Mi vida se desliza como las nubes del cielo y nada puedo
hacer yo para evitarlo. Unas pompas de algodón se disuelven y otras emergen.
Los días pasan, la piel –de a poquito –se arruga, los ojos –aunque todo
pretenden verlo –se cansan y cada vez necesitan parpadear con más frecuencia. Sin
embargo, lo único que me quita el sueño es ese vacío que se cobija entre mis
costillas, ese agujero que no se ve, pero que duele, incluso sin que te hagas
daño.
¿Cómo se cura ese hueco? ¿Cómo se rellena algo que no tiene
fondo?
Es como si siempre faltara algo, sin importar lo que haga.
Da igual que me despierte temprano, que mis horas transcurran en compañía o sin
ella, que sea joven o que me sienta viejo.
En esta vida he ido a pie y en bici, he cantado en la ducha
y he camuflado lágrimas bajo la lluvia. He reído y me he dejado abrazar, he
probado inyecciones de nostalgia y me he emborrachado de esperanza. He amado y
lo sigo haciendo, pero al final del día, ese agujerito en el pecho sigue
doliendo.
Durante mucho tiempo ni siquiera supe que existía, tal vez
porque cada vez que el vacío se empezaba a expandir, yo huía. Cuando el silencio
susurraba, lo hacía callar, me daba baños de ruido y buscaba algo que ocupe mis
pensamientos.
Me enseñaron a escapar de lo que te incomoda, a ponerle
parches a lo que arde y seguir andando. La mayoría camina con dolor; sufre, se
queja, se cae y se levanta, haciendo lo mismo una y otra vez. Todos se mueven,
todos lo hacemos, pero muy pocos sabemos a dónde vamos o por qué lo hacemos.
Algunos dicen que la existencia es un camino hacia la tumba,
y también están los que hablan de algo sagrado después del último suspiro. A mí
no me convence ninguna de esas teorías. No quiero pasarme los domingos rezando
para ir al paraíso, pero tampoco puedo aceptar que la vida se apague con el
cuerpo bajo tierra.
A veces se hace complicado no ser científico ni religioso,
porque no tienes ningún pilar en el que refugiarte, no hay creencias que te
alivien o hechos que respalden lo que sientes.
Me siento solo, y esa soledad me vacía por dentro.
No se me ocurren lecciones que aprender a partir de esto, no
se me ocurre cómo continuar o cómo terminar. No sé qué tengo que aprender. Y lo
que de verdad quiero hacer es dejar de buscar las palabras adecuadas y quitarme
la correa que me ata la garganta.
No sé por qué estoy aquí, no sé quién soy. Y sí, he pasado
por esto mil veces y he apuntado más de mil soluciones distintas para no volver
a sentirme así, pero sigo estando en el mismo punto. Tal vez haya recorrido
unos cuantos kilómetros, tal vez ahora sea más alto, o tenga más velas que
soplar el 4 de agosto. Pero hace tiempo que la edad ya no me importa. Ni
siquiera sé si soy joven o viejo. No me considero un adulto y todo parece
indicar que ya no soy un niño. El mundo me pide que sea productivo y yo no
entiendo cómo puedo serlo, porque aquí producir significa ganar, y yo, yo ya no
quiero ganar.
En el mundo ya hay demasiados ganadores, y también perdedores, pero todos están
obsesionados con la victoria. Te educan para ser un campeón, pero lo que no te
dicen es que no todos pueden serlo, esa es la base de cualquier competencia.
Por momentos, me siento vivo y voy con toda la fuerza del
mundo, pero en otros me detengo y me pregunto a qué me llevará el sendero que
estoy trazando. Aunque lo que de verdad me asusta es que en realidad no estoy
trazando ninguno. No porque no quiera, sino porque hay una vocecilla en mi
interior que me dice que no hay de qué preocuparse si vivo con amor.
Pero no es tan fácil lanzarse hacia un abismo con la certeza
de que todo saldrá bien. Y me entra vértigo y no puedo evitar cuestionarme si
estoy equivocado. ¿Y si los demás tienen razón? ¿Y si lo único que puedo hacer
es agachar la cabeza, alquilar una caja de cemento para vivir, recibir billetes
a fin de mes y hablar de fútbol y política en un bar los fines de semana?
Ahora me rio, porque no haré eso. No puedo.
Y me vuelve el vacío, el agujero del pecho, que se dilata y
comprime con mi respiración. Alguien una vez me dijo que no piense mucho, que
piense menos. Pero cuando dejo de pensar, el agujero se hace más grande y más
vacío me siento.
Hay tanto que no sé. No sé conducir, ni hablar portugués,
tampoco sé lo que haré mañana, ni el día siguiente. No sé por qué el cielo es
azul, ni por qué me parece hermoso cuando se cubre de golondrinas. Ni siquiera
sé si sé algo, o si me lo he inventado todo. No sé cuándo se acabará esta
aventura ni cómo lo hará. No sé si algún día el mundo será distinto, no sé si
el ser humano sobrevivirá a sus ansias de poder, y tampoco sé por qué me han
entrado ganas de abrazar a mi papá, y ya de paso a mi abuela. Tal vez porque
eran las personas más cercanas para abrazar.
Los acabo de abrazar y ahora estoy llorando. Me gusta
abrazar, y no sé por qué, pero eso, no pretendo averiguarlo. Los abrazos me
gustan porque no gano nada con ellos, no son un compromiso, ni una deuda.
Tengo ganas de acabar este texto, pero no sé cómo hacerlo.
Tenía una idea, pero se me fue y se me fue porque pensé en Guatemala, y en una
melena anaranjada deslizándose por allí. Y si cierro los ojos la veo, la veo
aquí y siento el calor de su piel, escucho su risa y me empapo de su
característico olor a tierra mojada.
Tal vez el agujero en mi pecho no sea algo malo, quizás no
debería preocuparme por quedarme vacío por dentro. Porque así me siento ahora,
siento que me he dejado todo en este escrito, que ya no quedan lágrimas en mis
ojos, ni comida que digerir en mi estómago, tampoco tengo ya gritos atorados en
la garganta.
Y no me siento mal, aunque no estoy seguro de estar bien. Y
cuando actúo con espontaneidad, cuando no hay la menor intención de engaño en
lo que digo, me siento libre.
El vacío da miedo, porque simboliza la muerte latiendo en
nosotros. Pero la vida no puede estar llena si no se vacía antes, y ese es un
proceso constante. La creación es un lienzo que se pinta con un pincel que
borra cada uno de sus trazos, ya que solo así puede pintar eternamente.
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