sábado, 21 de marzo de 2015

La aldea de los señores trajeados

Éste era un muchacho nacido en el trópico. Se crio saltando entre monos, revolcándose en el lodo con los cerdos, curándose las heridas con saliva. El chico se tragaba los mocos sin remordimientos, se comía las uñas de los pies y masticaba con la boca abierta.
Él no lo sabía, pero era feliz. Y quizás por eso, porque nunca pretendió buscarla, la alegría le latía por dentro.
Y sin embargo, un buen día de verano, llegaron a su aldea dos individuos de trajes impolutos, que caminaban de puntillas para no ensuciarse los zapatos. Estos personajes habían adquirido un gran número de tierras por aquel lugar y quedaron pasmados ante las precarias condiciones en las que vivían sus habitantes.
De aquel modo –en un acto de supremo altruismo –decidieron construir una escuela y un hospital. Además se dedicaron a hacer conscientes a los aldeanos de su miserable vida, que para ellos era indistinguible de la existencia animal.
Así, los niños comenzaron a asistir a clases y la gente enferma dejó de curarse con saliva. Los hombres trajeados llamaban a eso progreso y en su infinita generosidad, convencieron a los aldeanos de vender los frutos de la tierra en el mercado, ya que sin duda alguna era mejor que simplemente comérselos.
Así, el dinero llegó a la aldea y con él, la prosperidad. La gente vendía lo que producía y con lo que obtenía podía comprarse cosas que antes no necesitaba.
También los aldeanos conocieron por primera vez el significado de avaricia y la paz que antes reinaba pronto se transformó en una intensa competencia por tener más. Ante el inminente conflicto, los hombres trajeados, haciendo acopio de su bondad una vez más, se ofrecieron voluntariamente a aceptar el rol de alcaldes, ya que de ese modo, podrían regular las pugnas y establecer una serie de leyes para que reinara el orden.
A pesar del notable crecimiento de la aldea y de la inauguración de nuevos bancos, tiendas y mercados; la ambición continuó creciendo. Y a los oídos de la gente llegó el rumor de que en la gran ciudad del Norte la riqueza florecía más que en ninguna otra parte.
De esa manera, muchas personas se aventuraron a emigrar hacia las promesas de la gran ciudad.
El muchacho que antaño se tragaba los mocos fue uno de los que empacó la mochila para dirigirse hacia el norte. El chico acababa de graduarse en el colegio y convencido por sus padres, decidió continuar su formación en una universidad de la gran ciudad.
Cuando llegó, quedó sorprendido ante la colosal metrópoli. No por la altura de los edificios, o la anchura de las avenidas; lo que le inquietó fue el aspecto de sus habitantes. Todos caminaban con la mirada perdida en la nada, marchando de prisa y embutidos en incómodos ropajes. Las mujeres tenían aspecto de mapaches ante las toneladas de maquillaje que absorbían sus rostros, y los hombres llevaban el cabello cuidadosamente engominado, como si tal rigidez les confiriera mayor elegancia.
Y el chico, que ya se creía civilizado por no comerse las uñas de los pies, se sintió un tanto ridículo con el pelo ondeando al viento y unos sencillos vaqueros cubriendo sus piernas.
Se instaló en una pequeña habitación sin ventanas al exterior, ya que era todo cuanto podía permitirse. Y a pesar de que sus padres realizaban un tremendo esfuerzo por enviarle todo el dinero que podían, el alquiler de la vivienda, los pagos de la universidad y los demás gastos sobrepasaban con creces la cifra que le mandaban al muchacho.
Por eso, el chico no tardó demasiado en darse cuenta de que tenía que buscarse un trabajo para poder completar los pagos. Además, para poder entablar nuevas amistades, tenía que participar en las actividades de sus compañeros; las cuales tampoco solían ser baratas.
En otras palabras, su vida universitaria se resumía en clases por la mañana y servir mesas en un restaurante de comida rápida por las tardes, culminando con dos noches de salidas nocturnas los fines de semana.
Al principio, el muchacho llegó a la precipitada conclusión de que en la gran ciudad todo giraba en torno al dinero. Sin embargo, a medida que se adentraba más en la sociedad, se dio cuenta de que lo que la gente buscaba era algo de mayor complejidad que una simple acumulación material.
La gente no iba a la universidad para optar a un trabajo en el que ganar más dinero. La gente iba a la universidad en busca de identidad. Los estudiantes querían convertirse en algo que les aportara prestigio y satisfacción personal, perseguían un título que les diera seguridad, una etiqueta que reforzara la imagen que tenían de ellos mismos.
La gente se vestía del modo en que lo hacía porque también era un símbolo de la identidad que habían creado. Todo giraba en torno a la identificación, todos querían ser algo, hacer algo, conseguir algo.
Y entonces el muchacho comprendió que mientras estuviera buscando algo, nunca encontraría nada.
