martes, 31 de marzo de 2015

Soy un burro

Después de dos meses de vivir sin pasado y escaso futuro, volví a la gran ciudad. Y recorrí avenidas infestadas de publicidad otra vez, allí vi mendigos arrodillados y miradas hipnotizadas por pantallas. Escuché una vez más la orquesta de pitidos de los coches, la sinfonía de motores y ruedas derrapando, los semáforos cambiando de color, el enjambre de autómatas que puebla las calles.
Al principio, todo me fue impactante y confuso. No le veía sentido a esta existencia civilizada y cuando me sumergí en los vagones del metro, lo hice conservando una distancia prudente de los habitantes de este laberinto de cemento.
Pero se ve que la paz interior no quiso seguirme hasta aquí, porque en cuanto llegué, la antigua versión de mí mismo comenzó a adherirse a mi piel. La tranquilidad que inundaba mis días y la espontaneidad de mis acciones se desvanecieron del mismo modo que la nueva identidad que me había creado.
No sé cómo llegué a creerme que yo ya era algo ajeno a lo mundano, pero puedo decir con certeza que me puse a mí mismo en un plano más elevado que el resto. Me creía separado al miedo, a los juicios, a la necesidad de entretenimiento. Me creía que con dejarme el pelo largo, algo de barba y poner una mirada profunda ya era una especie de sabio milenario. Pero no, se ve que trepar árboles, cantar en los autobuses o tirarte sobre la hierba para reflexionar sobre la vida no te da ningún grado de sabiduría.
Porque retornar a la gran capital, también significó volver a la antigua versión de mí mismo. Dormí una vez entre cuatro paredes recubiertas con mi identidad, volví a ver a viejos amigos y distraerme en conversaciones vacías. Salí de fiesta, me puse zapatos y cambié los bailes de chamán por canciones comerciales; bebí zumo de naranja con vodka, hablé de fútbol y hasta jugué videojuegos.
¿Realmente he cambiado en algo?
Desde luego, revolcarme en las aceras del ayer me ha servido para darme cuenta de que sigo igual de perdido que siempre. Todavía tengo miedos, y muchos. Tengo miedo a no volver a ver a alguien que quiero, tengo miedo de perder los ahorros de mi vida (más o menos unos 100 euros) y tengo miedo a los jaguares. También me asusta no tener ni la más remota idea de lo que voy a hacer con  mi vida, tengo miedo de escribir un libro y que nadie lo lea, tengo miedo a la soledad y a que mi existencia caiga en el olvido.
Un día, una persona me dijo que cada palabra que escribo está plagada de dudas y que en mis textos se palpa una tremenda inseguridad acerca de lo que quiero. En ese momento, yo lo negué y me obcequé en demostrarle que sí que sabía lo que quería.
Hoy, ya no tengo intención de mentir. ¡Claro que estoy inseguro! ¡Claro que tengo miedo!
Creí que dos meses bastaban para despejar el camino y poner la directa, pero ahora veo que en el sendero de la vida no hay cabida para las prisas. Y por eso, en este momento no tengo vergüenza alguna en reconocer que estoy perdido. ¿Por qué tengo que pretender engañar a alguien?
No soy distinto a la gente que camina ajetreada por las calles y finge sonrisas para las fotos. Ellos, como yo, deambulan sin rumbo, por más que en apariencia, la carretera parezca señalizada.
Pero no voy a hablar del resto, cada cual conocerá mejor que nadie su propia cárcel. Lo que sí quiero decir es que para abrir cualquier celda, primero hay que reconocer que uno es un prisionero, y más importante aún, hacerte consciente de que las llaves de la libertad tan solo las tienes tú.
Así que sí, lo admito, soy preso de la imagen que he creado de mí mismo y del mundo, y mientras esa imagen siga existiendo, no podré ser completamente libre. Da igual que esa imagen sea buena o mala, da igual que me crea una caca pisoteada y apestosa o un diamante más brillante que el sol.
Por tanto, reduciendo todo esto a lo más simple, lo único que sé con total certeza es que estoy vivo. Sé que los árboles crecen de la tierra, que sonrío cuando soy feliz y poco más.
Hoy, dejaré atrás la gran ciudad una vez más y aquí se quedará mi identidad, tanto la vieja como la nueva; y quien quiera seguir creyendo que soy alguna de ellas, que lo haga. Yo prefiero seguir averiguando lo que soy en realidad.
Una vez soñé que mi mejor amigo era un burro y que de algún modo, él y yo éramos lo mismo, como si compartiéramos la misma alma.
Ese sueño tuvo lugar hace más de un año, pero nunca había tenido demasiado sentido hasta ayer, cuando me puse a correr al lado de un río hasta llegar a un prado que se extendía hasta las faldas de una montaña nevada. Allí, después de admirar un halcón sobrevolar mi cabeza, me senté al lado de un burro que descansaba sobre el césped.
Al cabo de un rato, el burro se levantó  e inclinó su cabeza hacia mí para que lo acariciara y yo no dudé en hacerlo, ¿A quién no le gusta acariciar burros?
Y la relación que tuve con ese animalillo fue algo increíble; yo le rasqué el cuello, toqué su hocico húmedo y le llamé cariñosamente “burrito”, él en cambio, me olisqueó los brazos y me examinó con sus profundos ojos oscuros. En ese momento, recordé el sueño y me reí. El sueño era real, ese burro era un auténtico amigo y al mismo tiempo era yo mismo. Porque yo ya no me sentía como un ser humano cargado de experiencias personales, y tampoco veía a mi amigo como un bicho con orejas grandes. Los dos estábamos vivos, comunicándonos, respirando el mismo aire y sentados sobre la misma tierra.
Por tanto, ¿Quién soy?
De momento puedo decir que soy amigo de un burro, un burro al que quiero con todo mi corazón y que de algún modo, soy yo mismo.


