domingo, 12 de julio de 2015

Deja que muera

Las últimas semanas fueron un abanico de emociones. Tuve momentos de genuina alegría, de esos en los que no hay nada externo que te empuje a sonreír, esos en los que la felicidad te viene de dentro y sin más motivo que el hecho de estar vivo.
Sin embargo, después de cada una de esas explosiones de euforia; siempre, tarde o temprano, como por un proceso de homeóstasis, las sonrisas se diluían, los latidos se apagaban y me sumía en un estado de tristeza que tampoco podía explicar.
Y si observo con detenimiento, esto me ha ocurrido durante toda mi vida, lo que pasa es que antes lo veía como algo natural; al fin y al cabo, siempre me habían dicho que la vida está compuesta de eso, de victorias y derrotas, de largas temporadas de sufrimiento que se premian con instantes de alegría. Se clasifica lo que te ocurre como positivo o negativo y se dice que la vida fluctúa entre ambos polos.
Pero una vez más, me voy dando cuenta que lo que me contaron y lo que yo mismo decidí aprender y memorizar, no es cierto.
Ahora soy consciente de que eso que llamamos positivo o negativo, es tan solo una manera de juzgar las experiencias, y las juzgamos para poder almacenarlas y así saber cómo reaccionar cuando nos volvamos a topar con una situación similar.
En mi vida he sufrido, he llorado, he experimentado un profundo conflicto y confusión, ¿Eso significa que esas experiencias fueron negativas?
No. De hecho, gracias a todas ellas he podido aprender acerca de mí mismo y del mundo. Fue cuando no salí corriendo cada vez que algo me molestaba en el interior y me lancé hacia las profundidades de mi ser como un espeleólogo, cuando el desasosiego se disolvió para dar paso a algo nuevo.
Lo mismo ocurre con las experiencias que llamamos positivas y a las que nos aferramos con tanta fuerza para que se conviertan en buenos recuerdos, de esos que te duran hasta tu último día. Eso es lo que quiere todo el mundo, ¿No?
Recordar, ya sea con fotos de cámaras digitales o imágenes capturadas por las retinas. ”Que te quiten lo bailao” dicen. Esa frase solía encantarme y me traía consuelo cada vez que me encontraba triste. Pero en esa frase lo que se busca es sentirte bien en base a lo que ya has hecho, consiste en recordarte aquello que has vivido y de algún modo, traer eso que te hizo sentir alegría en el pasado al presente para que te anime un poquito.
Pero si algo he descubierto acerca de la felicidad es que cuando es pura, no depende de ninguna acción. Sin embargo, buscamos ser felices por lo que hicimos, sacando un librito de recuerdos y releyendo sus anécdotas. También encontramos satisfacción en espiar a través de bolas de cristal y planear futuros inexistentes. Incluso queremos ser felices por lo que estamos haciendo en este instante. Queremos que la comida nos de placer, que alguna caricia nos haga sentir conectados a otra persona. Se pretende que el trabajo te haga sentir realizado, feliz y productivo; o que una excursión a la montaña te aporte paz interior. Nos creemos que la acción viene primero y concebimos a la felicidad como una consecuencia de ésta.
Está claro que toda acción tiene una consecuencia y algunas son más placenteras que otras. ¿Pero es eso la felicidad? ¿Solo un placer inmediato?
Aquí me gustaría alejarme un poco de los términos y palabras y ver si es posible indagar con más profundidad que éstos.
Cuando hablo de felicidad, hablo de una profunda conexión con la vida, de una toma de consciencia en la que te sientes fluir con la naturaleza y en la que sientes que no hay separación entre los ojos que ven y el mundo que se observa, algo que solo puede darse cuando dejas de opinar o juzgar desde un determinado punto de vista.
A partir de ahí, mi siguiente pregunta es la siguiente: ¿Por qué ese estado de armonía y conexión desaparece con tanta facilidad? ¿Por qué no dura? ¿Por qué, como dije al principio, paso de sentirme absolutamente vivo a notar cómo me desconecto de manera completa de la vida?
