viernes, 31 de julio de 2015

La cultura del optimismo

Para mí, el optimismo (al igual que el pesimismo) es un simple engaño; un cuento para no afrontar la realidad.
El optimismo se basa en ver el vaso siempre medio lleno, pero, ¿Por qué el puñetero vaso siempre tiene que estar lleno? ¿Qué ocurre si apenas le quedan dos sorbitos? ¿Nos guiñamos un ojo y decimos que está rebosante?
Yo siempre quería ser optimista, pensar en positivo y mantener la esperanza de que la vida, aún en los tiempos difíciles, de un modo u otro, siempre iba a mejorar.
Sin embargo, hay veces en las que no te puedes mirar a la cara y decir que todo va a salir bien; hay veces en las que simplemente las cosas no van bien, así de sencillo. ¿Para qué inventarte una historia con final feliz? Entonces la felicidad deja de ser algo auténtico y pasa a convertirse en eso, una simple historia.
También está de moda lo del pensamiento positivo y la repetición de frases o mantras cuando alguna dificultad azota tu rutina. Te venden aquello de que la vida es demasiado corta para amargarte y que siempre hay un motivo para sonreír. Pero, ¿Y si no lo encuentras?
Con todo esto no quiero decir que mandemos todo al carajo y nos vayamos a un rinconcito a deprimirnos. A lo que me refiero es que hemos llegado a un punto en el que rechazamos a las llamadas emociones negativas sin siquiera entenderlas.
Nuestra reacción automática a la tristeza es el escape; encender algún dispositivo electrónico (de los muchos que se tienen al alcance), hacer deporte, abrir un libro, llamar a un amigo o lo que sea que se te ocurra.
Yo, como persona que disfrutaba de definirse por su entusiasmo y energía, huía de la tristeza con la mayor rapidez posible. Le ponía parches al descontento, ya sea evadiéndolo por completo o convenciéndome de que no tenía motivos para experimentarlo; todo para volver a mi preciado rincón de alegría.
Hasta que me cansé de poner parches y negar lo que sentía. Porque descubrí que si la vida es demasiado corta para amargarse, lo es aún más para vivirla con risas forzadas.
Así, cuando la tristeza, la envidia o el miedo llamaban a mi puerta, comencé a invitarlos a pasar y acomodarse en mi interior. Así, logré entender que esas llamadas emociones negativas, en realidad eran de tremenda importancia, ya que son alertas que se accionan cuando algo no está fluyendo de manera natural, avisos que te notifican alguna clase de atasco en el sendero vital. Por tanto, en lugar de escapar de ellas, considero que es necesario afrontarlas, mirarles de frente, aceptar su presencia y ver por qué se producen.
Pero quizás, lo más importante que descubrí, fue que las emociones negativas, no lo son en absoluto, tan solo son emociones.  La vida es movimiento, el cual es literalmente, emoción. ¿Por qué  pretender sentir solo una parte del espectro entero?
Sin embargo, lo más común es, o bien rechazar lo que sientes, o identificarte con ello. Por eso yo me definía como una persona feliz e intentaba rechazar esos momentos en los que no lo era; del mismo modo en que otro se puede definir como celoso o egoísta, y de esa manera, argumentando que esas emociones/actitudes son parte de su personalidad, justificarlas y mantenerlas.
No obstante, cuando no intentas aferrarte a las emociones, ya sea identificándote con ellas o rechazándolas; cuando te limitas a experimentarlas, todas ellas, nacen, se manifiestan y mueren.
Cuando se produce esa muerte, cuando vives la experiencia de una emoción de manera completa, entonces tienes libertad para experimentar algo nuevo en su totalidad; mientras que si te aferras a ella, tus acciones siguientes quedarán condicionadas por aquello que experimentaste en el pasado.
No quiero hacerlo más complicado de lo que es, porque, al menos en este momento (que es todo lo que cuenta) lo veo simple:
Veo que lo importante no es ser optimista o pesimista, sino ser capaz de observar lo que nos ocurre sin distorsiones, sin excusas. Si estás triste, aceptarlo; si tienes miedo, reconocerlo. Veo la importancia de investigar las emociones en lugar de reprimirlas o exaltarlas, descubrir por qué surgen, o por qué algunas se niegan a marcharse.
Investigar, preguntarse si la emoción es pensamiento, o si es algo distinto, si es una causa o una consecuencia. Ser curioso, no sacar conclusiones, porque toda conclusión es el fin del aprendizaje.
En teoría, lo fácil es decir que el vaso medio lleno es bueno y que el medio vacío es malo. Pero, si el vaso está medio vacío, está medio vacío; no hay para qué contarse mentiras. Y además, tal vez lo que necesite el recipiente sea precisamente vaciarse del todo y deshacerse del agua estancada y sucia. O quizás, lo que de verdad necesitemos no sea un vaso, sino más bien un cilindro sin fondo, uno por el que pueda entrar agua de manera constante sin saturarse, y que al sentir el constante fluir del líquido vital, tampoco necesite llenarse.




