martes, 19 de diciembre de 2017

Sin motivo alguno

Me he pasado mucho tiempo buscando motivos. Motivos para empezar, para seguir y andar. Razones buenas y nobles. Propósitos firmes, inflados de honor y sabiduría.
Pero al final, de un modo u otro, todos los motivos, razones y propósitos se han derrumbado por el camino.
Una vez escuché que la motivación más grande viene del porqué haces las cosas.
Yo me he dado muchos “porqués”. Pero ninguno ha sido tan fuerte como para mantener la llama de la motivación encendida.
Hoy mismo, antes de empezar este texto, tenía ganas de escribir, pero no tenía un motivo, un “por qué”, así que estuve a punto de no escribir.
Aun así, aquí estoy, no sabiendo muy bien cómo seguir, ni cómo terminar.
No tengo motivos para escribir, ni tampoco para vivir. Aun así escribo, y aun así vivo.
Hoy tengo ganas de decirnos que no importa el “Por qué”. No nos entretengamos buscándole la quinta pata al gato.
Relajémonos, eso, suéltate. Sacúdete, como oso polar después de zambullirte entre glaciares. Suelta lo que tengas guardado, deja que salga, que se evapore, diluya y pierda.
No te agarres a lo que eras ni a lo que serás. No intentes agarrar ni siquiera este momento. Suelta incluso lo que te gusta de ti. Suelta lo que rechazas y lo que temes perder. Suéltalo todo y disfruta de la ligereza de la desnudez.
Y así, camino, observo y me distraigo. Mis pasos van de prisa, buscando un sitio al que llegar, hasta que entra el miedo a que el camino se vaya a terminar. Entonces me detengo, pero en la quietud tampoco me siento cómodo. El tiempo pasa, los relojes se mueven, el pelo se cae y las uñas crecen. Todo cambia, las flores se marchitan, el pasto amarillea, pero en el momento oportuno, todo rebrota, crece y se expande, tan solo para volver a oxidarse y derrumbarse. Parece que el mundo nace y muere al mismo tiempo. Da la impresión de que la vida lucha eternamente con la muerte, siempre llevando las de perder, ya que al fin y al cabo, todos vamos a morir. Pero la primavera vuelve y las hojas nacen otra vez. Entonces, ¿Cuál es el miedo a perecer?
Hay magia en el momento. En cada momento. Pero también hay dudas, apatía y ganas de que las cosas pasen rápido. La pasión y la desgana comparten lecho. La hipocresía se refugia en la sinceridad. El egoísmo se viste generoso y las respuestas no hacen más que preguntar. Es fácil encontrar opuestos y ponerlos a bailar. Pero, ¿Habrá algo que no se pueda contrarrestar?
Ese algo parece esconderse, pero al mismo tiempo, con el suficiente olfato, se puede palpar, oír, pero nunca ver.  Y así, llega la hora de preguntar: ¿Por qué?
En realidad, no hay hora, no hay relojes, ni horario que obedecer. Aun así, mañana tengo clases a las 9.30 y supongo que pondré el despertador para las 8.43. A eso yo le llamo madrugar, en especial aquí en Lugo, donde la niebla cubre al sol hasta casi mediodía.
No sé muy bien qué he escrito, pero ya lo dije, estas palabras no tienen un motivo concreto. Estas palabras son como yo, están aquí, pero no saben por qué. Aun así disfruto dejando que los dedos las compongan, y siento que las palabras también disfrutan expresándose, formándose, uniéndose, separándose por comas y puntos.
El motivo a veces no importa. Y cuando me olvido del motivo, me siento ligero, que no hay prisa ni presiones. Cuando no hay motivo, tan solo estás aquí, sin más.
Y uno de mis miedos es que si no tengo un motivo fuerte para vivir, entonces no voy a ser capaz de vivir. Y también, está la contrapartida, de querer hacer de la frase “no te preocupes por el motivo” tu motivo, ¿Me dejo entender?
Hace poco escuché que es importante que estemos abiertos a lo imposible, ya que tal vez, acabemos sorprendidos de todo lo que puede llegar a ser posible, si es que estamos abiertos a que suceda.
Esa idea me hizo dar cuenta de cuán cerrada tenía la mente. Y quizás la mente en sí sea cerrada. O no cerrada, pero sí más bien limitada. En la mente están todos los motivos, razones y propósitos. Es la mente la que pregunta constantemente “por qué”. Pero la mente no puede ir más allá de ese mundo razonable y lógico.
Y, sinceramente, siento que no puedo expresar la vida, ni vivirla, si tengo que limitarme a ser razonable y lógico. No sé, no puedo evitarlo. Aunque me sienta ingenuo y bobo, aquello de “estar abierto a lo imposible” realmente resuena conmigo.
No sé si es fe, instinto, u otra cosa, pero siento que todo es posible, aunque las evidencias lógicas y razonables de la mente me digan lo contrario. Siento que el mundo puede cambiar, que la vida puede ir más allá de una lucha por la supervivencia, compitiendo de manera constante entre todos. Y ya no hablando del mundo, también siento que un día podré colgarme de un aro de básquet y soltar un rugido de euforia. Siento que en algún momento podré cantar sin desafinar. Siento que vivir sin preocuparte por el dinero es posible. Y también siento posible trabajar como regalo a la vida, sin esperar nada a cambio, ni ser explotado por lo que haces. Siento que hay tiempo para abrazar a todos los que quiero abrazar, porque en realidad no hay tiempo, tan solo este momento eterno en el que todo está ocurriendo, borrándose y pintándose, para volverse a borrar.
Eso es lo que siento, pero no tengo motivos para reforzar ese sentimiento.
He buscado evidencias que reafirmen lo que siento, y las he encontrado. De hecho, creo que lo que siento es algo que muchos de nosotros experimentamos. No soy único ni especial en absoluto. Hay personitas que están expresando lo mismo que yo escribo, pero aun así, eso no basta. Aun así, todavía siento que no tengo pruebas para demostrar lo que siento.
Tal vez no haga falta encontrarlas. Quizás, lo importante simplemente sea dejar que ese sentir aflore.
Hay una frase de J.F. Kennedy bastante famosa, esa que dice: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país”.
Pues el otro día escuché algo similar, solo que completamente distinto, que decía así: “No preguntes al mundo que puedes hacer por él, tan solo sal ahí fuera y vive”.
Así pues, ¿Qué tal si respiramos hondo, nos olvidamos de los motivos y salimos a vivir?



 No sé por qué, creo que esta foto describe lo que quiero expresar. Mis shorts están a punto de caerse, y la fuerza de la cascada me va a terminar desnudando. Soy consciente de esto y por eso sonrío.

