiene de extraordinario. Es tan solo un terreno a mitad de una montaña. El lugar no importa, porque ningún sitio se convertirá en tu refugio o tu hogar. Nos hemos creído que la llamada tierra prometida es un lugar, pero en realidad es una sensación, un algo en el estómago, un cosquilleo en el pecho, una respiración que se salta, una risa que se escapa, una lágrima calentita, es un despertar verdadero.
Pronto descenderé una vez más el sendero serpenteante y cogeré algunas moras por el camino, y quién sabe cuándo volveré a la casita y veré los matojos de orégano. Pero créeme, yo conozco un lugar, un lugar mágico y real, en el que todo es posible y donde la creatividad borbotea. Ese lugar está aquí, latiendo en mí, y desde luego, también en ti.





viernes, 4 de septiembre de 2015

Azada y carretilla

Yo pregunté en qué podía ayudar y me llevaron hasta la parte más inferior de la finca, allí me mostraron varios montones de tierra apilados al borde de un pequeño barranco.
-Hay que bajar toda esta tierra y aplanarla. Aquí abajo vamos a hacer más plantaciones –me dijeron.
Yo eché otro vistazo al barranco y luego a los montones apilados. ¿Cómo iba a bajar toda esa tierra y encima crear una superficie plana?
-A carretillas, ayudándote con una azada –fue la explicación que recibí. Luego también me trajeron un rastrillo y una pala.
Yo no tenía muy claro que esa labor se me fuera a dar bien, pero me puse manos a la obra. Total, iba a ser solo un día.
Así, empecé a picar tierra, a levantar pesadas rocas y tirarlas por la cuneta. Cargué carretillas, una tras otra, bajando por la pendiente y vaciando su contenido al final de lo que sería la zona de cultivo.
Terminé cubierto de polvo y hambriento, pero después de un suculento almuerzo y una siesta, sentí que quería volver.
Y he vuelto, cada mañana y cada tarde, sin invitación ni obligación, a cargar tierra, a llenarme los pies de piedrecillas, a mezclar sudor y polvo y sentir cómo se van formando callos en mis manos.
Ayer por la tarde, con los últimos destellos de sol en el cielo, oliendo a humanidad y con la misma ropa desde hacía casi una semana me pregunté por qué. ¿Por qué había dedicado tanto tiempo a aquellos montones de tierra?
Yo me iré de aquí en un par de días, yo no plantaré aquel terreno, yo ni siquiera voy a terminar el trabajo, pero aun así, elegí dedicar gran parte de mis días allí, junto a la azada y la carretilla. ¿Qué sentido tenía aquello?
Ninguno. Pero hay algo especial en trabajar la tierra, en sentirla entre tus manos, en ver cómo se esparce y es arrastrada por el viento en cualquier dirección. Hay algo de especial al realizar un oficio que te deja exhausto, pero en el que no has invertido ningún esfuerzo.
He aprendido mucho durante todos estos días. He aprendido que los movimientos bruscos no son los más fuertes, y que a veces es mejor llenar la carretilla a medias para poder descender por la ladera. He aprendido detenerme y escuchar a las nubes, a dejar que sea el organismo y no el reloj, el que dicte el horario de trabajo. He aprendido a rastrillar con calma y a utilizar la pala con ambas manos para no sobrecargar la espalda. Y sobre todo, he descubierto que el valor de cualquier actividad reside en el grado en que te entregas a ella. La pasión que expresamos es lo que hace que algo sea bello; porque dedicar todo cuanto tienes, cada músculo, latido y pensamiento a lo que haces, es lo que da sentido a la acción.
Pero quizás, lo más importante no sea lo que he aprendido, sino lo que he sentido, lo que he vivido. Y es que cada momento que he pasado junto a mis montones de tierra, ha sido un momento de comunión conmigo mismo. Allí, con el horizonte al descubierto y los campos extendiéndose hasta difuminarse, tuve ocasión para pensar, para pensar mucho y también para dejar de hacerlo. He tenido tiempo para pensar en mis problemas y también para darme cuenta de que solo existen si pienso en ellos. El pensamiento crea los problemas y luego pretende resolverlos.
He podido ver la facilidad que tengo para distraerme, para preocuparme por hipótesis inexistentes, pero que me empeño en convertir en teorías. Con sorprendente rapidez me alejaba de la tierra y me iba lejos, a perderme entre recuerdos o expectativas futuras. Pero cada vez que eso ocurría, o la carretilla se volcaba, o la azada se me descontrolaba, pero siempre pasaba algo que me devolvía a lo que realmente estaba ocurriendo. Mucho trabajo de más tuve que hacer a causa de la distracción, pero no me molesté ni me juzgué al respecto. Tan solo me reía, y si se caía la carretilla que estaba llenando, cogía la pala y la volvía a cargar.
Aquellos montones de tierra se convirtieron en un templo de meditación, porque meditar no es sentarse cruzado de piernas y tratar de poner la mente en blanco. Meditación es conexión, y para mí, conectar es tomar conciencia de que estás vivo. Parece una tontería, pero qué pocas veces nos damos cuenta de que estamos respirando, de que nuestro corazón está latiendo. Y cuando te das cuenta de que estás vivo, un inexplicable sentimiento de gratitud te inunda los poros, y te da alegría observar una mariposa en algún árbol cercano, y sonríes porque el cielo es azul, y porque hay nubes y bosques y ríos y personas, y en esos momentos, dejas de sentirte aislado, como un cuerpo separado de la naturaleza, porque sientes que eres la naturaleza misma, sientes que eres la vida entera latiendo en un cuerpo humano. Y claro, cuando eso ocurre, te olvidas de ti mismo, o mejor dicho, de la imagen que tienes de ti mismo, de lo que esperas de ti y de los demás. Cuando estás vibrando al unísono con la vida, no te preocupas, ni tampoco te preocupa preocuparte, porque la mente está vacía, a completa disposición del momento presente, para observar el paisaje, dar un abrazo o vaciar un montón de tierra.

