martes, 2 de junio de 2015

Una mujer flaquita

Me han dicho que ella es fuerte. También he escuchado que su cabeza tiene facilidad para distraerse y que su cuerpo tolera con valentía el agua helada. Me han dicho que tengo su mirada y su rostro alargado. Escuché que en su infancia era un torbellino de rebeldía, alguien difícil de someter a cualquier voluntad.
He oído muchas historias acerca de ella, unas buenas, otras malas, algunas falsas. Todos parecen conocerla mejor que yo y eso que yo salí llorando de su barriga abierta.
Para mí, ella es una voz, una voz que me llama pichoncito, una voz que siempre me alegra escuchar, una voz que canta suavecito y que ríe en tonos agudos. Ella es una hoja en blanco en la que escribo, una hoja en la que siento que puedo plasmar lo que quiera, sin temor alguno. Porque ella también es el silencio que oye, que deja que las lágrimas se escurran y las sonrisas se diluyan, es el sonido de la noche cuando todos duermen y tan solo oigo el aire que filtran mis pulmones. Ella es el viento cuando me empuja, que me despeina, que me abraza. Porque alguien me dijo una vez que los soplidos del aire son abrazos de la tierra. Y ella es la tierra, porque es mi madre.
Ella es la que está del otro lado, del otro lado del teléfono, del ordenador y del océano. Y de nada vale lamentar lo que nos perdimos en los barcos en los barcos del ayer, hacer conjeturas sobre algo que pudo ser distinto y fantasear con la idea de repetir aquello que no ocurrió.
Curiosas son las relaciones humanas. Puedes despertarte cada día al lado de otra persona y que una implacable cordillera separe vuestros cuerpos, puedes decir te quiero sin sentirlo o compartir una tarde de domingo sin estar presente. Porque a veces la cercanía no depende de la distancia que separa la piel. Los corazones no necesitan escucharse para latir en sintonía, e incluso, en ocasiones, basta con cerrar los ojos para provocar un reencuentro. De hecho, solo hace falta amar para sentir la calidez de otra vida abrazándote.
Por el motivo que fuera, no crecí junto a ella, no me leyó historias antes de dormir y yo ni siquiera la llamaba “mamá”. Por eso, nunca la quise porque alguien me lo dijera, ni porque me sintiera obligado a hacerlo.
De algún modo, caminé por los prados de la infancia sin madre, aunque, al mismo tiempo, muchas otras personas se encargaron de rellenar ese papel. Así que sí, recibí broncas, caprichos, cariño y expectativas como cualquier otro muchacho.
Y aunque resulte irónico, quizás el hecho de empezar a conocer a mi propia madre a través de llamadas telefónicas, hizo la relación algo especial. Ella se convirtió en una persona a la que aprendí a amar, de la espontánea manera en la que crece una flor; sin cargas previas, sin responsabilidades, sin apariencias.
Hablarle acerca de mi vida y escuchar acerca de la suya fue como pintar un cuadro con los colores de la primavera, sin esconder la escarcha del invierno o las hojas caídas del otoño.
Así, ella, antes que madre, es otro ser humano; uno tan sencillo y extraordinario como cualquier otro y ahí reside su belleza.

Y hora, el camino parece aclararse y quizás dentro de poco podré escuchar esa voz dulce salir de los labios de su dueña y mirar de cerca esos ojos que según dicen, tanto se parecen a los míos.
Hoy, ella cumple un año más. No sé cuántos serán y tampoco me importa, porque para mí, da igual el tiempo que pase, ella siempre será esa mujer flaquita a la que llamo mamá.



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