martes, 12 de diciembre de 2017

Cuidándonos

Las últimas semanas tuve fuertes arranques de preguntas existenciales. Al principio intenté resistirme, negarlas. Luego fui dejando que entren y empecé a buscar respuestas, o mejor dicho, a intentar recordar las respuestas que ya tenía escritas.
Después de esa fase de intentar contestar las dudas que brotaban, de a poco, fui aceptando que no tenía respuestas. Empecé a aceptar mi propia incertidumbre y con cierta timidez, me atreví a compartir lo que estaba experimentando.
Cuando estaba inmerso en esa “crisis”, no era consciente de que lo que me estaba ocurriendo era algo natural y muy necesario.
Ahora, hoy, 12 de diciembre, de repente, la carga que llevaba arrastrando desapareció. Y eso no es algo bueno, porque la carga no era mala.
De repente, entiendo por qué pasé por ese periodo de cuestiones existenciales. Ahora entiendo por qué no podía evitar cuestionar la vida, su propósito y el sentido de mi propia existencia. Necesitaba hacerlo porque había cambios gestándose en mis raíces. Y de algún modo, antes de todo cambio (al menos en la experiencia de este ser humano) hay una sacudida de lo establecido, un proceso de tambaleos y dudas.
Pero es precisamente ese temblor, ese desprendimiento, lo que hace posible que algo nuevo emerja.
Entonces, llegamos a un punto muy lindo. ¿Qué es lo que tenía que emerger?
Yo. Yo mismo. La propia vida. Vivir es cambiar, transformarse, fluir, adaptarse, inspirar y expirar.
Pero bueno, no voy a ser tan abstracto.
Siento que estaba llegando a un punto en el que hacía las cosas por inercia. Enseñar Inglés ya no me era un desafío. Lugo ya no era nueva y desconocida. Vivir en un apartamento y pagar facturas era algo que ya empezaba a dar por sentado. Estaba viviendo mi vida en piloto automático y apenas era consciente de ello.
Me decía que ya sabía lo que tenía que saber y hacía lo que consideraba necesario para ser una persona buena, para colmar las expectativas que yo me ponía. Pero por dentro había algo que picaba y escocía, porque, sí que había la intuición de que algo no fluía.
De ahí la importancia de la “crisis”, y también muy interesante la manera de abordarla. Primero escapar, luego intentar parcharla, rellenarla, para luego probar a solucionarla, buscar métodos y estrategias, hasta que por fin, simplemente la aceptas, te rindes a que esa “crisis” es tu compañera de viaje, una mochila que llevas y que no sabes por qué lo haces. Pero en ese momento ya empiezas a intuir de que no vas a andar toda la vida con ese peso en tus espaldas, mas todavía no sabes cuándo o cómo te la vas a quitar de encima.
Y nunca te la quitas de encima. Hoy, simplemente me di cuenta de que ya no estaba.
Hace un par de días, mientras preparaba un delicioso guiso de lentejas con un montón de verduras, me puse a escuchar un podcast de un tipito que se llama Charles Eisestein. Hace tiempo que tenía ganas de escuchar sus podcasts, pero por algún motivo no lo hice hasta el día del guiso. Y disfruté como un enano el audio.
Para que se hagan una idea, Charles es un activista del decrecimiento, y promueve lo que él llama una “economía de regalo”, en conjunto a una sociedad de personas interdependientes, basada en el amor, la generosidad y los valores comunitarios. Y en sus charlas y entrevistas, él explora espiritualidad, sostenibilidad, política, ecología, agricultura, arte y básicamente todo aspecto humano.
Escuchar ese primer podcast, mientras preparaba las lentejas, fue una experiencia que todavía me pone los pelos de punta.
Y hoy, hoy escuché un segundo podcast. Pero antes de hablar más de él, me gustaría contarles un poco acerca de mi día, empezando por ayer:
Ayer por la noche el cielo se despejó. Después de muchos días las estrellas tintineaban y yo corría entre una carballeira, con la garganta un poco pocha a entrenar básquet.
Pero todavía antes de eso, en una de mis clases, estaba haciendo un proyecto de navidad con mis niños. Estaban recortando y pegando dibujitos, y de repente escucho a uno de los chicos decirle a otro que estaba recortando fatal. El otro niño soltó las tijeras casi de inmediato y dijo que mejor otro hiciera esa parte. Yo me acerqué a él y le dije que lo estaba haciendo genial. No se lo dije por decir, la verdad era que lo estaba haciendo bien, o mejor dicho, que no había manera en que pudiera hacerlo mal. Le dije que estaba haciendo un gran trabajo y que me gustaba mucho cómo estaba quedando el proyecto. Luego me dirigí al que hizo la crítica y le pregunté por qué había hecho ese comentario. Tuvimos una breve reflexión en la que no sé si él me escuchó demasiado. Sin embargo, después de cinco minutos, el niñito que había dejado las tijeras, las había vuelto a coger y estaba muy entretenido recortando dibujos otra vez. Esos momentos hacen que ame pasar mis tardes (y dos mañanas a la semana) con personitas hablando en Inglés.
Aunque, precisamente, enseñar inglés era una de las cosas que me estaba causando conflicto. Me estaba preocupando que ya no me apasionara, que lo estaba haciendo como un mero trabajo del que obtener dinero a cambio. Y sí, creo que no me es ningún secreto que en realidad no es el inglés lo que me apasiona compartir. Lo que me gusta compartir es la vida. Y tal vez todo este tiempo he querido utilizar a mis alumnos para compartirles lo que siento y esperar que ellos también se atrevan a abrirse y expresar lo que llevan dentro.
Sé que el inglés es muy importante. Lo digo yo, que me ha dado la oportunidad de viajar, conocer e incluso trabajar. Pero no puedo pasar por alto de que no es lo más importante. Ninguna asignatura lo es. Eso es lo que pienso y no puedo evitarlo, ni tampoco quiero hacerlo. Sí, adquirir conocimientos es útil, pero aprender a compartir este planeta es más importante. Respetarnos, celebrar nuestra diversidad, sentirnos seguros y respetar toda forma de vida, tiene que ser más importante que aprender a sumar o incluso escribir.
Ayer disfruté muchísimo del básquet. Me sentía suelto, relajado, sin nada que demostrar. Hice entradas, metí triples, corrí de un lado a otro y terminé exhausto, listo para una ducha caliente y envolverme en mantas.
Esta mañana fui a clases, volví a casa y en un momento dado observé el reloj, que marcaba las 12 y 12. 12:12 del 12 del 12. Sonreí al ver esas cifras tan simétricas. Y sí, no voy a mentir que tuve la sensación de que aquello era una señal.
Por la tarde tuve más clases y al regresar hice ejercicio bajo una suave llovizna. Me duché, conecté los auriculares y escuché el segundo podcast de Charles mientras me ponía a limpiar la casa. En este capítulo, Charles hablaba con una mujer de Grecia y abarcaron varios temas, de los cuales quiero resaltar uno, resumido en una frase:
“Cuando hay personas apoyándose y cuidándose unas a otras, el miedo pierde fuerza”
Es algo que me caló hondo. Porque vi que es la sensación de aislamiento el caldo donde mejor se cuece el miedo. También vi que el mundo que hemos creado se basa en el miedo, porque tiene sus anclajes en el aislamiento. Todos contra todos, en una carrera, dándonos los buenos días, pero compitiendo contra el vecino e incluso el amigo, todos queriendo ser mejores que el otro, argumentando que solo el fuerte sobrevive.
En ese mundo no hay cabida para los sueños, ni para nuevos caminos, porque estamos tan asustados y presionados para poder sobrevivir.
Escuchar a Charles, era como escucharme a mí, y me inspiraba a ser yo mismo, siendo consciente de que yo solo tengo sentido en conjunto con la humanidad entera, con la vida en su totalidad, en cada respiración.
El tiempo pasó y terminé de limpiar la casa. Todo estaba bonito y ordenado acorde a mis parámetros de limpieza. Me sentía contento, genuinamente contento, así que decidí celebrarlo.
Corté cebolla, ajo y pimiento, los sagrados ingredientes para el “ahogadito”. Puse agua a hervir y me serví una copa de vino, brindando por los espaguetis que iban a nutrirme como cena.
Cociné tranquilo, hablando con Colleen, compartiendo oralmente con ella lo que les estoy escribiendo a ustedes ahora. Y luego llegó la hora de comer. Una vez más, me serví vino y brindé, con estas palabras:
“Por los que vinieron antes y los que vendrán después, reunidos en este momento”.
Creo que es hora de emprender caminos nuevos, y creo que sin pensarlo, ya he dado el primer paso.
Pude haber escuchado los podcast de Charles hace meses, cuando descubrí que existían. Pude celebrar la vida en un plato de espaguetis mucho antes. Pude sentirme suelto en el básquet cuando entré al equipo. Pero no estaba preparado para hacerlo, no hasta este momento.
Y para eso era útil la mochila de crisis existencial. Era necesaria, porque todavía no estaba preparado para caminar sin peso. Yo creía que intentaba quitarme la mochila, pero en realidad me estaba aferrando a ella, porque no sabía que ocurriría el momento en el que la soltara.
Así que gracias, gracias a todos esos momentos incómodos. Gracias a las dudas experimentadas y los miedos expuestos, gracias por guiarme a este momento, este precioso momento.
Ahora, siento que lo que hay dentro de mí vale la pena. Y siento eso porque me siento apoyado y cuidado por la vida entera.
Cuando dejé la universidad, mi abuela no apoyó mi decisión, pero sí que permitió que esa casa de la Plaza del Conde del Valle de Súchil fuera mi nido de experimentos. Allí, cuando di las primeras zancadas hacia mi corazón, mi abuela y mi papá me dieron la libertad de ser yo mismo. En ese tiempo yo no lo vi de esa manera, pero ahora no puedo sentir otra cosa que no sea gratitud.
Más adelante, apareció Colleen, y con ella no era una carga sentirme vulnerable y asustado. También están mis amiguitos, de los cuáles no pondré nombres. Pero si te consideras mi amigo, da por sentado que te estoy pensando en este instante. Gracias por entenderme, escucharme y aguantarme.
Gracias a mi mamá, a mis hermanos que conocí hace un par de años. A mis primos, que también son hermanos. A mis tías y tíos. A personas de aquí y allá.
Gracias a los perritos que jugaron conmigo. Gracias a los árboles que derramaron sus hojas al viento y a los ríos que empaparon mi cuerpo.
Gracias a todos ustedes soy yo. Y es que nada puede existir aislado. Por eso es tan triste que en este mundo tantas personas se sientan aisladas y solas. Y más triste es aun que elijamos vivir de ese modo.
Pero en realidad no estamos aislados. Tan solo hemos crecido creyéndolo. No podemos existir los unos sin los otros. Todos somos necesarios, todos importantes, y al mismo tiempo, nadie más importante que los demás. Cuesta admitirlo. Al ego le cuesta. Pero así lo siento.
No sé hacia dónde voy a ir. Pero sé cómo quiero hacerlo. Sé lo que es importante. Y también sé que habrá más mochilas con las que cargaré por el camino. Bueno, en realidad, eso no lo sé.
Estoy aquí para expresar la vida que hay en mí. Para escribir y dibujar. Estoy aquí para decirle a los niños, a los adultos y a mí mismo que no hay una manera correcta de recortar un dibujo. Estoy aquí para recordarnos que estamos vivos y que esta vida vale la pena. Estoy aquí para dar voz a ese latido que nos dice que un mundo distinto es posible.
Estoy aquí para apoyarte y darte aliento, para decirte que no estás solo y que puedes contar conmigo. Tal vez sea difícil de creer, pero de verdad que en este momento siento esto.
No siento que quiera hacer algo bueno, sino que es algo natural y cotidiano. Realmente creo que podemos construir un mundo en el que la generosidad y el amor no sean algo extraordinario, sino el pan de cada día.
No creo en la perfección. Pero creo en nosotros.


Por todos los que vinieron antes y todos los que vendrán después, reunidos en este momento.



