Cuando un familiar me dijo que solo los artículos de
cosmética tenían incorporado un sistema de alarma en los supermercados, mi
mundo se transformó por completo.
-Es decir, que si me llevo cualquier otra cosa, ¿Ésta no va
a pitar al salir? –le pregunté sorprendido.
-No, solo los productos de cosmética –me repitió.
Desde entonces, cada vez que iba a hacer compras lo hacía
con mi mochila a cuestas y escondía en uno de sus bolsillos interiores diversos
tipos de chocolatinas, yogures o tallarines, que resultaban gratuitos. O si se
quiere decir de un modo menos romántico; los robaba.
Durante algún tiempo, esta conducta cleptómana se redujo a
la superficie de los supermercados, pero pronto también descubrí que en algunas
tiendas de ropa hay multitud de prendas que pueden ser tuyas sin pagar ni un
céntimo, con el simple gesto de quitarles la etiqueta. Así, me hice con varios
pares de calcetines, guantes de bicicleta y una cinta para el pelo.
Yo justificaba mis acciones, tanto a los demás como a mi
propia conciencia, alegando que solo hurtaba en grandes comercios, lo cual
incluso teñía mis actos con un matiz de moralidad. Era pues, bien difamada la
reputación de dichas empresas, conocidas por explotar a sus trabajadores y
preocuparse tan solo por inflar aún más las ya rebosantes carteras de sus
dueños.
De aquel modo, yo me consideraba un antisistema, alguien que
no aceptaba las injusticias y se burlaba de las leyes, algo que me henchía de
orgullo. Además, la vida me brindó la oportunidad de conocer a otras personas
con esa misma mentalidad, la de rebelarse contra el sistema y atacarlo. Y
muchas de ellas, no solo se limitaban a robar chocolatinas o calcetines, sino a
plantearse enfrentamientos directos y abiertos contra aquellas instituciones o
personajes que representan la imagen del sistema. La mayoría de sus ideas
corrían con valentía al pronunciarse en sus bocas, pero dudo de que esas
palabras tuvieran verdaderas intenciones de transformarse en hechos.
Hasta que llegó un día en el que me pregunté, con total
seriedad, por qué lo hacía, por qué necesitaba robar.
Y me di cuenta de que lo que hacía nada tenía que ver con el
altruismo o con alguna clase de revolución; lo que hacía era un mero acto de
egoísmo; ya que la principal motivación para esconder comida en mi mochila era
ahorrarme unos cuantos billetes. Billetes, que sí que tenía, pero que prefería
retener en mis bolsillos, esa era la cruda realidad.
También observé que la justicia no significa responder a una
situación injusta con injusticia, que al fin y al cabo, era lo que estaba
haciendo. Robar al sistema porque el sistema roba no parece algo que tenga
mucho sentido, ya que de aquel modo, tan solo estoy perpetuando algo que es
injusto.
Reflexioné mucho acerca de esto y pude ver que actitudes
como esa, son las que hacen perpetuar la corrupción en la que vivimos. Porque
vivimos en un mundo corrupto y eso es un hecho.
No obstante –salvo aquel puñado de individuos que goza de
los privilegios de esta sociedad –la gran mayoría de las personas quiere un
mundo mejor, porque todos ellos sienten, de una manera u otra que están
sometidos a alguna clase de injusticia. Entonces, si todos quieren algo
distinto, no solo en nuestros días, sino desde los albores de la humanidad,
¿Por qué siempre hemos vivido bajo la desigualdad?
Porque la gente, en realidad, no quiere justicia. La mayoría
tan solo quiere aquello que es justo para ellos, tan solo persiguen una
situación que sea conveniente para sus propios cueros; tal y como hacía yo
cuando robaba en los supermercados.
Por eso, ahora siento que carece de utilidad luchar contra
el sistema o intentar derrocar a sus representantes, y mucho menos, utilizar
sus mismos métodos para tal fin. Esta sociedad induce y fomenta la violencia,
la ambición y el egoísmo; y mientras yo actúe y viva en base a esos pilares, yo
soy esa sociedad. Y no digo que sea parte de esta sociedad, sino que soy esa
sociedad.
Podría situarme también en el hipotético caso, en el que de
verdad, robar fuera la única alternativa disponible para poder alimentarme;
pero eso sería simplemente una hipótesis. Y dado que no me encuentro en dicha
situación, es una pérdida de tiempo plantearme cuál sería la acción correcta en
tal caso. Soy lo que soy y estoy donde estoy.
Y no veo que tenga que sentirme orgulloso o culpable por
ello, decir que tengo más o menos que otros. Lo que realmente me corresponde
hacer es descubrir qué significa actuar con justicia desde el sitio en el que
me encuentro, y vivir acorde a ello.
Por eso, como dijo el hippie de las barbas y las túnicas
largas: “Al César lo que es del César”.
Hasta que nos demos cuenta de que no hay necesidad de
vivir bajo el mandato de ningún César.
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