sábado, 21 de marzo de 2015

La aldea de los señores trajeados

Éste era un muchacho nacido en el trópico. Se crio saltando entre monos, revolcándose en el lodo con los cerdos, curándose las heridas con saliva. El chico se tragaba los mocos sin remordimientos, se comía las uñas de los pies y masticaba con la boca abierta.
Él no lo sabía, pero era feliz. Y quizás por eso, porque nunca pretendió buscarla, la alegría le latía por dentro.
Y sin embargo, un buen día de verano, llegaron a su aldea dos individuos de trajes impolutos, que caminaban de puntillas para no ensuciarse los zapatos. Estos personajes habían adquirido un gran número de tierras por aquel lugar y quedaron pasmados ante las precarias condiciones en las que vivían sus habitantes.
De aquel modo –en un acto de supremo altruismo –decidieron construir una escuela y un hospital. Además se dedicaron a hacer conscientes a los aldeanos de su miserable vida, que para ellos era indistinguible de la existencia animal.
Así, los niños comenzaron a asistir a clases y la gente enferma dejó de curarse con saliva. Los hombres trajeados llamaban a eso progreso y en su infinita generosidad, convencieron a los aldeanos de vender los frutos de la tierra en el mercado, ya que sin duda alguna era mejor que simplemente comérselos.
Así, el dinero llegó a la aldea y con él, la prosperidad. La gente vendía lo que producía y con lo que obtenía podía comprarse cosas que antes no necesitaba.
También los aldeanos conocieron por primera vez el significado de avaricia y la paz que antes reinaba pronto se transformó en una intensa competencia por tener más. Ante el inminente conflicto, los hombres trajeados, haciendo acopio de su bondad una vez más, se ofrecieron voluntariamente a aceptar el rol de alcaldes, ya que de ese modo, podrían regular las pugnas y establecer una serie de leyes para que reinara el orden.
A pesar del notable crecimiento de la aldea y de la inauguración de nuevos bancos, tiendas y mercados; la ambición continuó creciendo. Y a los oídos de la gente llegó el rumor de que en la gran ciudad del Norte la riqueza florecía más que en ninguna otra parte.
De esa manera, muchas personas se aventuraron a emigrar hacia las promesas de la gran ciudad.
El muchacho que antaño se tragaba los mocos fue uno de los que empacó la mochila para dirigirse hacia el norte. El chico acababa de graduarse en el colegio y convencido por sus padres, decidió continuar su formación en una universidad de la gran ciudad.
Cuando llegó, quedó sorprendido ante la colosal metrópoli. No por la altura de los edificios, o la anchura de las avenidas; lo que le inquietó fue el aspecto de sus habitantes. Todos caminaban con la mirada perdida en la nada, marchando de prisa y embutidos en incómodos ropajes. Las mujeres tenían aspecto de mapaches ante las toneladas de maquillaje que absorbían sus rostros, y los hombres llevaban el cabello cuidadosamente engominado, como si tal rigidez les confiriera mayor elegancia.
Y el chico, que ya se creía civilizado por no comerse las uñas de los pies, se sintió un tanto ridículo con el pelo ondeando al viento y unos sencillos vaqueros cubriendo sus piernas.
Se instaló en una pequeña habitación sin ventanas al exterior, ya que era todo cuanto podía permitirse. Y a pesar de que sus padres realizaban un tremendo esfuerzo por enviarle todo el dinero que podían, el alquiler de la vivienda, los pagos de la universidad y los demás gastos sobrepasaban con creces la cifra que le mandaban al muchacho.
Por eso, el chico no tardó demasiado en darse cuenta de que tenía que buscarse un trabajo para poder completar los pagos. Además, para poder entablar nuevas amistades, tenía que participar en las actividades de sus compañeros; las cuales tampoco solían ser baratas.
En otras palabras, su vida universitaria se resumía en clases por la mañana y servir mesas en un restaurante de comida rápida por las tardes, culminando con dos noches de salidas nocturnas los fines de semana.
Al principio, el muchacho llegó a la precipitada conclusión de que en la gran ciudad todo giraba en torno al dinero. Sin embargo, a medida que se adentraba más en la sociedad, se dio cuenta de que lo que la gente buscaba era algo de mayor complejidad que una simple acumulación material.
La gente no iba a la universidad para optar a un trabajo en el que ganar más dinero. La gente iba a la universidad en busca de identidad. Los estudiantes querían convertirse en algo que les aportara prestigio y satisfacción personal, perseguían un título que les diera seguridad, una etiqueta que reforzara la imagen que tenían de ellos mismos.
La gente se vestía del modo en que lo hacía porque también era un símbolo de la identidad que habían creado. Todo giraba en torno a la identificación, todos querían ser algo, hacer algo, conseguir algo.
Y entonces el muchacho comprendió que mientras estuviera buscando algo, nunca encontraría nada.
El chico se dio cuenta de que buscaba un trabajo de prestigio para satisfacer la imagen de hijo responsable que tenía. Del mismo modo, se había creado la imagen de que vestir con ropa incómoda y aplastarse el pelo con gomina era símbolo de civilización, mientras que revolcarse por el barro era algo de mala educación. ¡Pero todo era parte de una creación mental!
Era lunes cuando todo esto tuvo lugar, y el muchacho, en vez de cargar su mochila con pesados libros, vació sus hombros de todo peso y salió a correr al único rincón verde de la ciudad; un parque de eucaliptos y pinos. Cuando llegó al parque con la respiración ajetreada y la sangre corriendo caliente por sus venas, el cielo decidió llorar con fuerza y bañó con lluvia cristalina al chico, que recibió las gotas con los brazos abiertos. Y cuando vio que la tierra comenzó a humedecer, no lo dudó ni por un segundo y comenzó revolcarse en ella, como siempre lo había hecho de niño, en compañía de los cerdos.
Después de aquel día, seguir pretendiendo convertirse en alguien dejó de tener sentido. No tenía por qué ganarse la vida, ya que el simple hecho de estar en este mundo y respirar el aire de la atmósfera le daba pleno derecho a vivir, sin tener que ganarse nada.
Y entonces supo exactamente lo que tenía que hacer. Llenó su mochila con un par de calzoncillos y camisetas y regresó a su aldea.
Allí, les comunicó a sus padres que no volvería a la gran ciudad y que no dedicaría su existencia a trabajar para otros. A partir de ese día, no haría nada por nadie, y todo cuanto creara no tendría ni buscaría propietario, sino que sería una manifestación espontánea a disposición de todos.
En ese momento, el muchacho hizo un juramento de lealtad, pero no estaba dirigido hacia su familia, hacia el sistema o el rey, sino hacia la propia vida. Juró ser leal a sí mismo, a la tierra que latía bajo sus pies, a los árboles que ofrecían con generosidad sus frutos, a las criaturas que nadan, corren y vuelan, al agua de los mares y los ríos, al sol y a sus compañeras estrellas que adornan las noches.
A escasa distancia de la aldea, donde los campos todavía se mantenían alejados de la mano de los gobernantes trajeados, construyó una casita de madera y en el proceso descubrió una gran pasión por la carpintería. De ese modo, cuando no estaba refrescándose en el arroyo que fluía cerca de su nuevo hogar, estaba sumido en una relación creativa con la madera, fabricando todo tipo de utensilios y herramientas.
Al poco tiempo, y sin pretenderlo, algunas personas se mostraron interesadas en sus creaciones y en su manera de vivir. Unos cuantos, al ver la alegría que rebozaba el muchacho, decidieron dejar sus estresantes trabajos y seguir sus pasos. Así, no transcurrió mucho hasta que un buen número de personas se encontraron viviendo como en la aldea de antaño, construyéndose sus propias viviendas, comiendo lo que sembraban y compartiendo lo que tenían.
Ante la afluencia de gente hacia este “nuevo” modo de vida, la economía de la aldea comenzó a derrumbarse. Las tiendas entraron en bancarrota, porque ya casi nadie quería comprar ropa de última moda o lámparas estrambóticas. Los banqueros estaban desesperados, porque el dinero había vuelto a ser prescindible. Las escuelas se quedaban cada vez más vacías, ya que los niños preferían aprender retozando sobre el césped en vez de encarcelados en frías aulas. Los hospitales cerraron y solo los médicos dispuestos a admitir que la saliva curaba la mayoría de enfermedades decidieron quedarse.
Los alcaldes, desesperados fueron en busca del muchacho, el causante de todo aquel “caos”. Le reprocharon la ilegalidad de sus actos y le pidieron que se marchara. Y el chico, con una amplia sonrisa les dijo que ellos nunca habían tenido más poder que el que la gente les había dado. Y en contra de lo que se podría esperar, el chico no habló con rencor ni culpó a los señores trajeados por todos los años de codicia y sufrimiento, sino que los invitó a pasar a su casa y a que disfrutaran de una infusión de hierbas recogidas por él mismo. Les pidió que se descalzaran y sintieran las caricias de la tierra en sus pies. Los llevó de paseo por el bosque y les incitó a levantar la vista al cielo y contemplar el brillante firmamento azul. Y luego, les preparó un surtido de verduras frescas que troceó y salteó con especial cariño.
Al día siguiente, ya no quedaba ningún señor trajeado en la aldea, a pesar de que nadie se marchó.


