Estoy del otro lado del atlántico, lejos de todo lo que ha
sido mi mundo durante más de una década. Estoy sentado en un sofá cuyo precio
no me atrevo ni calcular. Al principio, tenía miedo de sentarme en los sofás
que hay aquí, y es que nunca había visto sofás más impolutos, tan brillantes y
carentes de manchas. Me daba miedo tan solo mirarlos y pensar que mis
calcetines sucios pudieran entrar en contacto con los cojines.
Es curioso que lo que más me haya incomodado hasta ahora de
los Estados Unidos sean los lujosos sofás, pero es la verdad. Supongo que eso
se debe a que nunca he entendido el lujo, al menos el lujo de las lámparas
raras, los adornos de cristal o las mesas de mármol que tan solo cumplen una
función decorativa.
He visto los rascacielos de Nueva York, la universidad de
Harvard y a gente vistiendo camisetas de Harvard. Lo siento si hago énfasis en
esto último, pero es que pensaba que lo de las camisetas solo pasaba en las
películas. Sin embargo, resulta que aquí, hay mucho que parece una película, o
mejor dicho, una superproducción cinematográfica. He visto farmacias del tamaño
de supermercados y supermercados que parecen… bueno, no sé lo que parecen, pero
son enormes y tienen de todo, incluso un pasillo entero destinado a bebidas
energéticas y batidos de proteínas. He visto más comida orgánica que en toda mi
vida; al parecer lo ecológico está de moda, pero tal vez tan solo sea eso, una
moda.
Al principio me preguntaba dónde estaba la gente de barrigas
contentas y hamburguesas en las manos, porque lo único que veía era gente
atlética, haciendo publicidad a Nike por todas partes. Hasta que un día los
encontré, encontré a la gente no tan saludable; resulta que se juntan para ver
partidos de fútbol (del americano), y que se pasan las horas previas al encuentro
comiendo frituras y bebiendo cervezas.
Y yo me siento raro, raro y abrumado. Todo aquí se antoja
contradictorio. En el barrio donde estoy la gente sonríe, pasea en bici y lleva
a sus hijos a parquecitos de ensueño, aquí hay canastas de baloncesto en las
puertas de los garajes y ardillas correteando por cada esquina, todo parece un
paraíso, un paraíso pequeñito y cuidadosamente aislado del mundo real. Y me
siento incómodo rodeado de tanta riqueza, de tantos coches y refrigeradores.
Pero lo que más me contraría es que la gente que habita este sitio ha sido
increíblemente amable conmigo; no me he sentido juzgado y todos los que he
conocido han insistido en que apoye mis calcetines sucios en sus sofás. Han
compartido la abundante comida de sus neveras e incluso me han dado permiso
para jugar baloncesto en las canastas de sus garajes.
La gente rica no es mala, y sí, lo admito, yo pensaba que
tener una casa enorme y dos mercedes era sinónimo de maldad. Pero ahora veo que
toda esta gente es tan solo gente, ni mejor ni peor que nadie por los bienes
materiales que poseen. Sin embargo, tampoco puedo negar el hecho de que aquí
todos tienen mucho más de lo que pudieran necesitar. Y eso me vuelve a causar
contradicción, porque la mayoría de estas personas, que han sido tan buenas
conmigo, viven conscientemente inconscientes de los privilegios que gozan y de
las básicas carencias que muchos sufren.
Y lo más fácil sería ponerme a hablar de todas las
contradicciones que me rodean, de la hipocresía que percibo y las mentiras que
envuelven al llamado sistema. Pero la verdad, la única que importa, es que yo
mismo soy una maraña de contradicciones.
Da igual que mis contradicciones sean pequeñas o grandes,
son igual de importantes y perjudiciales que las de los políticos o las grandes
corporaciones. Y cuando hablo de contradicciones me refiero a esas cosas que no
encajan, a las palabras que van en direcciones opuestas a los actos, a las
opiniones que pretenden ser hechos irrefutables.
Yo estoy lleno de todo eso y para mí, no hay nada más
incómodo que sentir que estoy siendo un hipócrita, que estoy intentando vender
una película, a mí o a cualquiera, que nada tiene de real.
Me he dado cuenta de que contradecirte significa quedarte
estancado en una posición. Cada vez que te anclas en una posición y la
defiendes a capa y espada, acabarás contradiciéndote. Defender una postura o
una opinión significa limitarte, encerrarte, negarte a observar la realidad con
todas sus posibilidades, y veo que esa limitación es la raíz de la
contradicción. Pero sobre todo, veo que cuando yo no me encierro en una manera
de pensar, cuando no ejerzo ningún esfuerzo por juzgar lo que veo entre blanco
y negro, es precisamente cuando siento que no acarreo ninguna contradicción.
Porque, como una personita me dijo esta mañana, el mundo no es ni blanco ni
negro, ni nosotros tampoco. Todos somos un complejo menjunje de grises, seres
complicados que no pueden ser explicados de manera dicotómica.
Pero para ser sincero, ahora no me siento contrariado. Estoy
cómodo en este sofá, apoyando mis pies sobre una mesita y escuchando unos
cuantos grillos de fondo. De hecho, estoy feliz, porque estoy vivo y tengo algo
de sueño. Estoy feliz, porque mis problemas son los problemas del mundo, y
todos los problemas son complicados, lo que me hace pensar que las soluciones
solo pueden ser sencillas. Quizás por eso, en cuanto termine de escribir esto,
subiré unas escaleras acolchadas, me cubriré con una manta gruesa y abrazaré
por la espalda a una chica que seguramente ya está durmiendo. La amo, así como
amo al mundo, con todas sus imperfecciones.
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