domingo, 28 de junio de 2015

Ese agujerito en el pecho

Mi vida se desliza como las nubes del cielo y nada puedo hacer yo para evitarlo. Unas pompas de algodón se disuelven y otras emergen. Los días pasan, la piel –de a poquito –se arruga, los ojos –aunque todo pretenden verlo –se cansan y cada vez necesitan parpadear con más frecuencia. Sin embargo, lo único que me quita el sueño es ese vacío que se cobija entre mis costillas, ese agujero que no se ve, pero que duele, incluso sin que te hagas daño.
¿Cómo se cura ese hueco? ¿Cómo se rellena algo que no tiene fondo?
Es como si siempre faltara algo, sin importar lo que haga. Da igual que me despierte temprano, que mis horas transcurran en compañía o sin ella, que sea joven o que me sienta viejo.
En esta vida he ido a pie y en bici, he cantado en la ducha y he camuflado lágrimas bajo la lluvia. He reído y me he dejado abrazar, he probado inyecciones de nostalgia y me he emborrachado de esperanza. He amado y lo sigo haciendo, pero al final del día, ese agujerito en el pecho sigue doliendo.
Durante mucho tiempo ni siquiera supe que existía, tal vez porque cada vez que el vacío se empezaba a expandir, yo huía. Cuando el silencio susurraba, lo hacía callar, me daba baños de ruido y buscaba algo que ocupe mis pensamientos.
Me enseñaron a escapar de lo que te incomoda, a ponerle parches a lo que arde y seguir andando. La mayoría camina con dolor; sufre, se queja, se cae y se levanta, haciendo lo mismo una y otra vez. Todos se mueven, todos lo hacemos, pero muy pocos sabemos a dónde vamos o por qué lo hacemos.
Algunos dicen que la existencia es un camino hacia la tumba, y también están los que hablan de algo sagrado después del último suspiro. A mí no me convence ninguna de esas teorías. No quiero pasarme los domingos rezando para ir al paraíso, pero tampoco puedo aceptar que la vida se apague con el cuerpo bajo tierra.
A veces se hace complicado no ser científico ni religioso, porque no tienes ningún pilar en el que refugiarte, no hay creencias que te alivien o hechos que respalden lo que sientes.
Me siento solo, y esa soledad me vacía por dentro.
No se me ocurren lecciones que aprender a partir de esto, no se me ocurre cómo continuar o cómo terminar. No sé qué tengo que aprender. Y lo que de verdad quiero hacer es dejar de buscar las palabras adecuadas y quitarme la correa que me ata la garganta.
No sé por qué estoy aquí, no sé quién soy. Y sí, he pasado por esto mil veces y he apuntado más de mil soluciones distintas para no volver a sentirme así, pero sigo estando en el mismo punto. Tal vez haya recorrido unos cuantos kilómetros, tal vez ahora sea más alto, o tenga más velas que soplar el 4 de agosto. Pero hace tiempo que la edad ya no me importa. Ni siquiera sé si soy joven o viejo. No me considero un adulto y todo parece indicar que ya no soy un niño. El mundo me pide que sea productivo y yo no entiendo cómo puedo serlo, porque aquí producir significa ganar, y yo, yo ya no quiero ganar.
En el mundo ya hay demasiados ganadores,  y también perdedores, pero todos están obsesionados con la victoria. Te educan para ser un campeón, pero lo que no te dicen es que no todos pueden serlo, esa es la base de cualquier competencia.
Por momentos, me siento vivo y voy con toda la fuerza del mundo, pero en otros me detengo y me pregunto a qué me llevará el sendero que estoy trazando. Aunque lo que de verdad me asusta es que en realidad no estoy trazando ninguno. No porque no quiera, sino porque hay una vocecilla en mi interior que me dice que no hay de qué preocuparse si vivo con amor.
Pero no es tan fácil lanzarse hacia un abismo con la certeza de que todo saldrá bien. Y me entra vértigo y no puedo evitar cuestionarme si estoy equivocado. ¿Y si los demás tienen razón? ¿Y si lo único que puedo hacer es agachar la cabeza, alquilar una caja de cemento para vivir, recibir billetes a fin de mes y hablar de fútbol y política en un bar los fines de semana?
Ahora me rio, porque no haré eso. No puedo.
Y me vuelve el vacío, el agujero del pecho, que se dilata y comprime con mi respiración. Alguien una vez me dijo que no piense mucho, que piense menos. Pero cuando dejo de pensar, el agujero se hace más grande y más vacío me siento.
Hay tanto que no sé. No sé conducir, ni hablar portugués, tampoco sé lo que haré mañana, ni el día siguiente. No sé por qué el cielo es azul, ni por qué me parece hermoso cuando se cubre de golondrinas. Ni siquiera sé si sé algo, o si me lo he inventado todo. No sé cuándo se acabará esta aventura ni cómo lo hará. No sé si algún día el mundo será distinto, no sé si el ser humano sobrevivirá a sus ansias de poder, y tampoco sé por qué me han entrado ganas de abrazar a mi papá, y ya de paso a mi abuela. Tal vez porque eran las personas más cercanas para abrazar.
Los acabo de abrazar y ahora estoy llorando. Me gusta abrazar, y no sé por qué, pero eso, no pretendo averiguarlo. Los abrazos me gustan porque no gano nada con ellos, no son un compromiso, ni una deuda.
Tengo ganas de acabar este texto, pero no sé cómo hacerlo. Tenía una idea, pero se me fue y se me fue porque pensé en Guatemala, y en una melena anaranjada deslizándose por allí. Y si cierro los ojos la veo, la veo aquí y siento el calor de su piel, escucho su risa y me empapo de su característico olor a tierra mojada.
Tal vez el agujero en mi pecho no sea algo malo, quizás no debería preocuparme por quedarme vacío por dentro. Porque así me siento ahora, siento que me he dejado todo en este escrito, que ya no quedan lágrimas en mis ojos, ni comida que digerir en mi estómago, tampoco tengo ya gritos atorados en la garganta.
Y no me siento mal, aunque no estoy seguro de estar bien. Y cuando actúo con espontaneidad, cuando no hay la menor intención de engaño en lo que digo, me siento libre.