jueves, 30 de julio de 2015

De volcán a ceniza

He corrido hasta que los pies crían ampollas y la nariz se niega a meter más oxígeno a unos pulmones exhaustos. Y aun así, no siento que haya corrido mucho. No sé lo que significa mucho, ni poco; y para saberlo, supongo que tendría que compararme con alguien o algo. Pero, ¿Y si no quiero?
He visto montañas, grandes y chiquitas, nevadas y desnudas; algunas las he subido y otras tan solo las he admirado. He levantado los puños en unas cuantas cimas, me he sentido vivo, he respirado aire limpio y aun así, rodeado de laderas y cumbres, también me he sentido vacío. ¿Cómo sentirte vacío inhalando vida pura?
He sentido tristeza, tanta como para dibujar una sonrisa forzada en los labios. He hundido la cabeza entre las manos y ha habido ocasiones en las que deseé no haber nacido. He sufrido por espinas sin punta, que aun así pinchaban. Y no hubo una sola ocasión en la que no me llamara débil por el dolor que me causaba lo en apariencia inofensivo. Mas por dentro y entre sollozos, me preguntaba si lo que pinchaba eran espinas o era yo mismo, clavándome por dentro aguijones de nostalgia y sueños truncados.
Y aun así, he sido feliz, por momentos, ¡Pero qué momentos! Momentos en los que no existe nada más que el viento levantando la piel. He reído, he abrazado, he comido y he dormido.
¿Pero qué estoy haciendo? Otra vez enredándome en palabras que buscan transmitir una belleza que hace tiempo yace muerta.
Estoy cansado de los ciclos; de ser feliz un día y luchar una semana contra la sombra de la alegría para volver a sentirla. Estoy harto de estar triste sin saber por qué, y más aún lo estoy de escapar de la tristeza.
Algunos me han sugerido que pruebe a engañarme, a contarme mentirijillas que me reconforten el alma. Y eso he hecho, me he contado historias que no me creo, he buscado consuelo y distracciones; y hasta en ocasiones, he terminado convenciéndome de mi propia falsedad.
Me paso días lidiando con ese desasosiego, y al final, de un modo u otro, éste termina diluyéndose, dando paso a una alegría que brota con la fuerza de un volcán. Y así vivo, disfrutando de la erupción, pero también con miedo, miedo a que la última gota de lava salga despedida y que vuelva a quedarme seco.
¿Tiene que ser así la vida? Una montaña rusa a la que no elegí subirme y de la que no puedo bajar.
A veces quisiera no sentirlo todo con tanta intensidad. Quisiera no bailar en la arena cuando mi corazón se siente vivo; y quisiera no aislarme del mundo cuando no escucho sus latidos. Quisiera no sentir nada; y en algunas ocasiones, lo he logrado. Pero  la nada me supo a muerte.
Hasta en eso me divido, porque quiero serlo todo; quiero ser la flor, el fruto, la rama y la raíz. Quiero volar y sentir la tierra, sumergido en el mar. Pero también quiero desaparecer y que el color no exista y sentir la ingravidez de aquello que no pesa.
En cambio, no me siento ni lleno ni vacío; me siento como una nube negra incapaz de descargar su frustración, como un océano sin mareas, como La Tierra sin el sol.
Y parece que dé igual lo que piense, lo que escriba, lo que lea o lo que defienda; al final, sigo sin saber quién soy. Y después de jurarme no emprender ninguna búsqueda más, lo vuelvo a hacer y busco, busco en todas partes, en cada resquicio y esquina, me busco a mí y el sentido a todo esto. Me pregunto si mis descubrimientos solo fueron niebla pasajera, cortinas que me protegían de la cruda realidad. ¿Y si no hay nada más?
¿Y si no hay un propósito para todo esto? ¿Y si da igual que muera hoy, mañana o encorvado sobre un bastón?
Lo único que puedo decir al respecto es que llevo un tiempo sin llorar; y eso me pone triste, o más bien, ansioso. Me encanta llorar, porque significa que la emoción del momento es tan intensa que tiene que salir de algún modo, y yo disfruto de especial manera cuando decide hacerlo a través de gotitas saladas sobre mis ojos.
Llorar es para mí soltar lo que llevo dentro, es expresarme, es burlarme de la vergüenza y sentir que hay vida en mí.
Y hace algún tiempo que mis ojos están secos. ¿Será que ya no soy el mismo? ¿Y si ya no vuelvo a sentir lluvia en mis mejillas?
Lo peor de todo es que noto ese nudito en la garganta, siento que las cejas se me tensan y las pestañas se preparan para absorber el charquito inicial que inunda mi mirada; pero no sale nada. Es como si faltara algo, o como si hubiera perdido algo.
Tal vez me esté aferrando con demasiada fuerza a lo que hacía o a algo que me definía, o tal vez me siga contando excusas y lo único que esté haciendo ahora sea dar vueltas en círculos con los ojos vendados.
Tengo tantas ganas de volver a sentirme vivo, que quizás esté echando demasiada agua a la semilla de la vida, negándole la espontaneidad con la que surge.
¿Y cómo puedo anhelar sentirme vivo, cuando en teoría ya lo estoy? ¿Significa eso que estoy muerto?
Desde luego, solo lo muerto puede volver a nacer; pero eso ocurre únicamente cuando lo que muere acepta que ha muerto, cuando en la hoja marchita no hay nostalgia por el verdor de la primavera; cuando el charco de lodo no añora el caudaloso río que una vez fue.
No sé si volveré a llorar, no sé si volveré a ser lava. Ahora soy ceniza, ceniza fría que todavía sueña con arder.
Da igual, por tanto, si una vez fui volcán, o si en algún momento podré volver a serlo. Y después de todo, ¿Qué tiene de malo ser ceniza? Y además, ¿No está acaso el volcán contenido en la roca gris que deja a su paso? ¿No hay acaso montañas enterradas en el mar? ¿No está la tierra que alimenta a los vivos, rellena de muertos?
Ahora soy ceniza, ceniza que no quiere serlo, que a sí misma se rechaza. Todos quieren ser la erupción, pero nadie lo que llega después. ¿Quién quiere ser un residuo de lo que fue? ¿Quién prefiere ser el polvo que nutre la tierra antes que el fuego que incendia el cielo y hace borbotear al mar?
Pero si me niego a vivir como ceniza, moriré siendo residuo de volcán. Y la vida, en cualquiera de sus formas, merece ser vivida.
No hay excusas para no vivir, ya que incluso moribundo, vale la pena respirar, aunque sea una vez; porque una vez basta. Hay que vivir, aun cuando la tristeza desgarre y la muerte tiente; porque la muerte solo es consuelo para el fuego que ardió en su totalidad, hasta el último aliento. No hay otra manera de vivir, ni tampoco de morir. Porque los que viven a medias, tampoco mueren del todo. Solo tiene el privilegio de la muerte aquel que vive de verdad.

