No sé cómo describir esta ciudad, ni tampoco por qué quiero
hacerlo.
Hay edificios por todas partes, hay ventanas cuadradas que
se pierden en el cielo, puentes de personas y motores en marcha. Hay trapos que
ondean al viento, trapos con barras y estrellas. Y me gustan esos trapos, me
gustan sus colores y la forma que toman con la brisa.
Hay varios tipos de clima en esta ciudad, hay humedad y aire
seco. En el subsuelo de la ciudad el calor te asfixia, pero al entrar en los
vagones subterráneos el aire artificial te pone la piel de gallina. Aquí hay
muchas cosas artificiales, hay calles impregnadas de luces muertas, cargadas de
publicidad que vende muerte. Hay colores en los carteles y los anuncios,
colores vivos, que te contraen las pupilas. Sin embargo, las aceras son grises
y el cemento también, y aquí, el cemento reina en la ciudad.
Hay mil idiomas pululando, hay trajes impolutos caminando
impasibles entre la mugre. Para mí, lo que da color a este lugar son las
personas, éstas sí que hacen honor a las tonalidades de la vida. Aquí la gente
anda rápido y lento, hay gente que sonríe y gente demasiado ocupada para
hacerlo, aquí hay miradas que te calientan por dentro, hay piel clara y oscura,
ojos rasgados y ojos de sapo.
Esta ciudad no es buena ni mala, aquí no he visto villanos o
héroes; fíjate que ni siquiera he visto Americanos. Esto no es América, esto es
tan solo tierra, tierra de la que han emergido enormes rascacielos. No sé si
los habitantes de este sitio se creerán distintos a mí por tener un águila en su
pasaporte, pero desde luego, no nos diferenciamos en nada. Además, en esta
gente se ve reflejado el mundo entero, el mundo que hemos elegido crear, con
todas sus contradicciones. Aquí la alegría se las arregla para florecer entre
la apatía, del mismo modo en que el altruismo se cuela en una cultura de
“selfies”. Aquí se proclama paz con pistolas colgando del cinto, aquí los
esclavos se creen libres por tener un coche grande o zapatos brillantes, sin
saber que la libertad de consumir es lo que los mantiene entre rejas.
En esta ciudad hay pajaritos, árboles, barrios chinos y
música; sin embargo, he visto pocos ancianos. Por lo que me han dicho, no
pueden permitirse el precio de vivir aquí con una pensión de jubilado. Parece
que aquí solo sobreviven los productivos, es decir, los que al final de mes
consiguen suficientes billetes para afrontar las facturas.
La vida de este sitio no está en sus edificios ni en sus
banderas, la vida no está en las luces de Time Square, la vida está en las
estrellas que su publicidad no deja ver. La sangre de esta ciudad no fluye por
las avenidas de concreto, la sangre fluye por arterias directamente desde el corazón.
La vida está dentro, en los latidos, en las sonrisas espontáneas. La vida está
en el roble que se alza solitario en una acera, en las palomas que se bañan
sobre charcos. La vida no está en el cemento de las calzadas, sino en la tierra
que habita por debajo. La vida es la cara recién levantada y no el rostro
enterrado en maquillaje, la vida es lo real, no lo artificial que lo recubre.
El problema es que a veces lo entendemos justo al revés.
Esta ciudad está viva, pero no por su fachada o la
reputación que se ha labrado, esta ciudad está viva por el simple hecho de que
hay vida en ella.
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