viernes, 8 de diciembre de 2017

Este Momento

Aquí llueve y se forman charquitos en las aceras, el aire se pone denso y las luces de las farolas se tornan opacas. Las ventanas se empañan, se llenan de gotas, pero la casa se mantiene caliente, sin necesidad de calefacción. Las plantas celebran y la tierra traga el agua con ansias.
He lavado platos y tirado basura orgánica y envases. He levantado pesas y por primera vez desde el domingo me duché con agua fría.
He estado enfermo, con mocos, flemas, ojos llorosos y el cuerpo un tanto apaleado. Pero hoy, hoy estoy aquí, escribiendo, respirando sin demasiadas dificultades.
Ayer le dije a la Wallita que estoy escribiendo menos, en parte porque tengo menos tiempo, pero principalmente porque tengo menos confianza en expresar todo lo que llevo dentro. Me he vuelto más crítico conmigo mismo, tal vez, no lo sé.
No sé cuál es el motivo, pero el hecho es que este año he escrito menos que los anteriores. A veces creo que escribo menos porque en mi vida ya no hay tantas aventuras, ni tantos viajes. Ahora mi vida tiene horarios, nóminas a final de mes y tarjetas de débito.
Uno de mis mayores miedos es dejar de ser yo mismo. Y en ocasiones me pregunto si los pasos que estoy dando me están alejando de lo que soy.
Todavía siento rechazo a la palabra “trabajo” y todavía me resisto a decir a la gente que “trabajo”. No sé qué tienen algunas palabras que se atragantan en mi boca. Me pasa lo mismo con “política” o “disciplina”. Pero al fin y al cabo, son tan solo palabras, sonidos estructurados cuyo significado es subjetivo, ¿O no?
Cada vez que tengo dudas intento mirar al pasado, como si el pasado fuera un libro del que obtener conocimientos. Pero al menos yo, nunca saco nada de lo que ya pasó. Principalmente porque no sé lo que pasó. Además, tengo una tendencia a idealizar los recuerdos y etapas anteriores, y creo que eso pasa a bastantes personas. A veces incluso tengo la sensación de que los viejos tiempos siempre fueron mejores a los actuales. Es como si para que este momento sea bueno, hay que esperar a que pase, a que madure y entonces se convierte en algo valioso, envuelto con broche de nostalgia.
Además, esa sensación de no saber quién soy, se ve alimentada aquí en Lugo, porque básicamente no conozco a nadie en este lugar. No hay nadie, a excepción de Colleen, que me recuerde lo que supuestamente soy.
Tampoco sé por qué me obsesiono con saber quién soy. Y mi tendencia nostálgica me invita a creer que en el pasado no tenía tantas dudas ni preguntas a cerca de mí mismo. En los viejos tiempos yo tenía certeza y andaba a paso firme, ¿O no?
Pero todo eso no importa. No importan las preguntas, las dudas o las respuestas. Todo lo que importa es este momento. Todo ocurre en este momento. En realidad da igual lo que hice ayer o lo que fui hace un año, en este momento estoy aquí, viviendo esta experiencia, escribiendo este texto. Pero el problema es que no quiero aceptar eso del todo, porque ser este momento da miedo, porque este momento, en el fondo, está vacío. El pasado está escrito y en el futuro se trazan planes, ideas, sueños e inseguridades. Sin embargo, el presente está vacío, dispuesto a escribirse y llenarse, pero al final, sin que uno se dé cuenta, está vacío de nuevo. Por eso lo de vivir el presente parece una paradoja, y en ocasiones he llegado a creer que hay un instante detrás de otro, sucediéndose muy rápido y que si estaba lo suficientemente alerta, iba a poder saber en qué momento el presente se convertía en pasado. Pero eso no es lo que ocurre. Nunca hay pasado. El presente es siempre presente. Siempre es este momento, pero al mismo tiempo este momento es siempre nuevo, porque sigue estando vacío.
Mientras estaba escribiendo esto, me puse a leer antiguos textos, y me di cuenta de que antes también tenía cuestiones existenciales, pero me las tomaba con más calma, o al menos esa fue la interpretación que saqué hoy. Ahora, es como que ya he pasado por mi período de aprendizaje, ya he cuestionado y dudado todo lo permitido, y que lo que viene después es la aplicación de los conocimientos. Pero, si como he dicho antes, solo existe el presente, no hay nada que venga después, ni tampoco hay un pasado desde el que aplicar conocimientos.
Pero sí que hay un pasado, ¿Verdad? Un ayer que en un momento dado fue hoy. ¿O es esa una historia que me cuento para que todo tenga coherencia?
Muchas de estas preguntas son complejas y enrevesadas. Y la mayor parte de ellas no lleva a ningún sitio. Pero tal vez sea ahí a donde hay que ir, a ningún sitio. Quizás esa sea la respuesta, la nada que se respira en el presente, cuando el silencio exhala y los sonidos de la vida cantan.
Tan solo existe este momento, y aun así, siento la necesidad de decir que hay todo el tiempo del mundo, o quizás, que no hay tiempo en absoluto.
Puede que la vida no sea el viaje de un río hacia el mar. Puede que el río ya sea el mar y que todo lo que ocurre está pasando ahora.
Eso significaría que este momento es algo sagrado. Este momento es la misma eternidad, con los brazos abiertos, vacía, invitándome a experimentarla. Y aquí estoy yo, con ganas de terminar esto y ponerme a hacer otra cosa para que se me quite la sensación de vértigo.
Tengo un poco de hambre, o más bien antojo, de pan con mantequilla y mermelada. Pero en mi defensa puedo decir que es muy buen pan y muy buena mermelada, todo local y orgánico y esas cosas.
Pero al mismo tiempo, ¿Cómo puede ser más importante comer pan con mantequilla y mermelada que descubrir la inmensidad de este momento? Y, si solo existe este momento, ¿Por qué pensar en lo que vendrá después?

No lo sé. Ahora siento presión por decir algo coherente que afiance mis teorías previas. Pero la verdad es que no hay necesidad de ello. No hay nada que demostrar. No hay motivo para escribir, ni para vivir. Pero aun así escribo. Aun así vivo. Y aun así me voy a comer ese pancito con mantequilla y mermelada.


viernes, 1 de diciembre de 2017

Esencia y superficie

Gracias piernas por sostenerme. Gracias tierra por aguantar los pasos.
Deja que la lluvia inunde y arrastre, deja que el ayer se vaya, se pierda y se borre. Deja que el mañana permanezca siendo un misterio y entrégate a este instante.
Los días se convierten en semanas y así, entre chiste y chiste, ya llevo más de dos meses en Lugo. Un montón, un poquito, no lo sé.
A veces me siento solo. En ocasiones me siento perdido. Busco soluciones que no encuentro, para problemas que solo hay en la cabeza. Pero vivo desde mi cabeza y sufro por ello.
Reflexiono demasiado y me distraigo en banalidades con igual frecuencia. Me juzgo y juzgo, intento recordar y la memoria no me llega. El tiempo pasa y por la noche duermo. A veces sueño y a veces tengo frío. Mis pies se mueven, la lengua se desliza, produciendo sonidos. Los oídos escuchan y con los ojos veo nubes pasar, siempre pasando, siempre moviéndose, aunque sea un poquito.
Me repito y vuelvo al mismo punto una y otra vez. Como si fuera un disco rayado, uno que no puede seguir expresando melodía fluida.
Y de repente, esa cosa atascada, tensa y llena de preocupaciones no soy yo. De un instante a otro, toda esa tensión se convierte en una bolita, una bolita pequeña, suave y blandita. Y tan solo me entran ganas de abrazar a esa bolita y decirle que todo está bien, que no hay por qué preocuparse. Pero al mismo tiempo yo sigo siendo la bolita, y también esa voz consoladora.
Todo parece confuso y paradójico. Es como que todo tiene sentido, pero al mismo no hay ningún propósito en la vida. No hay verdades absolutas ni mentiras a medias. Todo es simple y complejo. No hay respuestas sin preguntas, y cuando encuentro respuestas, no son las que busco y no me llevan a ningún sitio. No siento que avance, que vaya hacia adelante, pero al mismo tiempo no sé por qué hay que ir hacia adelante.
Me entran ganas de hacer cosas por los demás. Quiero impresionar a los otros, quiero que conozcan mi nombre, que digan que soy bueno. Quiero sentirme bueno, valiente y valioso. Pero también quiero ser humilde y no poner “Yo” delante de lo que hago. Quiero vivir en paz, pero también quiero bañarme en emociones. Quiero estar relajado, pero que no me tachen de vago. A veces quiero muchas cosas y otras veces no quiero nada.
Por momentos me siento feliz, e intento agarrarme a esa sensación con todo cuanto tengo. Quiero mantener una imagen de mí mismo. Siempre he querido eso. Pero es un esfuerzo muy grande mantener una imagen.
En este momento, me imagino publicar esto en el blog y me entra sensación de estar desnudo. Y yo me juzgo a mí mismo a través de los demás. Yo me tacho de repetitivo, loco y todo lo demás, pero en lugar de aceptar que esas opiniones nacen de mí, las pongo en ese anónimo “los demás”.
Quizás los demás no existan. Tal vez solo esté yo. Y tal vez ni siquiera esté yo.
No sé si estoy loco, no sé si estoy perdiendo la cabeza. Pero desde luego, todo esto que escribo no es algo que hable a diario. Intento evitar conversaciones como ésta con otras personas, pero la verdad es que siento un tremendo alivio al despojar mi cabeza de todas estas cosas.
Me entran ganas de ir por el mundo con un cartel en el pecho que ponga: Estoy perdido, no sé quién soy, ni qué hago aquí. Tal vez me haga hacer una camiseta con esas palabras.
La mayor parte de mi vida me siento así. Y no me disgusta, lo que más me cuesta es pretender que no estoy perdido y que sé quién soy y qué hago aquí. Es un esfuerzo tremendo montarme películas y contarme historias que me hagan ver seguro, fuerte y entero; cuando en realidad me siento vulnerable, debilucho y blandito.
A veces también siento que escribir en el blog sigue siendo una manera de esconderme, de no decir al mundo lo que siento. Porque si de verdad quisiera ser honesto, tal vez no estaría escribiendo, sino saliendo ahí fuera con el pecho al descubierto y los brazos abiertos, sin nada que esconder.
Y luego está mi parte optimista, ese fueguito interno que me dice que todo va a estar bien, que no hay por qué preocuparse, que aunque todo parezca confuso e incierto, por dentro, en esencia, hay una profunda seguridad de que ya soy todo lo que necesito ser.
Pero ese fueguito optimista me hace sufrir mucho. Creo que ser optimista me hace sufrir. Porque hay veces en las que no sé por qué soy optimista. Hay veces en las que no entiendo cómo puede haber una vocecita que me dice que todo va a salir bien y que tan solo estoy en esta vida para amar y expresar lo que soy. Sufro porque mi cabeza no entiende lo que late dentro de mí, y ese fueguito tampoco se esfuerza por dar explicaciones o respuestas.
Al final todo se reduce a una cuestión de confianza, de confiar en mí y dejar de resistirme, de ponerme trabas, rendirme y aceptar que no tengo ni idea de lo que va a pasar.
Tal vez, también sea importante aceptar a la cabecita con sus complicaciones y su constante búsqueda de respuestas y explicaciones. Sé que soy un fueguito ardiendo, cantando suave y danzando despreocupado, pero también soy una mente activa, preocupada y llena de juicios. Una mente que no quiere aceptarse a sí misma, y mucho menos amarse a sí misma. Pero también soy eso. Soy esencia y superficie, no puedo ignorar la superficie, ni tampoco tacharla de mala o fea. Todo cuanto soy, todo cuanto somos, merece el mismo cariño y amor.



