jueves, 30 de abril de 2015

All in

All in: Apostarlo todo, echar el resto.

Reserva tus energías para la última vuelta, guárdate un As bajo la manga, no enseñes tu mejor truco hasta el final. No te arriesgues, no te la juegues, analiza la relación entre pérdidas y beneficios y toma una decisión lógica.
Así se pasa la vida, entre cálculos y reservas, planificando caminos alternativos en caso de que nos falle el principal.
Y con tanta frialdad, el volcán de la vida se entibia. Porque se tiene miedo a lo que somos, a lo que nos hierve por dentro, a la pasión que eriza los pelos, al escalofrío que te invade cuando caminas al descubierto. Y no hablo de ir sin ropa, hablo de una desnudez profunda, de esa que asusta con solo pensarlo. Hablo de dejarte guiar por tus entrañas, de emprender acciones que no estén revestidas de expectativas, hablo de vivir, no de planificar la vida.
Por tanto, me gustaría preguntarte si estás dispuesto a darte la oportunidad de vivir. Por un momento, olvida las consecuencias, deja aparcada tu reputación, respira hondo, apoya tus manos en alguna porción de tierra y deja que la energía de nuestra madre naturaleza te inunde. Ahora, haz aquello que tu corazón te pide, sin contemplaciones, sin reservas. Entrégate por completo al sentir de tus entrañas, escucha tu instinto y no opongas resistencia a eso que late dentro de ti.
No hagas lo que quieras, haz lo que de verdad sientes. Hay una gran diferencia, porque cuando haces lo que sientes no hay contradicción alguna, es más, ni siquiera hay elección; es una acción inmediata y espontánea.
Sin embargo, para hacer lo que quieres, tienes que elegir y elegir significa renunciar. La elección implica conflicto y comparación, porque tienes que decidir qué camino coger y cuál dejar atrás; y sea cual sea tu decisión final, siempre quedará la duda de haber hecho lo correcto o no.
Cuando es tu corazón el que dicta tus pasos, no hay dudas, no hay bifurcaciones ni evaluaciones de pros y contras, tan solo hay acción.
¡Eres libre! No te enredes con pensamientos. Coge un pincel y cubre de colores un lienzo, entona la melodía de tu pajarillo interior, baila y mueve con desenfreno tus caderas. O si lo prefieres, siéntate, cruza las piernas, busca algún tronco que te haga de respaldar y cruza los brazos por detrás de la cabeza. Túmbate sobre la hierba y deja que pique, mira el cielo y admira el movimiento de las nubes sin prisas. Llama a alguien que quieres, abraza a alguien que amas o dale un beso a un desconocido. Acaricia una flor, o a un perrito, pero asegúrate de alimentar de cariño a las criaturas vivientes. Escribe si las emociones quieren salir en forma de letras, y conversa con el silencio cuando tu cabeza se atolondre. Come sin contar calorías, que el rugir de tus tripas sea tu nutricionista. Bebe agua y deja que te resbale por los labios y la cara. Ya de paso, date un chapuzón, flota sobre algún océano, navega por el río o salta desde el acantilado. Sal a la calle y mira a la gente a los ojos, mira a cada una de las almas que se cruza por delante y siéntete parte de la especie humana. Duerme tranquilo, apaga la alarma, aunque sea por un día. Despierta con calma, revuélvete entre mantas, bosteza sin reprimirte y pon los pies en el suelo tan solo cuando estés preparado.
El mundo ya tiene demasiadas cabezas con patas, cargadas de conocimientos y reglas. Cabezas frías, divorciadas del cuerpo, encerradas en su propia redondez.
El mundo está ávido de espontaneidad, de corazones que latan sin miedo, corazones que llenen de sangre calentita al cerebro.
El mundo no necesita más gente planificando el modo de ganar la carrera. El mundo necesita gente de piernas inquietas, que no se reserve energías para la última vuelta. Porque la vida no es una carrera y el único motivo para correr es la libertad de poder hacerlo.
El mundo ya no necesita trucos, y mucho menos de esos que se guardan para el final. El mundo no necesita más varitas ni chisteras, necesita magia auténtica, de esa que brota en las sonrisas.
El mundo necesita gente que se arriesgue a desafiar la lógica de las estadísticas.
Ha llegado el momento de poner todos los Ases sobre la mesa y hacer un All-in.





lunes, 27 de abril de 2015

Miedo

Siempre he tenido miedo. Siempre.


