Me han dicho que ella es fuerte. También he escuchado que su
cabeza tiene facilidad para distraerse y que su cuerpo tolera con valentía el
agua helada. Me han dicho que tengo su mirada y su rostro alargado. Escuché que
en su infancia era un torbellino de rebeldía, alguien difícil de someter a
cualquier voluntad.
He oído muchas historias acerca de ella, unas buenas, otras
malas, algunas falsas. Todos parecen conocerla mejor que yo y eso que yo salí
llorando de su barriga abierta.
Para mí, ella es una voz, una voz que me llama pichoncito,
una voz que siempre me alegra escuchar, una voz que canta suavecito y que ríe
en tonos agudos. Ella es una hoja en blanco en la que escribo, una hoja en la
que siento que puedo plasmar lo que quiera, sin temor alguno. Porque ella
también es el silencio que oye, que deja que las lágrimas se escurran y las
sonrisas se diluyan, es el sonido de la noche cuando todos duermen y tan solo
oigo el aire que filtran mis pulmones. Ella es el viento cuando me empuja, que
me despeina, que me abraza. Porque alguien me dijo una vez que los soplidos del
aire son abrazos de la tierra. Y ella es la tierra, porque es mi madre.
Ella es la que está del otro lado, del otro lado del
teléfono, del ordenador y del océano. Y de nada vale lamentar lo que nos
perdimos en los barcos en los barcos del ayer, hacer conjeturas sobre algo que
pudo ser distinto y fantasear con la idea de repetir aquello que no ocurrió.
Curiosas son las relaciones humanas. Puedes despertarte cada
día al lado de otra persona y que una implacable cordillera separe vuestros
cuerpos, puedes decir te quiero sin sentirlo o compartir una tarde de domingo
sin estar presente. Porque a veces la cercanía no depende de la distancia que
separa la piel. Los corazones no necesitan escucharse para latir en sintonía, e
incluso, en ocasiones, basta con cerrar los ojos para provocar un reencuentro.
De hecho, solo hace falta amar para sentir la calidez de otra vida abrazándote.
Por el motivo que fuera, no crecí junto a ella, no me leyó
historias antes de dormir y yo ni siquiera la llamaba “mamá”. Por eso, nunca la
quise porque alguien me lo dijera, ni porque me sintiera obligado a hacerlo.
De algún modo, caminé por los prados de la infancia sin
madre, aunque, al mismo tiempo, muchas otras personas se encargaron de rellenar
ese papel. Así que sí, recibí broncas, caprichos, cariño y expectativas como
cualquier otro muchacho.
Y aunque resulte irónico, quizás el hecho de empezar a
conocer a mi propia madre a través de llamadas telefónicas, hizo la relación
algo especial. Ella se convirtió en una persona a la que aprendí a amar, de la
espontánea manera en la que crece una flor; sin cargas previas, sin
responsabilidades, sin apariencias.
Hablarle acerca de mi vida y escuchar acerca de la suya fue
como pintar un cuadro con los colores de la primavera, sin esconder la escarcha
del invierno o las hojas caídas del otoño.
Así, ella, antes que madre, es otro ser humano; uno tan
sencillo y extraordinario como cualquier otro y ahí reside su belleza.
Y hora, el camino parece aclararse y quizás dentro de poco
podré escuchar esa voz dulce salir de los labios de su dueña y mirar de cerca
esos ojos que según dicen, tanto se parecen a los míos.
Hoy, ella cumple un año más. No sé cuántos serán y tampoco
me importa, porque para mí, da igual el tiempo que pase, ella siempre será esa
mujer flaquita a la que llamo mamá.
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