“Las mejores cosas de la vida no se planean” Ese era mi
lema. En cambio, lo que los demás me decían sonaba más o menos así: “Organiza y
planea cada día de tu vida”
No pienso organizar mi vida, porque a pesar de no tener
horarios ni seguir un calendario, mis días están impregnados de una caótica
belleza. Sin embargo, he descubierto que la mente no sabe hacer otra cosa que
generar planes y transformar experiencias previas en expectativas futuras; y
ahí empieza el conflicto. Es entonces cuando uno comienza a preguntarse qué
debe hacer, cuál será la mejor elección, qué alternativa me aportará mayores
beneficios y un largo etcétera. Así es como empezamos a enredarnos en
pensamientos inútiles y sentimos una imperiosa necesidad de controlarlos para
tener algo de claridad ante tal torbellino mental.
Anular mi capacidad cerebral parece no ser una solución al
problema, ya que haga lo que haga, el órgano que ocupa mi cabeza se vuelve a
poner en marcha y a complicar aquello que antes era sencillo.
Así que le di otro enfoque al asunto y me pregunté si
realmente había un problema que solucionar. Es decir, ¿Qué hay de malo en que
la mente se desplace hacia el pasado y el futuro? ¿Qué tiene de complicado
planificar una excursión a la montaña el fin de semana que viene?
La respuesta estaba clara, ese movimiento en sí no generaba
ningún conflicto. Puedo organizar un viaje, contemplar la posibilidad de salir
a correr al parque o quedarme en casa pintando sin que tenga que dudar o
cuestionar cada pensamiento.
Una vez más, el problema tiene lugar cuando depositamos
nuestra energía en esos pensamientos, en esos planes, es entonces cuando nos
creamos una expectativa de ellos. Ahí empieza el conflicto, porque dejamos de
vivir el presente para posicionarnos en una acción que todavía no ha ocurrido.
Esto ocurre con más frecuencia de la que creemos. Yo, por
ejemplo, me he sorprendido varias veces dudando acerca de qué me prepararía
para la cena, y pasarme la tarde entera pensando en unos macarrones con queso,
esperando con ansias ese momento, poniéndome feliz por esa comida que iba a
ingerir. ¿No es gracioso?
Y la conclusión de esa situación es que me habré perdido la
tarde por estar pensando en los condenados macarrones.
Cuánta gente empieza la semana pensando en el viernes,
esperando que llegue el buen tiempo, o que el invierno se vaya. Cuando
depositas tu energía en el futuro, dejas de vivir y te sitúas en una posición
de espera y así, la existencia se diluye entre fechas marcadas en rojo en el
calendario.
Entonces, estamos diciendo que la generación de ideas
futuras es una de las características propias de la mente y que tiene una
utilidad práctica; pero que nosotros hemos convertido esa herramienta en un
arma de autodestrucción.
Llegados a este punto, sería interesante preguntar por qué lo
hacemos. ¿Por qué nos empeñamos con vivir en el futuro? ¿Por qué escapamos con
tanta desesperación del presente?
Tal vez, la respuesta esté en el único espacio temporal que
no hemos tocado: El pasado.
Solo alguien que vive en el pasado necesita posicionarse
continuamente en el futuro. El pasado es la memoria, las experiencias
personales, las ideas que te has creado, los conceptos que has interiorizado. En
el pasado se encuentra tu identidad, la cual engloba todas las imágenes que has
construido alrededor de lo que eres y el mundo que te rodea. Y lo que se hace
de manera constante es proyectar todas esas imágenes hacia el futuro, para
seguir construyendo la realidad en base a esa identidad.
Con todas esas idas y venidas entre lo que hemos sido
(porque ninguna imagen representa lo que somos ahora) y lo que seremos, nos
quedamos demasiado mareados como para dedicarnos a lo único que existe, que es
este momento.
Podríamos especular acerca de qué podemos hacer para detener
esta maquinaria, inventarnos algún método para reducir el estrés que generan
las expectativas, controlar los pensamientos pasados y demás truquitos
mentales; pero eso nos serviría tan solo para trazar círculos en la periferia
del conflicto.
Por eso, dejémonos de palabrerías y vayamos al origen del
asunto: ¿Para qué necesitamos crear una imagen de nosotros mismos? Y más
importante aún, ¿Por qué nos hemos identificado con ella?
Me pregunto si es posible vivir sin ninguna imagen, sin
estar identificado con nada; experimentar cada instante como algo fresco y
nuevo, utilizando la mente tan solo como una herramienta y no pasar nuestros
días divagando en lo que fuimos y lo que queremos ser.
Esa es la cuestión principal y tengo la sensación de que no
necesita contestación. Porque si buscas alguna clase de respuesta, estás
volviendo a caer en el juego de las imágenes, ya que tienes una expectativa de
lo que pretendes encontrar.
Entonces, ¿Qué queda por hacer?
En primer lugar, ser sincero con uno mismo y preguntarse si
uno de verdad siente la urgente necesidad de investigar y observar lo que se
está dando en cada uno. Y lo único que puede movernos es una profunda
disconformidad; porque solo cuando algo te es tremendamente incómodo lo sueltas
sin dudarlo. Cuando acercas la mano a una hoguera, en cuanto el calor de las
llamas roza tu piel, tú apartas la mano de inmediato, sin cuestionarlo. El
vivir identificado con una imagen es igual de peligroso que rostizarte con el
fuego, pero como es lo único que conocemos, nos aferramos a ella aunque nos
queme y nos destruya.
Sin embargo, en muchas ocasiones pensamos que algunas de las
imágenes que hemos creado son de utilidad y por eso las seguimos manteniendo.
Pero no importa cuán apegados estemos a estas imágenes con las que nos
identificamos, mientras quede el menor rastro de ellas, también habrá miedo, el
miedo a perder aquello que somos, o mejor dicho, aquello que creemos que somos.
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