El vacío da miedo, porque simboliza la muerte latiendo en nosotros. Pero la vida no puede estar llena si no se vacía antes, y ese es un proceso constante. La creación es un lienzo que se pinta con un pincel que borra cada uno de sus trazos, ya que solo así puede pintar eternamente.

jueves, 25 de junio de 2015

Cómo ser feliz a la vez que rico, buena persona y popular

¿Te sientes perdido? ¿A veces te invade la sensación de que la vida no tiene sentido? ¿Te sientes solo? ¿Buscas ser una persona exitosa? ¿Quieres reducir tus niveles de estrés? ¿Quieres encontrar a tu pareja ideal? ¿Convertirte en millonario? ¿Estás interesado en cambiar el mundo?
Si es que alguna de estas preguntas ronda por tu cabecita sin remedio, estás de enhorabuena, ya que he diseñado un método infalible para alcanzar todo lo que te propongas siguiendo nueve sencillos pasos.
Sí, has escuchado bien; tan solo nueve peldaños te separan de tus objetivos y sueños.
¿Por qué nueve y no 10?
¿Y por qué no? La decena ya está muy gastada, así que supuse que el nueve añadiría un toque de frescor.
Aquí tienes los pasos a seguir para ser feliz, a la vez que rico, buena persona y popular:
1. Escribe una lista de las metas que pretendes alcanzar y hazlo con un bolígrafo de color verde musgo, ya que dicha tonalidad activa diversas áreas del córtex prefrontal, aumentando tu capacidad de lógica objetiva disyuntiva hasta en un 43 por ciento.
2. Desayuna todos los días un licuado de leche de avena con cuatro bananas, sin quitar la piel. De ese modo tus niveles de optimismo y energía espiritual intrínseca se mantendrán al más alto rendimiento durante todo el día.
3. Cada vez que algún temor amenace con paralizarte, repítete la siguiente frase: “Yo soy un renacuajo todopoderoso”. De aquel modo recordarás lo insignificante que eres, pero al mismo tiempo tomarás conciencia de la increíble fortaleza que se esconde bajo tu humilde apariencia.
4. Cambia un billete (da igual la cifra que lo adorne) en monedas del menor valor posible y llévalas siempre contigo. De ese modo, siempre tendrás algo que darle a cualquier mendigo y no tendrás ningún cargo de conciencia.
5. Ahora rompe todas tus listas, olvida cada uno de los métodos que has seguido a lo largo de tu vida y en vez de planear e idealizar tu existencia, limítate a vivirla.
De verdad que pensaba hacer una lista de nueve pasos, pero creo que con las cinco ideas anteriores ya dije todo lo que tenía que decir: No hay método alguno.
No, no lo hay. No va a venir nadie con la receta mágica de la felicidad, el dinero no calmará tu ambiciosa sed de posesiones, ningún monje, gurú, maestro o chamán te susurrará la clave de la paz interior –lo más seguro es que ni ellos mismos sepan lo que es eso –, no importa que sepas parlotear de manera elocuente acerca de ética o moral, eso no te hará descubrir cuál es la acción correcta.
¿A qué viene todo esto?
A que hoy fui a una librería y me pasé por la zona de libros de autoayuda, donde después de echar un vistazo a los títulos que enseñaban las estanterías, descubrí que todos ellos tenían algo en común, todos intentaban responder a la pregunta “¿Cómo?”.
Todos quieren saber cómo vivir, cómo amar, cómo descubrir lo que quieres, cómo relacionarte con los demás, cómo alcanzar la iluminación, etc.
Pero, en serio, ¿A alguien le han enseñado cómo sonreír? ¿Cómo abrazar? ¿Cómo emocionarse con la primera nevada del invierno? ¿O con el primer contacto de la piel en el mar?
¡No somos máquinas, joder! A pesar de que nos hayamos acostumbrado a vivir como tales. Somos seres que andan, que sudan, respiran y sueltan carcajadas.
Nos hemos encerrado en una caja de intelecto a partir de la cuál experimentamos el mundo. Hemos separado la cabeza de nuestra esencia, los pensamientos de los latidos y hasta hemos puesto fronteras de cemento y hormigón entre nosotros y la naturaleza de la que formamos parte.
Desde esa celda de conocimientos teóricos nos preguntamos “¿Cómo?”, y de manera inmediata, surge la necesidad de crear un método para aliviar las dudas que provoca esa incómoda cuestión.
Hemos colocado a la mente en un pedestal y nos arrodillamos ante ella para rendirle culto. La mente ha diseñado ciudades, sillas y guitarras; también ha creado bombas y balas, ha ideado estrategias de guerra, ha inventado banderas y religiones.
La mente es útil, sí, y además práctica. Gracias a su ingenio yo soy capaz de cepillarme los dientes o comer tallarines enroscado con un tenedor. Pero la mente, cuando no está guiada por el corazón, es peligrosa y complicada. Una mente que actúa así se enreda sola, se pierde y se agota entre las conclusiones y expectativas que ella misma ha creado.
Y cuando la mente se satura, pregunta “Cómo”. Busca resolver el conflicto del que ha caído presa, pero no se da cuenta que es ella misma la que ha generado tal conflicto. Lo que quiero decir con esto es que la mente no puede resolver ningún problema mental, ya que eso es lo equivalente a intentar solucionar el alcoholismo con una botella de whisky en la mano.
Por tanto, cabe preguntarse si existe algo distinto a la mente, algo más. ¿Lo hay?
Yo digo que sí y me gusta llamarle corazón, porque es algo que no se ve, pero se siente, algo que late en cada uno de nosotros.
Y puedo decir con total certeza que cuando la mente permite al corazón guiar nuestras acciones, deja de buscar un método para saber cómo actuar, porque ya lo sabe.

