Cuando te conocí, en septiembre de 2014, estabas aprendiendo
a pronunciar tu nombre de España: Guille.
Ayer, cuando vi el discurso que diste en tu graduación, lloré.
Lloré antes de que dijeras una sola palabra. Y aplaudí, sí, aplaudí cuando te
llamaron al escenario, del otro lado del Atlántico.
Supongo que verte fue destapar mi corazón de emociones. Y
por mi cabeza pasaron ráfagas de nuestros paseos por Madrid. Tú llamándome después
de cenar, andando de noche, alumbrados por las farolas y el tráfico de la
ciudad. Tantas conversaciones tuvimos en las que pude ser yo mismo. Tantas
conversaciones en las que pude escucharte, reflexionar y callar.
Ayer, cuando te escuché hablar, al frente de tu universidad,
no sé, me sentí orgulloso. “Yo soy amigo de ese tipito” decía dentro de mí.
Tus preguntas. Me encantan tus preguntas. Esas preguntas que
te despojan de convencionalismos y ponen en marcha tus neuronas. Esas preguntas
que solo se puede responder con vulnerabilidad. Contigo, es un placer ser
vulnerable y sentirme pequeño, y dudar y tener miedo.
Recuerdo cuando volviste de Francia y te fui a buscar a
Moncloa. Era primavera y las hojas de los árboles silbaban con el viento.
Hablamos un buen rato, poniendo al día nuestras vidas. Pero al final,
encontramos un banquito cerca del templo de Debot y tocaste la flauta. Tu
cabeza y tus brazos se movían al son de la melodía, había tanta armonía en ese
instante, todo estaba en su sitio. Las ramas meciéndose con la velocidad justa,
la brisa purificando el aire, el silencio inusual de la capital. Qué belleza.
Te vi feliz ayer, y eso fue lo que más me alegró. Pero
también te vi nervioso, pero de esos nervios que preceden a un acto de valentía.
Luego nos encontramos en Estados Unidos, en San Antonio.
Recuerdo el downtown, y nosotros corriendo por esas calles iluminadas y esos
parques llenos de niños. Recuerdo las bicis, el concierto de jazz al que no
prestamos mucha atención. Y claro, nunca voy a olvidar la historia que
inventamos Colleen, tú y yo. Aunque, ahora que lo pienso, la he olvidado. Sé
que empezaba con un niño en un bosque, pero no recuerdo cómo terminaba. Pero el
contenido de la historia no era lo importante. Para mí, esa noche creamos algo
juntos, en esos asientos blancos en medio del césped del campus. Nos veo allí a
los tres, con toda nuestra energía puesta en la creación de un cuento ficticio.
Yo intentaba darle profundidad a la historia y Colleen intentaba reducirla al
ridículo, pero no recuerdo cuál era tu estrategia para crear tu parte del
relato.
San Antonio, hogar de mi equipo favorito de básquet, fue
para mí un refugio, un lugar de sanación. Fue un punto de inflexión y un nuevo
comienzo. Y fue gracias a ti. A tu “ático” en el que yo tenía que andar con la
cabeza agachada. Fue un placer cocinar y compartir cenas en esa mesita redonda.
Y claro, recuerdo la última vez que nos despedimos. Después del abrazo del
adiós, tú recorriste ese pasillito que conectaba con tu universidad. Te vi
marcharte, y agarré con fuerza las manos de Colleen, pero de algún modo, sentía
que faltaba algo. Así que corrí detrás de ti, y te di un abrazo más, uno en el
que las lágrimas fluyeron por mis mejillas, y yo solo pude decir: Gracias.
Ayer, mientras pronunciabas tu discurso, me di cuenta de que
el tiempo pasa. Tú has estado en un vaivén entre San Antonio y Europa, yo me
deslicé de América del Norte al Sur, y ahora de vuelta al viejo continente. Tú
te acabas de graduar de la universidad; yo, bueno, dentro de poco terminaré un
curso y me darán un diploma por ello, así que técnicamente es lo mismo.
Sí, el tiempo pasa. Pero al mismo tiempo no lo hace. Y
contigo lo siento de esa manera, porque sé que nos volveremos a ver, no tengo
ninguna duda, y el cuándo, no me preocupa, porque sé que la vida se encargará
de brindarnos el espacio necesario para hacerlo. Sé que tú vendrás, que yo iré,
o que nos cruzaremos por el camino, y sé que volverá a ser importante para
ambos.
Verte ayer le quitó peso a mi mente. Y es que últimamente he
estado pensando demasiado. He tenido algunos momentos altos y otros bajos. Pero
hoy, hoy estoy aquí, escribiéndote.
¿Y sabes qué?
Hoy me preparé unos macarrones con berenjena, cayena y
cilantro. Quedaron exquisitos y comí unos buenos dos platos. Me gusta cocinar,
y sobre todo, me gusta hacerlo cuando no tengo prisa, cuando puedo picar las
verduritas con tranquilidad y cocerlas a fuego lento.
Ayer, dijiste que el consejo que la mayoría de la gente se
daría si volviera a tener 22 años, es que hay tiempo suficiente, y que al final
las cosas saldrán bien.
Eso es lo que siento cuando cocino, y así es como me siento
con respecto a mi propia vida.
Sin embargo, creo que a veces, todos olvidamos ese consejo.
Y nos perdemos este momento por preocuparnos por el siguiente o arrepentirnos
del anterior.
Recuerdo que yo quería eliminar esos momentos de estrés,
esos días de conflictos y de pensamientos huracanados, pero ahora, creo que esos
momentos le dan salsa a la vida. Esos temores, esos pasos temblorosos, esas
voces que tartamudean.
En este momento, amigo mío, no pretendo ser perfecto. Y es
que en este preciso instante, al igual que esa noche en el templo de Debot,
todo está en su sitio. Tú allí, yo aquí, pero, de algún modo –como el nacimiento
y el desemboque de un río – conectados, fluyendo a través de la misma vertiente
infinita.