Quiero ganar cualquier comparación: Si tú y yo comemos
juntos, yo quiero comer más y en un plato más grande. Disfruto de cada una de
mis victorias y aprieto las mandíbulas cada vez que pierdo. Con el tiempo, he
aprendido a no tirar objetos por los aires o gritar hasta que la yugular
amenace con estallar cada vez que salgo derrotado, pero por dentro sigo ardiendo.
Al principio, durante mis primeros años en la escuela, al
igual que a todos los demás, me inculcaron el arte de competir, aunque para ser
sincero, ese gen competitivo ya latía con fuerza en mí. Desde mi más tierna
infancia y siendo un hijo único, me acostumbré a ser el mejor y que todos me
trataran como tal. Supongo que así empezó todo, en el momento en el que la idea
de que yo era el mejor se implantó en mi cabecita; porque está claro, para ser
el mejor, tiene que haber alguien peor que tú y así empieza toda competencia.
Luego llegó el colegio, donde gran parte de la educación
(por no decir su totalidad), se basa en un rango de cifras que te definen como
brillante o inútil, dependiendo del extremo en el que te sitúes, pasando por
una amplia gama de mediocridad entre ambos. En cuanto supe cómo funcionaba el
sistema, yo, desde luego, me propuse situarme en el extremo de las cifras más
altas, aunque no tardé demasiado en darme cuenta de que por ese camino yo nunca
iba a poder destacar. ¡Requería demasiado esfuerzo!
Y sí, soy competitivo, pero no me gusta despilfarrar
recursos energéticos. De modo que ya en la primaria enmarqué la frase que
definiría mi estrategia de estudios por más de una década: “Nunca estudiarás
más de lo necesario para aprobar”.
Aunque, si soy del todo honesto, tampoco viví al pie de la
letra aquel mandamiento. Hubo ocasiones en las que –literalmente –no pasé de la
primera página del libro de apuntes, mientras que otras veces, debido al
interés que me suscitaba la asignatura, pero sobre todo por el profesor que la
impartía, sobrepasé con creces mi tiempo estipulado de estudio.
¡Qué escasos fueron aquellos profesores! Esos de los que
aprendí algo más que ecuaciones de segundo grado y sintagmas nominales, esos
que de verdad se preocupaban por la educación, pero sobre todo por la vida y
cómo vivirla con dignidad.
Pero bueno, me estoy desviando del tema. Lo que quería decir
es que como nunca iba a poder destacar por mis calificaciones, tuve que buscar
otra manera de sobresalir. Pensé pues, que si yo no podía ser el mejor alumno
de clase, tenía que ser algo distinto. ¡Distinto! Eso era, tenía que ser
distinto, diferente, de algún modo, especial.
Y eso no me costó demasiado esfuerzo habiéndome criado en el
seno de una familia vegetariana y leyendo a Krishnamurti desde los cinco años.
Esa elección resultó perfecta y me gusta pensar que durante
mi etapa de estudiante los otros jóvenes me consideraban un tipo de aire
misterioso, pero a la vez enérgico y entusiasta, alguien con el que poder tener
una conversación profunda acerca de cualquier tema trascendental. Aunque
también puede ser, que simplemente me consideraran un rarito más. Al fin y al
cabo, ambas cosas son lo mismo.
Pero, ustedes se preguntarán: ¿Qué tiene que ver el sentirse
especial o diferente, con ser competitivo?
En que para ser especial o diferente, necesito serlo con
respecto a algo; es decir, necesito hacer uso de la comparación, la cuál es la
base de la competición.
Y no es necesario compararme con otros, también me puedo comparar
con imágenes previas de mí mismo y competir por ser mejor de lo que era. Puede
que esto no suene nocivo en absoluto y de hecho, para muchos la competitividad
es igual al progreso; lo cual es lógico teniendo en cuenta que la sociedad en
la que vivimos se basa en la competencia, en luchar contra los demás y contra
ti mismo por ser mejor , por llegar más alto, por conseguir esto o aquello.
Pero para mí, la competencia se ha convertido en algo peligroso.
A lo largo del tiempo he construido mi identidad, basada
–como dije anteriormente –en ser una persona distinta al resto, una persona con
unas determinadas características, valores, virtudes y defectos. Es decir, creé
una imagen de mí mismo y dedico todas mis energías en mantener esa imagen, que
al fin y al cabo soy yo.
Sin embargo, esa imagen que tengo de mí es lo mismo que el
rostro que hay detrás del espejo, es decir, un mero reflejo, algo que no es
real.
Entonces, ¿Por qué necesitamos crear una imagen?
Porque esa imagen, al igual que el reflejo, es la prueba de
que existimos, porque sin esa imagen no somos nada. Y no es que quiera meterme
en rollos metafísicos, es un hecho; si no soy la imagen que he creado de mí
mismo, a través de la cuál observo y experimento el mundo, entonces no soy
nada. A mí por lo menos, si me quitas esa imagen, no me queda nada.
Pero claro, a nadie le gusta ser una simple imagen, una
creación ilusoria que define nuestra identidad. Por eso necesitamos hacer que
esa imagen sea exitosa, generosa, especial, etc. Y la única manera de saber si
soy alguno de esos atributos, es mediante la comparación y la competencia.
Y digo que para mí, la competencia se ha vuelto algo
peligroso, a cualquier nivel; porque me aísla de los demás, me incita a
imponerme sobre ellos, me lleva a la lucha y la agresividad, ya sea camuflada o
directa. Por eso, en lugar de alegrarme cuando percibo talento en otra persona,
siento envidia, por eso, a veces se me escapa una maldición cuando pierdo una
partida de ping-pong, o me invade una nube de tristeza, ya sea cargada con
gotitas o tormenta, cada vez que salgo perdiendo una comparación.
Y compito porque me siento inseguro, ya que está claro, ser
una simple imagen no es algo que te aporte seguridad verdadera; pero uno piensa
que si sale ganando en una comparación, si te sitúas en la cima del podio, por
fin te encontrarás tranquilo.
No es que haya ganado suficientes medallas para demostrarlo,
pero desde luego, ninguna victoria ha aliviado por mucho tiempo mi descontento
interior, ni me ha aportado seguridad alguna; porque la realidad es que ninguna
victoria es suficiente. Ya que siempre habrá otra batalla que librar, otro
enemigo al que derrotar, otro record que batir u otra cima que conquistar.
Sé que las raíces de la competitividad están incrustadas
bajo mi piel, pero también sé que cada vez soy más consciente de ellas y que de
nada me sirve negar su presencia, ya que si en algún momento se desprenden del
todo, lo harán por sí solas. Eso lo sé, porque cada vez que actúo sin afán de
competir, cuando me relaciono sin establecer comparaciones y cuando me permito
vivir sin esa imagen de mí mismo, noto cómo los brotes de la competencia se
quedan sin nutrientes de los que alimentarse en mí.
Después de todo, como me dijo alguien una vez; sólo existe
seguridad cuando hay amor.
Habrá que descubrir lo que eso significa.
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