sábado, 11 de noviembre de 2017

Escuchándome

Hay una fina lluvia resbalando por todas partes, formando gotas gorditas, mojando de a poco, pero mojándolo todo. La humedad se mezcla con el aire frío. Las luces opacas de las farolas se funden con la niebla. El mundo respira tranquilo y el silencio se esparce sin prisas, escuchándolo todo.
No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero ya siento un profundo afecto hacia esta ciudad. Me gusta abrigarme y no saber si el cielo se despejará o no. Me gusta ver colinas verdes en el horizonte y escuchar acentos cantarines.
Los árboles ya empiezan a desnudarse, preparándose para el invierno. El invierno en el Norte. Me gusta decir que vivo en el Norte. Suena épico y desafiante.
Mis días transcurren sigilosos, escabulléndose entre fechas de calendario. Doy clases, hablo inglés, preparo guisos, lavo platos, me lavo los dientes y entreno básquet a unas horas un poco extrañas.
¿Qué más da lo que yo haga? ¿A quién le importa?
A mí me importa. Y con eso es suficiente. Toda vida importa, y a veces lo olvido. En ocasiones me pierdo en pensamientos, miedos y apariencias. Pero da igual las veces que crea estar perdido, al final uno siempre vuelve al camino. Y en el camino no hay nada bueno ni malo, no hay errores ni aciertos. La vida es el camino, ese camino que no lleva a ninguna parte y aun así merece la pena ser recorrido.
Hoy sentí ganas de estar en Bolivia de nuevo, me entró un enorme deseo de estar en Arubai y hacer más excursiones con niños en la naturaleza. Y al mismo tiempo sentí un cosquilleo con sabor a Valencia, y pasar tardes con Berni y Panchito, jugar básquet en plan relajado y nada oficial. Hoy sentí ganas de estar en muchos sitios y con muchas personas. Me sentí muy lejos de la mayoría, pero al mismo tiempo, tan solo pensar en ellos me hizo sentir cerca de todos. Los sentí aquí, en Lugo, Galicia, en esta esquinita de España, tierra de gaitas, pulpos y acantilados.
Hay sueños borboteando en mis venas. Sueños de viajes e historias, sueños de abrazos y cultivos fértiles. Sueños de un mundo nuevo, un mundo libre y en el que la libertad no da miedo. Cuando sueño, siento que vivo, siento que ya existe, y tengo la extraña certeza de que lo que me late por dentro es cierto.
Voy por la vida con cierta confianza. A veces tambaleo, tropiezo y caigo, pero confío. De algún modo confío en el corazón y no lo cuestiono. O bueno, sí, lo cuestiono, pero al final siempre me rindo y dejo de intentar entender lo que soy o lo que siento. Y cuando dejo de intentar entenderme, me escucho y me comprendo, y de repente, al comprenderme, lo comprendo todo. Entonces sonrío y acepto que no sé nada.
Hay tantas posibilidades. El mundo es un lienzo en blanco, sí que lo es. Da igual que creamos que ya todo está pintado, que ni siquiera hay espacio para una sola pincelada. En realidad todo está abierto al cambio.
Quiero escribir más, pero no sé qué. No tienes que excusarte, ni tampoco dar explicaciones.
Este blog, este espacio llamado Nací para Vivir es un lugar sagrado, es un templo de la sinceridad, un lugar en el que sentirse tranquilo de ser uno mismo sin temor alguno a ser juzgado. Aquí nadie te va a juzgar, y por nadie me refiero a mí mismo. Puedes decir lo que sientes, lo que te salga, y te aseguro que no va a pasar absolutamente nada.
En ese caso Sé libre. Abre tus alas, no tengas miedo a fallar canastas, no te preocupes por los puntos, ni por los minutos que jugarás el domingo. Relájate.
Estoy agradecido. Estoy vivo. Tengo alumnitos y alumnos grandotes. No enseñes inglés por dinero. No te preocupes por ahorrar. Lo que te sea necesario llegará. No te preocupes por lo que harás después, también te llegará solo. Las respuestas no llegan cuando las buscas, sino cuando no las esperas. Volverás a ver a Daniel, y tomar fotos del estoicismo de Berni. Volverás a escuchar críticas de tu mamá. Vas a ver a Guille de nuevo, y lo vas a abrazar y vas a hablar con él de miles de cosas y cientos de reflexiones. Un día vas a bucear con el Rafo por algún mar salado y cristalino.
Las personas dejarán de tirar plástico al mar y se darán cuenta de que los pececitos son importantes. Ese cambio empieza ahora, en mí. Con lo que yo tiro a la basura y la basura que evito producir. El cambio empieza en mis pensamientos, en lo que escribo y lo que digo. El nuevo mundo está en cómo camino y la atención que pongo a mis pasos.
Un día habrá una casita con huerto, huerto y jardín. Tal vez una canasta de básquet, ya veremos. Veo niños. Veo niños en el futuro, no sé si míos. Qué tonterías digo, por supuesto que no serán míos. Yo no tengo nada. Estoy chuto como en el río Wendá.
Estoy desnudo y mi nariz rebufa como caballo. Mis patas son fuertes y ágiles, mis crines revoltosas y mi pelaje suave. Mis ojos grandes y profundos. El espíritu, indomable, libre, siempre libre.




jueves, 19 de octubre de 2017

No seas tacaño

No hablo de dinero. No seas tacaño con tus sonrisas, ni con abrazos, gestos de cariño y palabras de ánimo.
Ha habido muchas ocasiones en las que me he sentido una mierda absoluta. Me he sentido perdido, que nada tenía sentido, que lo que hacía carecía de relevancia. He atravesado momentos de soledad, de aislamiento, de sufrimiento por el simple hecho de existir, momentos en los que todo mi mundo se resquebrajaba y en los que tan solo quería desaparecer y dejar este mundo torcido y complicado.
Pero, ¿Saben qué?
En mi vida me cuesta encontrar un recuerdo en el que tan solo haya habido dolor. Porque siempre, después de cada tormenta, cuando el cielo estaba más gris y oscuro que nunca, siempre ha habido algo o alguien que abría un rayito de luz en el horizonte, una estela que calienta, que atraviesa huesos y  hace cantar a los glóbulos rojos que lleva la sangre.
Y esa luz siempre ha llegado de un gesto inesperado de calidez y amor.
Hoy, por ejemplo, estaba preguntándome una vez más si es que soy un buen profesor. Estaba dudando de mí mismo, y para colmo, en medio de una de mis clases, se abre la puerta, y el director de la academia me pregunta si puede observar la clase unos minutos.
Me sentí expuesto, desnudo y petrificado. Tartamudeé un poco al continuar hablando a mis alumnos y con cara de pánico, le dije al director que estaba un poco nervioso. Él sonrió y me dijo que hiciera como si no estuviera ahí.
Al terminar la clase, bajé las escaleras y al encontrármelo en recepción me preguntó si tenía unos minutos para hablar con él. Le dije que sí, un poco asustado, pensando en qué me iba a decir de lo que observó…
Pero no, como una sonrisa (sincera en mi opinión) me dijo que mi manera de explicar las cosas le pareció fantástica.
-Explicas la gramática mejor que yo –fueron sus palabras, queriendo añadir algo de humor y quitándole hierro al asunto. –Estamos muy agradecidos de poder contar contigo.
Es un buen tipo. Veo que quiere hacer las cosas bien y tratar a las personas con cariño y respeto. Pero seguramente él no se imagina cuánto significan esas palabras parar mí.
No es que necesite a alguien que me diga cosas bonitas, que me dé palmaditas de aprobación en la espalda o que indique el camino que tengo que recorrer. Simplemente, hay veces en las que sientes que has perdido algo, que hay algo dentro de ti que no se siente bien, y es simplemente un regalo que la vida, en forma de persona, que te recuerden que vales la pena, que eres bueno y que las cosas están bien.
Puede parecer superficial, pero la conversación con el director me trajo sensaciones pasadas, recuerdos de abrazos de desconocidos, gestos de bondad en momentos inesperados e incluso en situaciones en las que creía que no los merecía.
En mi vida ha habido tantas personitas que han sido esa luz filtrándose entre nubarrones grises. Luz que te recuerda la propia luz que hay en ti, pero que a veces olvidas que ya la llevas dentro.
Por eso, desde aquí hago un llamamiento a no tacañear esos gestos. Por lo menos a mí, en ocasiones me ha dado vergüenza soltar una sonrisa o expresar gratitud, por miedo a cómo reaccionarían los demás. Pero, ¿Por qué privar a los demás de lo mejor de nosotros?
El amor es lo que somos y es lo mejor que tenemos. Y aun así, hay veces que elegimos guardarlo en lugar de expresarlo, soltarlo, dejar que vuele, nade y que inunde.
Hoy quiero agradecer a todos los que me han regalado gestos “pequeños” de amor. Desconocidos, amigos, familiares, animales, árboles, viento, lluvia, sol, luna, planeta, estrellas, ríos, mares… A todo lo que vive y a toda la vida, gracias, de todo corazón. Gracias por estar ahí, por estar en mí.

No te guardes sonrisas, no esquives miradas, no vayas nunca con tanta prisa como para perderte la oportunidad de regalar un poquito de amor. Es ahí donde se escribe una nueva historia para el mundo, en lo cotidiano, en lo que vivimos día a día. Que el amor sea la tinta que dé forma a esta historia.


jueves, 28 de septiembre de 2017

¿Cuál es tu cosa favorita en La Tierra?

No se trata de inspirar a nadie, tampoco de ayudar a otros, sentirte útil o encontrar algo que te haga feliz.
Tan solo hay que dejarse ser uno mismo. Esa es quizás la tarea más difícil y sencilla, ser uno mismo.
¿Qué carajo significa ser uno mismo?
Yo me he rajado el coco intentando averiguarlo. Me decía que tenía que hacer esto o pensar aquello, porque eso era ser yo mismo. Me he repetido que yo soy de esta manera o de tal otra, y que tengo que actuar acorde a esos parámetros, sintiéndome decepcionado y culpable cuando no los cumplo.
Pero hoy, hoy admití que estaba completamente solo. Después de una noche sin dormir y un vuelo de ocho horas viendo cinco películas, me sentí en paz con mi soledad y con la incapacidad que tengo para describirme.
Solo quiero decirte, a ti, que si quieres, puedes dejar de intentar ser algo, cualquier cosa, y limitarte a ser nada, absolutamente nada.
Yo entré en ese estado hoy, que al principio catalogué de apatía, porque era como que ya nada me importaba. Daba igual que el avión se estrellase, que mi cuerpo se destroce, que no tenga alojamiento esta noche. Todas las preocupaciones acerca del futuro, las imágenes construidas en el pasado, los recuerdos, las expectativas, los planes y los miedos, todo era insignificante, o mejor dicho, inexistente.
Yo tan solo existía para estar postrado en un asiento, con los ojos clavados en una pantalla y los oídos un tanto doloridos por la presión atmosférica.
Pero de repente, me entró hambre, y saqué mi kilo de maní para picar mientras veía mi cuarta película. En cuanto me disponía a dar el primer bocado, la señora de mi lado me extendió la mano y me sonrío con timidez, indicando que ella también quería maní.
Juro por Ginóbili y Patty Mills que me sentí tan feliz en ese momento. Ofrecerle la bolsa abierta y ver cómo los dientes de la señora crujían con los manises me llenaba de una euforia irracional.
-¡Sí, Joder! ¡De esto se trata carajo! –me decía por dentro.
Esa señora tenía un velo en su cabeza, no hablaba una palabra de español y escuchaba canciones del Corán mientras yo veía King Kong. En teoría no teníamos nada en común, pero allí estábamos, compartiendo una bolsa de manís, con una inexplicable complicidad, sonriendo como si fuéramos parientes.
Y después de eso vi mi quinta película, una que me llegó al corazoncito y que viví muy intensamente. De la película tan solo quiero decirte una pregunta: ¿Cuál es tu cosa favorita en La Tierra?
¡Qué pregunta tan hermosa! Me inspira tantas posibles respuestas, pero más que responder, la cuestión en sí me excita, me hace calentar la sangre y sentir que estoy flotando en una nube de algodonosas semillas de toborochi. No hace falta contestar nada, porque al menos yo, no puedo elegir una cosa favorita de La Tierra. Te podría decir bañarme en un río cristalino, observar un colibrí, comer guisos a la leña, escuchar una historia, reír y llorar al mismo tiempo… Hay tantas cosas que disfruto de esta vida, que es precisamente por eso que me parece tan genial esa pregunta. Porque al menos a mí, me llevó a todos los lugares, personitas, seres vivos y experiencias que hacen borbotear el alma. Y no puedo elegir ninguno de ellos.
Al salir del avión y hacer la cola para pasar por migración me empecé a matar de risa, yo solito, en medio de toda esa gente, me empecé a reír. Porque me di cuenta de que no tenía que hacer nada por nadie, ni siquiera por mí mismo, no tenía que hacer nada, ni ser nadie. Y de esa nada, siendo nadie, emergió una profunda libertad expresada en carcajadas y lagrimitas que no podían ser contenidas. ¡No sé cómo te puedo expresar el éxtasis que es llorar y reír al mismo tiempo!
Y ahora viene la parte complicada del asunto, intentar describir esa sensación indescriptible, esa revelación de claridad, ese momento eterno. No se puede, las palabras no llegan, pero aun así, el alma se expresa y aunque no tenga voz, hace eco. Y de toda esa gente, de todos esos peinados y ropajes, de todos los idiomas hablados y experiencias vividas, no había un “yo” y un “los demás”, tan solo había vida, y yo podía sentirla toda. Y la vida no puede hacer algo por otro, porque se lo está haciendo a sí misma, y al hacérselo a sí misma se lo está haciendo a los demás. Tan solo se puede expresar con contradicción, pero contradicción aparente, contradicción para la cabeza que analiza y la mente que procesa, ya que la esencia de la vida no está hecha para entenderse.
No sé lo que tú tienes que hacer, pero sé que encontrarás tu camino, porque ya estás en él, porque no puedes salirte de él, porque no hay camino, porque lo creas al andar, y el andar te lleva a donde sientes ir. Como escuché una vez: cuando aceptas la incertidumbre del camino, éste se convierte en una aventura.
No hay nada que perder, ni nada que lamentar. Hay en cambio, árboles cubiertos en musgo, de troncos añejos y raíces que inspiran sabiduría. Hay abejas que beben sudor y ríos que arrastran arena. Hay sueños que emergen invisibles, que se filtran entre poros y fluyen por la sangre, llegando hasta las uñas de los dedos gordos de los pies, impregnando de rocío el pasto fresco.  
La vida está aquí, respirando en este instante, dentro de ti. ¿Cuál es tu cosa favorita de esta vida?