Recuerdo huellas de jaguar cerca de una laguna y salir corriendo con lágrimas en los ojos. Quizás esos felinos con manchas en forma de mariposas fueron mi primer gran temor. Luego el número de miedos aumentó de manera paulatina; empecé a tener miedo a mi padre, a los profesores de la escuela, a los exámenes y a los ladrones.
El miedo se fue colando en cada una de las facetas de mi vida y me acompañaba en cada paso que daba.
Cuando vine a España, como buen adolescente, tenía miedo a no encajar, a estar solo, tenía miedo a quedarme rezagado en esa ridícula carrera que todos emprenden por crecer deprisa. Tenía miedo a fracasar, ya con 15 años me preguntaba si tendría éxito en mi vida y si sería capaz de poder comprar una casa bonita cuando fuera mayor. Después, también llegaron los típicos temores de la edad de las turbulencias y me aterraba no poder consumar una relación física con el sexo opuesto.
Unos cuantos años después, tras un período de acné y algunas heridas menores en mi corazoncito, por fin sentí la calidez de otros labios sobre los míos.
Pero el miedo no se marchó, tan solo creció y comenzó a alimentarse de mis ilusiones, de mis sueños, salpicando de dudas a las semillas del amor.
Y cuantas más velas de cumpleaños soplaba, más complicada se hacía la vida. A veces me preguntaba qué haría cuando fuera un adulto, hasta que me di cuenta de que ya me había convertido en uno. Ya no había tiempo para divagar sobre lo que haría cuando fuera “grande”, el período de dudas había caducado.
Tenía miedo a vivir en un mundo al que yo no pertenecía, tenía miedo a morir en un lugar gris, tenía miedo a no dejar huellas, y miedo a las huellas que pudiera dejar. Tenía miedo a la compañía y a mi soledad, tenía miedo a que las selvas se quedaran sin árboles y mi corazón vacío de inspiración. Tenía miedo a perder lo que tenía y miedo a no tener suficiente. Tenía miedo a la codicia y caer presa de ella, tenía miedo a las enfermedades que te dejan postrado sobre la cama, y miedo a los relojes, con sus agujas incansables, recordándome que el tiempo se me agotaba. Y yo tenía miedo a que los segundos se me escaparan por intentar agarrarlos, tenía miedo a las decisiones que tomaba y a las consecuencias que traerían.
Y hasta ahora, lo único que siempre he querido es liberarme del miedo, matarlo y sepultarlo. Siempre he concebido al miedo como un enemigo a batir, un obstáculo hacia mi libertad. Pero nunca me he preguntado por qué estoy asustado. Nunca me he dado un abrazo, ni me he observado con una mirada cariñosa cuando estaba cubierto de temor. En vez de eso, cuando el miedo me impregnaba con su fragancia, yo me sentía despreciable y tan solo pretendía quitármelo de encima.
Si desprecio al miedo, me estoy despreciando a mí mismo, porque ese miedo vive y late bajo mi piel.
¿Pero saben qué?
A lo único que ya no tengo miedo, es al miedo mismo. No tengo miedo a asustarme, a arriesgarme y jugarme el pellejo por algo que amo, no tengo miedo a ser sincero y ruborizarme. No tengo miedo a salir a la calle sin desodorante y abrir los brazos con redondeles de sudor en las axilas.
Me he cansado de luchar contra el miedo y contra mí mismo. No quiero librarme del temor, ni expulsarlo de mi organismo, porque eso ya lo he intentado; y éste se agarró con más fuerza a mis entrañas. Tan solo quiero vivir, sin cuestionarme cada movimiento. Tan solo observar lo que brota en mi interior, sin juzgarme, sin rechazarme, sin tacharme de héroe o villano.
Y en este momento, el miedo se ha marchado de la habitación, dejándome solo ante esta pantalla de 15 pulgadas.
Una vez dije que el amor es la condición natural en la que te encuentras cuando fluyes con la vida. Pues el miedo es tu estado natural cuando has puesto piedras que obstaculizan la corriente; el miedo eres tú mismo, cuando te niegas la posibilidad de correr libre con el río. Y desde luego, el río también eres tú.
Ahora hasta me parece gracioso, tal vez porque lo sea.
Si ves que estás cargando con piedras que estanquen tus aguas, para qué enfadarte contigo, para qué reprocharte arrastrar ese peso, lamentarte por el sinsentido de tus acciones y buscar una solución al respecto. ¡Tan solo deja la piedra y zambúllete en el agua! ¡Chapotea! ¡Nada y bebe! ¡Ríe y sacúdete como un cachorro! Al menos eso es lo que voy a hacer yo.
Me voy a vivir, ya les contaré qué tal me va por el camino. ¡Hasta la próxima!



lunes, 20 de abril de 2015

Ella

Un día me preguntaron por qué era ella especial y yo respondí que no lo era. También quisieron saber por qué la había elegido y yo dije que no lo había hecho.
Ella no es más alta que nadie, ni más pequeña que el resto. Tiene pies, manos y sangre caliente.
Ella tiene dientes y un lunar cerca del ombligo. Ella habla, ríe y caga. También llora, abraza y corre. Suda, grita, piensa y siente.
Y yo, yo la amo.
No tengo motivos para hacerlo, ni pretendo hallarlos.
A veces pensamos que el amor es algo que se puede controlar, algo que uno puede decidir sentir o no. Y sin embargo, el amor es la condición natural en la que te encuentras cuando estás conectado con la vida y dispuesto a vivirla.
Ella no es especial, ni yo tampoco; pero no hace falta serlo para crear algo mágico. La magia no se trabaja ni se entrena, tan solo nace, cuando te das la oportunidad de experimentarla.
Nuestra historia no es un cuento de hadas, carece de caballeros o damiselas en apuros y no busca tener un final feliz. Después de todo, ¿Qué sentido tiene buscar final alguno?
Ella es sencilla, siente temor, a veces duda y también sufre. Ella tiene un árbol al que trepa para derramar lágrimas y una lista de canciones tristes para mirar por la ventana de algún autobús. Ella sabe pensar de manera crítica y puede lamerse la nariz, entre otras habilidades.
Y yo, en ocasiones he tenido miedo de no volver a verla, he soltado suspiros de nostalgia y he esperado señales del destino para resolver el porvenir.
Hubo momentos en los que pretendí no extrañarla, hubo días en los que intenté acallar mis latidos y no dejé salir lo que me rugía por dentro.
Pero ahora, ya no quiero esconder lo que me asusta, escapar de mi propia sombra o justificar los conflictos en los que me enredo. Porque ya me he cansado de silenciar mi alma.
Y sin embargo, existe un silencio distinto, uno que no es consecuencia de la opresión, sino que brota con la naturalidad de un manantial. Un silencio que lo llena todo, como el que ella y yo compartimos una cálida noche de invierno, con su mirada castaña inundando mis ojos, sin ninguna palabra capaz de atreverse a romper la belleza de aquel instante.
Cuando soy sincero con ella, soy sincero conmigo; y la vida se convierte en algo ligero, como el vuelo de una mariposa.
Ella pela naranjas con las manos, se ensucia las uñas y lleva faldas largas. Ella tiene cosquillas en todo el cuerpo y su boca se abre como la de una morsa cuando alguna carcajada le revuelve el estómago. Sus piernas son fuertes y su vientre es plano. Sus cabellos brillan como un atardecer y su nariz se tiñe de rosa al sol.
Ella es agua, es tierra húmeda, es el algodón de las nubes, el sonido de las olas al romper. Ella es la hoja que muere en el otoño y la flor que se abre en primavera. Ella es el viento cuando corro y las legañas de mis ojos cuando despierto. Ella es una paloma que pulula, una liebre que levanta las orejas, una tortuga que se arrastra perezosa hacia el río.
Ella es lo que es y lo que hace, es el cariño que expresa y los abrazos que reparte. Pero ella, ella es más de lo que veo y más de lo que ve. Porque ella no es una imagen, un concepto o mil palabras. Ella tan solo es un ser vivo, como las hormigas del suelo, como las estrellas del cielo.
Y yo, yo no elegí amarla, tan solo lo hago.



