Anoche me acosté con el estómago un tanto revuelto y esta
mañana desperté con las tripas tronando. Cuando me levanté para ir al baño,
noté que las piernas me temblaron y que algo líquido se revolvía dentro de mí.
En cuanto me senté en el váter constaté que tenía diarrea.
La cabeza me latía y sentía un martilleo constante en el
cráneo, me notaba caliente y la espalda hecha un nudo. Estaba enfermo.
Desde hacía algunos meses mi cuerpo estaba funcionando a la
perfección, pero hoy se descompuso.
Me he pasado casi todo el día revolviéndome en la cama,
temblando y saliendo de la habitación tan solo para soltar lastre o coger un
plátano de la cocina.
Y ahora tengo una sensación extraña. Me siento débil, pero
no estoy mal; es más, incluso estoy feliz. Y no he hecho nada para provocar
este estado de alegría; no he salido a correr por algún prado verde, ni he
leído un libro cuyas palabras me inspiren, tan solo he estado postrado sobre un
colchón, con el pelo metiéndose entre mis orejas.
Ayer, en cambio, cuando mi organismo estaba sano y mis
músculos rebosaban juventud, sentía que me asfixiaba y que mi mente buscaba
cualquier excusa para mantenerse preocupada. Era como si de manera voluntaria
hubiera querido mantenerme en un estado de constante conflicto; ya sea
mirándome al espejo y viendo si se me está cayendo el pelo, esperando que un
amigo respondiera un mensaje, preguntándome si mi equipo favorito de básquet
tiene posibilidades de ganar el campeonato y otros asuntos aún más triviales.
Pero no me era suficiente con taladrarme la cabeza con todo
eso, además, cada vez que uno de aquellos pensamientos surgía en mi interior,
yo lo juzgaba y me reprochaba no tener la capacidad de anular esas nubes
mentales. Y cuanto más intentaba rechazar el conflicto, más enredado me sentía.
Fue un círculo vicioso que duró la práctica totalidad del
día, salvo unos cuantos instantes de lucidez, en los que sonreí al tropezarme
con unos niños en el parque e impregnarme de la frescura de sus zancadas y su
expresión de júbilo correteando entre los árboles.
Hasta que después de la cena y justo antes de irme a la
cama, dio comienzo el malestar estomacal que mencioné al principio.
Y hoy, a pesar de la fiebre y el dolor de estómago, soy
feliz; y todas las minucias de ayer me importan un bledo.
Hoy no me importa cuántos pelos tenga, ni tampoco que
alguien quiera hablar conmigo o no, no me preocupa el resultado de un partido y
mi vida se ha simplificado a descifrar qué alimentos logran quedarse dentro de
mi barriga.
Y de algún modo, tengo la sensación de que todo saldrá bien
mientras mis acciones las guie mi corazón. En este momento, percibo la vida
como algo simple, como un campo fértil a disposición de la creatividad. Y tengo
ganas de crear, tengo ganas de aprender y de respirar.
Veo con suprema claridad que tan solo tengo que limitarme a
hacer lo que sienta en cada instante; comer cuando tenga hambre, dormir cuando
sienta sueño, escribir cuando quiera expresar lo que se cuece en mis entrañas,
correr cuando me llame el viento y salir a mirar las estrellas en las noches de
cielos despejados, tan sencillo como eso.
Todavía no sé por qué mi pensamiento se dispersa, tampoco
tengo respuesta al miedo que me sorprende de cuando en cuando al pasar por
alguna esquina, incluso me he dado cuenta de que apenas sé quién soy. Y me he
dado cuenta de que mientras busque alguna respuesta para esas preguntas, tan
solo encontraré confusión por el camino.
Nos pasamos la vida intentando hallar la respuesta
definitiva, en todos los ámbitos. Todas las religiones se jactan de poseer la
clave del conocimiento, la psicología busca la llave que abra la puerta de la
felicidad, la televisión nos vende los materiales necesarios para alcanzar el
éxito. Y la mayor parte de las personas se pasan la vida buscando algo que les
haga sentir realizados; algunos trabajan como mulas para lograrlo, otros se
cobijan en la familia para conseguirlo, unos cuantos se embarcan en
interminables viajes de descubrimiento personal y los hay quienes simplemente
se despatarran sobre el sofá y se dejan absorber por una pantalla.
Yo he buscado, de todas las maneras posibles. Busqué
reconocimiento, busqué pareja, amigos, busqué encajar y desencajar, busqué ser
diferente y hasta incluso, durante un breve período de tiempo, busqué trabajo
como empleado de McDonalds. He buscado fuera y dentro, he buscado resolver
dudas, curar miedos, me he buscado a mí mismo, he buscado libros, películas y
gente que me inspire. He creado teorías, he inventado métodos, he seguido
reglas y lo único que he descubierto es que la simple y llana verdad es que no
hay nada que buscar.
La vida transcurre ante nuestros ojos y todo cuanto
necesitamos está ahí, esperando a que dejemos de experimentar la realidad a
través de los conceptos que hemos creado de ella.
Sólo cuando dejemos de lado todas las imágenes que hemos
creado del mundo y de nosotros mismos, podremos experimentar la auténtica
libertad y la completa ausencia de temor.
Hace poco, dije que me sentía pequeñito al mirar a las
estrellas; sin embargo, un par de días atrás, admirando el lienzo nocturno me
di cuenta de que si alguien allí arriba, en cualquiera de esas lucecitas, me
estuviera observando, también se sentiría minúsculo al observar nuestro
planeta. ¿No es increíble?
De momento, eso es lo único que sé con total certeza, que
ninguna vida es más grande o más importante que otra. Da igual que seas una
estrella, un cachito de césped o un ser humano.
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