Dado que la mayor parte de nuestra vida es un infierno, nos
refugiamos en los pequeños trocitos de tranquilidad que nos quedan y los
llamamos “Trocitos de paraíso”. Como si uno pudiera tener pie y medio
calcinándose en las llamas del inframundo y el dedo meñique en la tierra
prometida.
Con eso nos conformamos, con que una ínfima parte de nuestra
vida esté libre del conflicto que envuelve a las demás. Para algunos, ese
remanso de paz puede ser otra persona, para otros el deporte, el sexo, una
casita en la montaña o una actividad que te apasione.
Pero, ¿Cómo podemos tener paz con una persona y guerra con
el resto? ¿Cómo podemos sentir y manifestar amor, y al mismo tiempo corroernos
de odio y resentimiento?
Así de contradictoria es esta existencia que hemos elegido.
Por eso, nuestros artistas tan solo crean arte en esa pequeña burbuja de
creatividad en la que se han envuelto. Así, hay poetas o pintores, que cuando
no sostienen un lápiz o un pincel en sus manos, dejan de ser artistas.
La vida se ha dividido en parcelas, tal y como hemos hecho
con la tierra. Y creemos que la tierra, que es la vida misma, puede sobrevivir
estando fragmentada; incluso creemos que mantendrá su fertilidad regando sólo
determinadas áreas del terreno, solo aquellas que nos interesan o nos
convienen. Se piensa que es posible amar a una madre, al mismo tiempo que se le
guarda rencor a un padre. Se piensa que se puede actuar con pasión en algunos
momentos y desidia en otros, se cree que la sinceridad puede ir de la mano de
alguna que otra mentirijilla.
Pero la vida no se puede dividir; el amor, el de verdad, ese
que dicen que mueve montañas, no elige dónde derramar sus aguas, ni cuestiona
quién es digna de ellas. Y cuando amas de esa manera, el paraíso no es un
trocito, sino el horizonte entero.
Entonces, si es tan fácil, si vivir en armonía y en sintonía
con todo es tan sencillo, ¿Por qué cuesta tanto? ¿Por qué parece que el amor se
esconde en vez de florecer?
Lo que a mí me ocurre, es que me enamorado del amor. Y
cuando te enamoras, dejas de amar y empiezas a desear. Deseas volver a saborear
lo que se dio, repetir lo que viviste, estar de nuevo en los brazos de esa
persona que conociste. Así, en esa búsqueda, el amor se desvanece, y si vuelve
a aparecer, volvemos a intentarlo atrapar y poner en un frasquito que podamos
admirar. Porque queremos que el amor sea nuestro, queremos que el amor tenga un
objeto sobre el que se manifieste, queremos decir que amamos a nuestra esposa,
a nuestro país o a nuestro dios. Pero no existe el amar algo, o a alguien, tan
solo existe el amor.
Y esto que escribo, apenas lo comprendo, o mejor dicho, no
lo comprendo en absoluto. Pero de algún modo, empiezo a entender que el amor no
es algo que se deba comprender o analizar. Hemos hecho del amor algo
misterioso, lo hemos convertido en un objeto de estudio, en un fin al que se
llega mediante un método. Pero el amor es vida, el amor es la lluvia que cae
del otro lado del cristal y se desliza sin prisas entre las hojas, hasta
resbalar en forma de gotas al suelo húmedo.
El amor es estar aquí, donde estoy, observando a un hombre
comer lentejas y masticar verdolaga con la boca abierta, bebiendo a sorbos un
licor que parece de manzana. Ese hombre está vivo y recién afeitado. Nunca lo
había visto sin barba y ahora su sonrisa es más chistosa y su nariz más
aguileña.
Ese hombre me mira y dice: “¡Qué buena está la comida!”.
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