miércoles, 15 de abril de 2015

Fiebre

Anoche me acosté con el estómago un tanto revuelto y esta mañana desperté con las tripas tronando. Cuando me levanté para ir al baño, noté que las piernas me temblaron y que algo líquido se revolvía dentro de mí. En cuanto me senté en el váter constaté que tenía diarrea.
La cabeza me latía y sentía un martilleo constante en el cráneo, me notaba caliente y la espalda hecha un nudo. Estaba enfermo.
Desde hacía algunos meses mi cuerpo estaba funcionando a la perfección, pero hoy se descompuso.
Me he pasado casi todo el día revolviéndome en la cama, temblando y saliendo de la habitación tan solo para soltar lastre o coger un plátano de la cocina.
Y ahora tengo una sensación extraña. Me siento débil, pero no estoy mal; es más, incluso estoy feliz. Y no he hecho nada para provocar este estado de alegría; no he salido a correr por algún prado verde, ni he leído un libro cuyas palabras me inspiren, tan solo he estado postrado sobre un colchón, con el pelo metiéndose entre mis orejas.
Ayer, en cambio, cuando mi organismo estaba sano y mis músculos rebosaban juventud, sentía que me asfixiaba y que mi mente buscaba cualquier excusa para mantenerse preocupada. Era como si de manera voluntaria hubiera querido mantenerme en un estado de constante conflicto; ya sea mirándome al espejo y viendo si se me está cayendo el pelo, esperando que un amigo respondiera un mensaje, preguntándome si mi equipo favorito de básquet tiene posibilidades de ganar el campeonato y otros asuntos aún más triviales.
Pero no me era suficiente con taladrarme la cabeza con todo eso, además, cada vez que uno de aquellos pensamientos surgía en mi interior, yo lo juzgaba y me reprochaba no tener la capacidad de anular esas nubes mentales. Y cuanto más intentaba rechazar el conflicto, más enredado me sentía.
Fue un círculo vicioso que duró la práctica totalidad del día, salvo unos cuantos instantes de lucidez, en los que sonreí al tropezarme con unos niños en el parque e impregnarme de la frescura de sus zancadas y su expresión de júbilo correteando entre los árboles.
Hasta que después de la cena y justo antes de irme a la cama, dio comienzo el malestar estomacal que mencioné al principio.
Y hoy, a pesar de la fiebre y el dolor de estómago, soy feliz; y todas las minucias de ayer me importan un bledo.
Hoy no me importa cuántos pelos tenga, ni tampoco que alguien quiera hablar conmigo o no, no me preocupa el resultado de un partido y mi vida se ha simplificado a descifrar qué alimentos logran quedarse dentro de mi barriga.
Y de algún modo, tengo la sensación de que todo saldrá bien mientras mis acciones las guie mi corazón. En este momento, percibo la vida como algo simple, como un campo fértil a disposición de la creatividad. Y tengo ganas de crear, tengo ganas de aprender y de respirar.
Veo con suprema claridad que tan solo tengo que limitarme a hacer lo que sienta en cada instante; comer cuando tenga hambre, dormir cuando sienta sueño, escribir cuando quiera expresar lo que se cuece en mis entrañas, correr cuando me llame el viento y salir a mirar las estrellas en las noches de cielos despejados, tan sencillo como eso.
Todavía no sé por qué mi pensamiento se dispersa, tampoco tengo respuesta al miedo que me sorprende de cuando en cuando al pasar por alguna esquina, incluso me he dado cuenta de que apenas sé quién soy. Y me he dado cuenta de que mientras busque alguna respuesta para esas preguntas, tan solo encontraré confusión por el camino.
Nos pasamos la vida intentando hallar la respuesta definitiva, en todos los ámbitos. Todas las religiones se jactan de poseer la clave del conocimiento, la psicología busca la llave que abra la puerta de la felicidad, la televisión nos vende los materiales necesarios para alcanzar el éxito. Y la mayor parte de las personas se pasan la vida buscando algo que les haga sentir realizados; algunos trabajan como mulas para lograrlo, otros se cobijan en la familia para conseguirlo, unos cuantos se embarcan en interminables viajes de descubrimiento personal y los hay quienes simplemente se despatarran sobre el sofá y se dejan absorber por una pantalla.
Yo he buscado, de todas las maneras posibles. Busqué reconocimiento, busqué pareja, amigos, busqué encajar y desencajar, busqué ser diferente y hasta incluso, durante un breve período de tiempo, busqué trabajo como empleado de McDonalds. He buscado fuera y dentro, he buscado resolver dudas, curar miedos, me he buscado a mí mismo, he buscado libros, películas y gente que me inspire. He creado teorías, he inventado métodos, he seguido reglas y lo único que he descubierto es que la simple y llana verdad es que no hay nada que buscar.
La vida transcurre ante nuestros ojos y todo cuanto necesitamos está ahí, esperando a que dejemos de experimentar la realidad a través de los conceptos que hemos creado de ella.
Sólo cuando dejemos de lado todas las imágenes que hemos creado del mundo y de nosotros mismos, podremos experimentar la auténtica libertad y la completa ausencia de temor.
Hace poco, dije que me sentía pequeñito al mirar a las estrellas; sin embargo, un par de días atrás, admirando el lienzo nocturno me di cuenta de que si alguien allí arriba, en cualquiera de esas lucecitas, me estuviera observando, también se sentiría minúsculo al observar nuestro planeta. ¿No es increíble?

