viernes, 27 de febrero de 2015

Despierta a la Verdad

Basta ya de seguir tragando mierda, en serio. Ya me cansé de ser parte de una historia podrida por dentro.
Vivimos en la mentira, lo sabemos y lo aguantamos. No solo lo aguantamos, sino que lo justificamos. Buscamos excusas para seguir sufriendo, para que nuestros días transcurran con la misma intrascendencia. Porque nada tiene sentido mientras estés en la mentira.
No importa las veces que intentes justificar la desigualdad del mundo en el que vives. No es un mundo justo y punto. No hay más vueltas que darle, no hay por qué gastar más saliva explicándolo.
Por eso, ya no hay cabida para los cambios a medias. Hemos visto el sinsentido de la ignorancia, hemos esculpido la historia con sangre y banderas de conquista. Hemos creado una cadena trófica de personas en la que todos buscan un eslabón más débil del que aprovecharse. Hemos caído presos del entretenimiento y nos hemos identificado con los ceros a la derecha de la unidad en una cuenta bancaria. Hemos vendido y dividido la tierra, la hemos explotado, hemos extraído sus frutos y hemos comerciado con ellos. Hemos traficado con oro, con armas y vidas. Y todo esto, ¿A qué nos ha llevado?
Hemos probado todo para hacer que el sistema funcione y a pesar de eso, lo único que hemos conseguido es que la película se repita una y otra vez. Ha llegado la hora de ver más allá de la pantalla; dejar de interpretar personajes, romper en tiras el guion, sacarle la lengua a los falsos directores da la vida y empezar a andar.
Andemos, caminemos, con los brazos extendidos, con música en la garganta y nubes atravesando las pupilas. Sonriamos con el alma y abracemos la libertad.
No hay más grilletes que los que tú dejaste que te pongan. El imperio del miedo tan solo te afecta si te meas en los pantalones al mirar sus ojos apagados. Porque ese imperio corrupto no tiene vida alguna. Ese monstruo te necesita para perpetuar su ilusión de poder. Nadie puede quebrantar aquello que es eterno. Ningún falso rey puede tenerte atado a su yugo.
Y cuando sales de aquel teatro decadente, cuando te atreves a despojar de máscaras a la mentira, ya no hay vuelta atrás.
¿Y si miramos más allá? Más allá del sistema, de nuestras creencias y de aquello que percibimos como realidad.
Hasta ahora, hemos aplicado con severa fidelidad el refrán que nos recuerda que más vale malo conocido que bueno por conocer.
Destripemos esta frase, letra por letra; ya que define a la perfección lo que se está dando en la sociedad. Preferimos alimentar un sistema que nos destruye porque le tenemos más miedo a lo desconocido que al látigo que se incrusta en la espalda. Y sin embargo, eso que calificamos como desconocido y misterioso, es nuestra auténtica esencia.
Ahora observa cuanto pavor genera ese “desconocido”. Cada vez que das un paso que te aleja de lo establecido el mayor  crítico eres tú mismo. Tú te has convertido en el mejor peón del sistema, porque has interiorizado cada una de sus leyes. Has aceptado que eres un nombre, una raza, que formas parte de una cultura, que has nacido en un país, que desempeñas un rol que debes cumplir.
También, por supuesto, puede que te hayan intentado vender el cuento de que puedes soñar y que el éxito está al alcance de todos. Pero la mayoría de las veces que he escuchado hablar de un sueño, se partía de la primicia de que era tan solo un sueño. Así, cuando observamos la injusticia del mundo que nos rodea; en vez de hacer algo al respecto, decimos que soñamos con un mundo mejor, siempre desde una visión utópica. Porque en realidad no creemos que eso sea posible, pero necesitamos ver algo de luz en la penumbra que se cierne sobre nosotros. Sin embargo, mientras formes parte del juego, esa luz tan solo será eso, un sueño.
Y en cuanto al éxito ¿Qué es?
 Habrá todavía algunos que se consideren exitosos por acumular unos cuantos trastos materiales. Pero tras la barrera de los bienes físicos, hay todavía muchísima ignorancia acerca de lo que significa tener éxito. Muchos lo asocian a hacer algo “relevante” en la vida, sin embargo, el simple hecho de vivir es relevante.
Otros dicen que el éxito es encontrar “algo” que te apasione, pero cuando vives de verdad, no hay “algo” que te apasione; cada momento, indistintamente de lo que hagas es un espectáculo de pasión.
Y finalmente está la definición más altruista, en la que creemos que el éxito significa hacer algo por los demás. Pero la esencia de la vida no distingue entre los demás y yo. Porque cuando conectas con tu auténtica naturaleza no haces nada por nadie, tan solo lo haces, porque así te brota del interior. Y una vez más, las flores me ofrecen un gran ejemplo de lo que quiero explicar. ¿Acaso ellas enseñan sus pétalos por alguien? El verdadero amor no busca ayudar ni hacer nada por nadie.
Así pues, todo en el sistema está podrido, TODO. No hay que seguirle buscando la quinta pata a un gato cojo. La belleza no tiene cabida en el sistema, la belleza se escapa a sus leyes asfixiantes; y cuando tú aceptas que eres la belleza, cuando empiezas a danzar de la mano de lo auténtico y miras a los ojos a la verdad, no hay mentira que pueda mancharte.
Hasta ahora hemos creído que la mentira puede luchar contra la verdad. Nos hemos tragado la historia de que la mentira puede hacer sangrar a la verdad. Pero la realidad es que la verdad no tiene rivales, porque no participa en ninguna batalla. No hay guerreros en el bando de la verdad, porque la verdad no representa a ningún bando. La verdad es lo único que existe, la única fuerza creadora de la vida. La mentira es tan solo la verdad extraviada, que se ha olvidado de su naturaleza eterna. No hay maldad alguna, tan solo ignorancia.
Por eso, de nada sirve culpar al inconsciente de su ignorancia. Mas tampoco es de utilidad justificar sus acciones y disfrazar de corderos a los vampiros. No hace falta decir mentiras acerca de un mentiroso.
La verdad está esperando que la escuchemos, y si prestamos atención la sentiremos latir por dentro. Porque la verdad no la tiene ningún dios de barbas largas. La verdad está aquí y ahora; no hay necesidad de emprender una larga y tortuosa travesía en su búsqueda.
Tan solo hay que despertar.