jueves, 12 de marzo de 2015

La mayor de las aventuras es vivir

Hoy encontré una bici con telarañas en las ruedas, un manillar doblado, y decidí lanzarme a la aventura. Descendí casi sin frenos por las curvas de una carretera, levantando la vista en las escasas rectas para disfrutar del paisaje que me regalaba el horizonte.
Atravesé un puente y crucé un río. Me adentré por un sendero escondido por la madre naturaleza y dejé que mis piernas pedalearan mientras yo extendía los brazos al cielo. No tenía plan ni destino, pero mis músculos todavía estaban frescos y algo hambrientos de movimiento, así que continué mi marcha.
Entonces un cartel me desafió a llevar mi recorrido hasta las orillas del mar cantábrico. Y yo acepté sonriente. No tenía comida ni preparativos para tal travesía, pero las monedas de mi mochila me bastaron para comprar una barra de pan, 10 lonchas de queso, dos tomates y un bote de guindillas.
Así que continué la marcha, desplazándome junto al cemento, mirando al río con el que compartía destino, sudando, subiendo y bajando por aquel terreno montañoso.
Cuando ya veía al río ensancharse y difuminarse en la inmensidad del mar, mi cuerpo comenzó a quejarse por el inesperado esfuerzo, pero yo me repetía que el objetivo merecería la pena. Y así, exhausto y hambriento llegué hasta un acantilado desde el que presencié el salvaje espectáculo de las olas y las rocas. Sin embargo, casi no presté atención a lo que me rodeaba y me dediqué a engullir con desesperación todo lo que tenía a mi alcance.
Después de la comida, tuve que emprender el camino de vuelta casi de inmediato, ya que tenía el tiempo justo para llegar antes del anochecer.
Y en ese retorno, para ser sincero, ya me importó un pimiento el paisaje, las montañas o las idílicas casitas sobre sus faldas. Yo tan solo quería aliviar el sufrimiento de mis nalgas, aplastadas y magulladas por el sillín. Quería llegar y tomar una ducha.
Pero mis piernas, que antes se sabían invencibles, temblaban y pedían a gritos una tregua que la empinada carretera no daba. Sin embargo, por puro orgullo, yo me propuse no dejar de pedalear y hasta intenté acelerar con rabia para demostrarme que la fatiga era una elección.
Hasta que llegó un momento en el que incluso el terreno llano se hacía casi imposible. Mi cuerpo estaba destruido y el viento se burlaba de mí soplándome en la cara, haciendo de cada pedaleada una tortura.
Así, con la ropa empapada, las gafas empañadas y el rostro desencajado llegué al último pueblo antes del final de mi trayecto. Durante un breve instante sonreí, pero luego recordé que los cuatro kilómetros restantes eran una única y sinuosa cuesta arriba.
Por última vez intenté dármelas de héroe, pero en menos de un kilómetro, me bajé de la bici, y sin orgullo alguno, la arrastré durante el trecho que me quedaba.
Al llegar, comí algo rápido y me tiré sobre un sofá, en el que quedé dormido y con la baba colgando en un pestañeo.
Lo más curioso de todo es que esa siestecita fue lo mejor del día con diferencia.
Cuando me levanté me di cuenta de que en toda mi travesía yo estaba buscando algo que me hiciera feliz. Yo esperaba que la emoción, la adrenalina, la dificultad del recorrido o la belleza del paraje me hicieran sentir vivo. Pero irónicamente, cuando más vivo me sentí fue cuando me despatarré sobre el sofá y dejé de buscar nada. En ese mágico e irrelevante momento, la alegría me bullía por dentro, por el simple hecho de respirar y tener los ojos cerrados.
Siempre he buscado algo que me haga feliz, de hecho, ese es el eslogan que he escuchado toda mi vida: “Encuentra algo que te haga feliz”.
Sin embargo, nunca nadie probó a decirme (ni siquiera yo mismo): “Simplemente sé feliz”.
Parece que tuviéramos que hacer algo para recordarnos que estamos vivos.
Yo me monté en una bici de paseo y recorrí 80 kilómetros porque pensaba que eso me haría sentir vivo.
Y así he pasado gran parte de mi existencia, tratando de hacer algo épico que siempre recuerde. Siempre soñé con viajar a exóticos lugares que me quitaran el aliento, bañarme en ríos helados y subir hasta cumbres perdidas, todo para que mi corazón se acelere y yo pudiera sentir la sangre hervir por mis venas.
Siempre he querido ser una especie de Tarzán, y darle la vuelta al mundo, y navegar por los siete mares. Soñaba con entrar en los libros de historia y que todos recuerden mis proezas.
Pero ya no me importa. Porque en mis escasos viajes y  diversos intentos por vivir de manera memorable, apenas recuerdo lo que se supone que iba a ser memorable.
En los Pirineos, no importó llegar a la cima, sino ser testigo de la ilusión que destellaban los ojos de una personita que se permitió no tener miedo.
De mis escapadas en bici, carece de relevancia la distancia recorrida por las ruedas, pero en mi piel descansan esos momentos de silencio abrumador, en los que el camino y yo éramos uno solo.
Cuando fui a Marruecos, superar la barrera de los 4000 mil metros no me dejó huella. Sin embargo, viajar durante horas en un autobús de asientos polvorientos y que avanzaba a trompicones me hizo llorar de emoción. Al igual que recibir un bocado de cuscús con el estómago vacío, admirar unas manos sucias y pecosas, dormir abrazado a alguien que amo, o brindar con una jarra de batido de aguacate, esos momentos fueron los que dieron sentido a mi viaje.
Y hoy, hoy tenía tanta hambre, que las vastas aguas que se extendían delante mío no existían. En cambio, devorar un tomate a mordiscos, pringarme las manos, masticar con la boca abierta y soltar eructos sin represión alguna, ¡Eso sí que es vivir!
Los mejores momentos de mi vida han transcurrido con sencillez, pero con una tremenda intensidad.
¿Alguna vez has pelado una naranja con toda tu atención? ¿Te has tirado sobre el césped en primavera y te has detenido a observar una flor?
Nada de lo que hagas te hará feliz, ya que la felicidad nunca es una consecuencia. Cuando estás en sintonía con la vida, consciente de ella, la alegría brota sola, con toda la fuerza del mundo.
La belleza de la vida nunca ha dependido de lo que hacemos o de a dónde nos desplacemos. La belleza es la vida misma y florece en cada una de sus creaciones, tan solo tienes que darte la oportunidad de percibirla.
Y no me refiero a la tópica frase de disfrutar de los pequeños detalles. Porque lo pequeño no existe, y por consiguiente lo grande tampoco. Porque cuando vives de verdad, todo cuanto haces es una auténtica proeza.
No soy Tarzán. Soy yo. Tampoco daré la vuelta al mundo, mas iré allí donde me impulsen mis latidos. No navegaré por los siete mares, pero la pasión mueve océanos en mis entrañas.
La historia me olvidará, pues yo ya la he olvidado. Nadie se acordará de mí, porque todo recuerdo está muerto.
Mi vida se está escribiendo en este instante, sobre una hoja que borra cada gota de tinta a su paso; porque el vacío es infinito. Y eso es lo que soy.