De momento, eso es lo único que sé con total certeza, que ninguna vida es más grande o más importante que otra. Da igual que seas una estrella, un cachito de césped o un ser humano. 


domingo, 12 de abril de 2015

Margaritas

Todavía tengo lágrimas atoradas en los ojos, ansias de correr estancadas en mis piernas, nudos de sangre en el corazón y una profunda desconexión con la vida.
Estoy a punto de decir que estoy triste, pero la verdad es que no siento tristeza alguna. Tan solo noto un agujero en mi interior, un hoyo oscuro que me corroe. Me siento solo, desamparado y perdido.
Y rápidamente intento anclarme a algún estado de alegría anterior, rememorarlo, impregnarme con esas cálidas fragancias que hasta ayer mismo desprendía mi organismo. O por el contrario, intento imaginarme algún suceso futuro que se muestre más esperanzador que la mierda como me siento ahora. Pienso en un esperado reencuentro, me imagino terminando mi libro, subiendo a alguna montaña o mojando mis pies en algún río helado. Me pierdo en todo ese sinsentido de búsqueda, esperando encontrar algo que me rescate, que me alivie, que me cure.
Pero no veo nada, no hay luz, ni afuera, ni dentro; tan solo lámparas que engañan a mis sentidos. Y me siento muerto, como si mis pulmones ya no tuvieran un motivo para hincharse una vez más. Veo mis pequeñas preocupaciones, mis insignificantes pensamientos, tirándose de los pelos, corriendo de un lado a otro sin ningún motivo. Me veo a mí mismo, como un ensamblaje de músculos y huesos, sin nada que me pertenezca, sin amigos que contar, sin promesas que cumplir, sin objetivos, sin sueños ni ilusiones.
Y hace dos días, estaba tirado sobre una sábana primaveral, observando hormiguitas de la tierra trepar por el césped y posando mi nariz sobre las margaritas persiguiendo el sol. Sonreía y recibía la luz del medio día con los vellos del pecho al descubierto, cantando con el corazón, en sintonía con mi alma. Porque sé que el alma existe, y sé que existe porque no puedo demostrarlo, ni formular una hipótesis al respecto, no puedo medirla o dibujarla, encontrarla o buscarla en algún rincón oculto, por eso sé que existe. Y hace dos días, esa alma vibraba de felicidad, mientras que hoy, hoy no la siento ni la escucho.
¿Por qué? ¿Por qué la vida es un canto a la libertad una mañana y un puto escombro al siguiente despertar?
Un día lloro de alegría al ver el vuelo de una mariposa y al siguiente me topo con la gélida mirada de un ser humano. Un momento acaricio la corteza de un árbol y al siguiente escucho una motosierra talando otro.
El sufrimiento y el júbilo caminan de la mano, la mezquindad convive con el amor y la podredumbre acaricia a la belleza. Y no lo entiendo, no entiendo por qué pueden existir ballenas que cantan en el mar y gente dispuesta a cortarles la cabeza. No entiendo por qué hay padres que se alistan en el ejército para matar a los hijos de otros. No entiendo nuestros gustos, ni nuestros caprichos, no comprendo por qué vamos a restaurantes de manteles impolutos para que otros seres humanos nos traigan comidas exóticas a la mesa. No sé por qué creamos reglas para todo y a pesar de su absurdez, las aprendemos mejor que las tablas de multiplicar.
No entiendo nuestro mundo porque sé que algo mejor es posible, me duele tanto lo que siento porque una vida en armonía es algo real en mi corazón.
Y no me entiendo a mí, porque no sé quién soy, ni qué hago aquí. No sé por qué escribo, por qué salgo a correr o por qué lanzo balones a una canasta. No sé por qué bostezo al salir la luna, por qué sueño mientras duermo, por qué doy mil vueltas a la cama por las noches, por qué se me cae el pelo sobre la almohada y tampoco comprendo el motivo por el que me levanto por las mañanas. 
Por momentos me acerco, en otros me alejo y al final me doy cuenta que no estoy ni cerca ni lejos, que tan solo estoy aquí, que estoy asustado y que mirar a las estrellas me hace sentir pequeñito.
Y ahora, no tengo soluciones, estoy carente de respuestas y me siento un ignorante. Hace tiempo que no leo, que no busco modelos a seguir y que no ansío llevar capa y convertirme en un súper héroe. Hace tiempo que no escucho un chiste que extraiga carcajadas auténticas, aunque tal vez eso se deba a que ahora me río sin que nada le haga cosquillas a mi garganta.
Hoy, sin embargo, en el cuello tan solo noto nudos de arterias que me dejan sin respiración y me siento igual de perdido que en la primera letra de este texto.
Recuerdo que antes intentaba transmitir inspiración y optimismo en mis palabras, quería que mis párrafos cambiaran la vida de alguien, que dieran luz en las tardes grises, eso quería yo.