miércoles, 25 de febrero de 2015

Date una oportunidad a ti mismo

Durante toda mi vida creí que carecía de cualquier habilidad para jugar al fútbol.
Cuando apuntaba a la portería, daba igual lo mucho que me concentrara, el balón siempre acababa sobre algún tejado o enganchado entre las ramas más altas de un árbol. Mis pies apenas alcanzaban a coordinarse para darle dos toques seguidos a la pelota sin que cayera al suelo.
De aquel modo, yo acepté que el fútbol no me gustaba por mi escaso talento para practicarlo. Al fin y al cabo, ¿Cómo iba a disfrutar de algo que no sé hacer?
Así pasaron los años y siempre que tocaba ir a la cancha de cemento algún fin de semana, yo partía hacia el campo con la cabeza gacha, aceptando mi rol de inferioridad de cara al resto. ¡Y eso que mis rivales eran amigos de la adolescencia!
Algunas veces me divertí con el balón entre los pies, pero fue cuando aprendí a reírme de mi propia torpeza. En cambio, todos los demás siempre gozaron a carcajada suelta cada patada que daba, cada intento de cabezazo fallido y cada disparo errado.
Hasta que hace pocos días, en una conversación sobre deportes, en un momento determinado, confesé ser un patoso jugando al fútbol. No había motivo para hacerlo, ninguno de los presentes me había visto jugar antes, ninguno tenía la menor idea de mis habilidades atléticas y técnicas, pero aun así, yo sentí la necesidad de colgarme aquella etiqueta.
Al acabar la conversación yo todavía no entendía por qué había dicho lo que dije. Por qué me seguía aferrando a esa definición que había creado tantos años atrás. Además, pensé, había llovido mucho desde la última vez que me vi con un balón en los pies. ¿Y si ya no era tan patético? ¿Y si por algún milagro de la vida mis habilidades se habían desarrollado sin darme cuenta?
En ese momento estaba en el baño despojándome de las lentejas del medio día, riéndome por aquellos disparatados razonamientos. ¡Qué locura! La habilidad es una consecuencia de la práctica, no es algo que ocurra por azar.
Me levanté del váter, apreté el botón para vaciar el agua y me quedé allí, con los pantalones bajados, con la vista clavada en una esquina. ¡Había un balón de fútbol!
Llevaba casi un mes en aquella casa y había cagado muchas veces en ese baño; y sin embargo, nunca había visto el balón hasta ese día.
Supongo que tampoco fue casualidad que esa misma mañana, mientras corría por un sitio desconocido de la ciudad, me topé con un campo de fútbol espectacular. El cemento lucía un color arcilloso y las porterías incluso tenían redes.
Fue entonces cuando acepté la oportunidad que me daba la vida. Cogí el balón del baño, lo guardé en mi mochila y al día siguiente fui corriendo hasta la canchita.
Estaba solo. El sol jugaba al escondite con las nubes y un viento frío azotaba mis mejillas. Al principio, a pesar de no haber gente para juzgarme, estaba yo. Y yo me juzgaba por todos.
Mi cabeza no paraba de repetir a modo de mantra: “Eres malo” “Apestas” “Esto no es lo tuyo”.
Y claro, con ese martilleo en la mente, cuando apunté las primeras veces a la portería ocurrió lo de siempre y el balón se iba desviado varios metros una y otra vez.
Entonces, cuando estaba a punto de aceptar mi condición de torpe una vez más, ocurrió algo increíble:
Decidí darme la oportunidad de disfrutar de aquel instante. No importaban todos los tiros errados a lo largo de los años, no importaban los tropiezos, las burlas de los demás. Tan solo existían mis piernas peludas y el balón juguetón entre mis zapatillas.
Daba igual que fuera bueno o malo, al fin y al cabo, ¿Qué significa ser bueno?