Eso me ocurrió hoy, cuando salí de la librería. Tras abrir la puerta y respirar el aire de la calle, vi a un hombre exhalar humo por la boca y tirar una colilla a la acera. No tuve tiempo ni intención de juzgarlo, pero en un movimiento instantáneo me agaché y tiré la colilla en la papelera más cercana. Luego me di cuenta de que toda la calzada estaba cubierta de cigarrillos pisoteados, pero aquello no empequeñeció mi gesto; ya que en primer lugar nunca fue grande, pero para mí, fue correcto. 

martes, 23 de junio de 2015

El Mar y la Montaña

-¿Cómo podemos ser amigos tú y yo? –le preguntó la montaña al mar.
-¿A qué te refieres? –cuestionó el mar.
-Yo voy hacia el cielo, tú te sumerges en las profundidades de la tierra. Yo doy cobijo a los pájaros, tú eres el hogar de los peces. Yo soy vertical y tú horizontal.
-Y no solo eso –añadió el mar. –Si yo me expando, tú te hundes. Si tú te derrumbas, yo me agrando. De hecho, varias como tú componen ahora mis fondos.
-Te crees muy grande y valiente. Pero tú nunca has estado a la misma altura de la luna, ni te ha deslumbrado la cercanía de las estrellas. Tú no conoces la nieve del invierno, ni las venas abiertas del deshielo. Tú no sabes lo que se siente cuando la primavera florece sobre tu piel.
-En cambio, el amanecer pinta cuadros en mi superficie y sobre mis aguas saltan los delfines. La vida, cuando se le permite, florece en todas partes. ¿Por qué quieres compararte conmigo?
-Porque no sé cómo podemos ser amigos siendo tan diferentes –se sinceró la montaña.
-¿Eso nos impide ser amigos?
-Tú mismo lo dijiste, si tú te expandes yo me hundo.
-¿Y eso nos impide ser amigos? –repitió el mar.
-¿Me estás tomando el pelo? –se enfadó la montaña. -¡Claro que eso nos impide ser amigos! Y ¿Sabes qué? Creo que es mejor de ese modo. Tú quédate con tus olas y yo con mis crestas, tú sigue tu camino y yo haré el mío.
-Tú das origen a los ríos que se vierten sobre mis aguas, Tú los acurrucas en tus faldas, los cuidas, los alimentas y luego, dejas que fluyan hasta encontrarse conmigo. ¿Te das cuenta? Tú me das el agua que me sustenta y también la tierra que me da forma. Eres tú quién me sostiene cuando los cielos se ponen bravos y encajas en silencio, sin queja alguna, cada uno de mis golpes, hasta que las nubes se disuelven y el sol vuelve a brillar.
-Entonces, ¿Por qué tienes que hundirme para expandirte?
-Ahora puede parecer que vasto es mi cuerpo; sin embargo, hubo un día en el que yo no era más que un charco y puede que llegue otro en el que de mí tan solo queden grietas de tierra baldía –explicó el mar.
-Pero, ¿Cómo puedes secarte? ¿No es acaso el mar infinito? –se confundió la montaña.
-Soy infinito, y tú también. Pero no por el agua que contengo, al igual que tú tampoco lo eres por la altura de tus cumbres. Somos infinitos porque estamos vivos.
-Sin embargo has dicho que yo voy a hundirme y que tú te vas a secar.
-Exacto. Porque solo de lo que muere puede emerger vida nueva.
-Ahora lo entiendo. Solo cuando lo viejo se hunde puede nacer algo nuevo –sonrió la montaña.
-Por eso, precisamente, somos amigos –dijo el mar devolviéndole la sonrisa.



domingo, 21 de junio de 2015

Al César lo que es del César

Cuando un familiar me dijo que solo los artículos de cosmética tenían incorporado un sistema de alarma en los supermercados, mi mundo se transformó por completo.
-Es decir, que si me llevo cualquier otra cosa, ¿Ésta no va a pitar al salir? –le pregunté sorprendido.
-No, solo los productos de cosmética –me repitió.
Desde entonces, cada vez que iba a hacer compras lo hacía con mi mochila a cuestas y escondía en uno de sus bolsillos interiores diversos tipos de chocolatinas, yogures o tallarines, que resultaban gratuitos. O si se quiere decir de un modo menos romántico; los robaba.
Durante algún tiempo, esta conducta cleptómana se redujo a la superficie de los supermercados, pero pronto también descubrí que en algunas tiendas de ropa hay multitud de prendas que pueden ser tuyas sin pagar ni un céntimo, con el simple gesto de quitarles la etiqueta. Así, me hice con varios pares de calcetines, guantes de bicicleta y una cinta para el pelo.
Yo justificaba mis acciones, tanto a los demás como a mi propia conciencia, alegando que solo hurtaba en grandes comercios, lo cual incluso teñía mis actos con un matiz de moralidad. Era pues, bien difamada la reputación de dichas empresas, conocidas por explotar a sus trabajadores y preocuparse tan solo por inflar aún más las ya rebosantes carteras de sus dueños.
De aquel modo, yo me consideraba un antisistema, alguien que no aceptaba las injusticias y se burlaba de las leyes, algo que me henchía de orgullo. Además, la vida me brindó la oportunidad de conocer a otras personas con esa misma mentalidad, la de rebelarse contra el sistema y atacarlo. Y muchas de ellas, no solo se limitaban a robar chocolatinas o calcetines, sino a plantearse enfrentamientos directos y abiertos contra aquellas instituciones o personajes que representan la imagen del sistema. La mayoría de sus ideas corrían con valentía al pronunciarse en sus bocas, pero dudo de que esas palabras tuvieran verdaderas intenciones de transformarse en hechos.
Hasta que llegó un día en el que me pregunté, con total seriedad, por qué lo hacía, por qué necesitaba robar.
Y me di cuenta de que lo que hacía nada tenía que ver con el altruismo o con alguna clase de revolución; lo que hacía era un mero acto de egoísmo; ya que la principal motivación para esconder comida en mi mochila era ahorrarme unos cuantos billetes. Billetes, que sí que tenía, pero que prefería retener en mis bolsillos, esa era la cruda realidad.
También observé que la justicia no significa responder a una situación injusta con injusticia, que al fin y al cabo, era lo que estaba haciendo. Robar al sistema porque el sistema roba no parece algo que tenga mucho sentido, ya que de aquel modo, tan solo estoy perpetuando algo que es injusto.
Reflexioné mucho acerca de esto y pude ver que actitudes como esa, son las que hacen perpetuar la corrupción en la que vivimos. Porque vivimos en un mundo corrupto y eso es un hecho.
No obstante –salvo aquel puñado de individuos que goza de los privilegios de esta sociedad –la gran mayoría de las personas quiere un mundo mejor, porque todos ellos sienten, de una manera u otra que están sometidos a alguna clase de injusticia. Entonces, si todos quieren algo distinto, no solo en nuestros días, sino desde los albores de la humanidad, ¿Por qué siempre hemos vivido bajo la desigualdad?
Porque la gente, en realidad, no quiere justicia. La mayoría tan solo quiere aquello que es justo para ellos, tan solo persiguen una situación que sea conveniente para sus propios cueros; tal y como hacía yo cuando robaba en los supermercados.
Por eso, ahora siento que carece de utilidad luchar contra el sistema o intentar derrocar a sus representantes, y mucho menos, utilizar sus mismos métodos para tal fin. Esta sociedad induce y fomenta la violencia, la ambición y el egoísmo; y mientras yo actúe y viva en base a esos pilares, yo soy esa sociedad. Y no digo que sea parte de esta sociedad, sino que soy esa sociedad.
Podría situarme también en el hipotético caso, en el que de verdad, robar fuera la única alternativa disponible para poder alimentarme; pero eso sería simplemente una hipótesis. Y dado que no me encuentro en dicha situación, es una pérdida de tiempo plantearme cuál sería la acción correcta en tal caso. Soy lo que soy y estoy donde estoy.
Y no veo que tenga que sentirme orgulloso o culpable por ello, decir que tengo más o menos que otros. Lo que realmente me corresponde hacer es descubrir qué significa actuar con justicia desde el sitio en el que me encuentro, y vivir acorde a ello.
Por eso, como dijo el hippie de las barbas y las túnicas largas: “Al César lo que es del César”.

