Siempre he tenido miedo. Siempre.
Recuerdo huellas de jaguar cerca de una laguna y salir
corriendo con lágrimas en los ojos. Quizás esos felinos con manchas en forma de
mariposas fueron mi primer gran temor. Luego el número de miedos aumentó de manera
paulatina; empecé a tener miedo a mi padre, a los profesores de la escuela, a
los exámenes y a los ladrones.
El miedo se fue colando en cada una de las facetas de mi
vida y me acompañaba en cada paso que daba.
Cuando vine a España, como buen adolescente, tenía miedo a no
encajar, a estar solo, tenía miedo a quedarme rezagado en esa ridícula carrera
que todos emprenden por crecer deprisa. Tenía miedo a fracasar, ya con 15 años
me preguntaba si tendría éxito en mi vida y si sería capaz de poder comprar una
casa bonita cuando fuera mayor. Después, también llegaron los típicos temores
de la edad de las turbulencias y me aterraba no poder consumar una relación física
con el sexo opuesto.
Unos cuantos años después, tras un período de acné y algunas
heridas menores en mi corazoncito, por fin sentí la calidez de otros labios
sobre los míos.
Pero el miedo no se marchó, tan solo creció y comenzó a
alimentarse de mis ilusiones, de mis sueños, salpicando de dudas a las semillas
del amor.
Y cuantas más velas de cumpleaños soplaba, más complicada se
hacía la vida. A veces me preguntaba qué haría cuando fuera un adulto, hasta
que me di cuenta de que ya me había convertido en uno. Ya no había tiempo para
divagar sobre lo que haría cuando fuera “grande”, el período de dudas había
caducado.
Tenía miedo a vivir en un mundo al que yo no pertenecía,
tenía miedo a morir en un lugar gris, tenía miedo a no dejar huellas, y miedo a
las huellas que pudiera dejar. Tenía miedo a la compañía y a mi soledad, tenía
miedo a que las selvas se quedaran sin árboles y mi corazón vacío de
inspiración. Tenía miedo a perder lo que tenía y miedo a no tener suficiente.
Tenía miedo a la codicia y caer presa de ella, tenía miedo a las enfermedades
que te dejan postrado sobre la cama, y miedo a los relojes, con sus agujas
incansables, recordándome que el tiempo se me agotaba. Y yo tenía miedo a que
los segundos se me escaparan por intentar agarrarlos, tenía miedo a las
decisiones que tomaba y a las consecuencias que traerían.
Y hasta ahora, lo único que siempre he querido es liberarme
del miedo, matarlo y sepultarlo. Siempre he concebido al miedo como un enemigo
a batir, un obstáculo hacia mi libertad. Pero nunca me he preguntado por qué
estoy asustado. Nunca me he dado un abrazo, ni me he observado con una mirada
cariñosa cuando estaba cubierto de temor. En vez de eso, cuando el miedo me
impregnaba con su fragancia, yo me sentía despreciable y tan solo pretendía
quitármelo de encima.
Si desprecio al miedo, me estoy despreciando a mí mismo,
porque ese miedo vive y late bajo mi piel.
¿Pero saben qué?
A lo único que ya no tengo miedo, es al miedo mismo. No
tengo miedo a asustarme, a arriesgarme y jugarme el pellejo por algo que amo,
no tengo miedo a ser sincero y ruborizarme. No tengo miedo a salir a la calle
sin desodorante y abrir los brazos con redondeles de sudor en las axilas.
Me he cansado de luchar contra el miedo y contra mí mismo.
No quiero librarme del temor, ni expulsarlo de mi organismo, porque eso ya lo
he intentado; y éste se agarró con más fuerza a mis entrañas. Tan solo quiero
vivir, sin cuestionarme cada movimiento. Tan solo observar lo que brota en mi
interior, sin juzgarme, sin rechazarme, sin tacharme de héroe o villano.
Y en este momento, el miedo se ha marchado de la habitación,
dejándome solo ante esta pantalla de 15 pulgadas.
Una vez dije que el amor es la condición natural en la que
te encuentras cuando fluyes con la vida. Pues el miedo es tu estado natural
cuando has puesto piedras que obstaculizan la corriente; el miedo eres tú
mismo, cuando te niegas la posibilidad de correr libre con el río. Y desde
luego, el río también eres tú.
Ahora hasta me parece gracioso, tal vez porque lo sea.
Si ves que estás cargando con piedras que estanquen tus
aguas, para qué enfadarte contigo, para qué reprocharte arrastrar ese peso,
lamentarte por el sinsentido de tus acciones y buscar una solución al respecto.
¡Tan solo deja la piedra y zambúllete en el agua! ¡Chapotea! ¡Nada y bebe! ¡Ríe
y sacúdete como un cachorro! Al menos eso es lo que voy a hacer yo.
Me voy a vivir, ya les contaré qué tal me va por el camino.
¡Hasta la próxima!
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