En vez de eso, me limité a disfrutar del juego. Porque eso era lo único que quería hacer.
Y empecé a correr a toda velocidad a lo largo del campo, adelantando el balón y moviéndome como una centella tras él. Luego pisaba la pelota, hacía ochos con mis piernas, deslizaba mis brazos como alas y sentía que ese trozo de goma y cuero era parte de mi cuerpo. ¡Cuánta diversión!
Luego levanté el balón del suelo y empecé a dar toques en el aire. No era muy difícil batir mi record previo de dos toques, pero superar una cifra muerta no era mi objetivo. Yo tan solo estaba creando belleza; daba igual que fuera con movimientos armónicos o descoordinados, ya que en realidad la diferencia tan solo se encuentra en la percepción.
Primero di toques con las puntas de los pies, hasta que –sin querer –el balón se elevó más de lo esperado. Y de manera instintiva levanté una rodilla para recibirlo, y cuando volvió a salir despedido aterrizó sobre la otra pierna. Luego incluso atiné para darle un toque con la frente y volver a controlarlo con los pies. Cuando por fin la pelota cayó al suelo yo estaba atónito, incapaz de comprender lo que acababa de ocurrir.
Y seguí probando, creando, sudando y disfrutando, hasta que, mientras me movía por la cancha me di cuenta de que estaba en el medio del campo. Levanté la vista hacia la portería y observé la considerable distancia que me separaba de ella… “¿Y si…?”
No me hizo falta terminar la frase ni plantearme nada más. Cerré los ojos, tomé impulso y chuté el balón con el empeine, dejando estirada la pierna tras el lanzamiento. El tiempo se ralentizó y observé cómo la pelota se elevaba cada vez más. Y de repente, empezó a bajar.
-No puede ser…  ¡¡Va a entrar!!–me dio tiempo a decir en voz alta.
Con un efecto pronunciado y una curvatura deliciosa el balón se coló por toda la escuadra derecha, hundiéndose en el fondo de la red.
Y yo me llevé los brazos a la cabeza y luego empecé a saltar y dar vueltas y gritar, absolutamente eufórico.
Pero lo más increíble de todo, fue que aquel día de reencuentro con el fútbol, la alegría estuvo presente en cada acción. Porque ese día, fallé muchos más tiros de los que metí; el balón se me escapó en incontables ocasiones e incluso me caí en una de ellas. Pero por primera vez en mi vida, me permití experimentar todo aquello sin juicio alguno.  Ya que para la felicidad no hay diferencia entre el balón que se queda entre las redes y el que acaba entre los arbustos.
Y por supuesto, todo esto no es nada más que una metáfora de la propia vida.
¿Cuántas veces nos negamos la oportunidad de experimentar algo por aferrarnos a definiciones pasadas o expectativas futuras?
Así diluimos nuestros días. Recordándonos constantemente nuestras capacidades y carencias. Encerrados en las creencias de lo que somos capaces de hacer y de lo que no, cercando nuestro mundo y posibilidades; dejando que los juicios de los demás (y los propios) condicionen nuestra realidad.
Y a pesar de todo, tan solo importa una capacidad, –una que todos tenemos –y es la de gozar de cada instante, de abrazarlo como algo mágico y sentirlo con la máxima intensidad.
Cuando se vive de ese modo, cuando el fracaso no te importa y el éxito te es indiferente, tus acciones tienen el frescor de una lechuga recién lavada y la espontaneidad de una criatura que empieza a vivir. Porque un acto de autenticidad no es más que eso, algo continuamente fresco y espontáneo.
Y tal vez, solo si te das la oportunidad de experimentarlo, puedas marcar unos cuantos golazos por toda la escuadra.