Hasta que nos demos cuenta de que no hay necesidad de vivir bajo el mandato de ningún César.


jueves, 18 de junio de 2015

Lo admito, soy competitivo y envidioso

Quiero ganar cualquier comparación: Si tú y yo comemos juntos, yo quiero comer más y en un plato más grande. Disfruto de cada una de mis victorias y aprieto las mandíbulas cada vez que pierdo. Con el tiempo, he aprendido a no tirar objetos por los aires o gritar hasta que la yugular amenace con estallar cada vez que salgo derrotado, pero por dentro sigo ardiendo.
Al principio, durante mis primeros años en la escuela, al igual que a todos los demás, me inculcaron el arte de competir, aunque para ser sincero, ese gen competitivo ya latía con fuerza en mí. Desde mi más tierna infancia y siendo un hijo único, me acostumbré a ser el mejor y que todos me trataran como tal. Supongo que así empezó todo, en el momento en el que la idea de que yo era el mejor se implantó en mi cabecita; porque está claro, para ser el mejor, tiene que haber alguien peor que tú y así empieza toda competencia.
Luego llegó el colegio, donde gran parte de la educación (por no decir su totalidad), se basa en un rango de cifras que te definen como brillante o inútil, dependiendo del extremo en el que te sitúes, pasando por una amplia gama de mediocridad entre ambos. En cuanto supe cómo funcionaba el sistema, yo, desde luego, me propuse situarme en el extremo de las cifras más altas, aunque no tardé demasiado en darme cuenta de que por ese camino yo nunca iba a poder destacar. ¡Requería demasiado esfuerzo!
Y sí, soy competitivo, pero no me gusta despilfarrar recursos energéticos. De modo que ya en la primaria enmarqué la frase que definiría mi estrategia de estudios por más de una década: “Nunca estudiarás más de lo necesario para aprobar”.
Aunque, si soy del todo honesto, tampoco viví al pie de la letra aquel mandamiento. Hubo ocasiones en las que –literalmente –no pasé de la primera página del libro de apuntes, mientras que otras veces, debido al interés que me suscitaba la asignatura, pero sobre todo por el profesor que la impartía, sobrepasé con creces mi tiempo estipulado de estudio.
¡Qué escasos fueron aquellos profesores! Esos de los que aprendí algo más que ecuaciones de segundo grado y sintagmas nominales, esos que de verdad se preocupaban por la educación, pero sobre todo por la vida y cómo vivirla con dignidad.
Pero bueno, me estoy desviando del tema. Lo que quería decir es que como nunca iba a poder destacar por mis calificaciones, tuve que buscar otra manera de sobresalir. Pensé pues, que si yo no podía ser el mejor alumno de clase, tenía que ser algo distinto. ¡Distinto! Eso era, tenía que ser distinto, diferente, de algún modo, especial.
Y eso no me costó demasiado esfuerzo habiéndome criado en el seno de una familia vegetariana y leyendo a Krishnamurti desde los cinco años.
Esa elección resultó perfecta y me gusta pensar que durante mi etapa de estudiante los otros jóvenes me consideraban un tipo de aire misterioso, pero a la vez enérgico y entusiasta, alguien con el que poder tener una conversación profunda acerca de cualquier tema trascendental. Aunque también puede ser, que simplemente me consideraran un rarito más. Al fin y al cabo, ambas cosas son lo mismo.
Pero, ustedes se preguntarán: ¿Qué tiene que ver el sentirse especial o diferente, con ser competitivo?
En que para ser especial o diferente, necesito serlo con respecto a algo; es decir, necesito hacer uso de la comparación, la cuál es la base de la competición.
Y no es necesario compararme con otros, también me puedo comparar con imágenes previas de mí mismo y competir por ser mejor de lo que era. Puede que esto no suene nocivo en absoluto y de hecho, para muchos la competitividad es igual al progreso; lo cual es lógico teniendo en cuenta que la sociedad en la que vivimos se basa en la competencia, en luchar contra los demás y contra ti mismo por ser mejor , por llegar más alto, por conseguir esto o aquello. Pero para mí, la competencia se ha convertido en algo peligroso.
A lo largo del tiempo he construido mi identidad, basada –como dije anteriormente –en ser una persona distinta al resto, una persona con unas determinadas características, valores, virtudes y defectos. Es decir, creé una imagen de mí mismo y dedico todas mis energías en mantener esa imagen, que al fin y al cabo soy yo.
Sin embargo, esa imagen que tengo de mí es lo mismo que el rostro que hay detrás del espejo, es decir, un mero reflejo, algo que no es real.
Entonces, ¿Por qué necesitamos crear una imagen?
Porque esa imagen, al igual que el reflejo, es la prueba de que existimos, porque sin esa imagen no somos nada. Y no es que quiera meterme en rollos metafísicos, es un hecho; si no soy la imagen que he creado de mí mismo, a través de la cuál observo y experimento el mundo, entonces no soy nada. A mí por lo menos, si me quitas esa imagen, no me queda nada.
Pero claro, a nadie le gusta ser una simple imagen, una creación ilusoria que define nuestra identidad. Por eso necesitamos hacer que esa imagen sea exitosa, generosa, especial, etc. Y la única manera de saber si soy alguno de esos atributos, es mediante la comparación y la competencia.
Y digo que para mí, la competencia se ha vuelto algo peligroso, a cualquier nivel; porque me aísla de los demás, me incita a imponerme sobre ellos, me lleva a la lucha y la agresividad, ya sea camuflada o directa. Por eso, en lugar de alegrarme cuando percibo talento en otra persona, siento envidia, por eso, a veces se me escapa una maldición cuando pierdo una partida de ping-pong, o me invade una nube de tristeza, ya sea cargada con gotitas o tormenta, cada vez que salgo perdiendo una comparación.
Y compito porque me siento inseguro, ya que está claro, ser una simple imagen no es algo que te aporte seguridad verdadera; pero uno piensa que si sale ganando en una comparación, si te sitúas en la cima del podio, por fin te encontrarás tranquilo.
No es que haya ganado suficientes medallas para demostrarlo, pero desde luego, ninguna victoria ha aliviado por mucho tiempo mi descontento interior, ni me ha aportado seguridad alguna; porque la realidad es que ninguna victoria es suficiente. Ya que siempre habrá otra batalla que librar, otro enemigo al que derrotar, otro record que batir u otra cima que conquistar.
Sé que las raíces de la competitividad están incrustadas bajo mi piel, pero también sé que cada vez soy más consciente de ellas y que de nada me sirve negar su presencia, ya que si en algún momento se desprenden del todo, lo harán por sí solas. Eso lo sé, porque cada vez que actúo sin afán de competir, cuando me relaciono sin establecer comparaciones y cuando me permito vivir sin esa imagen de mí mismo, noto cómo los brotes de la competencia se quedan sin nutrientes de los que alimentarse en mí.
Después de todo, como me dijo alguien una vez; sólo existe seguridad cuando hay amor.