martes, 10 de marzo de 2015

A vosotros, que sois la propia vida

Gracias. Os amo. Y así podría dar por terminado el texto.
Pero también siento la necesidad de expresar todo lo que me bulle por dentro en este instante. Así que seguramente os tendréis que tragar unos cuántos párrafos más.
Ya apenas recuerdo cuándo llegué, tan solo sé que hace poco más de un mes recibí una llamada de la vida y decidí escucharla. Así, deshice mis planes, aparqué mis objetivos, empaqué lo que pude en una mochila y me lancé a lo desconocido.
Estaba asustado, excitado, desconcertado, perdido y expectante, todo al mismo tiempo. No sabía a dónde iba, ni por cuánto tiempo, no tenía ni la más remota idea de dónde acabaría o con quién me toparía por el camino. Y así fue como di con vosotros.
Y en todo este tiempo he disfrutado de la posibilidad de observaros. De captar las arrugas de vuestra risa, escuchar el triturar de vuestras muelas. He visto lagos reflejados en vuestros ojos. He respirado vuestro aire, he compartido vuestro silencio. Juntos, hemos indagado en nuestros miedos, hemos llenado el vacío con carcajadas.
Hemos buscado y fracasado en el intento de encontrar algo; sin embargo, cuando no pretendíamos nada, cuando la inocencia y la curiosidad brotaban sin propósito, suspiramos juntos y soltamos pesadas cargas de nuestras espaldas.
He visto al viento peinar vuestros cabellos, o vuestras calvas cabezas. Os he visto viejos cuando caminabais con pesar, cuando os aferrabais a vuestros anclajes y os resistíais a vivir. Y sin embargo, he visto la juventud hasta en vuestras canas cuando os olvidabais de vuestra reputación y dabais libertad total a vuestro espíritu para expresarse a su antojo.
Y es que cuando fluis con vuestra esencia, las edades desaparecen, y dejáis de ser adultos, adolescentes o ancianos, porque sois la vida misma, moviéndose como las nubes en una tarde con brisa, fresca como el agua de montaña y cálida como el sol de mediodía. Eso sois vosotros.
Os he visto pensar, plantearos metas. Os he visto adentraros en laberintos imposibles por voluntad propia. Os he visto perdidos, tal como me vi a mí mismo. Hemos intentado comprender lo incomprensible, ponerle nombre a lo innombrable. Hemos preguntado cómo recorrer un camino que no necesita de maestros o aprendices, un sendero que no dispone de mapas o direcciones, uno que ni siquiera es necesario andarlo, porque, una vez más, nosotros mismos somos el sendero; y con cada paso lo creamos, mientras que con el siguiente lo borramos. Porque el camino de la vida es algo que brota de manera constante, siempre es nuevo, siempre está aquí y ahora, renovándose y expresándose en su propia inmensidad.
Cuando os vi por primera vez, intenté conoceros, saber vuestros nombres y escuchar vuestras historias. Pero a medida que yo crecía con vosotros, deje de intentar identificaros, de encasillaros por orden alfabético y clasificaros por carpetas. Y me limité a descubriros por lo que hacíais en cada instante. Porque no sois lo que hicisteis, ni los libros que habéis engullido, no sois las expectativas de vuestros padres, ni lo que esperáis de vuestros hijos. Sois este instante. Este momento que acaba de nacer y que se extiende hasta el infinito. Sois la nada de la que emerge todo.
Y así, sin asociaros a ninguna identidad, empecé a amaros. Comencé a percibir el movimiento de vuestras manos cuando estáis sentados, a distinguir los distintos tonos de vuestras voces, el movimiento arqueado de las cejas, el impacto de vuestras zancadas.
A medida que yo me lo iba permitiendo, el amor fue brotando y pude verme en cada uno de vosotros. Me vi en vuestras luchas inútiles, en vuestros abrazos por simple compromiso y en los gestos de cariño auténtico. Me vi en vuestro entretenimiento y en las conversaciones banales. Me vi también en cada uno de vuestros descubrimientos, en cada chispa de alegría al derrumbar otra muralla interna. Me vi en el brillo de vuestros ojos cuando ardíais en felicidad sin pretenderlo y también estaba yo en esos momentos de paz que no podías definir con palabras. Fui capaz de ver todo eso porque no os juzgaba, ni a vosotros ni a mí.
Y yo, empecé a vivir. Empecé a recorrer estas tierras corriendo sobre mis pies, adentrándome por campos llanos, observando al río fluir con aguas verdes, admirando molinos colosales y perdiéndome entre rostros castellanos, que no se diferencian en nada del resto de humanos.
Sin buscarla, la pasión me hizo una visita y todavía corre por mis venas. Y con ese impulso vital he pintado, he reído, he sudado, he llorado y cuestionado todo cuanto antes creía. He desechado máscaras, he cortado grilletes y hasta me han salido alas. Porque puedo volar.
Y cuando me quité la etiqueta de escritor, empecé a escribir. No sé si bien o mal, no sé si bonito o feo. Pero he escrito y he disfrutado de cada letra, de cada movimiento de mis manos en esta creación.
Juntos, hemos disfrutado de algunos textos, no por lo que decían, sino por lo que expresaban, porque si de algún modo esto que hago te llega, es porque a ti también te late por dentro. Es porque tú y yo nos estamos comunicando a través de eso que llamamos escritura. Pero en realidad, es tan solo la esencia de la vida, relatándose a sí misma.
Eso es lo que escribo, algo que no me pertenece. Esto no es mío y nunca lo ha sido. Tampoco es vuestro y nunca nadie debería, ni podrá apoderarse de esto. Porque lo que digo vuela libre, sin dueño, sin buscar reconocimiento, sin premio final.
Y yo solo os puedo decir gracias. Gracias por haberme dado la oportunidad de abrazaros y sintonizar nuestros latidos. Gracias por besar mis mejillas con vuestros labios, gracias por ser y por estar.
Todavía no me he ido y no sé si volveré. Sin embargo, no creo que os extrañe, ni que os recuerde con nostalgia. Porque siempre estaréis conmigo.
No lo digo en sentido romántico, ni metafórico. Lo digo porque lo siento, porque empiezo a percibir la inmensidad que en realidad somos y que no hay motivo alguno para temer. Y si vosotros y yo somos la vida misma, ¿Por qué habría de extrañaros?

Tan solo siento amor y gratitud, hacia nadie en concreto y hacia todo al mismo tiempo. Porque no hay tiempo ni hay nadie, ni siquiera vosotros y yo.

domingo, 8 de marzo de 2015

Una cárcel llamada familia


Puede que el título impacte un poco, pero en muchas ocasiones, escuchar la verdad no es algo placentero; sobre todo cuando se vive en una ilusión. Sin embargo, cuando cortas los lazos de esa falsedad, ya no hay nada que temer.
Así pues, por una vez, empecemos por el principio. ¿Qué es eso que llamamos familia?
¿Quiénes son esos seres que nos aguantan y a los que soportamos durante toda nuestra vida? ¿Quiénes son esas personas que supuestamente nos cuidan y nos protegen? ¿Qué es ese grupo de individuos con el que compartimos sangre y tal vez algún apellido?
En el momento de nacer, ya era el hijo de unos padres, el nieto de una abuela y el sobrino de algunos tíos.
A lo largo de mi vida, he sido testigo de cómo “mi” familia luchaba por quedarse conmigo. He visto dividirse a esos individuos en familia paterna y materna. He visto a hermanos convertirse en lobos sedientos de herencias. He visto a madres sacrificar su vida por sus hijos, y a hijos cargar con la pesada losa de expectativas de sus padres.
A medida que crecía, una y otra vez escuchaba a la gente repetirme que la familia siempre es lo primero. Todos me decían que se puede perder todo, menos a la familia. Y aseguraban con total certeza que no hay amor que se compare al de la familia.
Y así lo acepté yo, sin cuestionarlo demasiado. Me pasé la vida intentando rellenar las expectativas de mis familiares, tratando de cumplir con el rol que se esperaba de mí.
Desempeñé el papel de hijo único y caprichoso lo mejor que pude. Hice de nieto cariñoso, interpreté a un primo travieso y me comporté como un sobrino curioso.
¿A qué me llevó eso?
A descubrir que interpretar esos papeles me estaba matando por dentro. Sentía que esos familiares que tanto me querían, me presionaban a convertirme en aquello que no era, coartaban mi libertad y me hacían cargar con responsabilidades que yo no entendía. Por supuesto, todo esto ocurría con la mayor de las sutilezas, y sus intenciones se manifestaban escondidas entre consejos cariñosos y honestos.
Y por mi parte, yo hacía lo mismo. Yo también esperaba que desempeñasen los roles que les correspondían.
Es curioso, pero yo no veía a los integrantes de mi familia como seres humanos. Nunca los concebí fuera de la etiqueta con la que los asociaba. Puede parecer irrelevante, pero esto es algo de vital importancia. Si no te das la libertad de conocer a la otra persona fuera del rol que desempeña, no serás capaz de tener una relación auténtica con esa persona; ya que tan solo te estarás basando en la imagen que has creado de ella.
¿Qué pasaría si dejaras de ver a la mujer que te parió como a tu madre?
Puede que plantear esta pregunta asuste, pero solo si nos atrevemos a traspasar las limitaciones de esa definición podremos encontrarnos con el ser humano que yace bajo ella.
Creemos que refugiarnos en ese grupo cerrado llamado familia nos aporta seguridad. Dentro de ese refugio nos sentimos seguros, respaldados y queridos. Pero solo necesitas sentirte respaldado cuando por dentro ardes en inseguridad. Tan solo buscas cariño cuando en ti no hay amor ninguno.
Ese es el problema con la familia, que al igual que cualquier otro grupo, su único propósito es el de rellenar el profundo desasosiego interior. Por eso la mayoría de los padres buscan realizarse de algún modo a través de sus hijos. Por eso los hijos buscan el cariño y la aprobación de sus padres. Todo es un simple movimiento de búsqueda, todos quieren recibir algo. Al final, la familia no es más que un negocio.
La familia, si te detienes a observarlo, es un claro reflejo de la sociedad en la que vivimos. ¿Cuáles son los valores tradicionales de cualquier familia?
El sacrificio, el compromiso y la colaboración mutua.
En apariencia, estos valores se asumen como positivos, pero detengámonos un momento a observar si realmente es así.
Por mi propia experiencia, puedo decir con total certeza de que el sacrificio es algo inútil y muy peligroso. Ha habido personas que se han sacrificado por mí, que me repetían de manera constante el esfuerzo que estaban realizando, lo mucho que sufrían para que yo pudiera estar bien. ¿Crees que escuchar eso es algo reconfortante?
Para mí, desde luego que no. Y debido a ese sacrificio, yo me cargué con un enorme sentido de deuda de cara a esas personas. Yo sentía que les debía algo, que tenía que hacer algo por ellas. Y claro, eso era lo único que perseguían dichos individuos, recibir algo a cambio de todo lo que supuestamente hicieron por mí.
Luego tenemos al compromiso, una palabra que se suele utilizar sacando pecho. Y sin embargo, yo en el compromiso no veo nada más que un contrato que se firma para sentir seguridad. En ningún compromiso hay libertad, esa es la base de la lealtad, la rigidez. Y una vez, alguien me dijo que lo único de naturaleza rígida es lo que está muerto. La vida se caracteriza por la fluidez, por ser maleable y flexible; y eso es justo lo que estamos matando cuando nos comprometemos con algo o alguien.
Y por último nos queda mencionar ese sentido de colaboración que asociamos a la estructura familiar. El cuál está sumamente relacionado con el sacrificio y el compromiso. Porque esa colaboración se realiza con el único propósito de obtener algo. Da igual cual sea el beneficio que se espera recibir, es indiferente que sea el dinero de un abuelo millonario o el abrazo de un padre.
A veces se tiende a creer que es inevitable, o que incluso es bueno esperar conseguir algo a cambio de nuestras acciones. Yo mismo decía en ocasiones que el amor tiene que ser correspondido; pero eso es un completo disparate. Cuando el cariño o la bondad emergen de manera espontánea, ni siquiera te planteas la posibilidad de que se te compense de algún modo.
No cabe duda de que como en todo en la vida, en la familia también hay gestos de amor y generosidad auténticos; pero por desgracia, la mayoría de éstos están cubiertos por espesas capas de miedos, inseguridades y  una búsqueda incansable para paliar esas sensaciones.
Puede sonar contradictorio, pero cuando dejé de identificarme con la etiqueta de hijo y me desprendí del significado de un apellido; comencé a observar a “mi” familia de un modo completamente distinto.
Al contrario de lo que se podría esperar, el amor que siento hacia ellos ha renacido y brota fresco como un arroyo de montaña. Pero ese amor no se distingue de ningún otro, no se considera más importante, ni tampoco espera algo de ellos; al fin y al cabo, nunca me han debido nada.
Me he dado la oportunidad de verme a mí mismo y a todos esos seres humanos fuera de esa cárcel de roles y expectativas. Y por primera vez no tengo miedo a mostrarme con total sinceridad ante ellos. No cargo con responsabilidades bajo mis hombros. No tengo objetivos que cumplir ni sueños ajenos que realizar. Soy libre para vivir y expresar lo que de verdad siento.
No tengo familia, ni tampoco la necesito. De hecho, cada vez soy más consciente de que no tengo nada. ¿No es maravilloso?