martes, 24 de febrero de 2015

Extraño ser yo

Extraño desperdiciar mis tardes con los ojos aturdidos por una pantalla de 42 pulgadas. Extraño los fines de semana y los calendarios. Extraño los entretenimientos que ofrece la ciudad para nublar los sentidos. Extraño estar con alguien que sea de mi propiedad. Extraño bromear sobre temas banales y que mi lengua se exprese con insensatez. Extraño criticar sin darme cuenta de mis juicios. Extraño ser yo.
Vivía encerrado entre ladrillos mentales, cohesionados mediante reglas que rigen un universo limitado. Allí se diluía mi existencia, estrellando mis nudillos contra las paredes, pintando cuadros de frustración constante con mi sangre. En ese refugio crecí y aprendí, caí, me levanté y volví a tropezar. Lloré de desesperación y la soledad sacudió mis huesos como frío húmedo.
No importaba cuanto corriera, daba igual que mis pies criaran ampollas de tanto huir, esa cárcel de bloques anaranjados me perseguía con más ahínco que mi sombra.
En algunos momentos, tal vez por los golpes de mis puños magullados, o quizás por el poder oxidante de mis llantos, resquicios del muro parecían derruirse. Y entonces atisbaba el frescor de la libertad, la calidez del amor, abrazándome con el calor de mil estrellas. Pero eran solo destellos, tan solo fragmentos de brillantez en un mundo que me invitaba a arrancarme la piel a trozos. Y con cada huequecito que se abría entre el ladrillo, más consciente era del sufrimiento que corrompía mis entrañas. La luz que se filtraba entre la oscuridad hacía mi miseria más palpable, mis intentos de huir más absurdos y mis gritos más sordos.
Hasta que apareció ella. Ella, que en realidad fui yo. Ella, la que atravesó el sufrimiento sin esfuerzo, con la que vi el amanecer de una nueva era, con la que me fundí sobre arena dorada. Ella, era todo; porque era auténtica. Su corazón hacía temblar a mis pulmones, su respiración refrescaba mi alma, su mirada reflejaba un mundo diferente, donde infinitas posibilidades se diluían en cada pestañeo. Ella era tan real, que hasta parecía una ilusión. Y así, después de regalarnos el amor de una vida en 25 suspiros, se fue.
Pero cuando algo así te ocurre, cuando has abierto la ventana que transforma la nieve en gotas frescas de creatividad, cuando has contemplado la mirada de alguien hasta traspasar el cristal de las pupilas y has experimentado la luz de mil atardeceres condensados en una sonrisa… Cuando eso te ocurre, no quieres que se te vaya.
Y el corazón sigue latiendo, y la celda de ladrillos pesa, al igual que los párpados, cada vez que se abren y no tienen su rostro como primera imagen del día. Porque despertar sin ella es un amanecer sin sol.
Y así, aquello que era inmenso se reduce hasta convertirse en un ovillo tejido con lana de recuerdos. Recuerdos que se atoran en la garganta, recuerdos que antes respiraban y ahora asfixian. Porque la sombra de la libertad pesa más que una vida de esclavitud.
Hasta que te das cuenta de que aquello que fue, lo sigue siendo y que si no sientes que está, es porque lo estás buscando. Pero ¿Cómo mirar algo que se reproduce en tus ojos y se esconde del cristal de los espejos? ¿Cómo ir en busca de tu propio corazón?
Porque ella, tan solo soy yo dándome la oportunidad de vivir. Ella es la forma que eligió el amor para abrazarse a mi alma. Un alma que es tan  mía como suya, un alma que nunca estuvo conmigo en esa celda de ladrillos; ya que ella siempre fue ella, y ella tan solo era yo.
Pero si yo soy ella, no la necesito aquí conmigo, acariciando mis cabellos y diciéndome que todo saldrá bien. Si yo soy ella, no hay por qué buscar abrigo en otra piel, ni consuelo de otros labios.
Y así, sufro. Porque la celda de antaño, esa sin orificios para dejarme aspirar aire puro ahora tiene una ventana que sacude cada uno de mis poros. Y la luz que se cuela ilumina hasta las telarañas más añejas. Ya no tiene sentido vivir más en esta celda.
Pero esta celda es lo único que tengo. Aquí estoy yo y todas mis insignificantes creaciones; fuera, está el abrumador infinito que supuestamente soy. Aquí, sin embargo, entre los ladrillos está ella, y detrás de esa ventana, el amor que hizo temblar hasta nuestras pestañas. Pero sus pestañas están aquí. Todo está aquí y yo ya no sé ni dónde estoy.
Me reprocho permanecer por voluntad propia en la prisión de la que siempre quise huir. Y me asomo a la ventana, y la busco entre la nada; pero ella nunca estará allí. O sí, pero para eso, tengo que salir yo primero.
Entrar o salir, esperarla hasta morir, o lanzarme a vivir. Estoy medio fuera y medio dentro. No sé si avanzo o retrocedo, no sé si ella se acerca o si un continente de polvo nos condena a la distancia.
Ya no me quedan fuerzas para luchar, y la batalla ha perdido sentido. Ya no queda más carne en mis nudillos para estrellar contra muros ásperos. Las cuerdas de mi voz se desgarraron y hasta el eco de mis latidos se ha difuminado en el silencio.
Me cuesta perdonarme, porque me es difícil arrepentirme de mis actos, por muy vacíos que estuvieran.
Extraño lo que era y lo repudio al mismo tiempo. Me rechazo y me añoro, porque ya no sé quién soy. Y tal vez ni siquiera me importe.
Cuando la vida ya no importa, la muerte abre camino y contemplarla no se hace doloroso. Ya no hay impulsos que me muevan la sangre. La condena perpetua se antoja más larga que un último suspiro. Tal vez lo que creía como una llama inagotable tan solo era una vela, y la cera se consume de manera tan inevitable como el cuerpo.
¿O soy el fuego? El fuego que brota de la tierra y que danza con la lluvia.
¿Cómo es posible que la ventana hacia la verdad haya transformado mi rostro en una máscara pesarosa?
Si no hay amor, nada tiene sentido. Cada acto privado de amor es una puñalada al alma, una arruga en el corazón.
Y lo que no puedo aceptar todavía es  amarlo todo. No solo a Ella. Porque solo quiero amarla a ella, solo quiero soñar con ella, escribir para ella, inspirarme en ella y encontrarme con ella. Pero haciendo eso, ni la amo a ella ni amo a nadie.
Y por amar, incluso he de amar a mi ignorancia, esa que me impulsa a corromper el espíritu. Abrazar incluso al miedo que me aleja de lo único que existe. Abrazar eso que extraño y que nunca he sido.
Si no hay amor, nada tiene sentido. Mejor muerte. En serio, muérete.
O si quieres vivir, Ama. Yo te amo. De verdad. Gracias. Gracias. Te amo. Gracias. Sé feliz.