Habrá que descubrir lo que eso significa.

martes, 16 de junio de 2015

No existen trocitos de paraíso

Dado que la mayor parte de nuestra vida es un infierno, nos refugiamos en los pequeños trocitos de tranquilidad que nos quedan y los llamamos “Trocitos de paraíso”. Como si uno pudiera tener pie y medio calcinándose en las llamas del inframundo y el dedo meñique en la tierra prometida.
Con eso nos conformamos, con que una ínfima parte de nuestra vida esté libre del conflicto que envuelve a las demás. Para algunos, ese remanso de paz puede ser otra persona, para otros el deporte, el sexo, una casita en la montaña o una actividad que te apasione.
Pero, ¿Cómo podemos tener paz con una persona y guerra con el resto? ¿Cómo podemos sentir y manifestar amor, y al mismo tiempo corroernos de odio y resentimiento?
Así de contradictoria es esta existencia que hemos elegido. Por eso, nuestros artistas tan solo crean arte en esa pequeña burbuja de creatividad en la que se han envuelto. Así, hay poetas o pintores, que cuando no sostienen un lápiz o un pincel en sus manos, dejan de ser artistas.
La vida se ha dividido en parcelas, tal y como hemos hecho con la tierra. Y creemos que la tierra, que es la vida misma, puede sobrevivir estando fragmentada; incluso creemos que mantendrá su fertilidad regando sólo determinadas áreas del terreno, solo aquellas que nos interesan o nos convienen. Se piensa que es posible amar a una madre, al mismo tiempo que se le guarda rencor a un padre. Se piensa que se puede actuar con pasión en algunos momentos y desidia en otros, se cree que la sinceridad puede ir de la mano de alguna que otra mentirijilla.
Pero la vida no se puede dividir; el amor, el de verdad, ese que dicen que mueve montañas, no elige dónde derramar sus aguas, ni cuestiona quién es digna de ellas. Y cuando amas de esa manera, el paraíso no es un trocito, sino el horizonte entero.
Entonces, si es tan fácil, si vivir en armonía y en sintonía con todo es tan sencillo, ¿Por qué cuesta tanto? ¿Por qué parece que el amor se esconde en vez de florecer?
Lo que a mí me ocurre, es que me enamorado del amor. Y cuando te enamoras, dejas de amar y empiezas a desear. Deseas volver a saborear lo que se dio, repetir lo que viviste, estar de nuevo en los brazos de esa persona que conociste. Así, en esa búsqueda, el amor se desvanece, y si vuelve a aparecer, volvemos a intentarlo atrapar y poner en un frasquito que podamos admirar. Porque queremos que el amor sea nuestro, queremos que el amor tenga un objeto sobre el que se manifieste, queremos decir que amamos a nuestra esposa, a nuestro país o a nuestro dios. Pero no existe el amar algo, o a alguien, tan solo existe el amor.
Y esto que escribo, apenas lo comprendo, o mejor dicho, no lo comprendo en absoluto. Pero de algún modo, empiezo a entender que el amor no es algo que se deba comprender o analizar. Hemos hecho del amor algo misterioso, lo hemos convertido en un objeto de estudio, en un fin al que se llega mediante un método. Pero el amor es vida, el amor es la lluvia que cae del otro lado del cristal y se desliza sin prisas entre las hojas, hasta resbalar en forma de gotas al suelo húmedo.
El amor es estar aquí, donde estoy, observando a un hombre comer lentejas y masticar verdolaga con la boca abierta, bebiendo a sorbos un licor que parece de manzana. Ese hombre está vivo y recién afeitado. Nunca lo había visto sin barba y ahora su sonrisa es más chistosa y su nariz más aguileña.

Ese hombre me mira y dice: “¡Qué buena está la comida!”.

viernes, 5 de junio de 2015

¿Cómo elegir el mejor helado?