Ahora soy ceniza, pero hay vida en mí.


domingo, 26 de julio de 2015

Cambia o no lo hagas, pero no te quejes

Cuando te topes con alguien que exprese ideas que se alejen de las convencionales, alguien que corre el riesgo de seguir los dictados de su corazón, que esté dispuesto a caminar por un sendero que todavía no está pisado; por favor, no le tengas miedo. No le taches de buenas a primeras de ingenuo o insensato, no trates de reencauzarle al rebaño y sobre todo, no intentes contagiarle tus propios temores.
Aquellos que no se conforman, esos que cuestionan todo (incluso a sí mismos), que se niegan a seguir patrones impuestos y se atreven a seguir lo que les late por dentro, todos ellos son los únicos capaces de crear algo nuevo, de abrir camino por donde antes solo había maleza.
Sin embargo, estas personas representan una amenaza para la permanencia del estado actual, un volcán latente que pone en duda lo antiguo y tradicional. Por tanto, es normal que los que se resisten al cambio, intenten extinguir la lava antes de que nazca.
Lo que me resulta curioso es que al parecer, la mayoría de la gente quiere un cambio. Todos a mi alrededor hablan de crisis, de explotación, injusticias y la lista sigue hasta hacerse interminable. Todos parecen descontentos, agotados y exprimidos. Los que trabajan se quejan, los que no, también; a todos les falta algo, incluso a los que parecen tener todo. Además, hay que taparse los ojos con demasiada fuerza para no darse cuenta de que vivimos en un mundo injusto, en todos los niveles y en todos los aspectos.
Entonces, yo me pregunto, si todos ven el peligro y la nocividad del actual modo de vida, ¿Por qué despreciar a los que se plantean vivir de un modo distinto?
Y no hablo de los “antisistema”, de los que se oponen a todo y tan solo buscan culpables o enemigos, me refiero a la gente que de verdad está dispuesta a cambiar; no a los políticos ni a la sociedad, sino a sí misma.
Si tú no te atrevas a cambiar, por la situación que sea; da igual que te mueva el miedo o la necesidad, ¿Por qué piensas que los demás no tienen derecho a hacerlo, o que van a fracasar en el intento?
Si no estás satisfecho en tu trabajo, pero tampoco te decides a dejarlo, ¿Por qué tachar de loco o irresponsable al que se arriesga a renunciar y empezar de nuevo? Ya que, después de todo, él está haciendo lo que tú no te atreves a hacer.
Y con esto no digo que el que se arriesga hace lo correcto y que el que se aferra a lo conocido se equivoca. Lo que digo es que no tiene sentido criticar algo que tú no te has dado la oportunidad de experimentar.
A lo que quiero llegar con esto, es que la mayoría de la gente está descontenta con su situación actual, pero que por un motivo u otro prefiere continuar haciendo lo que hace, aplicando a la perfección el dicho de “más vale malo conocido que bueno por conocer”.
Y en lo que quiero hacer especial énfasis es que aparte de eso, hay una tendencia clara a marginar y rechazar a todo aquel que, por un motivo u otro, prefiere jugársela con la posibilidad que ofrece lo nuevo por conocer antes que seguirse castigando con lo malo que ya conoce.
Con esto no pido a nadie que cambie, ni tampoco pretendo dar ninguna clase de consejo o influenciar a alguien. Lo único que pido y que veo de apremiante necesidad es coherencia, y eso, desde luego, empieza con las palabras que salen de mis labios y las acciones que trazan mis manos.
Por otra parte, tampoco le veo sentido darle la vuelta a la tortilla y ensalzar o alabar a aquellos que caminan por el camino menos transitado.
Para dar un ejemplo práctico de lo que hablo, me gustaría citar a una persona que conozco. Se trata de un ser humano que come lo que cultiva, en una pequeña casita que no considera suya y que siempre tiene las puertas abiertas a disposición de quien la necesite. Se trata de una persona que ríe con facilidad y cuyos días transcurren con suma sencillez.  Esos son los hechos, pero a partir de ahí, la gente, en lugar de limitarse a observar lo que es, tiende a juzgar, con demasiada facilidad. Así, algunos le tachan de contradictorio, le buscan puntos flacos a lo que dice y ponen en duda su autenticidad; y por el lado contrario, le consideran un maestro, una persona de extraordinaria bondad y otros adjetivos zalameros.
Pero él, como dije antes, es solo un ser humano que come lo que cultiva y que vive en una casita con las puertas abiertas.
Si el descontento te consume, cambia, o no lo hagas; pero no te quejes. No hay nada más inútil que una queja. Éstas son el consuelo de los cobardes, de los que viven muriendo y luego tienen la desfachatez de quejarse de su propio suicidio.
Y si eres de los que ha decidido dar el paso hacia el cambio, no pretendas llevarte de la mano a nadie, no escapes de la soledad que conlleva andar sin compañía, no reemplaces la autoridad impuesta por la propia, ni sustituyas unos guías por otros.  Solo aquel que no tiene miedo a andar solo, que no pretende convencer ni imitar, ese que se relaciona consigo mismo con total honestidad, es el único que está en comunión con los demás.
No pretendas quemar la luz que otros portan, ni tampoco quieras hacerla tuya.