Y la respuesta es sencilla (no podía ser de otra forma), porque no quiero que esa llama muera. Esa llama de felicidad se extingue porque no la dejo morir, porque quiero que se mantenga encendida siempre y pongo todos mis esfuerzos en mantenerla con vida.
He pensado, durante mucho tiempo, que esa luz era producto de algo que había hecho, y por ende, buscaba repetir de manera constante aquello que me llevó hasta ese cálido refugio de felicidad.
Así, eso que en un principio era auténtico, se convierte en un recuerdo y todo recuerdo está muerto, por mucho que queramos vivir de ellos. Sin embargo, esa felicidad no es consecuencia de ninguna acción, esa felicidad es una llama ardiente y se enciende sola, cuando le das la oportunidad de hacerlo.
Tenemos miedo a no soltar esa antorcha viviente, tenemos miedo a dejar marchar su luz, tenemos miedo a que nuestras acciones no busquen recompensa. Y por eso nos aferramos con uñas y dientes a esos preciosos momentos de felicidad.
Eso es lo que he hecho todo este tiempo, sentirme feliz, aferrarme a ello, y ver cómo ese fueguito se asfixiaba entre mis dedos. Hasta que lo dejé morir. ¡Qué liberación!
Hace dos días, tuve una discusión telefónica, una pequeña discusión que me hizo sentir una vez más un agujero en el pecho. Pero luego, luego comí huevos fritos con verduras y expuse cómo me sentía a una mujer de ojos redonditos. Fui sincero conmigo y me liberé de expectativas. Salí a correr y me topé con la mirada de un chico sentado en medio de la calle, y regresé para hablarle, porque tenía que hacerlo. Él no tenía trabajo, ni casa; y yo no pretendía ayudarle, no quería darle nada ni obtener gratitud por su parte. Solo sentí que tenía que hablarle y así lo hice. Hablamos y reímos y le dije que si quería, podíamos desayunar juntos al día siguiente. Después me puse a llorar, porque no podía ni quería evitarlo. Pensé en una persona que amo y no pude pensar solo en ella, porque en ese momento, tan solo sentía amor, hacia todo y hacia nada, pero  sentía amor. Y continué corriendo, porque dejé que ese momento muriera, no me aferré a lo ocurrido y continué moviendo los pies, sudando a chorros, hasta los calcetines. Pero luego me detuve, porque tenía que hacerlo y en una porción despejada de cemento observé las estrellas, que aquella noche brillaban por encima de la contaminación lumínica y bailé junto a ellas, con ellas. Salté y me arrastré por el suelo, y sudé más, quizás más que en toda mi vida y sentí gratitud, hacia todo y hacia nada, al mismo tiempo, pero sentí gratitud.
Y dejé que ese momento muriera, para que pudiera nacer otro, de manera instantánea. Y fui hasta otra porción de cemento, solo que esta vez con canastas de hierro colgadas a tres metros de altura. Era la una de la mañana y hacía meses que no tocaba un balón de baloncesto. Olvidé el cansancio y volví a sudar, y a reír, y a saltar, y el pelo me golpeaba las mejillas. Después de eso, absolutamente exhausto, una vez más, quise hablar con sinceridad, y en un semicírculo expresé cómo me sentía al puñado de amigos que allí estaban sentados.
No quise convencer a nadie, ni hablar de opiniones, pero dije lo que sentía y lo hice con firmeza, sin miedo al rechazo.  Y así, hubo un momento de profunda comunicación, o al menos así fue para mí.
Y ahora todo eso ya ha pasado, ya no queda nada de aquella noche calurosa y húmeda. Ahora brilla el sol de mediodía y escribo con hambre porque todavía no he desayunado. Estas palabras morirán en cuanto las termine y yo, yo olvidaré todo lo que he escrito. Porque en el pasado no hay nada, y en el imaginario mañana, tampoco. Todo cuanto ha ocurrido y ocurrirá, lo hará en el mismo día; todo ocurre hoy.
Deja que muera. Deja que mueran tus miedos, tus ilusiones y expectativas, deja morir a tu identidad y los papeles que representas. Deja que mueran y muere tú también.
Y entonces, solo entonces, renace y ¡Vive!


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