miércoles, 15 de abril de 2015

Fiebre

Anoche me acosté con el estómago un tanto revuelto y esta mañana desperté con las tripas tronando. Cuando me levanté para ir al baño, noté que las piernas me temblaron y que algo líquido se revolvía dentro de mí. En cuanto me senté en el váter constaté que tenía diarrea.
La cabeza me latía y sentía un martilleo constante en el cráneo, me notaba caliente y la espalda hecha un nudo. Estaba enfermo.
Desde hacía algunos meses mi cuerpo estaba funcionando a la perfección, pero hoy se descompuso.
Me he pasado casi todo el día revolviéndome en la cama, temblando y saliendo de la habitación tan solo para soltar lastre o coger un plátano de la cocina.
Y ahora tengo una sensación extraña. Me siento débil, pero no estoy mal; es más, incluso estoy feliz. Y no he hecho nada para provocar este estado de alegría; no he salido a correr por algún prado verde, ni he leído un libro cuyas palabras me inspiren, tan solo he estado postrado sobre un colchón, con el pelo metiéndose entre mis orejas.
Ayer, en cambio, cuando mi organismo estaba sano y mis músculos rebosaban juventud, sentía que me asfixiaba y que mi mente buscaba cualquier excusa para mantenerse preocupada. Era como si de manera voluntaria hubiera querido mantenerme en un estado de constante conflicto; ya sea mirándome al espejo y viendo si se me está cayendo el pelo, esperando que un amigo respondiera un mensaje, preguntándome si mi equipo favorito de básquet tiene posibilidades de ganar el campeonato y otros asuntos aún más triviales.
Pero no me era suficiente con taladrarme la cabeza con todo eso, además, cada vez que uno de aquellos pensamientos surgía en mi interior, yo lo juzgaba y me reprochaba no tener la capacidad de anular esas nubes mentales. Y cuanto más intentaba rechazar el conflicto, más enredado me sentía.
Fue un círculo vicioso que duró la práctica totalidad del día, salvo unos cuantos instantes de lucidez, en los que sonreí al tropezarme con unos niños en el parque e impregnarme de la frescura de sus zancadas y su expresión de júbilo correteando entre los árboles.
Hasta que después de la cena y justo antes de irme a la cama, dio comienzo el malestar estomacal que mencioné al principio.
Y hoy, a pesar de la fiebre y el dolor de estómago, soy feliz; y todas las minucias de ayer me importan un bledo.
Hoy no me importa cuántos pelos tenga, ni tampoco que alguien quiera hablar conmigo o no, no me preocupa el resultado de un partido y mi vida se ha simplificado a descifrar qué alimentos logran quedarse dentro de mi barriga.
Y de algún modo, tengo la sensación de que todo saldrá bien mientras mis acciones las guie mi corazón. En este momento, percibo la vida como algo simple, como un campo fértil a disposición de la creatividad. Y tengo ganas de crear, tengo ganas de aprender y de respirar.
Veo con suprema claridad que tan solo tengo que limitarme a hacer lo que sienta en cada instante; comer cuando tenga hambre, dormir cuando sienta sueño, escribir cuando quiera expresar lo que se cuece en mis entrañas, correr cuando me llame el viento y salir a mirar las estrellas en las noches de cielos despejados, tan sencillo como eso.
Todavía no sé por qué mi pensamiento se dispersa, tampoco tengo respuesta al miedo que me sorprende de cuando en cuando al pasar por alguna esquina, incluso me he dado cuenta de que apenas sé quién soy. Y me he dado cuenta de que mientras busque alguna respuesta para esas preguntas, tan solo encontraré confusión por el camino.
Nos pasamos la vida intentando hallar la respuesta definitiva, en todos los ámbitos. Todas las religiones se jactan de poseer la clave del conocimiento, la psicología busca la llave que abra la puerta de la felicidad, la televisión nos vende los materiales necesarios para alcanzar el éxito. Y la mayor parte de las personas se pasan la vida buscando algo que les haga sentir realizados; algunos trabajan como mulas para lograrlo, otros se cobijan en la familia para conseguirlo, unos cuantos se embarcan en interminables viajes de descubrimiento personal y los hay quienes simplemente se despatarran sobre el sofá y se dejan absorber por una pantalla.
Yo he buscado, de todas las maneras posibles. Busqué reconocimiento, busqué pareja, amigos, busqué encajar y desencajar, busqué ser diferente y hasta incluso, durante un breve período de tiempo, busqué trabajo como empleado de McDonalds. He buscado fuera y dentro, he buscado resolver dudas, curar miedos, me he buscado a mí mismo, he buscado libros, películas y gente que me inspire. He creado teorías, he inventado métodos, he seguido reglas y lo único que he descubierto es que la simple y llana verdad es que no hay nada que buscar.
La vida transcurre ante nuestros ojos y todo cuanto necesitamos está ahí, esperando a que dejemos de experimentar la realidad a través de los conceptos que hemos creado de ella.
Sólo cuando dejemos de lado todas las imágenes que hemos creado del mundo y de nosotros mismos, podremos experimentar la auténtica libertad y la completa ausencia de temor.
Hace poco, dije que me sentía pequeñito al mirar a las estrellas; sin embargo, un par de días atrás, admirando el lienzo nocturno me di cuenta de que si alguien allí arriba, en cualquiera de esas lucecitas, me estuviera observando, también se sentiría minúsculo al observar nuestro planeta. ¿No es increíble?

De momento, eso es lo único que sé con total certeza, que ninguna vida es más grande o más importante que otra. Da igual que seas una estrella, un cachito de césped o un ser humano. 


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