miércoles, 23 de agosto de 2017

Carta al Miedo

Querido miedo:
Hoy te he vuelto a sentir y en maneras muy diversas.
Empezaste a abrirte paso con sabor a nostalgia, una que vino prematura, ya que todavía no hay nada que extrañar. Aún estoy en Bolivia, pero ya empiezo a ver el final de esta travesía.
Ya he atravesado el punto medio de mi estadía y al mirar la vista atrás veo detalles más que días, semanas o viajes. Veo risas de hermanos, escucho tenedores rozarse con cuchillos, agua escurriendo sobre platos, guisos hirviendo y manos cargando bolsas de Hipermaxi.
Venir a Bolivia ha sido olvidarme del resto del mundo, de todo lo que había hecho antes. Es como estar en otro planeta, o mejor dicho, viviendo otra vida. Al principio las avenidas me aterrorizaban, ciertos olores me chocaban y los acentos me divertían. Ahora cruzo andando con confianza, con un camión a dos metros. Mi olor es distinto, ya que se ha vestido de casa de mamá, vientos de sur y polvo. Y por supuesto, ahora mi lengua se suelta en expresiones cruceñas y me siento orgulloso cuando la gente me dice que mi acento no ha cambiado nada, salvo por los “vales” y “hostias” que ya tengo integrados.
Ya estaba empezando a armar mi rutina, disfrutando de los quehaceres de la casa, bañándome en la piscina antes de cocinar y dando paseos por la noche con mi mamá. Me comenzaba a sentir cómodo y relajado, en casa. Pero ahora, resulta que me voy de aventura, creo que una de las de verdad. Tanto así, que tengo la sensación de que no sé si volveré. Supongo que exagero, que soy un tanto dramático y cobarde, y que dentro de mí, claro que espero regresar, y volver cambiado, para compartir todo lo que captaron mis ojos y palparon mis manos.
En esta aventura también estás presente, querido miedo. Y es que voy a la selva, a un lugar donde se respira verde y en el que navegaré por ríos de verdad. Dentro de mí te mezclas con ilusión y ganas de descubrimiento.
Pero más allá de los peligros que pudieran surgir en la aventura, me asusta que al regresar ya solo me quedarán dos semanas. Me da miedo de emprender este viaje, porque esto ya significa entrar a la recta final antes de cruzar el Atlántico una vez más.
Y ahí, esperándome del otro lado, estás tú otra vez, miedo. Aguardando a que llegue, en forma de las ya clásicas preguntas: ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a hacerlo? ¿A dónde estoy yendo? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Y si esta vez no todo sale bien?
Porque siento que en mi vida, he sido y soy tremendamente afortunado. Siempre que repaso lo que me ha ocurrido, no puedo encontrar motivos de queja, pero sí cientos de razones para estar agradecido por cada instante que he respirado en este mundo.
Pero tú te escabulles en esa misma sensación de fortuna, haciendo que me pregunte qué pasaría si esta vez no tengo tanta suerte.
Me da flojera volver a enviar currículums, contactar academias, sentirme insignificante, poco capaz y tener que lidiar con todo lo que conlleva empezar de nuevo, menos de un año después.
Es como que da igual lo que haga, tú siempre vuelves y yo siempre te recibo con marcado rechazo.
No tengo métodos para evitarte y nunca te he podido expulsar por la fuerza. Tú vienes, entras, haces tu trabajo y cuando menos me lo espero, ya te has ido, sin siquiera despedirte. Es una relación curiosa la que tenemos tú y yo.
Pero bueno, aquí estoy, escribiéndote.
Como en cada una de tus visitas, estás en mi pasado y en mi futuro, en lo que fue y en lo que podría ser, en las posibilidades del mañana y la nostalgia del ayer. Pero aquí, aquí mismo, en esta habitación, en el movimiento de mis dedos y en el pelo acariciando mis orejas, no estás.
Creo que ya estoy llegando al punto en el que te acepto, y me acepto a mí mismo contigo. Ese momento en el que me rindo a tu presencia, suelto una risita y continúo andando, sin culparme por tenerte conmigo.
Tal vez nunca has estado fuera, quizás no seas un visitante. Tal vez esta carta no esté escrita a alguien ajeno, sino a mí mismo.
Tengo miedo a la muerte, a lo que vendrá con ésta. Tengo miedo a que en la muerte no haya redención, y que morir no sea dejar de ser gota para fundirte en el océano. Tengo miedo a que mi esperanza en el mundo sea en vano, a que al final, después de todo, nos terminemos matando unos a otros. Tengo miedo a cosas grandes y trascendentales, y también miedos chiquitos y egoístas, como no llegar a ser reconocido o nunca publicar un libro. También tengo miedo a no ser lo suficientemente bueno, a rendirme demasiado fácil, a perder el tiempo, a tomar decisiones de las que me arrepienta, a complicarme la cabeza con trivialidades y perderme amaneceres por estar demasiado distraído.
El miedo está en mí y también en mi interior, hay amor. Hay amor hacia todo, incluso al miedo. Y sí, el miedo me detiene por momentos, me arranca lágrimas y me hace caer pelos. El amor me impulsa, me hace sentir magia y cosquilleos, me llena y me desinfla.
En mi vida parece haber mucha contradicción, una auténtica batalla por dentro. A veces me siento un auténtico loco, me siento solo y perdido. En otras ocasiones me siento seguro, valiente, decidido, con fuego en la mirada. Me siento león y renacuajo, mar y montaña, olas y roca, pasto y arena.
Tengo nudos en la garganta, palabras que se atascan, sueños que vuelan.
Por momentos me gustaría que más personas se sintieran como yo. Y en otros instantes sé que los demás experimentan lo mismo. No soy único, aunque a veces quiera serlo. Pero sí que lo soy, como todos lo somos. 
Sé que estoy vivo por un motivo, uno que no tiene por qué ser algo específico y que no tengo por qué descubrir. Basta con saber que la vida tiene sentido. De algún modo, lo tiene.
Siempre llego al mismo punto, a esa conclusión que no concluye nada, sino más bien que deja todo abierto.
A veces me avergüenza repetirme y que la gente me juzgue por ello. Pero bueno, podemos añadir “repetitivo” a la lista de adjetivos con los que definirme. Aunque en realidad, ningún adjetivo lo hace. No soy una lista de calificativos, por mucho que a veces quiera convencerme de ello. Nadie lo es, por si acaso tú también tengas la tendencia a creerte algo parecido.
No tengo muy claro quién soy. Pero sé que nací para vivir. Vine a este mundo para expresar la chispa de vida que llevo dentro y compartir esos latidos con los demás.
Está bien escribirle cartas al miedo y tener días en los que dudas de todo, incluso de tu corazón. Como decía Gandalf: No todo lo que es oro reluce, ni todo el que anda errante anda perdido.

P.D: Al final no habrá aventura en la selva. ¿Ves la ironía de todo querido miedo?

Sin embargo, no me siento triste. De algún modo, sé que ya se dará la oportunidad de vivir esa experiencia.



lunes, 14 de agosto de 2017

Bárbaros. Salvajes. Familia.