Al fin y al cabo, esa nada es TODO. 

viernes, 6 de marzo de 2015

Popurrí nocturno de incongruencias

A ver qué sale de esto.
Acabo de abrazar a un señor que no es mi amigo, ni mi padre, o mi hermano. Es tan solo un señor de barba blanca y negra, cabello más bien escaso y risa contagiosa. La cuestión es que lo quiero. Porque sí, ¿Por qué no?
Hoy he salido a dar un paseo con una libretita para escribir algo por si me venía la inspiración, pero ésta no se dignó a aparecer, así que me quedé plantado en medio de un parque a observar un árbol enorme. ¡Era un árbol enorme! Y su tronco, a medida que se acercaba al cielo se torcía como una columna con escoliosis.
Además, hoy he descubierto que el miedo procede del pensamiento y me quedé atónito ante este hallazgo. Es decir, cada vez que tienes miedo es porque estás pensando en eso que supuestamente temes. ¡Bam! ¿Cómo te quedas?
Tenía miedo a morir, a perderme, a fracasar, a tener éxito y bla bla bla, todas las chorradas de siempre. Pero toda esa caca mental no es más que un producto de mi pensamiento. Porque estoy pensando en todo eso.
Por cierto, hoy me he afeitado, pero no del todo. Me he dejado perilla y bigote, por probar algo distinto. Y me siento como un actor de los 80, a pesar de que nunca he visto una película de esa época. Simplemente supongo que esos tipos tendrían un look parecido al mío.
Y ahora, de repente, me han entrado ganas de contar una historia.
Esta es la historia de un renacuajo, un renacuajo que vivía en un pequeño charco, junto con otros cientos de renacuajos. Allí se dedicaba a mover su resbaladizo cuerpo todo el día, esperando a convertirse en algo más que un renacuajo. Cada mañana se miraba la cola para ver si ya le salían esbozos de patas, pero nada; seguía siendo un renacuajo.
Hasta que un día, el charco donde vivía se secó y el renacuajo, junto con todos los demás, se murió. Fin de la historia.
Si eres un renacuajo, disfruta de serlo. Si en algún momento la vida considera justo que te conviertas en rana, las patas te saldrán solas y no necesitarás pasar clases de canto para aprender a croar.
“¡Algo distinto joder” esa frase escuché a la hora de la comida y me impactó. Cuánta fuerza en esas palabras. Cuando la escuché, sentí disconformidad, un profundo descontento que me removía por dentro y que me impulsaba a ver la necesidad de crear algo nuevo, algo distinto.
Todo cambio trascendental tiene su origen en la insatisfacción, una insatisfacción que te mueve hacia lo que realmente sientes. Pero ojo, hablo de un desasosiego auténtico, uno que se adhiera como grasa a las arterias y que dificulte la circulación de la sangre. Cuando te das cuenta de lo pernicioso que es ese cebo para tu corazón y tu bienestar, dejas de hacer lo que sea que estuviera provocando tal acumulación de porquería en tu ser, así de sencillo.
Sin embargo, pocas veces observamos esa insatisfacción auténtica. Generalmente, cuando decimos que no estamos satisfechos, nos referimos a un estado mental, es decir, a algo superficial. Casi siempre nos quedamos en ese nivel y tan solo percibimos los síntomas de la enfermedad que nos mata, pero no la causa. Observamos el rencor que nos corroe, la ira que nos atormenta, pero no nos dignamos a preguntarnos por qué surgen dichas emociones.
Aunque claro, también puedes hacerte esta pregunta desde la mente y entonces sí que te meterás en un lindo embrollo. Como empieces a cuestionarte desde la cabeza, es que quieres sacar conclusiones o realizar algún tipo de análisis, y eso significa que ya estás perdido.
¿Cómo saber cuándo actúas desde la mente y cuándo desde el corazón?
Es muy fácil y también lo descubrí hoy. ¡Cuántas cosas he descubierto hoy!
Cuando utilizas la mente, si prestas atención te darás cuenta de que estás pensando en la vida. Mientras que cuando es el corazón el que te mueve, no tienes duda alguna, estás VIVIENDO.
Dicho de otro modo, imagina que estás frente al mar. Si actúas desde la mente, puede que pienses acerca de la belleza de las olas, podrás analizar la tonalidad del agua, observar los reflejos del sol sobre la superficie.
Sin embargo, sentir el mar es muy distinto a pensar acerca del mar. Porque cuando sientes no hay palabras, no hay descripciones, ni conclusiones. Porque en ese instante no observas al sol reflejado sobre el agua, tú eres el agua, tú eres las olas rompiendo en la orilla. ¡Eso es sentir!
La mente, como estamos acostumbrados a utilizarla, es completamente inútil. Sin embargo, cuando ocupa su justo lugar y se comporta como una mera herramienta al servicio de lo que nos late por dentro, entonces se crea algo increíble. Porque te sientes en sintonía y tus neuronas hacen las paces con tus latidos. Y tus pensamientos se tornan coherentes y tranquilos, convirtiéndose en manifestaciones activas de lo que te brota del manantial interior. Cuando esto ocurre, las palabras dejan de estar vacías y cada sonido de cada sílaba, transmite la energía de mil caballos a todo galope.
Cuando es tu corazón el que te guía, el cuerpo le sigue, y donde antes había torpeza ahora hay danza y melodía.
Ayer, estaba triste, hasta que decidí dejar de estar triste y me puse eufórico. Entonces, sentí la necesidad de expresar el bienestar que irradiaba. Así, sentí que tenía que escribir unos cuantos mensajes a algunas personas. Felicité a una amiga por su cumpleaños, a pesar de que éste había tenido lugar hacía cuatro días. Pero me dio igual, y de mi brotaron palabras y sentimientos auténticos. No dije las típicas frases trilladas de las ocasiones especiales, sino que dejé que el cariño hacia esa persona inundara mi discurso. Y solté un suspiro de regocijo cuando acabé.
Pero todavía tenía más que hacer y me entablé en dos conversaciones más. Una de esas personas me dijo que se había enamorado de un chico en la otra punta del mundo y que a pesar de que ella sentía un amor auténtico hacia él, quererlo le dolía, porque lo echaba mucho de menos; y por eso había tomado la decisión de mantener las distancias.
Y entonces yo tiré del slogan de adidas y le respondí que nada es imposible. A partir de ahí ya utilicé frases de mi propia cosecha. Le dije que el amor solo duele cuando intentas agarrarlo, ya que cuando lo dejas libre es algo completamente distinto. Y terminé diciéndole que no tenía que cerrar ninguna puerta, tan solo hacer lo que sentía y seguir su instinto.
No le dije eso por hacerme el héroe ni nada por el estilo, simplemente me salió de dentro y no le di la más mínima importancia.
Y ahora, hace cinco minutos, me ha vuelto a hablar, para decirme que ella y el chico han decidido hacer un viaje juntos en verano. Quería agradecerme el haberla inspirado a seguir lo que sentía.
Y yo le dije –como no podía ser de otra manera –que yo no había hecho nada, que fue ella la que decidió darse la oportunidad de escuchar a su corazón.