Y ahora, no sé por qué lo hago, no sé por qué me pongo en frente de una pantalla y doy rienda suelta a mis dedos para que aprieten teclas con desenfreno. No sé por qué meto una libretita negra en la mochila y transformo emociones en tinta negra.
Entonces, ¿Por qué escribo?
Hoy me pregunté eso mientras me desnudaba frente a un espejo antes de meterme a la ducha, y pensé en el libro que estoy creando, pensé en la historia que estoy contando y lo que quiero conseguir a través de esas páginas que relatan mi propia vida. Desempolvé las alas de mi imaginación y dejé que volara, vislumbrando una portada bonita, un título cautivador y la estantería de alguna librería, ¿Es eso lo que quiero?
Luego mi cerebro le arrancó las plumas a mi vuelo y se planteó una situación más realista, ya que aquello de la librería se le antojaba demasiado ilusorio. Así pues, sustituí las hojas de papel por un formato digital y me imaginé publicando la historia en internet. Luego, me detuve en seco y me sentí ridículo, ni siquiera me estaba permitiendo soñar, ¡Ni siquiera eso!
Así que retomé impulso y volví a despegar hacia el horizonte, esta vez sin restricciones o “cordura” alguna, y vi la portada de mi libro a través de amplios ventanales. Luego esa escena se difuminaba y aparecía yo en una sala rodeada de gente, presentando mi conmovedor relato; yo emitía un discurso profundo a la vez que gracioso y honesto y todos los presentes aplaudían, lo que me hinchaba de orgullo.
Y luego, giré la llave de la ducha de golpe, hacia el lado de menor temperatura. Necesitaba un jarro de agua fría.
 ¿Era eso lo que quería? O mejor dicho, ¿Para qué quería yo eso?
Reconocimiento, éxito, o como quieras llamarlo o adornarlo. ¿Escribo para que otros me lean? ¿Es eso? En teoría, no habría otro sentido, sino para qué coño voy a estar gastando mis latidos en esta sarta de letras.
Pero mientras el agua helada erizaba mi piel, me di cuenta de que si es ese el motivo por el que escribo, mejor apago el ordenador y utilizo la libreta negra para limpiarme el culo.
Da igual que busque ayudar a otros, servir de inspiración o ayudar a alguien, si lo hago por los demás, o por conseguir algo, por muy altruista que sea, no le veo sentido alguno.
Es como las margaritas que vi el otro día, eran tan preciosas que durante un segundo contemplé la posibilidad de arrancar una, tan solo para darme cuenta de lo ridículo que era eso. Era indiferente que quisiera arrancarla para quedármela y colgármela del pelo o dársela a una chica como ofrenda amorosa, en cualquier caso y por cualquiera que fuera el motivo, arrancar esa flor era igual de cruel.
Porque las margaritas no pertenecen a nadie, no pretenden ser bellas, admiradas o regaladas, solo crecen, se abren al sol y cierran sus pétalos para no pasar frío en las noches, así son ellas, así de sencillas.
Y si escribo, lo que surja de mi corazón será como una margarita.
Y las margaritas siguen expresando su hermosura aunque las corten, aunque las pisen, aunque los perros se meen encima. Las margaritas crecen y viven, se entregan por completo a la vida, con total vulnerabilidad. ¡Son tan frágiles! Tanto que hasta tengo miedo de matar alguna sin darme cuenta. Pero así es la vida, frágil, tierna y delicada; y por eso me duele tanto cuando la destruyo. Porque no hace falta construir una bomba o iniciar una guerra nuclear para destruirnos. Cada acto que realizamos sin amor, cada gesto de indiferencia a la injusticia, cada vez que justificamos nuestro egoísmo, cada vez que encarcelamos al niño que llevamos dentro por miedo a no encajar en un mundo de adultos, estamos destruyéndonos.
Y ahora lloro, una vez más, no sé si por alegría o porque me duele el alma, tal vez ambas cosas al mismo tiempo. Pero recuerdo, recuerdo una carta que me escribí a mí mismo el primer día del año, en la que después de dar un montón de rodeos puse con letras mayúsculas que mi único propósito era AMAR.
Y siempre lo he sabido. Lo supe cuando era niño y vi a un hombre azotar a un caballo, oí el sonido del látigo castigar la piel del animalito y yo rompí a llorar. Recuerdo que volví a casa corriendo y busqué el abrazo de mi padre. Ese día yo recibí ese latigazo y el mundo entero lo sufrió, porque no hay diferencia entre un caballo y yo, entre el harapiento y el impoluto, nada nos diferencia del árbol que talamos, nada separa al que aprieta el gatillo del que recibe la bala.
Por eso, lo único que tiene sentido es amar, tan solo amar y abrazar todo lo que se deje abrazar. Ser una luz para uno mismo y dejar que esa chispita brille por sí sola, como las margaritas del parque, porque problemas tan complejos y conflictos tan profundos, solo pueden ser resueltos con la sencillez de una margarita.