El viaje se gestó improvisando, abriendo senda por donde se podía, avanzando a trompicones y sin saber muy bien a dónde se llegaría. Lo único que estaba claro era que el viaje se realizaría.
Sin embargo, hasta el último momento, hubo la posibilidad de echarnos atrás y desempacar las mochilas.
Pero no. Después de horas de espera, buscando culpables, mirando el reloj y riendo con cierta amargura, el transporte llegó. Y así, emprendimos camino.
Justo el día anterior a partir, yo había pronunciado un discurso acerca de la belleza de la imperfección y la importancia de aceptarnos tal como somos. Nadie me dijo que iba a poder vivir en mi propia piel aquel discurso tan solo un día después.
Fuimos recorriendo curvas, serpenteando entre montañas, hasta llegar al pueblito que nos alojaría durante dos noches de luna llena.
Allí comimos queso sin tomate, y con bicarbonato en vez de sal. Subimos caminos entre pinos, persiguiendo al sol a medida que éste descendía. Corrimos, gritamos, tropezamos, hablamos y callamos.
Perdimos llaves, buscamos responsables, hallamos soluciones. Sentimos hambre, buscamos aromas a pizza, pero no pudimos degustarla. Regresamos, frustrados. Preparamos fideos, cansados, y los saboreamos, igualmente. Escuchamos relatos con atención, con ese gozo espontaneo que brota de una historia bien contada.
Dormimos y despertamos, unos más pronto que otros. Desayunamos, observamos colinas un tanto peladas, nos entretuvimos sin hacer demasiado y de repente, ya era mediodía. Coordinar y planear para ocho se hacía un poco complicado y cansador.
Al final salimos, buscamos pan y no lo encontramos. Pero sí que conseguimos arepas y empanadas veganas a precio astronómico. Me derrumbé, mi cabeza se saturó y dejé de intentar sacar el paseo hacia adelante.
Pero cuando uno cae, otro se levanta. Porque así funcionan los equipos. Eso me dijo mi primo.
Y seguimos, nos embutimos en un vehículo y nos descomprimimos para recorrer un río poblado por sanguijuelas, líquenes y vientos cantarines. En poco tiempo perdimos el refinamiento y nos dejaron de importar las alimañas que pudieran trepar nuestras piernas. Y caminamos, con el cielo azul encima nuestro, con algún que otro tajibo exhibiendo puntitos rosas en las laderas.
Nos bañamos en aguas turbias, gritamos, nos ensuciamos y sudamos con olor a comino.
Volvía a haber calma, y también hambre. Y la idea de una buena pizzeada volvía a hacer eco en las tripas. Pero surgió otro inconveniente, uno que siempre incomoda, al menos a mí. El del dinero. Yo quería invitar, pero no llevé suficiente.
Me frustré por tener billetitos en una cartera y haberlos dejado guardados para alguna ocasión que no se sabe si vendrá. Faltaban billetes y había que hacer malabares si queríamos comer pizza. Sonaba mucho más razonable quedarnos en la cabaña y preparar una comida casera. Pero las voces rogaban queso derretido, masa crocante y tomate empapándolo todo.
Decidimos varias veces ir, y varias veces decidimos quedarnos, todo esto desde la sala de la cabaña, sin hacer en realidad nada. Tan solo alzando la voz, cada cual con su opinión, y cada opinión en desconexión con las demás. Hasta que por fin se impuso el veredicto de salir.
Y fuimos. Y pedimos 6 pizzas. Y nos sentamos, observando cómo llegaban, una por una. Parecía mucho, pero al final, trocito a trocito, rompiendo unos cuantos vasos de por medio, nos terminamos hasta el último grano de choclo.
Así contentos, volvimos a la cabaña. Dentro de mí yo decía que por fin la historia terminaba bien.
Pero luego jugamos cartas. Y al principio yo ganaba, celebraba, mi ego se hinchaba. No obstante, todo lo que sube, baja. Y las siguientes partidas fueron miserables, y se me hacían la burla. La rabia crecía en mí. La adrenalina brotaba y cuanto más competitivo me ponía, peor me iba en el juego, hasta que lo inevitable sucedió y perdí de manera horrible.
Subí las escaleras, me lavé los dientes y la cara, me tiré en la cama, me cubrí con un buen puñado de mantas y acepté mi derrota, mi rabia y mi frustración por creerme por encima de la ésta.
A la mañana siguiente desperté temprano y saqué gusanos de berenjenas, mientras observaba al sol desperezarse a través de la ventana. Puse lentejas a cocer, y fuimos echando verduras hasta llenar la olla, dejando cocer el guiso sin tapa.
Hicimos arroz y adquirió un sabor a quemado que quedó delicioso. Comí tres platos y mi barriga se hinchó como una pelota. Pero no fui yo el que más engulló, ya que uno de mis hermanos comió y devoró hasta terminar la ollada de comida, todo por demostrar que podía hacerlo.
Así, con lentejas borboteando por las orejas, emprendimos camino hasta nuestra última parada. Nos dirigíamos a ese mágico lugar que trae recuerdos de infancia, por el que fluyen ríos sobre arenas rojizas y del emergen cascadas que esculpen la roca.
Andamos, y seguimos andando, cargando con trescientos bultos, abriéndonos paso entre alambres de púas y cacas de vaca. Seguimos el río, sin rumbo fijo, tan solo avanzando, movidos por la curiosidad de saber lo que se escondería detrás de la siguiente curva.
Hasta que llegamos a una playa que se abría en un codo de la corriente. Allí había un tronco caído que confería al lugar la apariencia de una isla en la que más de un náufrago había encontrado refugio.
Pero más allá de la playa, se alzaba un cañón de rocas resbalosas y en su interior fluía el río, estrechándose cada vez más, hasta formar un pozo oscuro y profundo, de apariencia tenebrosa. Y más allá todavía, atravesando el cañón y el pozo tenebroso, estaba lo desconocido.
En el camino habíamos abandonado nuestras mochilas, y con nosotros tan solo llevábamos lo puesto, los que teníamos algo puesto. Atrás quedaban las cámaras, teléfonos y dinero para retornar a la ciudad. Delante nuestro, la aventura nos llamaba. Las montañas nos cantaban canciones para que siguiéramos y las ranas del agua hacían de coro en las melodías.
Así, cruzamos, uno por uno, ya que aquella era una prueba que debíamos afrontar solos. Nos lanzamos al pozo oscuro y tenebroso, y nadamos, brazada a brazada, gritando, con el corazón latiendo y los pies pataleando, hasta llegar al otro lado. Atravesar ese pozo era muy importante para mí y creo que para todos. Era un reto, una de esas oportunidades para enfrentar miedos y nadar sin saber lo que esconde el agua. Cruzar aquel pozo, era, de algún modo, dejar atrás el pasado y empezar de nuevo, confiando en que llegaríamos.
Y llegamos. A pesar de todo, o gracias a todo. Llegamos. Llegamos con discusiones, sudor en los sobacos, desorden, falta de plata, peleas, insultos y hambre.

Después, comimos mote con queso. Nos bañamos como bárbaros salvajes y luego volvimos, juntos, en familia.



sábado, 5 de agosto de 2017

26

Queridos amigos y familiares. Queridos seres humanos de todo el planeta. Queridos peces de río y criaturas del mar, alimañas de tierra y seres alados, árboles grandes, arbustos silvestres, gracias a todos por estar aquí.
Hace tres años empecé esta tradición de escribir algo cada 4 de agosto. Acabo de leer los tres textos anteriores y me ha revuelto emociones ver todo lo que estaba experimentando en cada uno de esos momentos.
Hace tres años dejé la universidad. Hace dos estaba a punto de emprender mi viaje por las Américas. El año pasado estaba en la casa del río de Ohio, disfrutando de unos super fideos con berenjena.
Hoy vuelvo a estar por el continente Americano, en el corazón de éste. Por primera vez en más de una década, mi cuerpo celebrará su vuelta al sol desde la tierra en la que nací.
No puedo expresar la gratitud ni el cariño que siento hacia este lugar y las personas que hoy escuchan estas palabras. No puedo expresar lo afortunado que soy, en tantos sentidos.
Por eso me sentiría ridículo pidiéndoles algo más de lo que ya me dan todos ustedes.
Siento que en esta vida he recibido tanto, de tantas personitas distintas, todas ellas dispuestas a tenderme una mano, a prestar un oído, a dar un abrazo, o por qué no, a darme dinerito cuando lo necesitaba.
Con el tiempo he aprendido que no puedes hacer nada solo. Aunque no quieras, aunque a veces nos resistamos a aceptarlo, estamos todos entrelazados, compartiendo latidos, trenzando raíces, nuestras ramas mezclándose, nuestros pulmones absorbiendo el mismo aire.
Eso me hace sentir cosquillas en lo más profundo de mi ser. Saber que estamos juntos, que nada está aislado, que existe un mar común desde el que mana la vida y que todos volveremos a esa fuente, o que mejor dicho, llevamos esa fuente dentro, en cada creación, en cada paso que damos. Ojalá las palabras pudieran transmitir el amor que alberga mi pecho.
Es una sensación rara la que hay ahí dentro. Es como si hubiera mil volcanes a punto de estallar, es como un viento que te sacude, que te mueve y te refresca. Pero al mismo tiempo, también siento la quietud de un desierto en mí, una certeza serena, como el tintineo de las estrellas, como un riachuelo que despacito se abre camino entre la roca, sabiendo que inequívocamente, llegará a su destino, porque su destino está en él.
Y en este día especial, este día que es especial gracias a ustedes, quiero hacer un brindis. Hoy quiero brindar por la imperfección.
Hoy quiero brindar por las rodillas torcidas, por los codos arrugados, por los callos en los talones, por los juanetes. Quiero brindar por los berrinches, por los comentarios mezquinos, por el egoísmo que te impulsa a comer más torta que los demás. Quiero brindar por nuestros miedos más profundos y trascendentales, y también por los miedos chiquitos. Brindemos por la tristeza que albergamos, por la vulnerabilidad de nuestra piel y la fragilidad de nuestros cuerpos.
Y no quiero hacer ese brindis porque sea un bastardo masoquista asqueroso. Es todo lo contrario, quiero brindar porque todo lo anterior es parte de nosotros.
Nuestros cuerpos no son perfectos, por mucho que queramos engañarnos con los estereotipos de belleza que hemos creado. Nuestras cabecitas no son computadoras robóticas, lógicas y templadas. Nuestras vidas no son caminos de rosas, ni cuentos de hadas.
Nuestra naturaleza no se expresa en trajes impecablemente planchados. Nuestra esencia no está en la eficiencia con que realicemos cálculos, o ajustemos cuentas. Nuestra fuerza no reside en los billetes que generamos, o las propiedades que tengan nuestro nombre.
La fuerza de la vida reside en su desnudez, en la simple e imparable belleza de la vulnerabilidad.
Por eso, aunque hoy tenga puesto un short y una polera, en realidad estoy desnudo ante ustedes. Y así, desde ese corazón al descubierto, surgen estas palabras.
Hoy quiero hacer una invitación al mundo entero a desnudarse, y sentir que está bien mostrarte débil y frágil, torpe, descoordinado e ingenuo. Está bien equivocarse, pasarse con la sal en las comidas, olvidarte de fechas límite, o tener un moquito colgando de la nariz.
Está bien porque así somos. Todos, sin importar nuestra edad, procedencia o circunstancias, somos cachorritos descubriendo este mundo.
Antes, me gustaba decir que había que vivir cada día como si fuera el último. Hoy quiero proponer algo distinto, ¿Qué tal si este fuera nuestro primer día de vida?
Qué tal si este es tan solo el comienzo. ¿Y si todo es posible? ¿Y si la vida es en realidad un lienzo en blanco?
No lo es. Todos hemos ya saturado ese lienzo, de una u otra manera, y en él apenas queda espacio para colorear nada. Pero en realidad, sin importar lo que hayamos pintado hasta ahora, en este instante siempre está latente la posibilidad de empezar de nuevo. Quizás, más que un lienzo en blanco, la vida sea un único lienzo en el que todo queda plasmado, pero que al mismo tiempo, en cada respiración, cada pincelada es borrada, renovándose, dando espacio para empezar otra vez. Algo así como las huellas que dejamos en la arena, que con cada ola se difuminan hasta desaparecer y dar paso a algo nuevo.
Somos pues, cachorritos, personitas. Me gusta, me divierte y me conmueve sentir eso. Vernos como seres llenos de vida, cada cual con sus propias particularidades, talentos, dificultades y tropiezos, todos aprendiendo, evolucionando, sacando la lengua, revolviéndonos sobre hierba húmeda, ensuciándonos las patas, haciéndonos heridas, lamiéndolas, dejando que sequen y cantándoles canciones de ranas para que curen.
No puedo dejar de creer en nosotros, sencillamente no puedo hacerlo. Y no puedo, porque escucho nuestros corazones y nuestras mandíbulas masticando. Puedo ver las miradas humanas y las miles de sonrisas que expresan, unas resplandecientes, otras sin dientes, pero todas, a su manera, perfectas.
Y esa perfección no reside en la forma o apariencia, sino en la esencia, en ese algo invisible que vibra y canta, como una melodía, una que brota de las cuerdas de un violín, uno que hace eco y al que acompañan cientos de voces. Voces que cantan acerca de la vida y la muerte, juntas danzando en armonía, al son de unos tambores que retumban y te invitan a saltar y a buscar a alguien a quien abrazar, y mirar a los ojos y decir gracias. Y en medio de la música, los poros se abren y el sudor salpica, las risas escupen, las barrigas truenan. Y la comida llega, comida de la tierra, comida nuestra y de todos. Las bocas se abren, los sabores se mezclan, las muelas trituran, las narices resoplan, contentas.

