jueves, 18 de junio de 2015

Lo admito, soy competitivo y envidioso

Quiero ganar cualquier comparación: Si tú y yo comemos juntos, yo quiero comer más y en un plato más grande. Disfruto de cada una de mis victorias y aprieto las mandíbulas cada vez que pierdo. Con el tiempo, he aprendido a no tirar objetos por los aires o gritar hasta que la yugular amenace con estallar cada vez que salgo derrotado, pero por dentro sigo ardiendo.
Al principio, durante mis primeros años en la escuela, al igual que a todos los demás, me inculcaron el arte de competir, aunque para ser sincero, ese gen competitivo ya latía con fuerza en mí. Desde mi más tierna infancia y siendo un hijo único, me acostumbré a ser el mejor y que todos me trataran como tal. Supongo que así empezó todo, en el momento en el que la idea de que yo era el mejor se implantó en mi cabecita; porque está claro, para ser el mejor, tiene que haber alguien peor que tú y así empieza toda competencia.
Luego llegó el colegio, donde gran parte de la educación (por no decir su totalidad), se basa en un rango de cifras que te definen como brillante o inútil, dependiendo del extremo en el que te sitúes, pasando por una amplia gama de mediocridad entre ambos. En cuanto supe cómo funcionaba el sistema, yo, desde luego, me propuse situarme en el extremo de las cifras más altas, aunque no tardé demasiado en darme cuenta de que por ese camino yo nunca iba a poder destacar. ¡Requería demasiado esfuerzo!
Y sí, soy competitivo, pero no me gusta despilfarrar recursos energéticos. De modo que ya en la primaria enmarqué la frase que definiría mi estrategia de estudios por más de una década: “Nunca estudiarás más de lo necesario para aprobar”.
Aunque, si soy del todo honesto, tampoco viví al pie de la letra aquel mandamiento. Hubo ocasiones en las que –literalmente –no pasé de la primera página del libro de apuntes, mientras que otras veces, debido al interés que me suscitaba la asignatura, pero sobre todo por el profesor que la impartía, sobrepasé con creces mi tiempo estipulado de estudio.
¡Qué escasos fueron aquellos profesores! Esos de los que aprendí algo más que ecuaciones de segundo grado y sintagmas nominales, esos que de verdad se preocupaban por la educación, pero sobre todo por la vida y cómo vivirla con dignidad.
Pero bueno, me estoy desviando del tema. Lo que quería decir es que como nunca iba a poder destacar por mis calificaciones, tuve que buscar otra manera de sobresalir. Pensé pues, que si yo no podía ser el mejor alumno de clase, tenía que ser algo distinto. ¡Distinto! Eso era, tenía que ser distinto, diferente, de algún modo, especial.
Y eso no me costó demasiado esfuerzo habiéndome criado en el seno de una familia vegetariana y leyendo a Krishnamurti desde los cinco años.
Esa elección resultó perfecta y me gusta pensar que durante mi etapa de estudiante los otros jóvenes me consideraban un tipo de aire misterioso, pero a la vez enérgico y entusiasta, alguien con el que poder tener una conversación profunda acerca de cualquier tema trascendental. Aunque también puede ser, que simplemente me consideraran un rarito más. Al fin y al cabo, ambas cosas son lo mismo.
Pero, ustedes se preguntarán: ¿Qué tiene que ver el sentirse especial o diferente, con ser competitivo?
En que para ser especial o diferente, necesito serlo con respecto a algo; es decir, necesito hacer uso de la comparación, la cuál es la base de la competición.
Y no es necesario compararme con otros, también me puedo comparar con imágenes previas de mí mismo y competir por ser mejor de lo que era. Puede que esto no suene nocivo en absoluto y de hecho, para muchos la competitividad es igual al progreso; lo cual es lógico teniendo en cuenta que la sociedad en la que vivimos se basa en la competencia, en luchar contra los demás y contra ti mismo por ser mejor , por llegar más alto, por conseguir esto o aquello. Pero para mí, la competencia se ha convertido en algo peligroso.
A lo largo del tiempo he construido mi identidad, basada –como dije anteriormente –en ser una persona distinta al resto, una persona con unas determinadas características, valores, virtudes y defectos. Es decir, creé una imagen de mí mismo y dedico todas mis energías en mantener esa imagen, que al fin y al cabo soy yo.
Sin embargo, esa imagen que tengo de mí es lo mismo que el rostro que hay detrás del espejo, es decir, un mero reflejo, algo que no es real.
Entonces, ¿Por qué necesitamos crear una imagen?
Porque esa imagen, al igual que el reflejo, es la prueba de que existimos, porque sin esa imagen no somos nada. Y no es que quiera meterme en rollos metafísicos, es un hecho; si no soy la imagen que he creado de mí mismo, a través de la cuál observo y experimento el mundo, entonces no soy nada. A mí por lo menos, si me quitas esa imagen, no me queda nada.
Pero claro, a nadie le gusta ser una simple imagen, una creación ilusoria que define nuestra identidad. Por eso necesitamos hacer que esa imagen sea exitosa, generosa, especial, etc. Y la única manera de saber si soy alguno de esos atributos, es mediante la comparación y la competencia.
Y digo que para mí, la competencia se ha vuelto algo peligroso, a cualquier nivel; porque me aísla de los demás, me incita a imponerme sobre ellos, me lleva a la lucha y la agresividad, ya sea camuflada o directa. Por eso, en lugar de alegrarme cuando percibo talento en otra persona, siento envidia, por eso, a veces se me escapa una maldición cuando pierdo una partida de ping-pong, o me invade una nube de tristeza, ya sea cargada con gotitas o tormenta, cada vez que salgo perdiendo una comparación.
Y compito porque me siento inseguro, ya que está claro, ser una simple imagen no es algo que te aporte seguridad verdadera; pero uno piensa que si sale ganando en una comparación, si te sitúas en la cima del podio, por fin te encontrarás tranquilo.
No es que haya ganado suficientes medallas para demostrarlo, pero desde luego, ninguna victoria ha aliviado por mucho tiempo mi descontento interior, ni me ha aportado seguridad alguna; porque la realidad es que ninguna victoria es suficiente. Ya que siempre habrá otra batalla que librar, otro enemigo al que derrotar, otro record que batir u otra cima que conquistar.
Sé que las raíces de la competitividad están incrustadas bajo mi piel, pero también sé que cada vez soy más consciente de ellas y que de nada me sirve negar su presencia, ya que si en algún momento se desprenden del todo, lo harán por sí solas. Eso lo sé, porque cada vez que actúo sin afán de competir, cuando me relaciono sin establecer comparaciones y cuando me permito vivir sin esa imagen de mí mismo, noto cómo los brotes de la competencia se quedan sin nutrientes de los que alimentarse en mí.
Después de todo, como me dijo alguien una vez; sólo existe seguridad cuando hay amor.

Habrá que descubrir lo que eso significa.

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