Después de dos meses de vivir sin pasado y escaso futuro,
volví a la gran ciudad. Y recorrí avenidas infestadas de publicidad otra vez,
allí vi mendigos arrodillados y miradas hipnotizadas por pantallas. Escuché una
vez más la orquesta de pitidos de los coches, la sinfonía de motores y ruedas
derrapando, los semáforos cambiando de color, el enjambre de autómatas que
puebla las calles.
Al principio, todo me fue impactante y confuso. No le veía
sentido a esta existencia civilizada y cuando me sumergí en los vagones del
metro, lo hice conservando una distancia prudente de los habitantes de este
laberinto de cemento.
Pero se ve que la paz interior no quiso seguirme hasta aquí,
porque en cuanto llegué, la antigua versión de mí mismo comenzó a adherirse a
mi piel. La tranquilidad que inundaba mis días y la espontaneidad de mis
acciones se desvanecieron del mismo modo que la nueva identidad que me había
creado.
No sé cómo llegué a creerme que yo ya era algo ajeno a lo
mundano, pero puedo decir con certeza que me puse a mí mismo en un plano más
elevado que el resto. Me creía separado al miedo, a los juicios, a la necesidad
de entretenimiento. Me creía que con dejarme el pelo largo, algo de barba y
poner una mirada profunda ya era una especie de sabio milenario. Pero no, se ve
que trepar árboles, cantar en los autobuses o tirarte sobre la hierba para
reflexionar sobre la vida no te da ningún grado de sabiduría.
Porque retornar a la gran capital, también significó volver
a la antigua versión de mí mismo. Dormí una vez entre cuatro paredes
recubiertas con mi identidad, volví a ver a viejos amigos y distraerme en
conversaciones vacías. Salí de fiesta, me puse zapatos y cambié los bailes de
chamán por canciones comerciales; bebí zumo de naranja con vodka, hablé de
fútbol y hasta jugué videojuegos.
¿Realmente he cambiado en algo?
Desde luego, revolcarme en las aceras del ayer me ha servido
para darme cuenta de que sigo igual de perdido que siempre. Todavía tengo
miedos, y muchos. Tengo miedo a no volver a ver a alguien que quiero, tengo
miedo de perder los ahorros de mi vida (más o menos unos 100 euros) y tengo
miedo a los jaguares. También me asusta no tener ni la más remota idea de lo
que voy a hacer con mi vida, tengo miedo
de escribir un libro y que nadie lo lea, tengo miedo a la soledad y a que mi
existencia caiga en el olvido.
Un día, una persona me dijo que cada palabra que escribo
está plagada de dudas y que en mis textos se palpa una tremenda inseguridad
acerca de lo que quiero. En ese momento, yo lo negué y me obcequé en
demostrarle que sí que sabía lo que quería.
Hoy, ya no tengo intención de mentir. ¡Claro que estoy inseguro!
¡Claro que tengo miedo!
Creí que dos meses bastaban para despejar el camino y poner
la directa, pero ahora veo que en el sendero de la vida no hay cabida para las
prisas. Y por eso, en este momento no tengo vergüenza alguna en reconocer que
estoy perdido. ¿Por qué tengo que pretender engañar a alguien?
No soy distinto a la gente que camina ajetreada por las
calles y finge sonrisas para las fotos. Ellos, como yo, deambulan sin rumbo,
por más que en apariencia, la carretera parezca señalizada.
Pero no voy a hablar del resto, cada cual conocerá mejor que
nadie su propia cárcel. Lo que sí quiero decir es que para abrir cualquier
celda, primero hay que reconocer que uno es un prisionero, y más importante
aún, hacerte consciente de que las llaves de la libertad tan solo las tienes tú.
Así que sí, lo admito, soy preso de la imagen que he creado
de mí mismo y del mundo, y mientras esa imagen siga existiendo, no podré ser
completamente libre. Da igual que esa imagen sea buena o mala, da igual que me
crea una caca pisoteada y apestosa o un diamante más brillante que el sol.
Por tanto, reduciendo todo esto a lo más simple, lo único
que sé con total certeza es que estoy vivo. Sé que los árboles crecen de la
tierra, que sonrío cuando soy feliz y poco más.
Hoy, dejaré atrás la gran ciudad una vez más y aquí se
quedará mi identidad, tanto la vieja como la nueva; y quien quiera seguir
creyendo que soy alguna de ellas, que lo haga. Yo prefiero seguir averiguando
lo que soy en realidad.
Una vez soñé que mi mejor amigo era un burro y que de algún modo,
él y yo éramos lo mismo, como si compartiéramos la misma alma.
Ese sueño tuvo lugar hace más de un año, pero nunca había
tenido demasiado sentido hasta ayer, cuando me puse a correr al lado de un río
hasta llegar a un prado que se extendía hasta las faldas de una montaña nevada.
Allí, después de admirar un halcón sobrevolar mi cabeza, me senté al lado de un
burro que descansaba sobre el césped.
Al cabo de un rato, el burro se levantó e inclinó su cabeza hacia mí para que lo
acariciara y yo no dudé en hacerlo, ¿A quién no le gusta acariciar burros?
Y la relación que tuve con ese animalillo fue algo
increíble; yo le rasqué el cuello, toqué su hocico húmedo y le llamé
cariñosamente “burrito”, él en cambio, me olisqueó los brazos y me examinó con
sus profundos ojos oscuros. En ese momento, recordé el sueño y me reí. El sueño
era real, ese burro era un auténtico amigo y al mismo tiempo era yo mismo.
Porque yo ya no me sentía como un ser humano cargado de experiencias
personales, y tampoco veía a mi amigo como un bicho con orejas grandes. Los dos
estábamos vivos, comunicándonos, respirando el mismo aire y sentados sobre la misma
tierra.
Por tanto, ¿Quién soy?
De momento puedo decir que soy amigo de un burro, un burro
al que quiero con todo mi corazón y que de algún modo, soy yo mismo.