Gracias por hacer de esta vida algo tan mágico y especial.


viernes, 28 de julio de 2017

EX

Hoy desperté sobresaltado. Tuve un sueño con mi ex…
En primer lugar, no me gusta esa palabra: “ex”. No me gusta porque en mi vida solo hay dos personas a las que podría otorgarle ese título, pero tan solo utilizo ese término para referirme a una de ellas.
“Ex” me suena a lejano, impersonal, dos letras que reflejan algo que se perdió y que ya no está. No me gusta esa palabra, pero menos me gusta utilizarla y que me salga de manera natural cuando hablo de la persona con la que tuve el sueño anoche.
No hablo con esa persona desde hace tres años y medio, pero casi siempre que la menciono es para recalcar lo diferentes que éramos y de cómo esa relación no iba a ninguna parte desde el principio. Además, cuando surge una conversación acerca de ella, no voy a mentir, lo hace en un tono sarcástico y burlón, centrado únicamente en mi versión de la historia.
Pero hoy, después de ese sueño, he sentido la necesidad de comunicarme con ella.
Así que, por si algún enrevesado capricho de la vida hace que acabes leyendo esto, estas palabras son para ti:
En primer lugar, lo siento. Lo siento de verdad. Es algo que nunca te dije cuando separamos nuestros caminos. Estoy seguro de que tomé la decisión correcta, no solo para mí, sino para los dos, por la sencilla razón de que yo ya no podía dar todo mi ser en la relación que teníamos; y en la vida he aprendido que algo solo puede florecer cuando te entregas con todo lo que tienes.
No te pido disculpas porque nuestra relación terminase, lo hago por lo que vino después. Siento que en los años que vinieron luego no he sabido valorar lo que tuvimos, ni honrarte en mi memoria.
La verdad es que conocerte me llenó el corazón de esperanza. Apareciste en un momento en el que me sentía muy solo, y en el que no estaba listo para afrontar esa soledad. Entraste en mi vida como un soplo de aire fresco, y todo me parecía fascinante en ti; tu nacionalidad, tu cultura, tu familia, tu manera de entender la cocina, la carrera que estudiabas. Fue un placer conocerte e irte descubriendo.
Recuerdo que al principio nunca discutíamos, y eso me extrañaba, tanto así, que un día le dije a un amigo que estaba deseando que tuviéramos nuestra primera pelea, tan solo para asegurarme de que lo que teníamos era real.
Y ese día llego. Y no fue una discusión, sino varias, por diversos temas. Creo que es justo decir que los dos nos atrincherábamos en nuestras fortalezas, y desde ahí pretendíamos convencer al otro de nuestra opinión. Esas discusiones nos desgastaban, como gotitas de agua que se derraman sobre una roca, hasta partirla.
Uno de los temas principales de discusión fueron los celos. Los dos los padecimos, pero solo puedo hacerme responsable de mis acciones, así que por eso, también lo siento. Siento haberte juzgado y haberme obsesionado con las personas que vinieron antes que yo. Siento haber sido tan egoísta y haber tenido tan poca confianza en mí mismo como para exigirte haber sido el único en tu vida y en tu corazón. Siento haber volcado mis propias inseguridades en ti y no haberte tratado con todo el cariño que merecías.
Yo tenía mucho por aprender en aquel entonces, y ahora incluso más. Pero comprendí valiosas lecciones contigo. Siempre voy a recordar esa tarde en la que yo te estaba dando una de mis charlas acerca de cómo cambiar el mundo, presumiendo de mis códigos morales y de que mi mayor prioridad en la vida era ayudar a los demás; y de repente, en medio de mi cháchara, tú te metiste a la avenida y te acercaste a un coche que estaba parado. Su conductor estaba fuera, intentando empujarlo, y tú, con total naturalidad, te ofreciste a ayudarlo. Después de sonreír con ironía, yo también me uní a la faena y el tipo pudo meterse de nuevo al auto y ponerlo en marcha.
Sin embargo, el momento por el que más te agradezco, llegó después. Era una mañana de principios de verano. El curso universitario había terminado y yo acababa de suspender 7 asignaturas. Estaba echado en tu sofá, cabizbajo y pensativo, y cuando me preguntaste qué pasaba, intenté resistirme y decirte que todo estaba bien. Pero claro, tú insististe, y al final, después de un gran suspiro, te dije que sentía que yo no valía la pena. Me empezaron a brotar riachuelos de los ojos y saqué todo lo que llevaba dentro; te hablé de mi miedo a ser considerado tan solo un número, y que si hablábamos de números, yo era un fracaso. Te hablé del sentimiento de mediocridad que me envolvía, te dije que nunca en mi vida había destacado, que siempre me había quedado a medias. Te conté mis miedos a ser juzgado y a ser considerado como alguien insignificante, pero sobre todo, te hablé de ese profundo temor a que el mundo no pudiera ver que yo era más que una persona que suspendía 7 asignaturas en un semestre. Y tú me dijiste que ya era mucho más que eso. Me miraste a los ojos, sujetaste mis manos y me dijiste que era un chico con un corazón bueno, que quería hacer el bien y que era sensible al sufrimiento de las personas. Me dijiste que daba lo mejor de mí a la gente que conocía, y que mi alegría y energía contagiaban a los demás.
Aquel día, quizás sembraste la primera semillita que me hizo dar cuenta de que las notas de la universidad no eran lo más importante en la vida.
Aunque no quisiera, eres parte de mí. Pero, ¿Sabes qué? Quiero, y te lo agradezco.
No sé qué estarás haciendo en tu vida, qué caminos estarás recorriendo o con qué personitas estarás compartiendo tus días. No sé si te volveré a ver, o si algún día volveremos a hablar, pero necesitaba decirte esto.
Además, creo que al principio no fui del todo sincero cuando dije que estas palabras eran para ti, porque en definitiva, también son para mí.
Creo que después de este relato, no necesitaré volver a referirme a ti como “ex”. Tu nombre basta, y suena mucho más bonito.

Ojalá que tu corazón siga retumbando con fuerza y que en él no lleves cargas, sino entusiasmo y ligereza.

miércoles, 26 de julio de 2017

Esta Tierra Importa

Voy a hablar de un pedazo de tierra al que se llama Bolivia.
Aquí hay árboles de barrigas gorditas, tierras planas y montañas que rascan los cielos. Aquí hay ciudades de hormigas, vientos del sur, ríos grandes y desiertos de sal.
En estas tierras crece pasto húmedo, de ese que todas las mañanas se moja, aunque no llueva. Hay caminos de tierra y atardeceres que los tiñen de rosado. También se respira verde en los bosques, un verde que parece meticulosamente compinchado con el azul del cielo, creando contraste y a la vez equilibrio, entre lo que está arriba y lo que descansa abajo.
Aquí hay yuca en el oriente y papas para elegir en occidente. Hay choclo y locoto, cacao en los yungas y monos que rugen desde la profundidad de la selva. Hay pájaros de mil colores, mosquitos de diversos tamaños, hornos de barro y hamacas que se mecen despacio, entre postes. Hay altiplano, tan extenso como alcanza la vista, cubierto de siluetas de llamas y casitas dispersas. Hay frío, calor, humedad que se pega y frío que te agrieta. Y cómo olvidar la noche, que se viste negro y en cuyo manto se regocijan las estrellas, esparcidas como mil luciérnagas a través de la oscuridad.
Aquí, también hay que decirlo, hay basuras de plástico que adornan las calles y autos viejos exhalando humo negro. Hay naturaleza que se arrasa y destruye para ser transformada en billetes verdes, o números escritos en una pantalla. Aquí se alzan edificios de cristales relucientes al lado de viviendas derruidas. Hay anuncios que venden belleza en tratamientos de depilación, y que enseñan felicidad en botellas de coca cola.
En esta tierra hay avenidas atascadas, bocinazos, latas de cerveza, perros huesudos, canales que se utilizan de vertedero y centros comerciales gigantescos. Hay hoteles de lujo, niños que venden chicles, deslizándose descalzos. Hay vacas con joroba, campos de soya transgénica y tomates de goma.
Entonces, ¿Es Bolivia fea o hermosa?
Quizás la respuesta no pueda darse de manera tan dicotómica. Pero de lo que estoy seguro es de que este lugar vale la pena.
Sin embargo, aquí percibo cierta energía de pesimismo, o mejor dicho, de desinterés. Y esa energía no solo la siento aquí, sino en la humanidad, como una especie de letargo generalizado.
A veces llegamos a creer que esta vida y esta Tierra no valen la pena. Cada cual encuentra su excusa adecuada para decir que ya nada importa. Y uno de los mayores problemas es que nos sentimos insignificantes. Eso en particular me ocurre a menudo, creerme chiquito y que mis acciones no tienen relevancia.
Y esa misma sensación de insignificancia y pequeñez he sentido en la gente al llegar a Bolivia.
No me considero patriótico, pero creo que aquí no valoramos lo suficiente este suelo que nos cobija.
Creo que lo primero que hay que hacer es detenernos y observarnos, mirarnos unos a otros y hacerlo de verdad; observar nuestro pelo, nuestras narices gordas o flaquitas, las manchas de la piel, nuestras arrugas, las venas que se deslizan por los brazos, nuestras piernas y torsos, tomar conciencia de que somos humanos, todos únicos y todos iguales, al mismo tiempo.
Valorar lo que somos, aceptando lo que somos; seres vulnerables y de increíble capacidad creativa, explorando un lienzo con infinitas posibilidades. Y ver que eso se extiende a cada personita que habita este lugar, sin importar lo que haga, lo que sienta o lo que esté atravesando. Siento que es crucial entender que aunque queramos buscar mil excusas para dividirnos, estamos en esto juntos, nos guste o no.
Yo creo en nosotros, creo que podemos crear un mundo que se base en el cariño y en un profundo sentido de unidad, en el que podamos expresarnos de manera libre y sincera, un mundo que no busque ser perfecto y que tampoco lo exija. Un mundo en el que todos tengamos derecho a tropezar y no sentir vergüenza por ello.
Y sí, en Bolivia hay pobreza, corrupción y sufrimiento, como en todo el mundo. No se trata de cerrar los ojos a lo que no nos gusta, ignorar lo que nos desagrada o inyectarnos apatía para que nos deje de importar.
No pretendo dar consejos ni decir a nadie lo que tiene que hacer. Tampoco se me ocurren soluciones o planes estructurados para mejorar las cosas.
Lo único que tengo claro es que esta tierra vale la pena. Vale la pena escurrirla entre tus dedos y darle gracias. Vale la pena darle todo mi amor y dedicación a este mundo y a cada persona con la que me encuentre. Valen la pena todos los seres que habitan este planeta, en todas sus formas, tamaños y colores.