martes, 17 de febrero de 2015

El propósito de la Vida

Hasta los quince años no contemplaba un futuro que estuviera alejado de una cancha de baloncesto. A partir de entonces, la psicología ocupó ese lugar.
Cuando tuve mi primer romance las cosas se complicaron un poquito y descubrí el placer de mirar hacia adelante con alguien de la mano.
Entonces el significado de la vida se fue haciendo más complicado. Ya no se trataba solo de llegar a algún sitio con un título bajo el brazo; también estaba el factor humano y las personas que te acompañarían hasta ese destino.
Posteriormente, a medida que empecé a abrir los ojos; otro objetivo se hizo un hueco importante en mi lista: ayudar a los demás. Veía tanta desigualdad e injusticia en lo que me rodeaba que sentía una responsabilidad moral por revertir esa situación.
Y lo último en llegar, fue la búsqueda personal; esa profunda inquietud por averiguar quién eres en realidad.
Llegados a este punto es propicio hacer un resumen de lo que yo creía mi propósito existencial: Teníamos la profesión, la búsqueda de una compañera para el viaje, un círculo social con el que identificarme, una causa moral en la que involucrarme y el descubrimiento personal.
Hasta aquí todo tiene sentido y encaja más o menos con lo llamado común y corriente en un chico de mi edad.
Pero ahora el propósito de mi existencia se ha simplificado de manera drástica. Ahora mi vida consiste tan solo en respirar hondo y tener el valor suficiente para soltarme de todo aquello que antes buscaba. Es como estar al borde de un acantilado y saber que tarde o temprano tendrás que dar el salto hacia lo desconocido.
Me cuesta reconocerlo, incluso ante mí mismo, porque todavía tengo miedo a saltar y aún sigo aferrándome con fuerza a algunos de mis principios básicos. Pero ya estoy cerca del borde del abismo y noto la ingravidez que amenaza a mi siguiente paso.
Ya no me preocupa encontrar un oficio que me apasione y del que pueda obtener algún beneficio, porque la pasión no conoce los negocios. Ya renuncié al título de psicólogo y hace poco me quitado el de futuro escritor. Ya no soy jugador de baloncesto, corredor, o payaso. Aunque todavía es difícil quitarme la etiqueta de persona enérgica y alegre, porque de algún modo sigo creyendo que la energía y la felicidad son algo atado a mi propiedad intelectual.
En cuanto al amor. ¿Qué puedo decir? Ya no busco una chica para colgarle la etiqueta de novia y peor aún; decir que es MI novia. Porque ya no siento que tenga nada, y mucho menos a una persona. Sin embargo, hay alguien con quien sueño de manera constante, alguien que inspira suspiros y extrae versos de mis latidos. Es tentador intentar apropiarte de algo tan bello, pero qué sentido tiene ponerle correa a un león salvaje, ¿Para qué atar de la pata a una golondrina? Mejor dejar que el león ruja y ronronee a sus anchas por la sabana y antes que bajar a la golondrina a tierra, ¿Por qué no volar junto a ella? O mejor dicho, simplemente volar.
Con los llamados seres queridos ha ocurrido lo mismo. Antes distinguía entre familiares, mejor amigo, buenos amigos, amigos y conocidos. ¡Qué complicado! Por eso, ahora no tengo amigos. Porque caminando por la calle, veo una viejecita dando reposo a sus piernas apoyada en su bastón y ya siento que la quiero. Me siento como un perrito callejero que bate la cola a todo el mundo, sin lealtad ni preferencias. Y así, durante las últimas dos semanas, he abrazado a desconocidos con más intención que a mis mejores amigos.
Al principio me era extraño. ¿Cómo iba a querer igual a alguien que acabo de conocer que a mi propio padre? Desde siempre me habían enseñado a repartir amor solo a algunas personas. Pero, ¿Qué hay del resto? Y no solo personas, ¿Qué pasa con los pajarillos de los parques? ¿Por qué no amar a las hormigas? ¿Y a las palmeras? ¿Y qué me dices del sol y la luna?
Al fin y al cabo, ¿Cómo puedes decir que amas a tu madre y que odias a tu suegra? ¿De verdad pueden unos ojos albergar cariño ante un hijo y desprecio ante un mendigo harapiento? El amor auténtico no tiene contradicciones, ni tampoco es una moneda de dos caras.
El siguiente punto es la labor solidaria que antes pretendía. Para empezar este apartado, quisiera decir que –desde mi propia experiencia –nunca logré ayudar a nadie. Se dieron distintas situaciones cuando me las di de buen samaritano: A veces, yo sufría junto con la supuesta víctima y así escuché relatos de sufrimiento desgarrador que nada podía hacer yo para aliviar. En otras ocasiones, sí que pude hacer algo, pero si la persona cambió de actitud y dio un paso hacia adelante, fue por sí misma, no por mis consejos o mi ayuda.
De esa manera, descubrí la facilidad que tenía para colgarme medallas que no me pertenecían. Pero mi hallazgo más importante fue ver que cuando dejé de esforzarme por mejorar la situación de los demás y me limité a ser feliz y manifestarlo abiertamente; los rostros de los que me rodeaban parecían iluminarse con mi simple presencia. Sin embargo, cuando dejas de identificarte con la alegría y aceptas que eres la alegría misma, ¿Cómo otorgarte el mérito de alegrar a los demás? Es como si los árboles presumieran del oxígeno que producen, como si la lluvia se sintiera orgullosa de dar vida a la tierra. Del mismo modo, la alegría tan solo sabe contagiarse y esparcirse en los labios que estén dispuestos a sonreír.
Y por último, llegamos al más escabroso tema de la lista; la búsqueda personal.
A ver cómo lo digo, sin hacerlo demasiado simple… Dicho en cinco palabras: No hay nada que buscar.
En cuanto buscas algo, ya te estás alejando de tu esencia. En el buscar viene implícito el deseo de encontrar y éste surge cuando crees que algo falta, cuando tu alma se sabe incompleta o perdida.  Y el alma, aunque no sepa por donde va, nunca está perdida.
En los cuentos, los tesoros siempre son un cofre rebosante de oro. Y el que busca el tesoro es porque quiere quedárselo. Sin embargo, el camino hasta tu esencia no consiste en salir en busca de aventuras y luchar contra piratas con parches en los ojos. No, el camino hacia la verdad consiste en desprenderte del metal reluciente, quitarte la ropa, barrerte los prejuicios, liberarte de identidades, despreocuparte del futuro, olvidarte del pasado y respirar el instante; porque este momento es lo único que existe. Todo está ocurriendo en este segundo que se renueva de manera constante y lo único que hay que hacer es saltar al vacío.
Así que aquí estoy, mirando a los ojos infinitos de la nada, acercándome al precipicio, sin prisas, porque el camino hacia la verdad no requiere esfuerzo alguno; disfrutando del momentáneo terreno firme, –que de estable no tiene nada – con la certeza de que tarde o temprano, me despojaré de las limitaciones que he creado, abrazaré la inmensidad que siempre he sido, despegaré los pies del suelo y daré el salto hacia lo desconocido.