En fin, que cuando estás vivo, vivo de verdad, parece que eso se contagia y te aseguro que es algo maravilloso. ¡Cuánta belleza!

miércoles, 4 de marzo de 2015

El partido de mi vida

Estoy llorando. Sí, hay lágrimas sobre la mesa en la que escribo. ¡Cómo mola!
Soy feliz. Estoy feliz. Estoy vivo y casi ni me lo creo. ¿Cómo se puede estar tan emocionado por el simple hecho de estar vivo?
Ahora me río. Porque tengo labios que pueden componer una media luna, solo por eso. Porque puedo.
Y hoy, hoy voy a jugar el partido más importante de mi vida.
Al final, no he cumplido ni una de las promesas que me hice cuando tenía 15 años. No he completado ninguno de mis objetivos, no he cruzado ninguna línea de meta, no he terminado nada ni tampoco me he esforzado demasiado. Pero me la suda. Me la suda por completo.
 ¡Y menos mal que no me esforcé mucho! Porque si tienes que esforzarte para hacer algo, mejor no lo hagas. En cambio, las noches en vela que pasé escribiendo no supusieron sacrificio alguno. Los bostezos me energizaban y aunque los párpados se me caían, mi corazón me mantenía despierto.
He escrito cartas, reflexiones, anécdotas, he contado historias, he narrado cuentos, me he inventado relatos e incluso estoy escribiendo un libro sin pies ni cabeza. He pintado cuadros con crayones sobre hojas cuadriculadas. He salido a correr por campos de Castilla, he cantado con el viento y he disfrutado de una ensalada diaria. He amado y lo sigo haciendo, sin haber pasado ningún curso previo. He bailado solo y he trotado del revés. Y es curioso, porque a pesar de no haberme esforzado en absoluto, al final he acabado sudando, llorando y sangrando.
Pero te aseguro que disfruto de cada gota salada, pertenezca al fluido que pertenezca.
¡La vida es tan sencilla cuando te limitas a vivirla! Es tan mágica, tan llena de milagros, de luces y de sombras. Cada día hay un amanecer y cada tarde, un atardecer. En serio, ¿No te parece sorprendente?
Y hoy, hoy voy a jugar el partido más importante de mi vida.
No hay trofeos en juego, ni tampoco se trata de una competición oficial, no habrá un estadio entero coreando mi nombre. Además, ¿Cuál es mi verdadero nombre?
No, hoy me juego algo mucho más importante que una medalla dorada. Hoy está en juego divertirme como un cachorro recién nacido.
No me importa la estadística, ni los puntos con los que finalice el encuentro. Me importa un bledo mi reputación, porque no tengo ninguna. Hoy me juego la pasión por la pasión. Hoy correré hasta que me ardan los pies, saltaré más que una rana, celebraré mis fallos y mis aciertos y me convertiré en una chispita de alegría deslizándose sobre la duela.
Mi vida entera me ha llevado a este momento decisivo. Hasta hoy, siempre competí por algo. Disfruté de algunas cosas, me llevé unos cuantos premios y otros tantos chascos. Me frustré en las derrotas y levanté los puños en las victorias.
Perseguí objetivos, organicé mis días, planeé mis tardes y me imaginé de mil maneras distintas el mañana. Todo para darme cuenta de que ese mañana que esperaba era hoy. Pero parece que todo el mundo está empeñado en esperar algo.
Esperamos al autobús y al amigo que llega tarde. Esperamos al amor de la vida, al trabajo perfecto y las circunstancias adecuadas. Esperamos que salga el sol para empezar un nuevo día y esperamos al viernes por la noche para salir de fiesta. Esperamos que gane nuestro equipo este fin de semana y que nos toque la lotería el año que viene.
¡Ay! Siento decirlo, pero la espera es en vano.
Si el autobús no llega, vete corriendo. Si tu amigo se retrasa, pon tu atención en el instante, ya verás que siempre hay algo ocurriendo, y además, algo increíble. ¡Te lo aseguro!
Cuando el amor se resiste a aparecer, tal vez sea porque lo estás buscando y el amor es un tanto escurridizo cuando lo acosan. ¡No esperes al amor! Tan solo dedícate a amar, ya verás que cuando le des libertad para expresarse el amor te devolverá el abrazo.
¡Es tan simple! Y cuando vives con pasión, todo trabajo es adecuado, y si el oficio que realizas te parece esclavizante y aburrido, tal vez sea porque eres un esclavo y lo que haces es aburrido.
Cuando te das cuenta de esto y empiezas a deshacerte del equipaje de sobra (que en realidad sobra cualquier equipaje), tu andar se hace más ligero, tu cabeza más liviana y tu postura más erguida. Entonces los días dejan de comenzar cuando te levantas, porque cada instante que respiras se convierte en un nuevo día. Y ya no necesitas meterte en una discoteca oscura para decir que estás en una fiesta. Porque la rumba la llevas en la sangre y cualquier trozo de acera es la mejor pista de baile.
Y si realmente has sentido algo de lo que acabo de decir, te será fácil observar de que no necesitas ganar la lotería para sentirte afortunado, porque la vida que late en ti es el mayor regalo.
¡Hoy es ese día que tanto esperabas!
Me he pasado la mitad de mi existencia intentando ganar, luchando por conseguir títulos que me otorguen prestigio, labrarme una identidad honorable. He jugado más de mil partidos y nunca acabé uno solo completamente satisfecho. Siempre abandoné la cancha con un sabor agridulce en la boca.
Pero hoy voy a jugar el partido más importante de mi vida.

Hoy me vestiré de corto una vez más. Me ajustaré las zapatillas, me subiré los calcetines, sujetaré mi melena con una cinta y saldré al campo aullando de alegría. Porque hoy es la gran final y sea cual sea el resultado saldré campeón.