Nadie más que tú puede alumbrar el camino que trazas, porque la luz, la que ilumina sin dejar sombra, solo puede arder en tu interior.


miércoles, 22 de julio de 2015

¿Y por qué no?

He escuchado voces ajenas y me he esforzado por escuchar mi propia voz. Pero cuánto más fuerte hablo, menos me escucho.
¿Por qué no escuchar al silencio? Ese silencio que abre los ojos cuando me despierto con la cara pegada a un charquito de saliva. Saliva que genera la relajación de unas mandíbulas sin nada de qué preocuparse, ya que solo cuando dejas de preocuparte puedes soñar de verdad, sueños de esos que no recuerdas, pero que te dejan con buen sabor de boca, sabor a saliva mañanera.
He oído muchas palabras, ya lo he dicho; y probablemente las seguiré oyendo. Me han dado consejos en forma de amenazas; me han dicho que tengo que esforzarme y nunca perder la esperanza. Pero: ¿Y si no hay nada que esperar?
No necesito esperar por nada, ni por nadie, porque todo lo que tiene que llegar, llegará, cuando deje de esperar.
La esperanza se basa en el deseo de conseguir algo que no tienes, en convertirte en algo que no eres, en cambiar lo que es por lo que creemos que debería ser. Pero, ¿Realmente hay algo que no tengamos? ¿Hay algo que no seamos?
El árbol está contenido en su semilla, la flor en el polen que se lleva la mariposa y el ser humano está en cada pensamiento, en cada acción, en cada llanto y cada sonrisa. No hay nada que falte, ni nada que sobre, porque todo lo que la vida necesita se encuentra contenido en ella misma. No hay nada aislado, la relación es la vida y también es la muerte.
¿Por qué? ¿Y por qué no?
¿Por qué no puedo vivir sin ambición, y además hacerlo con dignidad? ¿Por qué no puedo tener un plato de comida sin vender lo que hago o lo que soy?
Y lo único que se me ocurre decir es que sí, sí que puedo hacerlo –no digo conseguirlo –digo hacerlo. No se trata de cumplir objetivos o demostrar que es posible, no se trata de crear ideales y dejarme consumir por utopías; no se trata de convencer a nadie o de seguir a alguien. Pero es posible, claro que es posible, así lo siento, así me arde y me nace por dentro.
La vida es algo complejo, con infinitos laberintos de formas, caudalosos ríos de preguntas, motivos ocultos y emociones profundas; pero su esencia no puede ser más simple y sencilla, porque lo esencial no puede ser de otro modo. Lo material es lo único complicado, el pensamiento es material y vivimos de pensamiento; por eso todo nos parece enrevesado. Lo material es una creación del pensamiento, y nunca ha habido diferencia entre el creador y sus creaciones.
El pensamiento ha creado la silla sobre la que descansan mis nalgas, el teclado en el que escribo y la mesa sobre la que descansa. El pensamiento ha creado las leyes que conciben a los hombres como inocentes o culpables. El pensamiento ha creado a dios a su imagen y semejanza; por eso la religión se ha convertido en un concepto, en sustantivo en lugar de verbo (como decía Ricardo Arjona).
Pero el pensamiento no creó las olas, ni las rocas en las que se estrellan o el viento que las maquilla. El pensamiento, que todo cree saberlo y poderlo, no creó la tierra sobre la que crecen los pastos, ni a las criaturas que los mastican. El pensamiento llega hasta donde puede llegar y cuando no busca alcanzar horizontes fuera de su alcance, tiene lugar la armonía, la natural armonía en la que lo material se funde en uno con el vacío, con la nada que no necesita manifestarse. Cuando se es sencillo, auténticamente sencillo, se puede realizar la más compleja de las creaciones sin conflicto alguno.
Pero la gente piensa que la sencillez se halla en vestir de harapos, en racionar las comidas y dormir a la intemperie. El monje que vive de ayuno y caridad presume de humildad; mas la humildad, como toda virtud, tan solo es virtud cuando no se jacta de serlo. Así, la sencillez es la esencia, no el resultado.
¿Por qué? ¿Y por qué no?
¿Por qué no dejamos de complicarnos? ¿Por qué no dejamos de escribir trabalenguas para bocas que anhelan desenredarse? ¿Por qué no coger la mano de una niña y sentir la inmensidad que contiene la ternura? ¿Por qué no abrimos los ojos como si fuera la primera y la última vez que lo hacemos?
Al fin y al cabo, hoy es un día completamente distinto a cualquier otro. Hoy es un día que nunca antes ha existido y que nunca más se podrá volver a repetir. Por tanto y en resumen, hoy es un día como cualquier otro.
Podemos dividir la vida en momentos que se suceden unos a otros, como un río que nos conduce de manera inequívoca del principio al final. Pero la vida no es un río porque te lleve de un sitio a otro, la vida es un río porque fluye, fluye de tal manera que en todo momento es algo nuevo, en todas partes, al mismo tiempo.