Y nosotros, todos nosotros, somos margaritas.


viernes, 10 de abril de 2015

Vivamos de Corazón




Hoy quiero hablar de corazón, de ningún tema en concreto. Tan solo quiero escribir porque me siento vivo, porque estoy vivo, y aunque ya lo he dicho más de mil veces en este blog, no me cansaré de repetirlo, porque probablemente sea lo único auténtico que he dicho en toda mi vida.
Estoy vivo y hoy, una vez más he reído y he llorado. He conversado con una estrella y me he balanceado en un columpio pasada la media noche. He notado cómo el viento congelaba mis manos. Hoy salí a correr con cinco euros metidos en la funda del móvil y utilicé ese dinero para comprar setas y espárragos, que freí junto con puerros y tomate, para luego mezclarlo todo con macarrones, con un toque final de nata. Hoy disfruté de la comida y en cada bocado miraba el cielo azul a través de la ventana.
Hoy salí a correr con una camiseta sin mangas, mientras que el resto de la gente todavía se cubría el cuello con bufandas. La música guio mis pasos y llegué hasta la cima de una pequeña colina donde se alza un Jesucristo de cemento. Desde ahí, observé los molinos del horizonte y bebí agua cristalina de una fuente cercana. Luego seguí corriendo y Cuando “Born free” comenzó a sonar en mis oídos, aun con la respiración ajetreada a causa del ritmo, canté con todas mis fuerzas, porque no solo me sentía libre, sino que de verdad era libre y todavía lo soy. Y extendí los brazos, cerré los ojos  y noté cómo la piel se me erizaba y los pulmones se abrían.
Me duché con agua fría y bailé mientras lo hacía. Vi un video porno, me casqué una paja y dormí una siesta de dos horas en la que soñé algo que no recuerdo. Y sí, vi porno y me masturbé. La verdad, ya estoy empezando a sudar por completo de la imagen que doy a los demás y ya no tengo ninguna reputación que mantener, así que, ¿Para qué mentir?
Bueno, después de la siesta me entraron ganas de dar un paseo y fue entonces cuando tuvo lugar la conversación con la estrella, con la que estuve reflexionando sobre diversos temas en voz alta y en inglés, porque sentía que tenía que comunicarme con ella en dicho idioma.
Cuando regresé a casa abrí el ordenador, me metí a youtube y puse “Krishnamurti” en el buscador. Sin embargo, acabé viendo un buen puñado de vídeos de un chico estadounidense que hablaba de sus propias experiencias y su evolución personal. Sentí una fuerte conexión con este joven y observé que estaba hablando de lo que yo mismo estoy atravesando.
Luego me apeteció comer algo y volví a echar mano de los macarrones que había preparado antes. Me serví una buena cantidad en una fuente de cristal y me los comí en la cocina.
Para entonces mi reloj marcaba más de las 23.30 y se me ocurrió continuar con el libro que estoy escribiendo; pero para eso necesitaba música y en youtube una vez más, fui a dar con el concierto de un músico que no paro de escuchar desde hace un par de días.
Empecé a ver el vídeo y ya me disponía a abrir el documento de Word para comenzar a darle al teclado, pero de repente, me vino a la cabeza dar otro paseo; así que cogí mi chaqueta, me puse unos pantalones y salí a la calle.
Fue en ese momento cuando me dirigí al parque infantil de los columpios y ahí me pasé un buen rato, impulsándome con las piernas y cerrando los ojos.
Mientras me columpiaba, tuve la sensación de no saber dónde estaba. Solo era consciente de que mi cuerpo se deslizaba por el aire y que algo se removía en mi pecho a medida que aceleraba.
Finalmente me bajé de los columpios de un salto y me dediqué a absorber el frío de la noche, de pie, en medio de un parque infantil, con la luna llena como único testigo.
Hasta que el frescor del aire me hizo pensar en una infusión y me dirigí una vez más a casa. Allí puse el agua a hervir y me preparé un vaso gigante de té verde con miel.
Con las manos calentándose en el vaso fui hasta el ordenador y puse a correr el vídeo del concierto.
Y entonces, estuve en el concierto, de verdad. No vi un vídeo de un músico cantando en un festival holandés de 2013, estuve ahí. Puede parecer que estoy drogado, que me invento cosas o que no soy realista, pero estoy siendo más realista que nunca y ya no intento dar explicaciones mentales a aquello que no se puede explicar de manera cognitiva.
Así pues, me fui a ese concierto en Holanda del año 2013 y me impregné de la voz ronca y aguda del cantante, reí con sus bromas, canté los coros de las canciones y ondeé los brazos al aire al son de la música. La persona que estaba encima del escenario cantaba sobre la vida, cantaba a la vida y lo hacía de corazón, y eso se nota. Se nota cuando algo te sale del alma, porque brota calentito, humeante como el arroz recién hecho, y sale con sencillez, con una facilidad pasmosa y te inunda. Así cantaba el hombrecito del escenario, con sus ojos despiertos y sus piernas flacuchas, sonriendo con un huequecito entre los dientes y con las venas del cuello hinchadas a causa de la pasión del momento.
Yo lloré, lloré mucho, de auténtica felicidad; porque en sus canciones se desprendía un sufrimiento precioso, un profundo desasosiego vital, algo auténtico que no pretendía esconderse ni camuflarse, sino que salía con fuerza, con los puños en alto.
Y mis ojos se convirtieron en una cascada con el último tema, uno que decía que tenemos agujeros en nuestro corazón, agujeros en nuestra vida, que tenemos agujeros en todos lados, pero que de algún modo continuamos hacia adelante. ¿No es algo bello?
Qué bello es ver gente que sufre, que duda y que se pierde; es algo mágico ver llorar a alguien sin reprimirse, escuchar una maldición que no se tapa la boca.
Porque solo las personas que no huyen de ese vacío que nos consume, solo aquellas que no escapan del dolor y que no pretenden poner parches a su tristeza, solo ellas son capaces de reír con ligereza, de caminar sin prisas y amar sin cargas; porque alguien que de verdad ha tocado fondo, no tiene nada que perder. Y cuando ya no te queda nada, entonces puedes hablar sin tapujos, gritar mientras corres, columpiarte a media noche, hablarle en inglés a las estrellas o ir a un concierto de hace dos años y llorar.

Vivamos de corazón, salga lo que salga, te aseguro que vale la pena.

sábado, 4 de abril de 2015

Hay un pajarito enjaulado


Hay un pajarito en la sala, tiene plumas amarillas, pico puntiagudo y la cola alargada. Está encerrado en una jaula y se pasa el día saltando entre los soportes de su celda. A veces canta al mediodía, pero no vuela. El pajarito no vuela. Ni siquiera sé si puede hacerlo.
Quisiera soltarlo, abrir la ventana y dejar que se escape de esta prisión. Pero el pajarito no es mío, y aunque ningún ser vivo pertenece a nadie, no sé cómo se tomarían sus supuestos dueños que yo me deshiciera de su mascota.
El pajarito confunde el día con la noche, a causa de las luces artificiales a las que se ve sometido. Pobre pajarito, tal vez ni siquiera recuerde lo que es surcar el cielo, puede que incluso ya haya nacido entre barrotes y criado entre humanos; quizás ya desde que era un huevo estaba condenado a ser un entretenimiento para alguna persona.
Y yo sufro, porque el pajarito me mira y yo me siento impotente. ¿Cómo ayudarlo? Y sigo dándole vueltas a la idea de soltarlo, pero también tengo miedo de que muera, desacostumbrado al mundo exterior, y por miedo a que le pase algo, lo dejo ahí, dando saltitos en un perímetro minúsculo.
No entiendo por qué encerramos pajaritos en jaulas. No entiendo por qué queremos tener mascotas y condenarlas a vivir en nuestras propias prisiones. No entiendo por qué tenemos que sacar a pasear a los perros y tener cajas de arena para que los gatos puedan cagar. No entiendo que queramos utilizar mulas de carga y dar latigazos sobre los lomos de un caballo para ir más de prisa. No sé por qué criamos pollos y marcamos a las vacas con hierro candente.
Parece que no nos basta con matarnos los unos a los otros, con esclavizarnos, torturarnos y engañarnos. Parece que no es suficiente con hacinarnos entre cuatro paredes, establecer jerarquías y vivir atemorizados por la autoridad. Parece que necesitamos arrastrar con nosotros al resto de criaturas vivientes a ese estado de sufrimiento perpetuo.
Pero ese pajarito no tiene la culpa de nuestras elecciones, ¿Por qué tiene que pagar por ellas?
Probablemente yo esté sufriendo más que él mismo, tal vez él esté acostumbrado al cautiverio, al fin y al cabo, puede que sea lo único que conoce. Tal vez, a su manera, el pajarito sea feliz, o tal vez me esté contando excusas para no llorar al ver alas que no vuelan.
Y no se me ocurren soluciones, ni conclusiones alegres. No sé qué hacer para transformar esta historia en un cuento que albergue algo de esperanza.
Lo siento, pero no puedo… simplemente no puedo estar un día más escuchando sus cantos, observando ese cuerpecito de plumas… No puedo.
Y por eso, aunque suene como un cobarde, prefiero evitar pasar junto a esa jaula, prefiero cerrar los ojos y hacer como si ese pajarito no existiera.
La vida no tiene sentido si hay un pajarito encarcelado.
Ojalá se muera pronto, ojalá sus silbidos se apaguen y sus patas se quedan tiesas. Y ojalá todas las personas del mundo puedan ver sus ojos acristalados y sientan el fétido olor de su cuerpo putrefacto.
Tal vez así, las personas se den cuenta de que la vida no puede existir si no hay libertad.