La vida actual se podría definir como una acumulación de experiencias, y dado que partimos de la primicia de que nuestro tiempo en esta vida es limitado, es frecuente pensar que cuantas más experiencias tengamos, más rica será la existencia.
¿A qué me refiero por experiencias? A los trofeos –literales y metafóricos –que  acumulamos en nuestras estanterías, a las relaciones humanas que cultivamos, a las historias que contamos después de los viajes, a las competiciones deportivas en las que participamos, a los trabajos que realizamos y los títulos que ostentamos. Todo aquello va a conformar nuestras experiencias, y si nos aventuramos a indagar un poco más, nos podemos dar cuenta de que esas experiencias también conforman nuestra identidad.
El tiempo es un factor importante en esta ecuación, ya que también ejerce el rol de las manecillas de un reloj haciendo “tic tac” en nuestros oídos, recordándonos que los segundos se están escurriendo entre nuestras manos, lo cual hace que tensionemos las mandíbulas y sintamos la necesidad de apretar el acelerador, para llegar más lejos, en el menor tiempo posible.
Tal vez por eso cada vez queremos ir más rápido; sobre cuatro ruedas antes que a pie, mejor si es con alas motorizadas. Se vive con prisa, porque hay que terminar la universidad antes de los 22, encontrar una pareja formal antes de los 30, alcanzar la plenitud económica antes de los 40 para poder llegar tranquilo a los 65.
Todo esto nos conduce al miedo, al miedo de estarnos perdiendo algo en este instante que se escapa. En su esencia, miedo a que llegue el último atardecer y que al echar la vista atrás, sintamos que podíamos haber hecho más. Porque seguro que podíamos haber hecho más; ya sea compartir más noches de locura en la juventud, pasar más domingos con la familia, cumplir más sueños, sacar notas más altas o conseguir un mejor empleo.
Sin embargo, en ocasiones, incluso haciendo lo que queremos hacer, seguimos preguntándonos si no nos estaremos perdiendo algo. Si estoy en una relación, me pregunto si no me estaré perdiendo la oportunidad de estar con otras personas; si estoy cansado y prefiero quedarme en casa antes que salir con mis amigos, tengo la sensación de que ellos se van a divertir mucho más que yo. Incluso a la hora de pedir un helado de vainilla estás dejando pasar la oportunidad de probar el de fresa, o el de chocolate.
La preguntas es, ¿Realmente me estoy perdiendo algo?
Aquí, observo dos hechos:
El primero es que por mucho que lo intente, no puedo tomar al mismo tiempo helado de vainilla, fresa y chocolate. Aunque claro, también podría pedir los tres sabores si tanto deseo tenerlo todo al mismo tiempo. Sin embargo, puede que solo tenga el dinero suficiente para comprar una bola, o incluso si me puedo permitir pedir los tres sabores, es más que probable que la heladería cuente con una variedad mucho más amplia de helados, lo cual, siempre me dejará con la incógnita de si he elegido correctamente. Parece que este ejemplo de los helados sea más bien superfluo, pero creo que es una buena metáfora de cómo afrontamos la vida.
Por ejemplo, si necesitamos un coche y elegimos uno acorde a nuestro presupuesto, puede que tengamos la sensación de que podríamos haber tenido algo mejor; y cuando tenemos la opción de invertir más dinero en nuestro futuro vehículo, volvemos a sentirnos de la misma forma; porque siempre hay algo mejor, siempre hay algo más. Por eso se dice aquello de que la ambición no tiene límites.
En segundo lugar, y de manera irónica, veo que el único caso en el que pierdes una oportunidad, es cuando deseas algo distinto a lo que haces o tienes en este momento. Es sencillo, cada vez que dedicas tu energía a pensar en lo que podrías estar haciendo, en lo que podrías cambiar o sustituir, estás abandonando el único lugar en el que realmente estás, que es precisamente este instante. De ahí que tengamos la sensación de que los segundos se nos escurren entre las manos, ¡Porque no los estamos viviendo!
Y con esto no digo que te conformes, o que te limites a agachar la cabeza y hacer lo que haces sin cuestionarte nada en absoluto. Estoy diciendo justo lo contrario, que para vivir con plenitud y descubrir qué es lo que de verdad queremos; lo primero que tenemos que hacer es poner toda nuestra atención y energía en este instante, en lo que nos está sucediendo ahora. Entonces, si de verdad tomamos conciencia del presente y nos damos cuenta de que hay algo que queremos cambiar, lo haremos de manera inmediata y sin necesidad alguna de tomar una elección. Porque elegir es renunciar, y la renuncia va de la mano del conflicto.
El cura renuncia a la relación carnal, el vegetariano renuncia a la carne, el que se casa renuncia a su libertad, la modelo renuncia a las calorías y el soldado renuncia a su propio pensar. Vivimos un mundo de renuncias y por ende, plagado de conflicto.
Luego, si la renuncia es una consecuencia directa de la elección, ¿Es posible vivir sin tomar elecciones?
En cada uno está la respuesta. Lo único que puedo decir al respecto, es que en los mejores momentos de la vida –al menos de la mía –no hay renuncia alguna. Por eso, las mejores decisiones que he tomado son aquellas en las que en realidad no tuve que decidir nada. Porque cuando siento que quiero escribir, cuando los dedos me pican y las ideas bullen por dentro, no hay elección, no hay posibles alternativas, solo acción. En esos momentos sabes lo que tienes que hacer y lo haces, porque lo que te guía es algo interno, una corazonada, una llama que arde por dentro.
¿Será que ese fuego solo se enciende por momentos? O será en cambio, que esa llama nunca se apaga y siempre está ahí para guiarnos, solo que la hemos cubierto con expectativas y temores.
Y si todos tenemos ese fueguito ardiendo dentro, ¿Por qué tenemos tanto miedo a escucharlo? Quizás porque no podemos entenderlo. ¿Cómo explicar una intuición? ¿Cómo justificar una acción que se basa en un latido? No se puede. O mejor dicho, la mente no puede. Porque lo único que ha aprendido a hacer la mente es preguntar “Cómo”. ¿Cómo voy a llegar hasta allí? ¿Cómo voy a ganarme la vida? ¿Cómo voy a encontrar el amor?
Pero nadie te puede decir cómo amar, cómo llegar, cómo vivir. La mente puede aprender cómo coger un pincel y cómo mezclar colores para obtener otras tonalidades, pero no puede aprender a crear arte. El arte viene de dentro, de la pasión derramada en cada trazo sobre el lienzo. Es el corazón el que guía los movimientos y la mente la que los coordina. Solo entonces la mente deja de ser un estorbo, cuando se pone al servicio de ese fuego interno.
Ese fuego no sabe cómo llegar, pero sabe que llegará. Por eso, cuando ardemos con él, empezamos a hacer lo que amamos, mientras que la obsesión por querer hacer más y mejores cosas desaparece, ya que cuando es el amor el que te mueve, la presión del tiempo no existe. Tampoco te preocupa estarte perdiendo algo, no te cuestionas si deberías estar haciendo otra cosa, o si lo que estás haciendo es lo correcto, porque de algún modo ya lo sabes.
Así, la vida deja de definirse como una acumulación de experiencias, ya que no es más rica aquella que más ha almacenado, sino esa en la que se vive con la máxima intensidad.   
Por tanto, después de todo, quizás no necesitemos probar todos los sabores de helado para ser felices, sino más bien descubrir cuál es helado que de verdad queremos en este instante.