 

lunes, 16 de febrero de 2015

Una lección sobre el amor

Escribo esto como recordatorio a mí mismo, aunque sé que cuando sienta de verdad lo que voy a decir a continuación, no necesitaré recordarlo.
El amor no se divide en distintas clases. No hay amores de pareja, amores de madre ni amor en la amistad; tan solo hay Amor.
Cuando amas de verdad, no hay personas especiales, no hay seres queridos. No llamas “mi amor” a una sola persona, sino que sientes eso mismo ante la vida misma. Cuando amas, te da igual toparte con la mirada de una chica de ojos castaños, o admirar las pestañas de un caballo. Sientes lo mismo por la madre que te parió que por el árbol escogido como meadero por los perros.
El amor no empieza, ni se termina. El amor siempre está; lo único que puedes hacer es destaparlo y solo lo experimentas cuando te descorchas del todo. No puedes dejar de querer a alguien, porque entonces es que nunca has amado a ese ser.
El amor no espera recompensas de ninguna clase, no necesita ser correspondido. El amor no conoce distancias, ni tampoco espera regresos. El amor se manifiesta con toda la fuerza del mundo o no lo hace.
El amor no busca llenar huecos, porque no los tiene. El amor no se pide ni se habla; tan solo se siente.
El amor no te pertenece, ni a ti ni a nadie; porque el amor es una fuerza impersonal, tan impersonal que es la energía que compone nuestra esencia.
El amor no se apega a nada y no extraña a nadie; porque a lo infinito no le puede faltar nada. Y sin embargo, el amor nunca ha sido indiferente, pues está en todo; incluso en la confusión de nuestros corazones; llega hasta los recovecos más profundos, allí donde se alojan las dudas y los miedos, allí donde se pierde la esperanza y se reproduce la melancolía; incluso hasta esos rincones llega el amor, de la única manera que sabe hacerlo: incondicionalmente.
El amor no pide abrazos, tan solo los da, a todo aquel que se deje abrazar.
Y a pesar de navegar por la luz y la oscuridad, el amor no desespera ante la negrura de la noche, ni tampoco espera al amanecer para brillar. Porque puede que el amor abrace al miedo, pero nunca le ha temido.
Para el amor no hay puntos medios, no existe el amar un poquito, o el querer mucho. Al amor no le importan las veces que digas su nombre, porque limitar el amor a dos sílabas y cuatro letras es pretender que un pájaro vuele sin alas. Por eso, las cartas pueden decir mucho y expresar poco, las palabras pueden engatusar a las almas confusas y añorantes, las caricias pueden derretir la piel y los besos endulzar los labios; pero el amor jamás se reduce a los sentidos, o los trucos mentales.
El amor tampoco yace en el cuerpo desnudo del amante, en los gemidos entre sábanas. No hay amores de una noche, ni amores que por contrato se firmen “para siempre”, ya que al amor no necesitan recordarle su condición.
No hay amores viejos que acompañan suspiros, tampoco hay amores recientes, ni nuevos. No hay amores románticos, o platónicos.
Muchas cruzadas de dudas y desesperación se han librado en nombre del amor. Pero el amor no desespera, porque no necesita esperar a nadie, ni dudar en absoluto. ¿Duda acaso una flor para abrir sus pétalos? ¿Duda acaso la semilla en brotar de la tierra?
Con suma facilidad describimos como amor la necesidad y los celos. Pero cuando el amor verdadero bulle como lava de volcán, el miedo a que explote hace de su expresión algo de extrema dificultad. ¡Si supiéramos que el amor no es un volcán! Es tan solo un manantial inagotable; es el río y el océano, el agua dulce y la salada.
El amor no se halla en el sacrificio de lo individual por lo colectivo; porque lo individual no existe y lo colectivo, tampoco. Tan solo existes tú, y tú eres todo; por tanto, si amas la vida eterna que eres, estás amando lo único que existe, y a todo cuanto esa inmensidad contiene. Y claro, entonces ya no tiene sentido sacrificarte por nadie.
El amor no se busca, ni tampoco se encuentra. El amor se da, cuando te rindes a tu verdadera naturaleza y dejas de luchar contra ella.
No hay un amor de tu vida, tan solo hay amor en la vida, porque la auténtica vida es amor.



