jueves, 12 de marzo de 2015

La mayor de las aventuras es vivir

Hoy encontré una bici con telarañas en las ruedas, un manillar doblado, y decidí lanzarme a la aventura. Descendí casi sin frenos por las curvas de una carretera, levantando la vista en las escasas rectas para disfrutar del paisaje que me regalaba el horizonte.
Atravesé un puente y crucé un río. Me adentré por un sendero escondido por la madre naturaleza y dejé que mis piernas pedalearan mientras yo extendía los brazos al cielo. No tenía plan ni destino, pero mis músculos todavía estaban frescos y algo hambrientos de movimiento, así que continué mi marcha.
Entonces un cartel me desafió a llevar mi recorrido hasta las orillas del mar cantábrico. Y yo acepté sonriente. No tenía comida ni preparativos para tal travesía, pero las monedas de mi mochila me bastaron para comprar una barra de pan, 10 lonchas de queso, dos tomates y un bote de guindillas.
Así que continué la marcha, desplazándome junto al cemento, mirando al río con el que compartía destino, sudando, subiendo y bajando por aquel terreno montañoso.
Cuando ya veía al río ensancharse y difuminarse en la inmensidad del mar, mi cuerpo comenzó a quejarse por el inesperado esfuerzo, pero yo me repetía que el objetivo merecería la pena. Y así, exhausto y hambriento llegué hasta un acantilado desde el que presencié el salvaje espectáculo de las olas y las rocas. Sin embargo, casi no presté atención a lo que me rodeaba y me dediqué a engullir con desesperación todo lo que tenía a mi alcance.
Después de la comida, tuve que emprender el camino de vuelta casi de inmediato, ya que tenía el tiempo justo para llegar antes del anochecer.
Y en ese retorno, para ser sincero, ya me importó un pimiento el paisaje, las montañas o las idílicas casitas sobre sus faldas. Yo tan solo quería aliviar el sufrimiento de mis nalgas, aplastadas y magulladas por el sillín. Quería llegar y tomar una ducha.
Pero mis piernas, que antes se sabían invencibles, temblaban y pedían a gritos una tregua que la empinada carretera no daba. Sin embargo, por puro orgullo, yo me propuse no dejar de pedalear y hasta intenté acelerar con rabia para demostrarme que la fatiga era una elección.
Hasta que llegó un momento en el que incluso el terreno llano se hacía casi imposible. Mi cuerpo estaba destruido y el viento se burlaba de mí soplándome en la cara, haciendo de cada pedaleada una tortura.
Así, con la ropa empapada, las gafas empañadas y el rostro desencajado llegué al último pueblo antes del final de mi trayecto. Durante un breve instante sonreí, pero luego recordé que los cuatro kilómetros restantes eran una única y sinuosa cuesta arriba.
Por última vez intenté dármelas de héroe, pero en menos de un kilómetro, me bajé de la bici, y sin orgullo alguno, la arrastré durante el trecho que me quedaba.
Al llegar, comí algo rápido y me tiré sobre un sofá, en el que quedé dormido y con la baba colgando en un pestañeo.
Lo más curioso de todo es que esa siestecita fue lo mejor del día con diferencia.
Cuando me levanté me di cuenta de que en toda mi travesía yo estaba buscando algo que me hiciera feliz. Yo esperaba que la emoción, la adrenalina, la dificultad del recorrido o la belleza del paraje me hicieran sentir vivo. Pero irónicamente, cuando más vivo me sentí fue cuando me despatarré sobre el sofá y dejé de buscar nada. En ese mágico e irrelevante momento, la alegría me bullía por dentro, por el simple hecho de respirar y tener los ojos cerrados.
Siempre he buscado algo que me haga feliz, de hecho, ese es el eslogan que he escuchado toda mi vida: “Encuentra algo que te haga feliz”.
Sin embargo, nunca nadie probó a decirme (ni siquiera yo mismo): “Simplemente sé feliz”.
Parece que tuviéramos que hacer algo para recordarnos que estamos vivos.
Yo me monté en una bici de paseo y recorrí 80 kilómetros porque pensaba que eso me haría sentir vivo.
Y así he pasado gran parte de mi existencia, tratando de hacer algo épico que siempre recuerde. Siempre soñé con viajar a exóticos lugares que me quitaran el aliento, bañarme en ríos helados y subir hasta cumbres perdidas, todo para que mi corazón se acelere y yo pudiera sentir la sangre hervir por mis venas.
Siempre he querido ser una especie de Tarzán, y darle la vuelta al mundo, y navegar por los siete mares. Soñaba con entrar en los libros de historia y que todos recuerden mis proezas.
Pero ya no me importa. Porque en mis escasos viajes y  diversos intentos por vivir de manera memorable, apenas recuerdo lo que se supone que iba a ser memorable.
En los Pirineos, no importó llegar a la cima, sino ser testigo de la ilusión que destellaban los ojos de una personita que se permitió no tener miedo.
De mis escapadas en bici, carece de relevancia la distancia recorrida por las ruedas, pero en mi piel descansan esos momentos de silencio abrumador, en los que el camino y yo éramos uno solo.
Cuando fui a Marruecos, superar la barrera de los 4000 mil metros no me dejó huella. Sin embargo, viajar durante horas en un autobús de asientos polvorientos y que avanzaba a trompicones me hizo llorar de emoción. Al igual que recibir un bocado de cuscús con el estómago vacío, admirar unas manos sucias y pecosas, dormir abrazado a alguien que amo, o brindar con una jarra de batido de aguacate, esos momentos fueron los que dieron sentido a mi viaje.
Y hoy, hoy tenía tanta hambre, que las vastas aguas que se extendían delante mío no existían. En cambio, devorar un tomate a mordiscos, pringarme las manos, masticar con la boca abierta y soltar eructos sin represión alguna, ¡Eso sí que es vivir!
Los mejores momentos de mi vida han transcurrido con sencillez, pero con una tremenda intensidad.
¿Alguna vez has pelado una naranja con toda tu atención? ¿Te has tirado sobre el césped en primavera y te has detenido a observar una flor?
Nada de lo que hagas te hará feliz, ya que la felicidad nunca es una consecuencia. Cuando estás en sintonía con la vida, consciente de ella, la alegría brota sola, con toda la fuerza del mundo.
La belleza de la vida nunca ha dependido de lo que hacemos o de a dónde nos desplacemos. La belleza es la vida misma y florece en cada una de sus creaciones, tan solo tienes que darte la oportunidad de percibirla.
Y no me refiero a la tópica frase de disfrutar de los pequeños detalles. Porque lo pequeño no existe, y por consiguiente lo grande tampoco. Porque cuando vives de verdad, todo cuanto haces es una auténtica proeza.
No soy Tarzán. Soy yo. Tampoco daré la vuelta al mundo, mas iré allí donde me impulsen mis latidos. No navegaré por los siete mares, pero la pasión mueve océanos en mis entrañas.
La historia me olvidará, pues yo ya la he olvidado. Nadie se acordará de mí, porque todo recuerdo está muerto.
Mi vida se está escribiendo en este instante, sobre una hoja que borra cada gota de tinta a su paso; porque el vacío es infinito. Y eso es lo que soy.




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