viernes, 3 de abril de 2015

El dilema de las imágenes

“Las mejores cosas de la vida no se planean” Ese era mi lema. En cambio, lo que los demás me decían sonaba más o menos así: “Organiza y planea cada día de tu vida”
No pienso organizar mi vida, porque a pesar de no tener horarios ni seguir un calendario, mis días están impregnados de una caótica belleza. Sin embargo, he descubierto que la mente no sabe hacer otra cosa que generar planes y transformar experiencias previas en expectativas futuras; y ahí empieza el conflicto. Es entonces cuando uno comienza a preguntarse qué debe hacer, cuál será la mejor elección, qué alternativa me aportará mayores beneficios y un largo etcétera. Así es como empezamos a enredarnos en pensamientos inútiles y sentimos una imperiosa necesidad de controlarlos para tener algo de claridad ante tal torbellino mental.
Anular mi capacidad cerebral parece no ser una solución al problema, ya que haga lo que haga, el órgano que ocupa mi cabeza se vuelve a poner en marcha y a complicar aquello que antes era sencillo.
Así que le di otro enfoque al asunto y me pregunté si realmente había un problema que solucionar. Es decir, ¿Qué hay de malo en que la mente se desplace hacia el pasado y el futuro? ¿Qué tiene de complicado planificar una excursión a la montaña el fin de semana que viene?
La respuesta estaba clara, ese movimiento en sí no generaba ningún conflicto. Puedo organizar un viaje, contemplar la posibilidad de salir a correr al parque o quedarme en casa pintando sin que tenga que dudar o cuestionar cada pensamiento.
Una vez más, el problema tiene lugar cuando depositamos nuestra energía en esos pensamientos, en esos planes, es entonces cuando nos creamos una expectativa de ellos. Ahí empieza el conflicto, porque dejamos de vivir el presente para posicionarnos en una acción que todavía no ha ocurrido.
Esto ocurre con más frecuencia de la que creemos. Yo, por ejemplo, me he sorprendido varias veces dudando acerca de qué me prepararía para la cena, y pasarme la tarde entera pensando en unos macarrones con queso, esperando con ansias ese momento, poniéndome feliz por esa comida que iba a ingerir. ¿No es gracioso?
Y la conclusión de esa situación es que me habré perdido la tarde por estar pensando en los condenados macarrones.
Cuánta gente empieza la semana pensando en el viernes, esperando que llegue el buen tiempo, o que el invierno se vaya. Cuando depositas tu energía en el futuro, dejas de vivir y te sitúas en una posición de espera y así, la existencia se diluye entre fechas marcadas en rojo en el calendario.
Entonces, estamos diciendo que la generación de ideas futuras es una de las características propias de la mente y que tiene una utilidad práctica; pero que nosotros hemos convertido esa herramienta en un arma de autodestrucción.
Llegados a este punto, sería interesante preguntar por qué lo hacemos. ¿Por qué nos empeñamos con vivir en el futuro? ¿Por qué escapamos con tanta desesperación del presente?
Tal vez, la respuesta esté en el único espacio temporal que no hemos tocado: El pasado.
Solo alguien que vive en el pasado necesita posicionarse continuamente en el futuro. El pasado es la memoria, las experiencias personales, las ideas que te has creado, los conceptos que has interiorizado. En el pasado se encuentra tu identidad, la cual engloba todas las imágenes que has construido alrededor de lo que eres y el mundo que te rodea. Y lo que se hace de manera constante es proyectar todas esas imágenes hacia el futuro, para seguir construyendo la realidad en base a esa identidad.
Con todas esas idas y venidas entre lo que hemos sido (porque ninguna imagen representa lo que somos ahora) y lo que seremos, nos quedamos demasiado mareados como para dedicarnos a lo único que existe, que es este momento.
Podríamos especular acerca de qué podemos hacer para detener esta maquinaria, inventarnos algún método para reducir el estrés que generan las expectativas, controlar los pensamientos pasados y demás truquitos mentales; pero eso nos serviría tan solo para trazar círculos en la periferia del conflicto.
Por eso, dejémonos de palabrerías y vayamos al origen del asunto: ¿Para qué necesitamos crear una imagen de nosotros mismos? Y más importante aún, ¿Por qué nos hemos identificado con ella?
Me pregunto si es posible vivir sin ninguna imagen, sin estar identificado con nada; experimentar cada instante como algo fresco y nuevo, utilizando la mente tan solo como una herramienta y no pasar nuestros días divagando en lo que fuimos y lo que queremos ser.
Esa es la cuestión principal y tengo la sensación de que no necesita contestación. Porque si buscas alguna clase de respuesta, estás volviendo a caer en el juego de las imágenes, ya que tienes una expectativa de lo que pretendes encontrar.
Entonces, ¿Qué queda por hacer?
En primer lugar, ser sincero con uno mismo y preguntarse si uno de verdad siente la urgente necesidad de investigar y observar lo que se está dando en cada uno. Y lo único que puede movernos es una profunda disconformidad; porque solo cuando algo te es tremendamente incómodo lo sueltas sin dudarlo. Cuando acercas la mano a una hoguera, en cuanto el calor de las llamas roza tu piel, tú apartas la mano de inmediato, sin cuestionarlo. El vivir identificado con una imagen es igual de peligroso que rostizarte con el fuego, pero como es lo único que conocemos, nos aferramos a ella aunque nos queme y nos destruya.

