martes, 10 de marzo de 2015

A vosotros, que sois la propia vida

Gracias. Os amo. Y así podría dar por terminado el texto.
Pero también siento la necesidad de expresar todo lo que me bulle por dentro en este instante. Así que seguramente os tendréis que tragar unos cuántos párrafos más.
Ya apenas recuerdo cuándo llegué, tan solo sé que hace poco más de un mes recibí una llamada de la vida y decidí escucharla. Así, deshice mis planes, aparqué mis objetivos, empaqué lo que pude en una mochila y me lancé a lo desconocido.
Estaba asustado, excitado, desconcertado, perdido y expectante, todo al mismo tiempo. No sabía a dónde iba, ni por cuánto tiempo, no tenía ni la más remota idea de dónde acabaría o con quién me toparía por el camino. Y así fue como di con vosotros.
Y en todo este tiempo he disfrutado de la posibilidad de observaros. De captar las arrugas de vuestra risa, escuchar el triturar de vuestras muelas. He visto lagos reflejados en vuestros ojos. He respirado vuestro aire, he compartido vuestro silencio. Juntos, hemos indagado en nuestros miedos, hemos llenado el vacío con carcajadas.
Hemos buscado y fracasado en el intento de encontrar algo; sin embargo, cuando no pretendíamos nada, cuando la inocencia y la curiosidad brotaban sin propósito, suspiramos juntos y soltamos pesadas cargas de nuestras espaldas.
He visto al viento peinar vuestros cabellos, o vuestras calvas cabezas. Os he visto viejos cuando caminabais con pesar, cuando os aferrabais a vuestros anclajes y os resistíais a vivir. Y sin embargo, he visto la juventud hasta en vuestras canas cuando os olvidabais de vuestra reputación y dabais libertad total a vuestro espíritu para expresarse a su antojo.
Y es que cuando fluis con vuestra esencia, las edades desaparecen, y dejáis de ser adultos, adolescentes o ancianos, porque sois la vida misma, moviéndose como las nubes en una tarde con brisa, fresca como el agua de montaña y cálida como el sol de mediodía. Eso sois vosotros.
Os he visto pensar, plantearos metas. Os he visto adentraros en laberintos imposibles por voluntad propia. Os he visto perdidos, tal como me vi a mí mismo. Hemos intentado comprender lo incomprensible, ponerle nombre a lo innombrable. Hemos preguntado cómo recorrer un camino que no necesita de maestros o aprendices, un sendero que no dispone de mapas o direcciones, uno que ni siquiera es necesario andarlo, porque, una vez más, nosotros mismos somos el sendero; y con cada paso lo creamos, mientras que con el siguiente lo borramos. Porque el camino de la vida es algo que brota de manera constante, siempre es nuevo, siempre está aquí y ahora, renovándose y expresándose en su propia inmensidad.
Cuando os vi por primera vez, intenté conoceros, saber vuestros nombres y escuchar vuestras historias. Pero a medida que yo crecía con vosotros, deje de intentar identificaros, de encasillaros por orden alfabético y clasificaros por carpetas. Y me limité a descubriros por lo que hacíais en cada instante. Porque no sois lo que hicisteis, ni los libros que habéis engullido, no sois las expectativas de vuestros padres, ni lo que esperáis de vuestros hijos. Sois este instante. Este momento que acaba de nacer y que se extiende hasta el infinito. Sois la nada de la que emerge todo.
Y así, sin asociaros a ninguna identidad, empecé a amaros. Comencé a percibir el movimiento de vuestras manos cuando estáis sentados, a distinguir los distintos tonos de vuestras voces, el movimiento arqueado de las cejas, el impacto de vuestras zancadas.
A medida que yo me lo iba permitiendo, el amor fue brotando y pude verme en cada uno de vosotros. Me vi en vuestras luchas inútiles, en vuestros abrazos por simple compromiso y en los gestos de cariño auténtico. Me vi en vuestro entretenimiento y en las conversaciones banales. Me vi también en cada uno de vuestros descubrimientos, en cada chispa de alegría al derrumbar otra muralla interna. Me vi en el brillo de vuestros ojos cuando ardíais en felicidad sin pretenderlo y también estaba yo en esos momentos de paz que no podías definir con palabras. Fui capaz de ver todo eso porque no os juzgaba, ni a vosotros ni a mí.
Y yo, empecé a vivir. Empecé a recorrer estas tierras corriendo sobre mis pies, adentrándome por campos llanos, observando al río fluir con aguas verdes, admirando molinos colosales y perdiéndome entre rostros castellanos, que no se diferencian en nada del resto de humanos.
Sin buscarla, la pasión me hizo una visita y todavía corre por mis venas. Y con ese impulso vital he pintado, he reído, he sudado, he llorado y cuestionado todo cuanto antes creía. He desechado máscaras, he cortado grilletes y hasta me han salido alas. Porque puedo volar.
Y cuando me quité la etiqueta de escritor, empecé a escribir. No sé si bien o mal, no sé si bonito o feo. Pero he escrito y he disfrutado de cada letra, de cada movimiento de mis manos en esta creación.
Juntos, hemos disfrutado de algunos textos, no por lo que decían, sino por lo que expresaban, porque si de algún modo esto que hago te llega, es porque a ti también te late por dentro. Es porque tú y yo nos estamos comunicando a través de eso que llamamos escritura. Pero en realidad, es tan solo la esencia de la vida, relatándose a sí misma.
Eso es lo que escribo, algo que no me pertenece. Esto no es mío y nunca lo ha sido. Tampoco es vuestro y nunca nadie debería, ni podrá apoderarse de esto. Porque lo que digo vuela libre, sin dueño, sin buscar reconocimiento, sin premio final.
Y yo solo os puedo decir gracias. Gracias por haberme dado la oportunidad de abrazaros y sintonizar nuestros latidos. Gracias por besar mis mejillas con vuestros labios, gracias por ser y por estar.
Todavía no me he ido y no sé si volveré. Sin embargo, no creo que os extrañe, ni que os recuerde con nostalgia. Porque siempre estaréis conmigo.
No lo digo en sentido romántico, ni metafórico. Lo digo porque lo siento, porque empiezo a percibir la inmensidad que en realidad somos y que no hay motivo alguno para temer. Y si vosotros y yo somos la vida misma, ¿Por qué habría de extrañaros?

Tan solo siento amor y gratitud, hacia nadie en concreto y hacia todo al mismo tiempo. Porque no hay tiempo ni hay nadie, ni siquiera vosotros y yo.

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