Yo pregunté en qué podía ayudar y me llevaron hasta la parte
más inferior de la finca, allí me mostraron varios montones de tierra apilados
al borde de un pequeño barranco.
-Hay que bajar toda esta tierra y aplanarla. Aquí abajo
vamos a hacer más plantaciones –me dijeron.
Yo eché otro vistazo al barranco y luego a los montones
apilados. ¿Cómo iba a bajar toda esa tierra y encima crear una superficie
plana?
-A carretillas, ayudándote con una azada –fue la explicación
que recibí. Luego también me trajeron un rastrillo y una pala.
Yo no tenía muy claro que esa labor se me fuera a dar bien,
pero me puse manos a la obra. Total, iba a ser solo un día.
Así, empecé a picar tierra, a levantar pesadas rocas y
tirarlas por la cuneta. Cargué carretillas, una tras otra, bajando por la
pendiente y vaciando su contenido al final de lo que sería la zona de cultivo.
Terminé cubierto de polvo y hambriento, pero después de un
suculento almuerzo y una siesta, sentí que quería volver.
Y he vuelto, cada mañana y cada tarde, sin invitación ni
obligación, a cargar tierra, a llenarme los pies de piedrecillas, a mezclar
sudor y polvo y sentir cómo se van formando callos en mis manos.
Ayer por la tarde, con los últimos destellos de sol en el
cielo, oliendo a humanidad y con la misma ropa desde hacía casi una semana me
pregunté por qué. ¿Por qué había dedicado tanto tiempo a aquellos montones de
tierra?
Yo me iré de aquí en un par de días, yo no plantaré aquel
terreno, yo ni siquiera voy a terminar el trabajo, pero aun así, elegí dedicar
gran parte de mis días allí, junto a la azada y la carretilla. ¿Qué sentido
tenía aquello?
Ninguno. Pero hay algo especial en trabajar la tierra, en
sentirla entre tus manos, en ver cómo se esparce y es arrastrada por el viento
en cualquier dirección. Hay algo de especial al realizar un oficio que te deja
exhausto, pero en el que no has invertido ningún esfuerzo.
He aprendido mucho durante todos estos días. He aprendido
que los movimientos bruscos no son los más fuertes, y que a veces es mejor
llenar la carretilla a medias para poder descender por la ladera. He aprendido
detenerme y escuchar a las nubes, a dejar que sea el organismo y no el reloj,
el que dicte el horario de trabajo. He aprendido a rastrillar con calma y a
utilizar la pala con ambas manos para no sobrecargar la espalda. Y sobre todo,
he descubierto que el valor de cualquier actividad reside en el grado en que te
entregas a ella. La pasión que expresamos es lo que hace que algo sea bello;
porque dedicar todo cuanto tienes, cada músculo, latido y pensamiento a lo que
haces, es lo que da sentido a la acción.
Pero quizás, lo más importante no sea lo que he aprendido,
sino lo que he sentido, lo que he vivido. Y es que cada momento que he pasado
junto a mis montones de tierra, ha sido un momento de comunión conmigo mismo.
Allí, con el horizonte al descubierto y los campos extendiéndose hasta
difuminarse, tuve ocasión para pensar, para pensar mucho y también para dejar
de hacerlo. He tenido tiempo para pensar en mis problemas y también para darme
cuenta de que solo existen si pienso en ellos. El pensamiento crea los
problemas y luego pretende resolverlos.
He podido ver la facilidad que tengo para distraerme, para preocuparme
por hipótesis inexistentes, pero que me empeño en convertir en teorías. Con
sorprendente rapidez me alejaba de la tierra y me iba lejos, a perderme entre
recuerdos o expectativas futuras. Pero cada vez que eso ocurría, o la
carretilla se volcaba, o la azada se me descontrolaba, pero siempre pasaba algo
que me devolvía a lo que realmente estaba ocurriendo. Mucho trabajo de más tuve
que hacer a causa de la distracción, pero no me molesté ni me juzgué al
respecto. Tan solo me reía, y si se caía la carretilla que estaba llenando,
cogía la pala y la volvía a cargar.
Aquellos montones de tierra se convirtieron en un templo de
meditación, porque meditar no es sentarse cruzado de piernas y tratar de poner
la mente en blanco. Meditación es conexión, y para mí, conectar es tomar
conciencia de que estás vivo. Parece una tontería, pero qué pocas veces nos
damos cuenta de que estamos respirando, de que nuestro corazón está latiendo. Y
cuando te das cuenta de que estás vivo, un inexplicable sentimiento de gratitud
te inunda los poros, y te da alegría observar una mariposa en algún árbol
cercano, y sonríes porque el cielo es azul, y porque hay nubes y bosques y ríos
y personas, y en esos momentos, dejas de sentirte aislado, como un cuerpo
separado de la naturaleza, porque sientes que eres la naturaleza misma, sientes
que eres la vida entera latiendo en un cuerpo humano. Y claro, cuando eso
ocurre, te olvidas de ti mismo, o mejor dicho, de la imagen que tienes de ti
mismo, de lo que esperas de ti y de los demás. Cuando estás vibrando al unísono
con la vida, no te preocupas, ni tampoco te preocupa preocuparte, porque la
mente está vacía, a completa disposición del momento presente, para observar el
paisaje, dar un abrazo o vaciar un montón de tierra.
Ariel eres un sol, reflejas luz en lo que escribes, está claro que eres feliz aunque sea llenando carretillas.
ResponderEliminarUn abrazo a todos los que pertenecéis a ese remanso de ¿Paz? Contigo al frente y con esas pintas, otro subiéndose a los árboles y el más grande riéndose a carcajadas limpias... Se realmente auténtico es lo que te hace grande. Me encanta leerte. Abrazos y ojos para seguir.
Mayka