sábado, 18 de julio de 2015

Si los tacones te incomodan, quítatelos

Necesito ser valiente para crear algo distinto. Se requiere coraje para ser uno mismo, para mantenerse firme y a la vez, no encasillarse en la defensa de ninguna postura.
Veo la apremiante necesidad de cambio, pero todavía no me he soltado del todo.
Me siento solo, he llegado al punto de darme cuenta de que nadie va a venir a ayudarme. Ni siquiera mi mente -que es la mente de la humanidad entera -puede sacarme de esta. Ya no me valen sus soluciones teóricas, ya no quiero sacar más conclusiones, emitir más juicios ni perseguir más objetivos.
De hecho, ningún deseo me llena. Ninguna búsqueda material o espiritual me motiva; no quiero seguir buscando.
¡Quiero hacer algo distinto! No quiero convertirme en un negociante. Aquí todo es un negocio. Consideramos a la naturaleza como un producto de explotación y del mismo modo tratamos a las personas. Negociamos con billetes y con sentimientos; todo es un intercambio en el que lo más importante es obtener beneficios. No quiero hacer nada para obtener beneficios.
Pero claro que quiero actuar. Claro que quiero, es solo que quiero dedicar mis energías a algo diferente, a algo que sea beneficioso para mí y para los demás, dedicarme a algo que ayude a crear vida, no a destruirla o encarcelarla.
¿Pero cómo llegarás a fin de mes? ¿Dónde vivirás? ¿De qué te alimentarás?
No lo sé, pero no me preocupa en absoluto. No tengo miedo a no poder sobrevivir. Es verdad y siento que tengo que ser sincero al respecto: No tengo miedo a no poder comprar comida o pagar una factura.
No tengo miedo porque de algún modo, siento que vivir de un modo distinto es posible. Siento que no es necesario trabajar por el miedo a no poder subsistir. Siento que es posible trabajar y actuar de un modo creativo, por la simple alegría de hacerlo. Y eso es lo que quiero hacer, lo que sea que haga, me da igual que sea escribir, barrer suelos, cosechar fruta, correr o lavar platos. Lo que no quiero es hacerlo esperando tener una recompensa. Renuncio a formar parte de ningún negocio.
Y no estoy diciendo que por pensar de esa manera soy mejor o peor que nadie; no estoy diciendo que yo estoy haciendo lo correcto y que los demás se equivocan. Lo que quiero es poner de manifiesto que un modo de vida distinto es posible; que se puede vivir sin ambición, sin temor, sin presión. Y desde luego, si yo no soy lo suficientemente valiente para hacer lo que siento, nadie lo va a hacer por mí.
Para eso, necesito ser valiente. Porque la sinceridad requiere valentía, y cuando eres sincero de verdad, también eres completamente vulnerable. Sin embargo, esto tampoco me incomoda. Nunca he sido un tipo duro, nunca he disfrutado de esconderme tras alguna máscara y nunca he tenido éxito en intentar ser algo que no soy. Me siento a gusto caminando con el corazón al descubierto, latiendo a la vista de todos.
Todo esto que he dicho me ha hecho recordar un pequeño y en apariencia insignificante evento que tuvo lugar hace un par de semanas:
Era ya muy tarde y yo no podía dormir, así que decidí salir a dar un paseo, y por una avenida poco transitada observé caminar a una pareja. Él la sostenía del brazo y ella contraía el rostro para disimular el claro dolor que sentía. ¿El motivo de su sufrimiento? Los astronómicos tacones que llevaba. Sus zapatos eran dos elevadas agujas que torturaban sus pies.
Me empapé del sufrimiento de aquella chica y vi con suma sencillez que lo único que tenía que hacer para dejar de sufrir, era quitarse los tacones, tan solo eso. Pero por supuesto que ella no se los quitó y siguió avanzando como podía.

Lo que descubrí esa noche fue que la mayoría de nosotros estamos caminando igual que esa muchacha, adoloridos e incómodos; pero la mayoría nos empeñamos en continuar el sendero con el mismo calzado; quizás por costumbre, tal vez por miedo, o porque esos tacones sean lo único que conozcamos. Pero si no nos los quitamos, nunca sabremos si otra manera de andar es posible.