martes, 3 de marzo de 2015

Intolerante a las estupideces

Recuerdo que en alguna parte leí acerca de la abundancia de gente tibia. Gente que no sabe si va o viene, personas que empiezan y no acaban, que se conforman, que aceptan y tragan lo que les echen.
Desde hace algunos días, me he dado cuenta de los problemas que acarrea esta “tibia” actitud. Basta observar cuántas cosas hacemos sin cuestionarnos, cuántas responsabilidades cargamos, cuántas conversaciones insulsas soportamos, cuántos dogmas, cuántas creencias aceptamos por no tener el valor suficiente de poner en duda su veracidad.
Como siempre, vamos al revés. No tenemos ningún problema en aceptar lo que sea que nos digan los demás o la supuesta autoridad; sin embargo, cuando sabemos que lo que nos late por dentro es auténtico, tenemos extremas dificultades para reconocerlo con firmeza.
Hemos aprendido a dudar de nuestro instinto y a dar por bueno la lógica de la mayoría. Por eso, cada vez que alguien me dice algo con sentido, empieza exponiendo que seguramente lo consideraré un loco. Eso es lo que le han enseñado, a desconfiar de la autenticidad de nuestro ser.
Hoy en día se considera como locura querer vivir feliz y tranquilo. Se considera una falta de cordura plantearse una existencia alejada de los patrones del sistema. Te miran de reojo cuando dices que no necesitas de ningún gobernante para organizar tu vida.
Por eso, antes, cuando hablaba de lo que sentía lo hacía con voz bajita y sin convencimiento alguno, porque tenía miedo a que me encierren en el manicomio. Además, desde pequeño siempre me habían inculcado la humildad como modo de vida. ¡La humildad es solo petulancia disfrazada!
Cuando tienes la certeza de algo, cuando lo has visto y lo has sentido, no dudas de ello. Y en esa certeza no hay vanidad alguna.
Y cuando empiezas a observar con más claridad la palpable diferencia entre la verdad y la ilusión, te vuelves más intolerante a las estupideces, tanto las tuyas como las del resto, que al final son las mismas.
Por ejemplo, antes, por respeto, procuraba dar la razón a los demás, aunque sea parcialmente, sin importar que lo que dijeran no tuviera sentido alguno. Incluso, no hacía falta otra persona para tolerar discursos superficiales y vacíos; me bastaba con mis propios pensamientos para caer en esa trampa.
Al final se trata de aceptar la ignorancia. Eso es lo que hacen todos. Pero ahora, a medida que me voy quitando las legañas de los ojos y el panorama se hace menos borroso, invertir energía en la ignorancia se me antoja un tanto inútil.
Lo que me llama la atención es que ahora soy más claro en lo que siento y lo que manifiesto, soy más tajante ante las distracciones y ya no siento pena alguna por nadie. Porque cada vez, y con mayor claridad me voy dando cuenta de que no existen las víctimas.
Ese es otro concepto erróneo muy arraigado en nuestro interior; la creencia de que el compadecerse por los demás es algo altruista. Sentirte mal por alguien nunca ayudó a nadie. Y siendo honesto, nadie puede ayudar a nadie.
El verdadero altruismo no busca ayudar, porque si te fijas bien el ayudar significa que hay una jerarquía, en la que alguien en un peldaño superior le da algo a otra persona de un nivel inferior. Ese es el concepto básico de la caridad.
Cuando hay amor, no hay ayuda, tan solo hay acciones, que ni pretenden aliviar nada o recibir algo a cambio. Eso es algo completamente distinto al circo que tenemos montado ahora mismo.
¿Y qué me dices del no decir la verdad para no herir los sentimientos?
Eso supuestamente significa respeto. ¡Ja! Eso es tirarte estiércol encima y untárselo al otro. Si de verdad respetas a la otra persona, le dices lo que sientes y no pretendes engatusarlo con condescendencia. Y si se ofende, es problema suyo.
Yo soy plenamente consciente de que las veces que las palabras me han herido ha sido por decisión mía. Una vez más, aquí no hay víctima alguna.
En fin, que al menos a mí, la sangre se me ha calentado con tanta tibieza. Tantas complicaciones, tanto tiempo libre para inventar problemas, tantas ganas de buscar culpables, tanto conformismo y tanto miedo a dejar de tener miedo.

Así que aquí estoy, observando lo que bulle en mis entrañas, viviendo, desmoronando lo que creía mío y sonriendo sin motivo, cada vez más intolerante a la estupidez.

lunes, 2 de marzo de 2015

Rendirme al silencio

Me caigo, me levanto,  me tropiezo, tambaleo, hago malabares con las experiencias, saco conclusiones de lo que vivo y trazo caminos imaginarios que seguir.
Y de repente, me sentí cómodo en mis zapatillas. El sendero era de tierra blanda y mis pies agradecían la plácida sensación de pisar aquel terreno. Había vegetación y comida abundante durante el trayecto, nada faltaba y las sonrisas brotaban con naturalidad. Llegué a un punto de bienestar con el que me conformé. ¿Para qué seguir indagando en el interior cuando has reducido el sufrimiento a escasas dosis diarias?
Yo disfrutaba del camino, pero también, aunque no fuera consciente, todavía me apoyaba en los posibles destinos en que desembocaría. Y siempre, en todas esas cavilaciones yo me veía como aprendiz, caminando de la mano de la conciencia; una conciencia materializada en unos ojos profundos y una barba espesa que emanaba sabiduría.
Sin quererlo ni pretenderlo me puse detrás de un pupitre y acepté el rol de estudiante.
Tengo que admitir que por primera vez en mi vida me sentía a gusto en ese papel; sin embargo, para que exista un alumno, tiene que haber un maestro, y maestro no hay ninguno; porque la conciencia nunca ha ejercido de profesora, gurú o chamán. La conciencia vive y se desenvuelve entre nosotros, tan cerca de la ignorancia, que hasta creemos que forma parte de todo este juego.
Pero, hoy, la conciencia que habita aquel rostro de barbas oscuras me dijo que se marchaba. Me dijo que si no había verdadera voluntad de observar e investigar, ella no pintaba nada aquí. Dejó claro que nosotros podemos seguir dando palos de ciego y montar todo este circo de entretenimientos, pero que ella no está (ni nunca lo ha estado), metida en ese embrollo.
Y así, me quedé desamparado, al ver cómo esa ilusoria figura de maestro se esfumaba y con ella, también mi uniforme de colegial.
La escuela ha desaparecido, y ya no tengo nada a qué aferrarme. Ya no tengo hogar, ni patria a la que regresar; no hay nadie que me espere en casa. No tengo a nadie a quien extrañar, no tengo una profesión que desempeñar, ni nada que aportar. Estoy solo ante la inmensidad de lo desconocido.
Es tentador pedir abrazos y rogar por un poquito de cariño. Quisiera encontrar cobijo en el vientre de una madre y que alguien me diga que todo saldrá bien. Pero no hay nadie, no hay nada.
Tenía ganas de llorar, pero ni siquiera yo estaba dispuesto a consolarme. Me sentía desolado, pero no era una víctima. También me vi perdido, pero no vi necesidad de buscar mapa ni brújula. Me supe ignorante, pero no me refugié en ningún libro que me aporte conocimientos.
Y ahora me siento vacío. Es más, ni siquiera siento; simplemente hay vacío. Un vacío que no soy capaz de explicar. Porque no estoy bien, ni mal, ni siquiera estoy.
Sólo sé que estoy escribiendo y que suena música de fondo. Sé que todos duermen y que el reloj marca la hora. Pero por algún motivo, el pensamiento no se mueve. Tal vez la mente esté agotada de tanto ir y venir, tal vez se cansó de estorbar.
Pero en este instante no tengo dudas, ni inquietudes. Nada me preocupa, pero tampoco hay algo que me excite.
Si me preguntases quien soy no sabría qué responder. Porque no lo sé. Porque lo único que sé es que no soy aquello que siempre creí que era, y que sin eso, no soy nada. ¿Seré la nada?
Ser nada significa morir, morir a todo lo que conoces, a todo lo que has creado y pensado. Pero si todo eso ha sido tan solo una ilusión, ¿Vale la pena sujetarla con tanta fuerza?
Y aparece ella, y la inminente posibilidad de volver a verla. Y me vuelo a hacer un lío. Porque el motor se pone otra vez en marcha y lo que antes no existía ahora me preocupa. Porque no sé quién seré cuando me encuentre con ella. No sé si ella podrá aceptar la difuminada versión de mí mismo en la que me he convertido y tampoco sé si tiene algún sentido volver a vernos. Porque, ¿Qué significa volver a vernos? ¿Es que acaso todo este tiempo hemos estado separados?
Y me da miedo pensar en eso, tengo un miedo tremendo a adentrarme en ese sentimiento, porque significaría destirpar algo que consideraba sagrado, algo que protegía con todo mi ahínco. Pero no tengo nada que perder, así que vamos allá.
Tengo miedo de volver a verla y dejar atrás todo este proceso de cambio en el que estoy inmerso. Tengo miedo de que volver a verla me haga regresar a un estado previo. Tengo miedo de que ella no entienda lo que me ocurre y tengo miedo de dejarla escapar por esto que estoy experimentando. ¿Qué complicado verdad?
No, la verdad es que no es nada complicado. La verdad es que lo que acabo de decir son un montón de mierdas empaladas.
Y así, sin motivo alguno, sin buscarlo ni pretenderlo, sin método ni organización; la preocupación ha desaparecido. Y estoy abierto a todas las posibilidades. ¿Cómo puedo tener miedo a algo que amo? No tiene sentido.
Y en este instante amo. No hay nada más que eso. Todo lo demás ha desaparecido. Y no me siento solo; porque no lo estoy. Estoy vacío y estoy muriendo. He muerto.
¡Cuánto miedo a la muerte! Y no a la muerte biológica. En realidad, nadie tiene miedo de ser atropellado o romperse la cabeza. El verdadero temor es perder la identidad, convertirte en la nada. Y sin embargo, lo que veo en este instante con total claridad es que rendirte a la nada es la única manera de vivir. Matar al Yo y todas sus creaciones es la única manera posible de nacer. Yo no existo. Y ya no hace falta decir nada más. ¡No hace falta decir nada más!
Sobra cualquier palabra, sobra cualquier explicación. En cuanto te das cuenta de que ese Yo, ese nombre, esa identificación no es real, te quitas el velo de la ilusión. ¿Y ahora qué queda?
Nada.
¿Pero qué hay más allá? ¿Cuál es el siguiente paso?
Y otra vez me siento tentado de refugiarme en el título de estudiante y considerar maestro a la conciencia disfrazada en un rostro con barba. Pero yo soy esa conciencia. Solo que está un poco adormilada y por eso quiere que alguien la despierte desde fuera. Pero fuera no hay nadie. No hay nadie.
¿Cuándo es suficiente? ¿Cuándo se acaba este juego?
No sé si ir con prisas o tomármelo con calma. No sé cuándo me conformo y cuándo fluyo. Y encima ahora, ya ni siquiera sé lo que es fluir. Bueno sí. Eso sí que lo sé. Fluir no es empezar y llegar, sino más bien renovarse en cada instante, porque este instante es todo. Y de nada sirve intentar rajarse el coco entendiendo esto.
Buscar explicaciones es distraerse. Analizar y sacar conclusiones es distracción. Lo único que tiene sentido es la atención plena, que es silencio. Ese silencio molesto, ese vacío abrumador, esa nada de la que todos huyen, ahí está la clave, ahí está el fin del sufrimiento. Porque en la nada no hay sufrimiento. En la nada no hay preocupación, no hay planes ni culpas, no hay nada. Y para ser nada hay que morir. No hay otra opción, hay que morir o morir. ¡Muérete!