El chico se dio cuenta de que buscaba un trabajo de prestigio para satisfacer la imagen de hijo responsable que tenía. Del mismo modo, se había creado la imagen de que vestir con ropa incómoda y aplastarse el pelo con gomina era símbolo de civilización, mientras que revolcarse por el barro era algo de mala educación. ¡Pero todo era parte de una creación mental!
Era lunes cuando todo esto tuvo lugar, y el muchacho, en vez de cargar su mochila con pesados libros, vació sus hombros de todo peso y salió a correr al único rincón verde de la ciudad; un parque de eucaliptos y pinos. Cuando llegó al parque con la respiración ajetreada y la sangre corriendo caliente por sus venas, el cielo decidió llorar con fuerza y bañó con lluvia cristalina al chico, que recibió las gotas con los brazos abiertos. Y cuando vio que la tierra comenzó a humedecer, no lo dudó ni por un segundo y comenzó revolcarse en ella, como siempre lo había hecho de niño, en compañía de los cerdos.
Después de aquel día, seguir pretendiendo convertirse en alguien dejó de tener sentido. No tenía por qué ganarse la vida, ya que el simple hecho de estar en este mundo y respirar el aire de la atmósfera le daba pleno derecho a vivir, sin tener que ganarse nada.
Y entonces supo exactamente lo que tenía que hacer. Llenó su mochila con un par de calzoncillos y camisetas y regresó a su aldea.
Allí, les comunicó a sus padres que no volvería a la gran ciudad y que no dedicaría su existencia a trabajar para otros. A partir de ese día, no haría nada por nadie, y todo cuanto creara no tendría ni buscaría propietario, sino que sería una manifestación espontánea a disposición de todos.
En ese momento, el muchacho hizo un juramento de lealtad, pero no estaba dirigido hacia su familia, hacia el sistema o el rey, sino hacia la propia vida. Juró ser leal a sí mismo, a la tierra que latía bajo sus pies, a los árboles que ofrecían con generosidad sus frutos, a las criaturas que nadan, corren y vuelan, al agua de los mares y los ríos, al sol y a sus compañeras estrellas que adornan las noches.
A escasa distancia de la aldea, donde los campos todavía se mantenían alejados de la mano de los gobernantes trajeados, construyó una casita de madera y en el proceso descubrió una gran pasión por la carpintería. De ese modo, cuando no estaba refrescándose en el arroyo que fluía cerca de su nuevo hogar, estaba sumido en una relación creativa con la madera, fabricando todo tipo de utensilios y herramientas.
Al poco tiempo, y sin pretenderlo, algunas personas se mostraron interesadas en sus creaciones y en su manera de vivir. Unos cuantos, al ver la alegría que rebozaba el muchacho, decidieron dejar sus estresantes trabajos y seguir sus pasos. Así, no transcurrió mucho hasta que un buen número de personas se encontraron viviendo como en la aldea de antaño, construyéndose sus propias viviendas, comiendo lo que sembraban y compartiendo lo que tenían.
Ante la afluencia de gente hacia este “nuevo” modo de vida, la economía de la aldea comenzó a derrumbarse. Las tiendas entraron en bancarrota, porque ya casi nadie quería comprar ropa de última moda o lámparas estrambóticas. Los banqueros estaban desesperados, porque el dinero había vuelto a ser prescindible. Las escuelas se quedaban cada vez más vacías, ya que los niños preferían aprender retozando sobre el césped en vez de encarcelados en frías aulas. Los hospitales cerraron y solo los médicos dispuestos a admitir que la saliva curaba la mayoría de enfermedades decidieron quedarse.
Los alcaldes, desesperados fueron en busca del muchacho, el causante de todo aquel “caos”. Le reprocharon la ilegalidad de sus actos y le pidieron que se marchara. Y el chico, con una amplia sonrisa les dijo que ellos nunca habían tenido más poder que el que la gente les había dado. Y en contra de lo que se podría esperar, el chico no habló con rencor ni culpó a los señores trajeados por todos los años de codicia y sufrimiento, sino que los invitó a pasar a su casa y a que disfrutaran de una infusión de hierbas recogidas por él mismo. Les pidió que se descalzaran y sintieran las caricias de la tierra en sus pies. Los llevó de paseo por el bosque y les incitó a levantar la vista al cielo y contemplar el brillante firmamento azul. Y luego, les preparó un surtido de verduras frescas que troceó y salteó con especial cariño.
Al día siguiente, ya no quedaba ningún señor trajeado en la aldea, a pesar de que nadie se marchó.


2 comentarios:

  1. Ariel es el mejor regalo, descalzarse y sentir la unión con la tierra, es verdad que cuando te vuelves a calzar desaparece la magia y cuando te vistes también, pero...
    Un abrazo y enhorabuena me has vuelto a sorprender.
    Mayka

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    Respuestas
    1. Muchas gracias Mayka!
      Me encanta encontrarme estos comentarios tuyos, y ya sabes que si en algún momento quieres que comentemos algo en persona, aquí estamos, abiertos a todas las posibilidades y con total disposición.
      Un abrazo!

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