domingo, 12 de julio de 2015

Deja que muera

Las últimas semanas fueron un abanico de emociones. Tuve momentos de genuina alegría, de esos en los que no hay nada externo que te empuje a sonreír, esos en los que la felicidad te viene de dentro y sin más motivo que el hecho de estar vivo.
Sin embargo, después de cada una de esas explosiones de euforia; siempre, tarde o temprano, como por un proceso de homeóstasis, las sonrisas se diluían, los latidos se apagaban y me sumía en un estado de tristeza que tampoco podía explicar.
Y si observo con detenimiento, esto me ha ocurrido durante toda mi vida, lo que pasa es que antes lo veía como algo natural; al fin y al cabo, siempre me habían dicho que la vida está compuesta de eso, de victorias y derrotas, de largas temporadas de sufrimiento que se premian con instantes de alegría. Se clasifica lo que te ocurre como positivo o negativo y se dice que la vida fluctúa entre ambos polos.
Pero una vez más, me voy dando cuenta que lo que me contaron y lo que yo mismo decidí aprender y memorizar, no es cierto.
Ahora soy consciente de que eso que llamamos positivo o negativo, es tan solo una manera de juzgar las experiencias, y las juzgamos para poder almacenarlas y así saber cómo reaccionar cuando nos volvamos a topar con una situación similar.
En mi vida he sufrido, he llorado, he experimentado un profundo conflicto y confusión, ¿Eso significa que esas experiencias fueron negativas?
No. De hecho, gracias a todas ellas he podido aprender acerca de mí mismo y del mundo. Fue cuando no salí corriendo cada vez que algo me molestaba en el interior y me lancé hacia las profundidades de mi ser como un espeleólogo, cuando el desasosiego se disolvió para dar paso a algo nuevo.
Lo mismo ocurre con las experiencias que llamamos positivas y a las que nos aferramos con tanta fuerza para que se conviertan en buenos recuerdos, de esos que te duran hasta tu último día. Eso es lo que quiere todo el mundo, ¿No?
Recordar, ya sea con fotos de cámaras digitales o imágenes capturadas por las retinas. ”Que te quiten lo bailao” dicen. Esa frase solía encantarme y me traía consuelo cada vez que me encontraba triste. Pero en esa frase lo que se busca es sentirte bien en base a lo que ya has hecho, consiste en recordarte aquello que has vivido y de algún modo, traer eso que te hizo sentir alegría en el pasado al presente para que te anime un poquito.
Pero si algo he descubierto acerca de la felicidad es que cuando es pura, no depende de ninguna acción. Sin embargo, buscamos ser felices por lo que hicimos, sacando un librito de recuerdos y releyendo sus anécdotas. También encontramos satisfacción en espiar a través de bolas de cristal y planear futuros inexistentes. Incluso queremos ser felices por lo que estamos haciendo en este instante. Queremos que la comida nos de placer, que alguna caricia nos haga sentir conectados a otra persona. Se pretende que el trabajo te haga sentir realizado, feliz y productivo; o que una excursión a la montaña te aporte paz interior. Nos creemos que la acción viene primero y concebimos a la felicidad como una consecuencia de ésta.
Está claro que toda acción tiene una consecuencia y algunas son más placenteras que otras. ¿Pero es eso la felicidad? ¿Solo un placer inmediato?
Aquí me gustaría alejarme un poco de los términos y palabras y ver si es posible indagar con más profundidad que éstos.
Cuando hablo de felicidad, hablo de una profunda conexión con la vida, de una toma de consciencia en la que te sientes fluir con la naturaleza y en la que sientes que no hay separación entre los ojos que ven y el mundo que se observa, algo que solo puede darse cuando dejas de opinar o juzgar desde un determinado punto de vista.
A partir de ahí, mi siguiente pregunta es la siguiente: ¿Por qué ese estado de armonía y conexión desaparece con tanta facilidad? ¿Por qué no dura? ¿Por qué, como dije al principio, paso de sentirme absolutamente vivo a notar cómo me desconecto de manera completa de la vida?
Y la respuesta es sencilla (no podía ser de otra forma), porque no quiero que esa llama muera. Esa llama de felicidad se extingue porque no la dejo morir, porque quiero que se mantenga encendida siempre y pongo todos mis esfuerzos en mantenerla con vida.
He pensado, durante mucho tiempo, que esa luz era producto de algo que había hecho, y por ende, buscaba repetir de manera constante aquello que me llevó hasta ese cálido refugio de felicidad.
Así, eso que en un principio era auténtico, se convierte en un recuerdo y todo recuerdo está muerto, por mucho que queramos vivir de ellos. Sin embargo, esa felicidad no es consecuencia de ninguna acción, esa felicidad es una llama ardiente y se enciende sola, cuando le das la oportunidad de hacerlo.
Tenemos miedo a no soltar esa antorcha viviente, tenemos miedo a dejar marchar su luz, tenemos miedo a que nuestras acciones no busquen recompensa. Y por eso nos aferramos con uñas y dientes a esos preciosos momentos de felicidad.
Eso es lo que he hecho todo este tiempo, sentirme feliz, aferrarme a ello, y ver cómo ese fueguito se asfixiaba entre mis dedos. Hasta que lo dejé morir. ¡Qué liberación!
Hace dos días, tuve una discusión telefónica, una pequeña discusión que me hizo sentir una vez más un agujero en el pecho. Pero luego, luego comí huevos fritos con verduras y expuse cómo me sentía a una mujer de ojos redonditos. Fui sincero conmigo y me liberé de expectativas. Salí a correr y me topé con la mirada de un chico sentado en medio de la calle, y regresé para hablarle, porque tenía que hacerlo. Él no tenía trabajo, ni casa; y yo no pretendía ayudarle, no quería darle nada ni obtener gratitud por su parte. Solo sentí que tenía que hablarle y así lo hice. Hablamos y reímos y le dije que si quería, podíamos desayunar juntos al día siguiente. Después me puse a llorar, porque no podía ni quería evitarlo. Pensé en una persona que amo y no pude pensar solo en ella, porque en ese momento, tan solo sentía amor, hacia todo y hacia nada, pero  sentía amor. Y continué corriendo, porque dejé que ese momento muriera, no me aferré a lo ocurrido y continué moviendo los pies, sudando a chorros, hasta los calcetines. Pero luego me detuve, porque tenía que hacerlo y en una porción despejada de cemento observé las estrellas, que aquella noche brillaban por encima de la contaminación lumínica y bailé junto a ellas, con ellas. Salté y me arrastré por el suelo, y sudé más, quizás más que en toda mi vida y sentí gratitud, hacia todo y hacia nada, al mismo tiempo, pero sentí gratitud.
Y dejé que ese momento muriera, para que pudiera nacer otro, de manera instantánea. Y fui hasta otra porción de cemento, solo que esta vez con canastas de hierro colgadas a tres metros de altura. Era la una de la mañana y hacía meses que no tocaba un balón de baloncesto. Olvidé el cansancio y volví a sudar, y a reír, y a saltar, y el pelo me golpeaba las mejillas. Después de eso, absolutamente exhausto, una vez más, quise hablar con sinceridad, y en un semicírculo expresé cómo me sentía al puñado de amigos que allí estaban sentados.
No quise convencer a nadie, ni hablar de opiniones, pero dije lo que sentía y lo hice con firmeza, sin miedo al rechazo.  Y así, hubo un momento de profunda comunicación, o al menos así fue para mí.
Y ahora todo eso ya ha pasado, ya no queda nada de aquella noche calurosa y húmeda. Ahora brilla el sol de mediodía y escribo con hambre porque todavía no he desayunado. Estas palabras morirán en cuanto las termine y yo, yo olvidaré todo lo que he escrito. Porque en el pasado no hay nada, y en el imaginario mañana, tampoco. Todo cuanto ha ocurrido y ocurrirá, lo hará en el mismo día; todo ocurre hoy.
Deja que muera. Deja que mueran tus miedos, tus ilusiones y expectativas, deja morir a tu identidad y los papeles que representas. Deja que mueran y muere tú también.
Y entonces, solo entonces, renace y ¡Vive!