Y para mí, vaciar toda esa tierra, en realidad fue vaciarme a mí mismo, carretilla a carretilla.




jueves, 3 de septiembre de 2015

Tomates

Hoy desperté un tanto triste, un poco por todo y otro poco por nada. Desayuné un melón anaranjado sin disfrutarlo del todo y estando rodeado de árboles y matorrales, elegí quedarme sentado en una silla aislado del exterior por un cristal.
Así me quedé, pensativo y aburrido, hasta que me obligué a levantar el trasero y salí a dar un paseo. Necesitaba estar solo, o mejor dicho, necesitaba estar conmigo, lo que en realidad significa estar con todo el mundo.
Empecé a andar y en los primeros pasos el perrito de las pestañas largas me siguió batiendo la cola. Al final no iba a estar solo del todo.
Paré varias veces por el camino para recolectar moras, mientras que mi amigo aprovechaba los descansos para mear en todos los arbustos que podía. Sin embargo, al cabo de un rato, el perrito regresó y yo tomé la decisión de seguir adelante.
Llegué al pueblo y me topé con varias personas, la mayoría de ellas eran mayores; abuelitos que observan y que caminan despacio, precisamente para observar mejor. Algunos me dieron los buenos días, y otros tan solo me regalaron una mirada, pero yo sé que las miradas son valiosas, ya que en las ciudades se venden muy caro. En lo que llamamos civilización me cuesta encontrar ojos que se crucen con los míos.
Yo continué mi marcha y se me ocurrió visitar un parque que había visto el día anterior. Allí creí haber visto columpios y una gran porción de césped, así que me parecía la elección perfecta.
No tardé mucho en llegar y cuando lo hice, los aspersores estaban encendidos y todo el césped estaba húmedo y fangoso. Haciendo caso omiso a los chorros circulares que los inundaban, me senté en uno de los columpios y comencé a balancearme. ¡Me encantan los columpios! Y tienen un efecto relajante que no sabría explicar.
Me columpié y me empapé entero, así que me quité la camiseta y los zapatos y me puse a hacer flexiones entre los charcos. ¡Qué frescor!
Estuve haciendo ejercicio durante un largo rato, haciendo pausas para observar los arcoíris que se formaban con el agua.
Había empezado el día torcido, pero aquella mañana se enderezó por sí sola entre chapoteos, sudor, agua y sol.
Volví corriendo y en la finca me solicitaron para recolectar tomates. Y eso hice, desprendí frutitos rojos de sus enredaderas y lo hice con todo el cariño que mis manos podían ofrecer. Eran tomates pequeños, tomates buenos y bonitos, tomates que olían dulce y que alimentarían nuestros cuerpos y almitas.
Al terminar, estaba agotado y después de una ducha fría, decidí dormir una siesta prematura. Al posar mi cuerpo sobre el colchón me desvanecí. Es en serio, sentí que me iba, que me hacía ligero y que flotaba.
Al despertar comí y comí mucho y rico. Luego volví a recostarme sobre la cama, pero ya no tenía sueño, así que decidí escribir un poco, pero no salía nada. Entonces me puse a leer, pero tampoco me entraban las palabras, así que lo dejé.
En cambio, lo que sí quería hacer era hablar y decir lo que sentía. Así que eso hice y comprendí que esforzarte cansa y que las apariencias cuestan esfuerzo. También descubrí que la honestidad a veces duele, pero solo porque pone en evidencia a los engaños. Me di cuenta de que cuando te empeñas en alcanzar algún tipo de perfección, te privas la oportunidad de corregir los errores. Y los errores no están para esconderse, ni tampoco para enmarcarlos, están para resolverse, sin presiones ni obsesiones, sin ideales ni prisas. Las cosas se arreglan con naturalidad, con mimo y con canciones.
Y lo último que aprendí es que estoy aquí para disfrutar y para crear, y que solo puedo ser creativo cuando me encuentro en libertad; libertad que brota sola cuando eres sincero contigo mismo, cuando vas sin cargas, cuando no tienes miedo, cuando amas.
Esa es la única verdad que conozco y tal vez la única que existe, y es que cuando es el amor el que te mueve, todo se transforma.