jueves, 4 de junio de 2015

Al mirar por la ventana


Hay una ventana hacia el cielo. Hay cristales que enseñan golondrinas pasar, pajarillos que canturrean sobrevolando el atardecer. El horizonte es morado, es azul y anaranjado. El mar ruje cerquita a mis pies y las montañas exhiben su verdor ante mis ojos.
¿Qué sentido tiene pensar en mañana? Ese esquivo día que viene después de hoy. Ese día no existe y casi todos le han entregado su vida.
Hoy estoy aquí. Hoy estoy vivo y todo cuanto puedo hacer, todo cuanto puedo sentir y sudar, pertenecerá por siempre a este instante. No hay nada más allá. Mis sueños, la fuente de las ideas, el volcán de la imaginación, los mayores temores, los llantos de la infancia y los pasos en falso; todo está aquí.
No sé cuántas veces más escribiré acerca del futuro, no sé si en algún momento no tendré más temas de qué hablar. Pero siento que siempre, siempre habrá algo que decirme. Porque día a día, me descubro alguna nueva mentira que me estoy contando. Cada día hay una nueva lección de humildad que aprender, otro escalón que descender; porque la vida no consiste en llegar a lo más alto, sino de profundizar en el vasto mar de sangre caliente, ese que se revuelve bajo el pecho.
Y en la ventana, ya no hay golondrinas, ni sol tras las montañas. El azul se oscurece junto con las olas y las estrellas se preparan para emerger.
Y yo, yo estoy aquí. Consciente de que la certeza no se expresa con palabras, porque lo que es cierto no pretende demostrarse ni convencer. La autenticidad tiene las piernas flexibles y en sus ojos rebosa sensibilidad, viste sencillo y carece de razón, porque todo cuanto la impulsa es el corazón.
¡Cuánto esfuerzo! Cuánto esfuerzo he invertido buscando, almacenando y generando conclusiones. Me he definido a mí mismo, a la vida, a los árboles y hasta me hice un concepto de la verdad. Todo para darme cuenta de que cuánto menos retienes, más libre eres; cuánto menos dices que sabes, mayor es tu apertura para el descubrimiento.
Ser firme y mantenerte flexible. Ser fuerte con el corazón al descubierto. Observar con precisión, sin excusas, sin justificaciones, pero sin juicios. Hablar con sinceridad, sin que la lengua se embelese con su propio sonido. Respetar sin miedo. Amar sin prudencia. Comer sin mesura, pero con inteligencia. Morir en cada instante, nacer con cada momento. Vivir en armonía pero con fuego en el corazón. Dejar que las llamas ardan, pero que no te conviertan en ceniza. Ser humilde sin pretenderlo, reconocer tus talentos sin apropiarte de tus dones. Abrazar como un oso, con la ternura de una madre y la libertad de una golondrina. Observar la virtud ajena sin envidiarla ni pretenderla, Navegar entre tus miedos con total honestidad, sin temor al naufragio, sin buscar terreno firme. Abandonar los trajes del engaño, despojarte de mentiras, caminar descalzo de apariencias. Mirar el cielo estrellado, sin tacharlo de grande, sin sentirte pequeño. Sentir el invierno en tus venas cuando sopla el viento y se empañan las nubes, y no cubrirte de abrigos. Sentir sin ahogarte en emociones. Pensar sin complicarte, adelantarte o enredarte. Razonar, pero mantener las tripas calientes. Cantar, como te salga, con lo que brote de tu garganta, sin desperdiciar tu voz en pos de oídos que te entiendan, porque la melodía es solo tuya, y de nadie, y de todos; al mismo tiempo. Abrir los ojos ante el dolor, aguzar las pupilas ante la injusticia, pero dejar que la justicia se manifieste por sí sola. Porque la justicia, la que es buena de verdad, esa no se encuentra, ni se lucha por su causa, no causa muertes, no provoca guerras ni se organiza en religiones. La justicia late en las venas de la libertad.
Libertad, ¡Qué palabra! Cuántas canciones ha inspirado, cuántas páginas ha escrito, cuánta sangre ha derramado, cuánta confusión genera y cuántos pulmones mantiene vivos. Y  pesar de todo, solo es libre aquel que se atreve a vivir sin miedo, ese que se funde con la nada. Cuando tu casa es solo un techo, cuando dejas de creer que lo que tienes es tuyo, cuando dejas de construir el muro de tu identidad y te aventuras a descubrirte con cada amanecer, cuando la muerte es una puerta y vida todo lo que hay detrás de ella, entonces, solo entonces, eres libre. 




martes, 2 de junio de 2015

Una mujer flaquita

Me han dicho que ella es fuerte. También he escuchado que su cabeza tiene facilidad para distraerse y que su cuerpo tolera con valentía el agua helada. Me han dicho que tengo su mirada y su rostro alargado. Escuché que en su infancia era un torbellino de rebeldía, alguien difícil de someter a cualquier voluntad.
He oído muchas historias acerca de ella, unas buenas, otras malas, algunas falsas. Todos parecen conocerla mejor que yo y eso que yo salí llorando de su barriga abierta.
Para mí, ella es una voz, una voz que me llama pichoncito, una voz que siempre me alegra escuchar, una voz que canta suavecito y que ríe en tonos agudos. Ella es una hoja en blanco en la que escribo, una hoja en la que siento que puedo plasmar lo que quiera, sin temor alguno. Porque ella también es el silencio que oye, que deja que las lágrimas se escurran y las sonrisas se diluyan, es el sonido de la noche cuando todos duermen y tan solo oigo el aire que filtran mis pulmones. Ella es el viento cuando me empuja, que me despeina, que me abraza. Porque alguien me dijo una vez que los soplidos del aire son abrazos de la tierra. Y ella es la tierra, porque es mi madre.
Ella es la que está del otro lado, del otro lado del teléfono, del ordenador y del océano. Y de nada vale lamentar lo que nos perdimos en los barcos en los barcos del ayer, hacer conjeturas sobre algo que pudo ser distinto y fantasear con la idea de repetir aquello que no ocurrió.
Curiosas son las relaciones humanas. Puedes despertarte cada día al lado de otra persona y que una implacable cordillera separe vuestros cuerpos, puedes decir te quiero sin sentirlo o compartir una tarde de domingo sin estar presente. Porque a veces la cercanía no depende de la distancia que separa la piel. Los corazones no necesitan escucharse para latir en sintonía, e incluso, en ocasiones, basta con cerrar los ojos para provocar un reencuentro. De hecho, solo hace falta amar para sentir la calidez de otra vida abrazándote.
Por el motivo que fuera, no crecí junto a ella, no me leyó historias antes de dormir y yo ni siquiera la llamaba “mamá”. Por eso, nunca la quise porque alguien me lo dijera, ni porque me sintiera obligado a hacerlo.
De algún modo, caminé por los prados de la infancia sin madre, aunque, al mismo tiempo, muchas otras personas se encargaron de rellenar ese papel. Así que sí, recibí broncas, caprichos, cariño y expectativas como cualquier otro muchacho.
Y aunque resulte irónico, quizás el hecho de empezar a conocer a mi propia madre a través de llamadas telefónicas, hizo la relación algo especial. Ella se convirtió en una persona a la que aprendí a amar, de la espontánea manera en la que crece una flor; sin cargas previas, sin responsabilidades, sin apariencias.
Hablarle acerca de mi vida y escuchar acerca de la suya fue como pintar un cuadro con los colores de la primavera, sin esconder la escarcha del invierno o las hojas caídas del otoño.
Así, ella, antes que madre, es otro ser humano; uno tan sencillo y extraordinario como cualquier otro y ahí reside su belleza.