Acabo de observar que tal vez resulte confuso saber cuándo me refiero a Bolivia y cuando estoy hablando del planeta cuando uso la palabra “tierra”, pero es que siento que en realidad son lo mismo.
La idea de este texto surgió queriendo hablar de Bolivia y con la intención de hacer que la valoremos más, que veamos que su gente, su cultura y todo cuanto contiene vale la pena y merece ser reconocida como algo valioso. Pero, a medida que escribía, me di cuenta de que también necesitaba hablar acerca de la importancia de valorarnos a nosotros mismos y a toda la vida en general. Me di cuenta de que uno no se puede centrar en una sola porción de tierra y en solo una parte de la población.
Quería expresar en este texto cuánto me importa la tierra en la que nací, pero la verdad es que al expresar cariño hacia este lugar, me vinieron también cálidos latidos con aroma a España y a las personas con las que he podido compartir mi vida por la península ibérica. Y tampoco puedo olvidarme de Estados Unidos y sus bosques y la casa del río en Ohio.
Es como que quería hacer que Bolivia sea más importante que los demás, darle un lugar privilegiado en mi corazón, pero siendo sincero, no puedo. No puedo querer más un pedazo de tierra que otro. No sé, creo que el amor tiene eso, que es imposible dirigirlo a un punto en concreto. El amor brota y se esparce y llega, impregnándolo todo, calando hondo, haciéndote cosquillas, dándote ganas de reír y derramar lágrimas al mismo tiempo.

En fin, que con este texto tan solo quiero decirle a todo el mundo que valoremos el lugar en el que estamos, cualquiera que sea. Que abramos los ojos y que los cerremos cuando haga falta, que no tacañeemos abrazos y que no escondamos lo que somos, ni de dónde venimos.


martes, 11 de julio de 2017

3 Días. 3 Continentes

Son las 7 de la mañana en Sao Paulo, mi última parada antes de llegar a Bolivia (si es que llego).

Capítulo 1: Valencia
Cada día había cosas que hacía por última vez. La última comida en nuestro apartamento, la última vez que bajaba los cinco pisos, la última vez que recorría el río o que pedaleaba en bici.
En Valencia, hace seis meses, me convertí en profesor y ha sido una experiencia trepidante, llena de emociones, desafíos, inseguridades, alegrías, cansancio, energía, gritos, consejos y planificación de actividades. Me siento en paz conmigo mismo después de haber terminado el curso. Este año pude comprobar algo que ya sabía, y es que cuando algo te apasiona, le echas ganas y te despojas de excusas.
Había días que estaba durmiendo la siesta y cuando sonaba el despertador, lo que menos me apetecía era realizar una travesía para estar con unos chiquillos que no quieren estar en un aula a las 5 de la tarde. En la universidad, cuando la desmotivación acechaba, yo me entregaba a ella, y ni siquiera había conflicto o duda cuando sonaba el despertador; lo apagaría y seguiría durmiendo.
¿Cuál es el cambio? A veces, por sonar como un héroe, les decía a los demás que en esta ocasión no se trataba solo de mí, que esta vez había personitas que contaban conmigo. Pero eso es una mentira cochina. Estoy seguro que la mayoría de mis alumnos hubieran celebrado a lo grande si yo faltaba a clase. No lo hacía por los demás, lo hacía por mí. Apagaba el despertador, me cambiaba y si todavía me notaba aturdido, me comía un cuadradito de chocolate negro, pero iba. Era como una especie de compromiso conmigo mismo, y siempre, en cada trayecto a clase, me preguntaba: ¿Dónde te gustaría estar en este momento?
La respuesta era siempre la misma: Aquí. Si pudiera elegir hacer cualquier cosa y estar en cualquier sitio, sería aquí y haría esto mismo, ir a dar clases.
Siento que en la clase me transformo. Me siento con confianza, mis hombros se echan para atrás, camino con soltura y mis manos parece que bailen al son de mis palabras. No sé con exactitud por qué me gusta ser profesor, pero lo disfruto de verdad. De eso sí que estoy seguro, porque no solo disfruto los grandes momentos, esos en los que sientes que estás compartiendo conocimientos, en los que los chicos son creativos y colaboran entre ellos y una energía de entusiasmo llena el ambiente; sino que también he aprendido a disfrutar de las expectativas frustradas, del desinterés,  las provocaciones, los intentos de chantaje, las ganas de hacer pipí y hasta mis propios errores. Estos últimos son abundantes y aun así, difíciles de digerir. Dar clases me está ayudando a exponer en una bandeja mis fallos e imperfecciones, y así, dejándolos a la vista, empezar a darme cuenta de que tal vez no haga falta llamarlos fallos e imperfecciones. Sino tal vez, aspectos de mí mismo a los que suelo tener rechazo, pero parte de mí al fin y al cabo.

Capítulo 2: Casablanca
Vuelo de dos horas y escala de 24 antes de partir hacia Sao Paulo. Y todo ese tiempo da para muchas reflexiones. Al dejar Valencia y emprender este viaje, brotaba una vez más la pregunta de qué vendría después.
Cuando el avión despegó,  mi cabeza recorrió en imágenes los meses pasados y me sentí tranquilo, tanto por las clases, como por el tiempo compartido con las personas de la ciudad del Turia. Me sentía pleno, cargado de abrazos y deseos de buena suerte. Sin embargo, al mirar hacia adelante, ya no había tanta tranquilidad, sino más bien incertidumbre.
Lo bueno de los aeropuertos es que mi cabeza se centra en lo que se tiene que centrar y nada más. Palpo mis bolsillos con frecuencia para asegurarme que todo está en su sitio, controlo el tiempo que queda para embarcar y me aseguro de que mi botella esté cargada de agua.
Por eso, no fue hasta llegar a mi hotel cuando las divagaciones acerca del futuro volvieron a asaltarme. Y sí, reservé un hotel en las afueras de Casablanca, uno con piscina, jardines con rosas, cama grande, aire acondicionado y un cachorrito que no paraba de morder los tobillos. Me costó 56 euros y me sentía muy avergonzado de haber tomado una decisión así. Me sentía culpable y sentía que aquella decisión no encajaba con mi perfil humilde y ahorrativo. Pero bueno, la verdad es que quería descansar bien, tener mi propia habitación y nadar en la piscina.
Como decía antes, en el hotel me volvieron las divagaciones. Estaba en mi hotel con piscina y jardines y no podía disfrutarlos del todo porque mi cabeza estaba anclada en el futuro, ya no solo en lo que haría, sino en el sentido de lo que haría. ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene estar aquí?
Entonces vi unos pajarillos agruparse en una esquina de la piscina y tomar sorbitos al tiempo que cantaban con alegría mañanera. Y en ese momento volví, volví a ese instante y a la vida y me di cuenta, maravillado, de dónde estaba. En Marruecos, donde hace dos años trepé una montaña y casi muero congelado, donde vi estrellas fugaces surcar dunas y donde me enamoré de Colleen.
Sin motivo alguno, recordé un atardecer en la playa, hace poco, jugando a las palas con Berni y los otros lorzombawers. Yo corría y me tiraba por la arena, me estiraba y me lanzaba con total determinación incluso a las pelotas que sabía que no podía llegar.
Ese es el sentido de la vida, sentía dentro de mí, lanzarte con todo tu ser incluso allí donde no puedes llegar, porque habrá un momento en el que llegarás… o no. Llegar en realidad no importa, sino lanzarte, con todo tu corazón, pulmones y tripas. Siempre queremos buscar el sentido al final, o con la excitación previa, que no tiene nada de malo. A mí todavía me alegra el alma recordar el título de los Spurs en 2014, o volver a Cuevas el año pasado. También me emociona ver a mis hermanos y a mi mamá en unas horas, pero ahora estoy aquí, en el aeropuerto de Sao Paulo, escribiendo y con muchas ganas de hacer pipí.

Capítulo 3: Sao Paulo
Estoy al lado de la puerta 246, acabo de llenar por tercera vez mi botella y estoy listo para el abordaje. Llegué ayer a este sitio estando carcomido por dentro y derruido por fuera. Así, me tiré al suelo abrazado a mis mochilas y me quedé dormido. Me levanté una hora después y volví a dormir una hora más, repitiéndose ese mismo proceso hasta tres veces. Aquí la piel va del rosa pálido al negro, pasando por un gran número de tonalidades marrones, el mestizaje característico de Latinoamérica, o mejor dicho, de la humanidad. Solo he pisado baldosas de aeropuerto en Brasil, pero ya siento gran cariño y conexión a esta cultura y este idioma cantarín.
Este viaje me ha machacado, pero también ha revitalizado una llama de hermandad en mis adentros. Ver tanta gente, tan distinta, tantos ropajes y expresiones, y al mismo tiempo, todas personas, todos con cabezas complicadas que juegan malas pasadas, pero todos con el potencial de ser ellos mismos y lanzarse con todo su ser a por esa pelota imposible en la playa.
En esta gran familia humana, ya no busco perfección. Esta familia nuestra tan solo necesita una sólida base de cariño y confianza mutua, y a partir de ahí ir aprendiendo, de a poquito, como los cachorritos torpes y vulnerables que somos.



P.D.: Ya llegué a Bolivia.