martes, 7 de julio de 2015

No hay prisas. Ninguna

Todo lo físico caduca, desde las latas de maíz dulce a la carne humana. Por eso, el día en que respiré por primera vez empezó la cuenta atrás.
Pero me voy a dejar de metáforas y voy a ir directo al grano, a corazón abierto.
En septiembre voy a cruzar el Atlántico y aterrizaré en esa gran porción de tierra llamada América, esa a la que algunos consideran un continente y otros un solo país. Para mí, sinceramente, es tan solo tierra.
Allí me dirijo, y no sé cuándo volveré, ni si quiero hacerlo. ¡Pero ni siquiera me he ido! ¿No es gracioso?
Tan solo me quedan dos meses en España y los días del calendario me producen cierta angustia. Hay mucho que quiero hacer, o mejor dicho, que pienso que tengo que hacer.
Tengo que despedirme de mis amigos y familia, y distribuir de manera equitativa el tiempo que me queda entre todos ellos para que no se piensen que quiero a unos más que a otros. Tengo que terminar de escribir mi libro, exprimir al máximo las horas y hasta los segundos, tengo que mantenerme en forma, aprender cosas nuevas y almacenar experiencias memorables.
Pero para ser honesto, en realidad no TENGO que hacer nada de lo anterior. No tengo que hacer nada. Bueno, sí. Tengo que respirar, comer, dormir y cagar, pero eso lo hago sin ningún sentido de obligación. Ahí está la clave.
No tengo que hacer nada, no tengo deudas que saldar ni compromisos que cumplir.
Además, ¿Por qué esa obsesión por vivir con tanto dramatismo?
Es como si no vaya a volver nunca a España, aunque tal vez no lo haga. Pero insisto en que todavía no me he ido, y empezamos otra vez.
Hoy es hoy, y mañana, también será hoy. Es así de simple.
Tan solo tengo un billete de avión, pero ya he creado un mundo entero de posibilidades acerca de todo lo que puede pasar o dejar de pasar en el futuro. Y ese futuro condiciona al presente, lo estrangula y lo presiona. Así, lo que hago en este instante queda condicionado por las expectativas y la acción carece de libertad, y por tanto, de sentido.
Otra cosa de la que me he dado cuenta es que la presión en la que me he estado asfixiando no me la ha impuesto nadie. Ninguna persona ha exigido mi compañía, no hay páginas que me hayan amenazado de muerte si no las relleno antes de alguna fecha en concreto. Los días pasan, por el simpe hecho de que La Tierra está girando. Pero por algún motivo, cada noche, antes de dormir pienso: “Queda un día menos”.
No  es que esté todo el día preocupado o tirándome de los pelos por el asunto, pero en definitiva, es algo que me produce conflicto, así que qué más da que sea grande o chiquito.
Eso que acabo de decir es una justificación. He dicho eso para que quien sea que lea esto no se piense que soy un quejica depresivo. Pero si no soy capaz de ser sincero, o si lo que escribo queda condicionado por la opinión de los demás, entonces sí que estoy perdiendo el tiempo.
Así que sí, el hecho es que hay conflicto en mí y punto.
También me he cuestionado si realmente quiero emprender tal viaje, si tanto esfuerzo y preocupaciones acarrea.
Pero esa misma cuestión no tiene sentido alguno, porque estoy planteando el viaje como algo que ocurrirá en el futuro.
El futuro no se construye, no se camina hacia el mañana, tal cosa no existe. Solo hay hoy. El hoy se construye a sí mismo, y cuando me muera lo seguirá haciendo, y no habrá pasado nada de tiempo, porque el tiempo no existe.
El tiempo no existe y por eso no hay por qué apresurarse por llegar a algún sitio. Ese sitio no está allá, está aquí y ese llegar es un paso que ocurre en este instante.
No sé cómo lo veo, pero lo veo. Y se me ha pasado el miedo.
Hoy me estaba preocupando porque tal vez ya soy demasiado mayor para aprender a bailar ballet, pero no lo soy. Puedo bailar ballet, aprender a hacer piruetas y elevarme con la música.
Todo es posible y no es necesario hacerlo todo. No hay necesidad de llegar hasta el final. No se trata de cruzar la línea de meta, de terminar primero o de hacerlo en un tiempo récord. Lo que hay que hacer es tomar consciencia de que la carrera no tiene sentido, de que puedes pararte en medio del camino y oler las flores. Puedes tumbarte en la hierba y observar las nubes. Y así, sin prisa alguna, tal vez te entren ganas, ganas auténticas de correr con zancadas de guepardo y rugir con el viento. Y cuando pongas tus pies en marcha, no habrá presión por llegar a ninguna parte, tampoco te sentirás en competencia con aquellos que se mueven más rápido, o más lento, qué más da. Quizás corras unas cuantas millas, o tal vez te dé por cruzar el mundo entero, da exactamente igual.
No tengo que despedirme de nadie, ponerme nostálgico, o decir que dentro de poco comenzará un nuevo capítulo de mi vida. No hay capítulos en la vida, ni tampoco páginas, o letras. La vida es un latido, uno solo, no se necesitan más. En un latido vives y en el mismo mueres. Y nada se queda, nada permanece, por mucho que te aferres a tu pequeñas posesiones y a tus cajitas de recuerdos. ¿No es increíble?
Por eso, a media noche, la fuente del parque se apaga. Durante el día, diversos chorros salen despedidos por la fuente; unos son largos, otros cortos y algunos más gordos que flacos. Todos los chorros se exhiben a sí mismos con orgullo, y cuando menos se lo esperan, la fuente se apaga y éstos se desvanecen, quedando de ellos tan solo agua. Solo agua.