Y hora, el camino parece aclararse y quizás dentro de poco podré escuchar esa voz dulce salir de los labios de su dueña y mirar de cerca esos ojos que según dicen, tanto se parecen a los míos.
Hoy, ella cumple un año más. No sé cuántos serán y tampoco me importa, porque para mí, da igual el tiempo que pase, ella siempre será esa mujer flaquita a la que llamo mamá.



lunes, 1 de junio de 2015

El día en que me convertí en Español


Hoy me levanté con una tarjeta de residencia que me reconocía como extranjero en suelos europeos. Ahora, tan solo unas cuantas horas después, esa tarjeta ha sido sustituida por otra más reluciente y colorida, incluso tiene un chip incrustado en ella.  Y así, entregándome ese rectángulo de plástico, me dicen que ya soy español de pleno derecho.
Llevo una década viviendo sobre esta tierra, pero ahora, según alguna ley que no comprendo, soy parte de ella. Solo ahora soy un habitante con todas las libertades que gozan aquellos que ya nacieron aquí.
Es cierto, ahora puedo caminar tranquilo por el resto de Europa sin preocupaciones, puedo incluso cruzar el atlántico y entrar en los Estados Unidos sin someterme al degradante trámite de solicitar un visado.
Pero lo más gracioso de todo es que yo soy la misma persona. ¿Qué me hace más digno ahora? ¿Un papelito? ¿Una nacionalidad de mayor jerarquía que la previa?
Para la gente que mueve este circo, la respuesta es afirmativa. El hecho de ser un ciudadano Europeo me aporta una serie de privilegios que no están disponibles para aquellos que eligieron nacer en el sitio equivocado.
Pero, ¿Por qué? Yo no lo sé, tal vez porque para mí no tenga sentido alguno. Para mí no tiene sentido que un europeo pueda hacer cuando le plazca un safari por la sabana africana, mientras que un africano tiene que jugarse el pellejo para llegar a alguna costa europea.
No, yo no entiendo acerca de fronteras, pasaportes o asuntos relacionados con la migración. Yo no sé lo que significa que una persona sea ilegal, ni tampoco comprendo el patriotismo, desde sus versiones más radicales a las más sutiles. Lo que sí sé, es que las fronteras son una ilusión humana, una ilusión, que como tantas otras, se convierte en realidad en cuanto te la crees. Y por supuesto, los países y la división que estos provocan seguirán existiendo mientras los sigamos considerando reales. No obstante, todas estas porciones de tierra delimitadas por muros y vallas, a pesar de las consecuencias que acarrean, siempre serán una ilusión, por muchas leyes, tratados y decretos que defiendan su existencia.
Hemos creado un modo de vida basado en la división. Por eso nos hemos separado por nacionalidades, razas, religiones, familias, castas, clases sociales y la lista podría seguir hasta hacerse interminable.
Pero, ¿Dónde empiezan las raíces de la división?
En uno mismo, en el hecho de creer que tú y yo somos individuos aislados el uno del otro. Esa es la primera y mayor frontera que hemos creado, la que nos separa de los demás. Y como nos sentimos separados del resto, necesitamos de manera apremiante formar grupos, buscar seguridad, sentir que caminamos acompañados, que otros apoyan nuestras ideas, que nos defienden  y se identifican con nuestras creencias. El problema de esta manera de pensar es que en cuanto te identificas con algo; ya sea una creencia espiritual, un partido político, un equipo de fútbol o un país, te encierras en una serie de conceptos y entras de manera inmediata en conflicto con aquellos que no compartan esos ideales.
Sin embargo, la mayoría tenemos una gran tolerancia al conflicto, e incluso veneramos algunos de sus síntomas, tales como la competitividad o diversas formas de agresividad. Así, llegamos a considerar líderes a aquellas personas que son más competitivas que el resto, que están dispuestas a arrasar con todo con tal de llegar a donde se proponen.
Y todo esto que veo fuera, lo veo dentro, latiendo en mí. Veo la competitividad, la agresividad camuflada, veo la facilidad con la que juzgo a las demás personas en base a los estereotipos que mi mente ha absorbido.
Veo la rigidez del pensamiento, cincelado a través de la experiencia y el ambiente, pero también veo y siento que es posible romper esas cadenas de condicionamiento. Lo sé porque hay miedos que ya no me asustan, porque respiro con más fuerza, incluso con la nariz tapada. Sé que se puede vivir de manera distinta, con autenticidad, sin buscar motivos para dividirnos, con firmeza para hacer lo que tu corazón sabe que es correcto.
Y por eso, creo que hoy es un día perfecto para hacerlo. Hoy, el día en que he adquirido una nueva nacionalidad, tengo la oportunidad a renunciar a todas ellas, porque no pertenezco a ningún país. No soy latino, ni europeo, solo soy un ser humano.
No obstante, cortar el pasaporte en tiras sería un desperdicio, y además, me será de utilidad, mientras los demás necesiten creerse que formo parte de este espectáculo de banderas.

Yo no puedo cambiar las políticas fronterizas o abolir las injustas leyes que separan al mundo en países ricos y pobres. Lo que sí puedo hacer es derribar mis propios muros y decir lo que siento con total honestidad, porque toda revolución verdadera empieza y termina en uno mismo.