Por eso esta noche hay relámpagos, hay estrellas y lunas crecientes. Esta noche hay grillos cantando y yo también canto. Yo también he cantado, he bailado y saltado en la oscuridad; me he tumbado entre tierra y roca,  me he ensuciado los pies y me han sudado las axilas. Me he despeinado y he comido arroz con tomate, tomates cultivados a mano, uno a uno, con amor.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Contigo

Cuando la soledad despierta al miedo, no estoy contigo. Tampoco lo estoy cuando te convierto en un ideal, ni cuando pienso en ti como un concepto. No estoy contigo cuando quiero que seas algo que no eres, o cuando espero de ti aunque sea un “Te quiero”. Desde luego, tampoco estoy contigo cuando te extraño, o cuando de pensar que eres mía, me entra el temor de perderte. No estoy contigo cuando quiero hablarte y no lo hago, o cuando espero a que seas tú la que lo diga primero. No estoy contigo cuando creo que somos lo que fuimos, cuando vivo de recuerdos y los convierto en expectativas. No estoy contigo cuando te miento en un intento de engañarme; porque mentir es alejarme de ti y de mí. Y es que tampoco estoy contigo cuando no estoy conmigo.
En cambio, estoy contigo cuando me siento entero, cuando en ti no veo a alguien que me complete. Estoy contigo cuando no te espero, ni te busco; cuando sin pretenderlo te siento aquí, incluso sin estarlo. Estoy contigo cuando te escribo por escribirte, sin pensar en recompensas. Estoy contigo cuando te observo, como a un león salvaje, sin intentar hacer mía tu belleza. Porque eres bella, pero solo porque eres libre, porque no te tengo, ni yo ni nadie, porque ninguna jaula puede retenerte. Estoy contigo cuando te escucho, y me refiero a escucharte de verdad, dejando que tu voz se exprese, hasta dejarme en silencio. Y es que cuando dejo de hablar de mí, de centrarme y preocuparme por mí, estoy contigo. Sin embargo, cuando dejo de centrarme y preocuparme por ti, también estoy contigo, porque estar contigo significa vivir, sin pensar que eres mi vida. Ya que no eres mi vida, eres la propia vida y cuando vivo de verdad, estoy contigo.
Por eso, estoy contigo cuando trepo árboles y sobo rocas, cuando cargo carretillas de tierra y relleno cuadernos con tinta. Estoy contigo cuando como caliente y cuando bebo agua fría, estás en cada trago que refresca mi garganta. Estoy contigo cuando duermo solo, cuando ronco boca arriba. Estoy contigo cuando lavo los platos y barro el suelo sin pereza.  Estoy contigo cuando me pierdo en el cielo, pero no lo estoy cuando me extravío en mi cabeza.
Estar contigo es ser claro con lo que hago y lo que digo. Estar contigo es andar sin dudas, pisando terreno desconocido, es caminar sin planes futuros y sin miedo al olvido. Estar contigo es verte por lo que eres, sin distorsiones, ni conclusiones, porque no eres una conclusión, ni un punto a parte. Eres un libro sin prólogo ni epílogo, una historia sin principio ni final.

Estar contigo es verme en ti, sentirte en mí, porque estar contigo es estar conmigo.