Y me rio. Me rio mucho y suspiro, y cierro los ojos y escribo así, sin ver nada. Porque no estoy cerca, ni lejos, tan solo estoy. Tan solo. Tan… (Silencio)


domingo, 1 de marzo de 2015

¿Qué significa estar fuera del sistema?

Vivir sin estar identificado con el sistema a menudo se entiende  como Aislamiento.
Pensamos que la única manera de no formar parte de este macabro juego es coger unas cuantas mudas de ropa, ajustarse unas botas de explorador y lanzarse a la soledad de alguna montaña.
Sin embargo, incluso si acabas nadando hasta una isla desierta en la que pasar el resto de tus días, tu equipaje de problemas y sufrimiento seguirán contigo.
Porque aislarte de la sociedad no es lo mismo que salirte del sistema.
Si tú eres una de esas personas que tiene en mente encontrar cobijo bajo algún rincón de la madre naturaleza, ten por seguro que no te librarás de la alargada sombra del sistema. Porque eso que llamas sistema no es algo externo a ti; eres tú. Por tanto, da igual que estés rodeado de palmeras tropicales o rascacielos grises.
Todo aquello que criticamos no es más que una manifestación de lo que ocurre internamente. Por este motivo, no vale la pena emprender ninguna lucha, no sirve de nada empuñar las espadas y partir al campo de batalla en busca de justicia.
Y con esa sed de guerra empieza otra creencia falsa acerca de lo que significa salirte del juego. A menudo la gente busca imponer por la fuerza la justicia. Un buen ejemplo de esto es cualquier película de superhéroes. ¿Cuál es el objetivo de los superhéroes?
Luchar contra el mal. Siempre hay un villano que derrotar y gente inocente a la que salvar. Todo para que al final pueda triunfar el bien.
Así queda bien reflejado el ideal de que la justicia triunfa con sangre, sufrimiento y llanto.
Pero, ¿Para qué luchar contra el mal? O mejor dicho, ¿Para qué intentar imponer el bien sobre el mal?
Si algo es auténtico no necesita luchar contra aquello que es falso para demostrar su autenticidad.
Por eso, cuando conoces la verdad, no necesitas enfrentarte a nada para demostrarlo. No luchas contra el sistema, no pretendes cambiarlo y tampoco te consideras un anti-sistema; porque sencillamente no te identificas con ese movimiento de falsedad.
Salirte del sistema no es otra cosa que vivir con plena conciencia. Vivir cada instante con total atención, nada más.
¿Qué significa vivir con plena conciencia?
Quizás sea más fácil empezar describiendo una vida de completa inconsciencia, ya que suele ser algo más común.
Inconsciencia es sinónimo de distracción y claro está que la sociedad actual está diseñada para distraernos. Todo está enfocado al entretenimiento: Los contenidos inútiles de la televisión, el consumismo masivo y su supuesta relación con la felicidad, o la búsqueda constante de estímulos externos que alivien el desasosiego interior son claros ejemplos de inconsciencia.
Pero las distracciones van mucho más allá. Ya desde la infancia se nos programa para distraernos de lo que de verdad importa. Desde una muy temprana edad aprendemos e interiorizamos el significado de la autoridad y la jerarquía, las cuales hacen imposible el desarrollo creativo de los seres humanos.
La libertad no puede extender las alas mientras esté subordinada al mando de otra persona. El simple hecho de contemplar esa posibilidad resulta inverosímil.
Nuestra existencia se diluye en cinco días laborales (si tienes suerte) y fines de semana destinados a escapar de la monotonía de la rutina. De este modo nos pasamos la vida entera embobados, con la misma ingenuidad de un gato persiguiendo la luz reflejada de un puntero láser, mientras la auténtica realidad transcurre alejada de nuestra mirada.
Expuesto esto, quizás ahora resulte más fácil explicar en qué consiste una vida de conciencia plena.
Ser consciente significa vivir con la máxima intensidad, lo cual es sinónimo de poner toda tu atención en el momento presente. Cuando estás aquí y ahora, tienes a tu disposición el total de tu energía para manifestar lo que sientas; y cuando eso ocurre, brotan de manera espontánea las más bellas creaciones de la vida.
Cuando te distraes, estás cubriéndote de porquería para escapar del presente, haciendo todo lo posible por mantener la mente ocupada. Imagina lo desesperados que estamos para que nuestros días transcurran en ese estado la mayor parte del tiempo.
Cuando estás atento, en cambio, estás latiendo al unísono con cada momento, te estás dando la libertad de saborear cada fragancia como algo nuevo, de sentir cada segundo como si acabaras de nacer.
Entonces, salir del sistema no es un movimiento exterior, sino que brota desde lo más profundo de tu ser.
Por eso, dejar el sistema no es aislamiento, sino más bien conexión. Conectar con lo que realmente eres.
El problema es querer dar el primer paso desde lo externo. Muchos creen que para dejar de identificarse con su nacionalidad hay que hacer tiras el pasaporte. Otros dicen que hay que dejar el trabajo para no alimentar al materialismo. También están los que piensan que el primer paso a la liberación es abandonar cualquier lazo afectivo.
Y sin embargo, nada de eso es de utilidad mientras no entiendas que el auténtico sistema corrosivo yace bajo tus entrañas.
Cuando lo que te ata a las leyes del sistema se disuelve en tu interior ya eres libre. Y entonces te limitas a seguir los dictados de tu corazón, los latidos de esa esencia que no duda ni se equivoca.
En ese instante, dejarás de ser el nombre con el que te identifican, aunque en la cartera lleves un carné de identidad. Ya no serás un oficio, aunque lo estés realizando. Ya no te sentirás parte de una familia, aunque convivas con otros seres humanos. En ese instante, el dinero dejará de representarse en billetes manchados de codicia y pasará a ser energía en movimiento, carente de carga, sin mayor significado que el de una mera transacción. Puede que pases las noches debajo de un techo y reposes tus huesos sobre un colchón, pero los pronombres posesivos desaparecerán de tu vida, ya que en realidad nada te pertenece.
No te indignarás más ante las decisiones políticas y dejarás de invertir esfuerzo en sacar del poder a esos seres desalmados, ya que la verdad es que no tienen poder alguno.
Romperás las cadenas del apego hacia los demás y te limitarás a manifestar amor a la vida.
Caminarás entre la ignorancia y no emitirás juicio alguno, no intentarás cambiar o despertar a nadie. Tan solo caminarás con pasos ligeros, silbando y riéndote con cada zancada; plantando semillas de conciencia allá donde vayas.

En ese instante, ya no jugarás bajo las leyes de ningún sistema.