domingo, 15 de febrero de 2015

Libercio y Estricta

Libercio nació sin ser rico, pero tampoco era pobre. Se crio sin privilegios, pero sin carencias. No era alto, ni flaco, ni gordo. No tenía mucho pelo, pero tampoco era calvo. Sus cabellos no eran ni rizados ni lisos. No hablaba demasiado, pero tampoco era callado.
En el colegio no destacaba ni por listo, ni por tonto. Simplemente no destacaba. Tampoco era hábil en los deportes, ni en el romance. Aunque su confusa apariencia le dio la oportunidad de intimar con algunas chicas deseosas de probar algo distinto. Hasta que apareció Estricta, una mujer de normas. Tenía espaldas de nadador y un aceitoso pelo rubio teñido que acariciaba de forma milimétrica sus hombros.
Estricta vio en Libercio la oportunidad perfecta de moldear algo que escapaba a su organizado mundo de formas. Él no sabía ni cómo definirse a sí mismo, así que probó a encajar con las leyes de Estricta.
Al poco tiempo de noviazgo, más por convencionalismo que por decisión, Libercio le pidió matrimonio a Estricta y de este modo empezó su vida de casados.
Libercio consiguió un trabajo de oficina gracias a los interminables contactos de Estricta y allí echó raíces. Poco a poco, su apariencia desconcertante se fue haciendo predecible. Su cabeza se decantó por la calvicie, su barriga por la gordura y su cerebro tomó el camino de los borregos. Pero bueno, por lo menos se hizo rico; debido al duro trabajo que le hacía caer el pelo y gracias a la silla que llenaba de grasa sus nalgas, el dinero llegaba a borbotones a la familia de Estricta. En teoría, también era su familia, pero Libercio nunca se sintió encajar demasiado con aquellas personas de espaldas anchas.
Estricta estaba orgullosa ante la transformación de su marido, pero más orgullosa se sentía de sí misma al ver lo que había conseguido con él. Ya no quedaba nada de aquel misterioso chico difícil de encajar en alguna definición.
Así pasaron los años y Libercio sentía que a pesar de tener esposa y familia, a pesar de ser claramente calvo y gordo, y a pesar de vivir en una casa de techos rojos adecuada a su riqueza; él seguía sin poder sentirse parte de todo aquello.
Él todavía estaba perdido y sin ser capaz de responder a la pregunta que lo carcomía por dentro: ¿Quién soy?
Desesperado, fue en busca de ayuda. Primero recurrió a un doctor; pero éste sólo le recetó pastillas y reposo. Insatisfecho, visitó a un psicólogo; mas éste se limitó a diagnosticarle depresión y darle más medicamentos, para lo cual tenía que volver a ver al médico. Sin estar conforme, decidió buscar en la religión; pero los curas de la iglesia propusieron como única solución la oración y la clemencia de Dios.
Nada de lo anterior solucionó el vacío que lo consumía por dentro; así que Libercio siguió buscando y se adentró en el fangoso territorio de lo místico. Consultó brujos y chamanes, profundizó en meditaciones milenarias y hasta contactó con sectas que hacían rituales a la luz de la luna. Aprendió un centenar de maneras de respirar, leyó libros de autoayuda y almacenó cientos de teorías acerca del propósito de su existencia. Pero él todavía seguía sin saber qué era.
Hasta que un día, de camino al trabajo vio a un gato saltar de un tejado a otro, con pasmosa facilidad. El felino realizó el salto sin dudarlo y aterrizó con la delicadeza de un bailarín clásico. Y Libercio se quedó maravillado. Tan asombrado estaba que allí se quedó plantado, intentando asimilar cómo había conseguido el gato realizar tal proeza.
El gato, simplemente salta, porque no tiene nada que perder, ni tampoco algo que ganar; él no se preocupa de lo que es capaz de hacer y de lo que no, él tan solo lo hace. El gato no se cuestiona el propósito de su vida gatuna, él tan solo la vive.
Cuando se dio cuenta de esto, Libercio rio. Rio con más energía que en toda su vida y continuó soltando carcajadas, hasta que sus abdominales endurecieron su flácida barriga y las lágrimas brotaron de sus ojos cansados. Y de repente empezó a correr, con ágiles zancadas e inundado de felicidad; porque se olvidó de que los gordos no pueden correr con agilidad y menos aún disfrutar haciéndolo.
Libercio dejó de ir a trabajar. Aunque, claro, decidió obviarle este detalle a Estricta, por temor a las represalias. Así pues, en vez de emplear ocho horas diarias aplanando sus glúteos, se las pasaba corriendo, paseando y observando. Y descubrió muchas cosas observando, porque siempre había algo que observar. Siempre había algo ocurriendo, tanto fuera como dentro.
Así descubrió que las personas siempre intentan encajar las cosas dentro de otras cosas. Las personas hacen esfuerzos tremendos para clasificar lo que ven; y todos parecen desesperados por encajar en alguna de esas clasificaciones, porque no estar clasificado significa estar perdido. Y Libercio se dio cuenta de que él se sentía perdido, porque todavía quería formar parte de ese juego en el que todo tenía que encajar dentro de algo.
Casi un mes después de dejar el trabajo, el jefe de Libercio se puso en contacto con Estricta, y ésta explotó en cólera contra su marido. Le llamó irresponsable, insensato, tonto, bruto e imbécil. Pero para Libercio, el enfado de Estricta fue lo único que necesitaba para darse cuenta de que no tenía por qué seguir luchando por pertenecer a ese mundo de locos; a ese mundo de leyes y normas, ese era el mundo de Estricta, no el suyo.
Y Libercio sonrió, porque él mismo había elegido a Estricta, su propio miedo lo había unido a ella. Pero ya no la necesitaba más. No necesitaba trabajar en una oficina, ni tampoco necesitaba vivir en una casa de tejados rojos, no necesitaba tener una esposa de espaldas anchas esperándolo en ese sitio al que se llama hogar.
Libercio se dio cuenta de que no tenía nada que perder y una vida entera por vivir. Porque no era gordo, ni calvo, ni rico; no era tonto ni listo. Él simplemente era Libercio, un hombre libre.