Sin embargo, en muchas ocasiones pensamos que algunas de las imágenes que hemos creado son de utilidad y por eso las seguimos manteniendo. Pero no importa cuán apegados estemos a estas imágenes con las que nos identificamos, mientras quede el menor rastro de ellas, también habrá miedo, el miedo a perder aquello que somos, o mejor dicho, aquello que creemos que somos.

jueves, 2 de abril de 2015

¿De qué sirve la Hipocresía?

En el último texto que escribí decía estar perdido, admitir tener miedo  y tener la certeza de no saber qué hacer con mi vida. Al aceptar encontrarme en tal situación, todo ese peso que arrastraba a mis espaldas se diluyó como miel en agua caliente.
Fue increíble, porque me di cuenta de que el pretender ser algo que no era me estaba matando por dentro. Estaba empleando toda mi energía en mantenerme fuerte, en mostrarme sin temor alguno, sin atisbo de dudas, seguro del camino que se extendía bajo mis pies. Sin embargo, irónicamente, cuando dejó de importarme ser un saco de indecisión y dejé de buscar huellas que guiaran mis pasos, un suspiro de relajación brotó de mi alma.
¡Joder! Qué bien sienta quitarse un peso de encima.
Pero parece ser que la gente se empeña en cargarse los hombros con toneladas de apariencias.
Cuando le pregunto a alguien cómo está, casi siempre obtengo una respuesta positiva. Al parecer, todos están bien, o en el peor de los casos, “tirando”. Pero desde luego, nadie se encuentra ni remotamente perdido.
Recuerdo que una persona me dijo que las preguntas existenciales son para los adolescentes, ya que cuando el DNI te convierte en un adulto, tienes que dejar de cuestionarte quién eres y ponerte a hacer algo productivo para la sociedad.
Tengo serias dudas de que la persona que me dijo eso sepa quién es. Y Si no sabes quién eres y desconoces el propósito de tu existencia, ¿Cómo puedes hacer algo productivo?
Así, todos están obsesionados con hacer cosas, con conseguir objetivos, ganar premios, acumular títulos y alcanzar el éxito. Todos están haciendo algo, pero si me permito ser sincero, veo muy pocas acciones con sentido.
Por las mañanas, el transporte público de las ciudades parece llevar zombis en vez de personas. Gente pálida y mirada apagada, labios rígidos y brazos cruzados; así se empieza el día en la civilización. Pero si le preguntas a alguno de ellos si se encuentra a gusto con su vida, seguramente te dirá que sí; tal vez se quejen por la crisis, la actitud déspota de algún jefe, o los apuros con la hipoteca, pero si no fuera por esos factores externos, todos estarían de perlas.
Yo no me lo trago, porque veo que la calle está plagada de hipocresía. Veo que nadie quiere dejar de mirar fuera y preguntarse si realmente es feliz. Todos parecen saber exactamente lo que quieren; porque es lo que nos enseñan.
Ya desde la primaria los profesores me preguntaban qué quería ser de mayor, y sin haber cambiado la voz por completo ya me empezaron a exigir tener claro a qué me dedicaría en el futuro; y en bachillerato, te miraban raro si todavía no sabías qué querías estudiar.
Así funciona el mundo, es una búsqueda constante de seguridad; y para estar seguro tienes que tener las cosas claras, no hay espacio para las dudas.
Sin embargo, solo si te permites dudar, tanto de lo que dicen los demás, como de los conceptos que has creado en base a tu experiencia, podrás descubrir lo que quieres hacer y cómo quieres vivir.
Una vez más, haré hincapié en que a medida que pasan los años, menos cabida para cuestionar existe; la vida se hace más rígida debido a las constantes apariencias que hay que mantener. A medida que el calendario te dice que eres más mayor, te haces más tolerante a las ataduras y la monotonía.
Hasta que llega un punto en el que resulta más fácil mantener una existencia rutinaria y mentirte a la cara diciendo que eres feliz viviendo de esa manera, antes que admitir que nada de lo que haces tiene sentido.
Parte de esta alergia a la sinceridad se ve reforzada con la idea de que el sufrimiento es inherente a la vida y que una plenitud total es una mera idea utópica.
Y si no te permites cuestionarte esta creencia, por supuesto que la plenitud será una utopía.
Por eso, porque la gente considera al sufrimiento como algo normal, pretende hacer como que todo marcha sobre ruedas.
Cuando he pisado alguna discoteca, a pesar de que casi nadie baila y que la gente se limita a mover los hombros sosteniendo un vaso, en el momento que alguien sugiere tomar una foto, todos sacan a relucir su mejor sonrisa, para volver a su insulsa actitud una vez disparado el flash. Eso mismo ocurre en todas las facetas de la vida.
Quien de verdad reboce alegría y su corazón lata con el entusiasmo de un niño, que deje de leer, para todos los demás:
¡Dejémonos ya de estupideces! ¡Dejémonos de apariencias! De risas forzadas, de cumplidos vacíos, de felicitaciones de cumpleaños por mero compromiso, dejemos de ver el problema en el esposo, en el marido, en la universidad o en el trabajo.
Paremos, tan solo por un segundo paremos la rueda de hámster en la que nos pasemos los días. Respiremos hondo, demos un paseo por el parque, observemos los patos de un estanque, caminemos por alguna montaña o tirémonos sobre alguna porción de césped verde y pongamos nuestra atención en este instante, en este momento que tanto eludimos con expectativas y recuerdos. Y en esa quietud, preguntémonos si toda esta sociedad que hemos creado tiene algún sentido.
Dejemos de temer al miedo, no nos cubramos de armaduras para sentirnos protegidos, ni tracemos senderos en busca de seguridad.
Seamos sinceros. Gritemos cuando algo nos queme por dentro, derramemos lágrimas y dejémoslas correr como ríos surcando mejillas. Soltemos carcajadas por los errores pasados y encojámonos de hombros cuando nos pregunten por el mañana.
Libérate de culpas y vacíate de responsabilidades. Porque la única responsabilidad que tienes es ser lo suficientemente valiente para ser tú mismo.

Despojémonos de yelmos y petos, pues la auténtica fortaleza reside en aquel que se atreve a caminar con el corazón al descubierto.