No somos los chorros, somos el agua. Eso me dijo un señor flaquito.


lunes, 6 de julio de 2015

Me llaman Ariel

En este momento escribo y escucho a Enya.
Hasta hace muy poco aborrecía la música de la cantante irlandesa, sus ritmos suaves me parecían deprimentes y me traían malos recuerdos. ¡Cómo cambia la vida!
Por eso me pregunto, ¿Quién es Ariel?
Los datos dicen que es un ser humano, varón, nacido en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia el 4 de agosto de 1992. Según el registro civil estoy soltero y en el último carné de identidad, todavía me consideran un estudiante.
A todo eso, hay que añadir que Ariel ahora tiene una doble nacionalidad, es un adulto a los ojos de la ley y está empadronado en un céntrico barrio de Madrid.
Pero todos sabemos que Ariel es más que números y letras, ¿O no?
A Ariel le han llamado hermano, mejor amigo, buena persona e imbécil. Un día, un viejecito le dijo en medio de la calle que era más burro que un arao. Todavía no entiendo lo que eso significa.
Ariel ha sido estudiante de primaria, instituto, bachillerato y universidad. Ariel quiso ser jugador de baloncesto, psicólogo y escritor.
Han dicho que Ariel se parece a actores de Hollywood, a mendigos de parque, a Jesucristo cuando me dejo barba y a Buda cuando me hago un moño encima de la cabeza.
Me han considerado loco, perezoso, inteligente, cariñoso, testarudo, desordenado e ingenuo. E incluso, han utilizado varios de esos adjetivos para describirme al mismo tiempo.
Por eso, esto de descubrir quién es Ariel me resulta contradictorio. ¿Cómo saber quién es cuando provoca reacciones tan dispares en los demás?
Hubo alguien que me dijo que me querría para siempre y en un pestañeo el amor mutó en aversión, para culminar en la amenaza de una denuncia por acoso.
Pero no son solo las otras personas las que se contradicen. Ariel ha protagonizado profundos discursos de palabras vacías, ha mentido con descaro y sus acciones, han sido claro ejemplo de hipocresía.
Ariel se embutió en la etiqueta de vegetariano y también lo marcaron como a uno de esos a los que llaman “antisistema”. Lo han llamado soñador, le han dicho que inspira, que su forma de ser alegra y también que cansa. Han querido cambiarle y amoldarle, le han marcado pautas, cada cual según su parecer. Ya que todos siempre creen saber el modo correcto de vivir para los demás.
Y sí, Ariel también pretendió lo mismo; Ariel se creó conceptos, definiciones y partió al campo de batalla a defender opiniones.
Ariel ha sido muchas cosas. Él solito ha interpretado al reparto entero de la película.
Ha hecho de hijo único, de nieto mimado y de alumno que se sienta en última fila. También ha interpretado a un adolescente rebelde, a un novio celoso, un amigo leal y a veces no tanto. Ha hecho de héroe, villano y de extra, en más ocasiones de las que hubiera querido. Ha sido el chico bueno que conoce a la chica insegura, ha sido el cabrón que no sabe guardar un secreto y el chico tímido que tartamudea con las mejillas sonrojadas. Se ha aventurado a meterse en el papel de adulto responsable y se las ha dado de veinteañero que mira a las chicas como culos con patas.
Y después de tantos personajes, mi gran pregunta es: ¿Soy realmente ese tal Ariel?
Ariel es solo un nombre (un nombre que también se las trae, ya que significa león de Dios), pero en él se almacenan todas las definiciones anteriores. ¡Cuánta carga!
En este momento solo soy alguien que escribe, alguien que bebe whisky con hielo a las 2.20 de la madrugada en una noche de verano.
Tengo padres, pero no me apetece actuar como el hijo de nadie. Esos individuos hicieron posible mi nacimiento, pero, ¿Por qué no puedo tratarlos y amarlos como a cualquier otro ser vivo? ¿Por qué tengo que tener un mejor amigo? ¿Y por qué considerar hermanos solo a las personas con las que comparto grupo sanguíneo?
No quiero amar con cercos, no quiero distinguir entre aquellos que son de mi familia, mi nación o mi especie.
El amor que brota de mi pecho da para más, para mucho mucho más. No quiero convertir el amor en una escala de valores, ni clasificar lo que siento en mucho o poco. Solo quiero amar. Solo así la vida tiene sentido.
No quiero ser escritor, quiero escribir. No quiero perseguir un estado ficticio de armonía, quiero vivir. Quiero correr y quiero callar, porque hay veces en las que no tengo nada que decir. No quiero convertirme algo, solo quiero ser yo.
Quiero que lo que haga sea cristalino, como el agua del deshielo. No quiero mentir más, no quiero aparentar más. No quiero buscar, ni escapar, no quiero distraerme cuando me aburro.
No quiero seguir a nadie, ni tampoco voy a esperar respuestas, o leer libros que disuelvan mis dudas. Quiero leer por leer, caminar sin nada que esconder. Quiero dejar de hacer las cosas a mi manera, o del modo que esperan los demás, quiero actuar sin condicionamiento alguno, sin expectativas, sin echar la vista al pasado en busca de ayuda.
No quiero obtener beneficios. La vida es sencilla. ¡Es sencilla joder!
¡Cuánta belleza en la sencillez! Lo digo de verdad y lo siento con una profundidad difícil de explicar. Qué bello es acurrucarme junto a ella, y pelar naranjas con las manos. Qué bello es despertar y también dormir, y tener la mente vacía, a completa disposición de la creatividad.
Me siento feliz, porque no soy nadie. No soy Ariel. Soy libre. Estoy vivo. ¡Dios! ¡Estoy vivo! ¡Estamos vivos! Y qué pocas veces nos damos cuenta de ello.

Estoy aquí, estoy aquí de verdad.