lunes, 2 de marzo de 2015

Rendirme al silencio

Me caigo, me levanto,  me tropiezo, tambaleo, hago malabares con las experiencias, saco conclusiones de lo que vivo y trazo caminos imaginarios que seguir.
Y de repente, me sentí cómodo en mis zapatillas. El sendero era de tierra blanda y mis pies agradecían la plácida sensación de pisar aquel terreno. Había vegetación y comida abundante durante el trayecto, nada faltaba y las sonrisas brotaban con naturalidad. Llegué a un punto de bienestar con el que me conformé. ¿Para qué seguir indagando en el interior cuando has reducido el sufrimiento a escasas dosis diarias?
Yo disfrutaba del camino, pero también, aunque no fuera consciente, todavía me apoyaba en los posibles destinos en que desembocaría. Y siempre, en todas esas cavilaciones yo me veía como aprendiz, caminando de la mano de la conciencia; una conciencia materializada en unos ojos profundos y una barba espesa que emanaba sabiduría.
Sin quererlo ni pretenderlo me puse detrás de un pupitre y acepté el rol de estudiante.
Tengo que admitir que por primera vez en mi vida me sentía a gusto en ese papel; sin embargo, para que exista un alumno, tiene que haber un maestro, y maestro no hay ninguno; porque la conciencia nunca ha ejercido de profesora, gurú o chamán. La conciencia vive y se desenvuelve entre nosotros, tan cerca de la ignorancia, que hasta creemos que forma parte de todo este juego.
Pero, hoy, la conciencia que habita aquel rostro de barbas oscuras me dijo que se marchaba. Me dijo que si no había verdadera voluntad de observar e investigar, ella no pintaba nada aquí. Dejó claro que nosotros podemos seguir dando palos de ciego y montar todo este circo de entretenimientos, pero que ella no está (ni nunca lo ha estado), metida en ese embrollo.
Y así, me quedé desamparado, al ver cómo esa ilusoria figura de maestro se esfumaba y con ella, también mi uniforme de colegial.
La escuela ha desaparecido, y ya no tengo nada a qué aferrarme. Ya no tengo hogar, ni patria a la que regresar; no hay nadie que me espere en casa. No tengo a nadie a quien extrañar, no tengo una profesión que desempeñar, ni nada que aportar. Estoy solo ante la inmensidad de lo desconocido.
Es tentador pedir abrazos y rogar por un poquito de cariño. Quisiera encontrar cobijo en el vientre de una madre y que alguien me diga que todo saldrá bien. Pero no hay nadie, no hay nada.
Tenía ganas de llorar, pero ni siquiera yo estaba dispuesto a consolarme. Me sentía desolado, pero no era una víctima. También me vi perdido, pero no vi necesidad de buscar mapa ni brújula. Me supe ignorante, pero no me refugié en ningún libro que me aporte conocimientos.
Y ahora me siento vacío. Es más, ni siquiera siento; simplemente hay vacío. Un vacío que no soy capaz de explicar. Porque no estoy bien, ni mal, ni siquiera estoy.
Sólo sé que estoy escribiendo y que suena música de fondo. Sé que todos duermen y que el reloj marca la hora. Pero por algún motivo, el pensamiento no se mueve. Tal vez la mente esté agotada de tanto ir y venir, tal vez se cansó de estorbar.
Pero en este instante no tengo dudas, ni inquietudes. Nada me preocupa, pero tampoco hay algo que me excite.
Si me preguntases quien soy no sabría qué responder. Porque no lo sé. Porque lo único que sé es que no soy aquello que siempre creí que era, y que sin eso, no soy nada. ¿Seré la nada?
Ser nada significa morir, morir a todo lo que conoces, a todo lo que has creado y pensado. Pero si todo eso ha sido tan solo una ilusión, ¿Vale la pena sujetarla con tanta fuerza?
Y aparece ella, y la inminente posibilidad de volver a verla. Y me vuelo a hacer un lío. Porque el motor se pone otra vez en marcha y lo que antes no existía ahora me preocupa. Porque no sé quién seré cuando me encuentre con ella. No sé si ella podrá aceptar la difuminada versión de mí mismo en la que me he convertido y tampoco sé si tiene algún sentido volver a vernos. Porque, ¿Qué significa volver a vernos? ¿Es que acaso todo este tiempo hemos estado separados?
Y me da miedo pensar en eso, tengo un miedo tremendo a adentrarme en ese sentimiento, porque significaría destirpar algo que consideraba sagrado, algo que protegía con todo mi ahínco. Pero no tengo nada que perder, así que vamos allá.
Tengo miedo de volver a verla y dejar atrás todo este proceso de cambio en el que estoy inmerso. Tengo miedo de que volver a verla me haga regresar a un estado previo. Tengo miedo de que ella no entienda lo que me ocurre y tengo miedo de dejarla escapar por esto que estoy experimentando. ¿Qué complicado verdad?
No, la verdad es que no es nada complicado. La verdad es que lo que acabo de decir son un montón de mierdas empaladas.
Y así, sin motivo alguno, sin buscarlo ni pretenderlo, sin método ni organización; la preocupación ha desaparecido. Y estoy abierto a todas las posibilidades. ¿Cómo puedo tener miedo a algo que amo? No tiene sentido.
Y en este instante amo. No hay nada más que eso. Todo lo demás ha desaparecido. Y no me siento solo; porque no lo estoy. Estoy vacío y estoy muriendo. He muerto.
¡Cuánto miedo a la muerte! Y no a la muerte biológica. En realidad, nadie tiene miedo de ser atropellado o romperse la cabeza. El verdadero temor es perder la identidad, convertirte en la nada. Y sin embargo, lo que veo en este instante con total claridad es que rendirte a la nada es la única manera de vivir. Matar al Yo y todas sus creaciones es la única manera posible de nacer. Yo no existo. Y ya no hace falta decir nada más. ¡No hace falta decir nada más!
Sobra cualquier palabra, sobra cualquier explicación. En cuanto te das cuenta de que ese Yo, ese nombre, esa identificación no es real, te quitas el velo de la ilusión. ¿Y ahora qué queda?
Nada.
¿Pero qué hay más allá? ¿Cuál es el siguiente paso?
Y otra vez me siento tentado de refugiarme en el título de estudiante y considerar maestro a la conciencia disfrazada en un rostro con barba. Pero yo soy esa conciencia. Solo que está un poco adormilada y por eso quiere que alguien la despierte desde fuera. Pero fuera no hay nadie. No hay nadie.
¿Cuándo es suficiente? ¿Cuándo se acaba este juego?
No sé si ir con prisas o tomármelo con calma. No sé cuándo me conformo y cuándo fluyo. Y encima ahora, ya ni siquiera sé lo que es fluir. Bueno sí. Eso sí que lo sé. Fluir no es empezar y llegar, sino más bien renovarse en cada instante, porque este instante es todo. Y de nada sirve intentar rajarse el coco entendiendo esto.
Buscar explicaciones es distraerse. Analizar y sacar conclusiones es distracción. Lo único que tiene sentido es la atención plena, que es silencio. Ese silencio molesto, ese vacío abrumador, esa nada de la que todos huyen, ahí está la clave, ahí está el fin del sufrimiento. Porque en la nada no hay sufrimiento. En la nada no hay preocupación, no hay planes ni culpas, no hay nada. Y para ser nada hay que morir. No hay otra opción, hay que morir o morir. ¡Muérete!

Y me rio. Me rio mucho y suspiro, y cierro los ojos y escribo así, sin ver nada. Porque no estoy cerca, ni lejos, tan solo estoy. Tan solo. Tan… (Silencio)


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