Hoy me levanté con una tarjeta de residencia que me
reconocía como extranjero en suelos europeos. Ahora, tan solo unas cuantas
horas después, esa tarjeta ha sido sustituida por otra más reluciente y
colorida, incluso tiene un chip incrustado en ella. Y así, entregándome ese rectángulo de
plástico, me dicen que ya soy español de pleno derecho.
Llevo una década viviendo sobre esta tierra, pero ahora,
según alguna ley que no comprendo, soy parte de ella. Solo ahora soy un
habitante con todas las libertades que gozan aquellos que ya nacieron aquí.
Es cierto, ahora puedo caminar tranquilo por el resto de
Europa sin preocupaciones, puedo incluso cruzar el atlántico y entrar en los
Estados Unidos sin someterme al degradante trámite de solicitar un visado.
Pero lo más gracioso de todo es que yo soy la misma persona.
¿Qué me hace más digno ahora? ¿Un papelito? ¿Una nacionalidad de mayor
jerarquía que la previa?
Para la gente que mueve este circo, la respuesta es
afirmativa. El hecho de ser un ciudadano Europeo me aporta una serie de
privilegios que no están disponibles para aquellos que eligieron nacer en el
sitio equivocado.
Pero, ¿Por qué? Yo no lo sé, tal vez porque para mí no tenga
sentido alguno. Para mí no tiene sentido que un europeo pueda hacer cuando le
plazca un safari por la sabana africana, mientras que un africano tiene que
jugarse el pellejo para llegar a alguna costa europea.
No, yo no entiendo acerca de fronteras, pasaportes o asuntos
relacionados con la migración. Yo no sé lo que significa que una persona sea
ilegal, ni tampoco comprendo el patriotismo, desde sus versiones más radicales
a las más sutiles. Lo que sí sé, es que las fronteras son una ilusión humana,
una ilusión, que como tantas otras, se convierte en realidad en cuanto te la
crees. Y por supuesto, los países y la división que estos provocan seguirán
existiendo mientras los sigamos considerando reales. No obstante, todas estas
porciones de tierra delimitadas por muros y vallas, a pesar de las
consecuencias que acarrean, siempre serán una ilusión, por muchas leyes,
tratados y decretos que defiendan su existencia.
Hemos creado un modo de vida basado en la división. Por eso
nos hemos separado por nacionalidades, razas, religiones, familias, castas,
clases sociales y la lista podría seguir hasta hacerse interminable.
Pero, ¿Dónde empiezan las raíces de la división?
En uno mismo, en el hecho de creer que tú y yo somos
individuos aislados el uno del otro. Esa es la primera y mayor frontera que
hemos creado, la que nos separa de los demás. Y como nos sentimos separados del
resto, necesitamos de manera apremiante formar grupos, buscar seguridad, sentir
que caminamos acompañados, que otros apoyan nuestras ideas, que nos
defienden y se identifican con nuestras
creencias. El problema de esta manera de pensar es que en cuanto te identificas
con algo; ya sea una creencia espiritual, un partido político, un equipo de
fútbol o un país, te encierras en una serie de conceptos y entras de manera
inmediata en conflicto con aquellos que no compartan esos ideales.
Sin embargo, la mayoría tenemos una gran tolerancia al
conflicto, e incluso veneramos algunos de sus síntomas, tales como la
competitividad o diversas formas de agresividad. Así, llegamos a considerar
líderes a aquellas personas que son más competitivas que el resto, que están
dispuestas a arrasar con todo con tal de llegar a donde se proponen.
Y todo esto que veo fuera, lo veo dentro, latiendo en mí.
Veo la competitividad, la agresividad camuflada, veo la facilidad con la que
juzgo a las demás personas en base a los estereotipos que mi mente ha
absorbido.
Veo la rigidez del pensamiento, cincelado a través de la
experiencia y el ambiente, pero también veo y siento que es posible romper esas
cadenas de condicionamiento. Lo sé porque hay miedos que ya no me asustan,
porque respiro con más fuerza, incluso con la nariz tapada. Sé que se puede
vivir de manera distinta, con autenticidad, sin buscar motivos para dividirnos,
con firmeza para hacer lo que tu corazón sabe que es correcto.
Y por eso, creo que hoy es un día perfecto para hacerlo.
Hoy, el día en que he adquirido una nueva nacionalidad, tengo la oportunidad a
renunciar a todas ellas, porque no pertenezco a ningún país. No soy latino, ni
europeo, solo soy un ser humano.
No obstante, cortar el pasaporte en tiras sería un
desperdicio, y además, me será de utilidad, mientras los demás necesiten
creerse que formo parte de este espectáculo de banderas.
Yo no puedo cambiar las políticas fronterizas o abolir las
injustas leyes que separan al mundo en países ricos y pobres. Lo que sí puedo
hacer es derribar mis propios muros y decir lo que siento con total honestidad,
porque toda revolución verdadera empieza y termina en uno mismo.
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