Moraleja: Libercio somos nosotros y Estricta, también.


viernes, 13 de febrero de 2015

El dolor lo sufrimos todos

Brota sin que lo busques, se encuentra sin pretenderlo. Se adhiere a tus células, nubla tus amaneceres; perfora tus latidos. El dolor contamina las lágrimas cristalinas, opaca sonrisas y nubla las emociones.
El dolor nace de la inconciencia, se reproduce en la ignorancia y ataca a la inocencia.
Veo charquitos de sangre que conducen hasta corazones moribundos; no porque no latan, sino porque ya no sienten. Veo pies sucios que deambulan perdidos y cuerpos que se cubren con cartón. Cuerpos que beben de cartones para poder dormir. Veo también corbatas que con disimulo, ahogan. Trajes que matan con elegancia y zapatos recién lustrados que se pudren. Hay narices adictas a los polvos, y polvos que se echan para escapar de la soledad. ¿Quién hace el amor hoy en día?
 Veo carteles de rebeldía en las paredes. Se respira lucha en las calles, pero conformismo en las entrañas. Hay buenas intenciones y ausencia de acciones.
Hay anuncios de barrigas hambrientas en las pantallas. Existen tripas que truenan porque nada contienen e intestinos que se atascan cargados de estrés. Hay gente que cruza un mar sobre madera, y los hay quienes se montan en cruceros; pero todos, escapan de su miseria, a su manera.
Se oyen bostezos en las iglesias, se brinda nostalgia en los bares y se respira humo en las ciudades. Unos se quejan de la hipoteca, otros viven de alquiler, algunos hacen las maletas del desahucio y todos sufren el yugo de la sociedad. ¿Pero qué es esa sociedad?
En serio. ¿Quién eligió a los presidentes? ¿Quién necesita dictadores? Nadie se pregunta por qué nos matamos por deudas que no existen. Todos aceptamos las leyes, aunque condenen al humilde y premien al tirano. Aguantamos que la escuela mutile nuestra creatividad y pensamos que con quejarnos un poquito acerca del gobierno basta. Apoyamos al monstruo que nos destruye, porque preferimos la esclavitud conocida a la misteriosa libertad. Hablamos de sistemas y de cambios políticos, pero las tertulias no curan las ejecuciones, ni hacen más placenteras las violaciones. Las charlas de vocabulario complejo no alivian la sed de los labios agrietados, ni dosifican la violencia de los agujeros de bala. Estar en contra del cambio climático no hace crecer a los árboles, ni hará que los coches se transformen en bicicletas.
El sufrimiento no hace distinciones de clase o raza. Para el dolor no hay diferencia entre ricos y pobres, entre dueños de yate o barqueros de pateras. Sufren los que viven en áticos y los que los limpian. Sufre el cerdo cuando lo apuñalan y sufre el corazón que se lo come. Siente dolor el viejo por los años perdidos y siente dolor el joven por los años que le esperan.
Sufren los que soportan el calor del trópico y los que aguantan perder dedos por el frío. Sufre la piel blanca al sol y sufre la negra por prejuicios. La pobreza le duele al rico, mientras que el pobre se atormenta en pos de la riqueza. Tanto es nuestro dolor, que olvidamos que la riqueza nada tiene que ver con la abundancia de tu cartera.
Y entre tanto sufrimiento, tan solo somos capaces de buscar culpables y encontrar víctimas. Dividimos en pisos a la especie humana y decidimos que los mejores se situasen arriba. Desde entonces, los de abajo corretean por las escaleras, llaman desesperados al ascensor y protagonizan una auténtica batalla a cada escalón ascendido. Los de arriba, a sabiendas de que en las alturas hay aforo limitado, desconfían y temen, conscientes de la brutal embestida que aflora de los pisos inferiores.
Hemos inventado un sistema que carcome las entrañas y cubre nuestra esencia de miedo. Hemos alimentado a este monstruo con la insensatez del egoísmo hasta convertir lo que inventamos en nuestra realidad. El sistema es el único Dios en el que creemos, tan inamovible que ni siquiera cuestionamos su veracidad.
¿Cómo enfrentarte a algo que no existe?
Pero que no exista no significa que no mate o que no duela. Porque duele y mucho. Y duele porque el sistema no flota ajeno a nosotros. Al sistema lo incrustamos en el rincón más puro de nuestra alma; para asegurarnos de no recordar lo que en realidad somos. Porque preferimos describirnos como una especie maligna, preferimos ser un virus que arrase con la vida antes que aceptar que somos la vida misma, actuando con una severa ignorancia.
Y por eso sufrimos, porque somos incapaces de aceptar que el puñal nos lo clavamos nosotros mismos. Son nuestras manos las que aprietan el acero contra el corazón. Todo porque somos incapaces de aceptar que el monstruo no está fuera, sino carcomiéndote por dentro.
Con tal de no sufrir, nos hemos refugiado en el amor, alejándolo lo más posible de todo este mundo de martirios. Hemos separado al sufrimiento del amor, pero nunca han sido algo distinto.
El amor sufre por todo lo que hacemos. El amor no es ajeno a la sangre de las guerras, ni a los pellejos huesudos del hambre, tampoco hace la vista gorda a la codicia. El amor no distingue entre víctima y homicida, ni colores de banderas. El amor llora con la misma sinceridad que ríe y se oscurece con la misma brillantez con la que amanece. Tampoco se apaga cuando los cuerpos se entierran, ni se tapa los ojos ante el sanguinario espectáculo de un latigazo.
Y si fuéramos capaces de abrazar al dolor, dejaríamos de hacer aquello que nos hace vivir en la penuria. Porque no hay muestra más sincera de amor que un abrazo auténtico; y no hay nada que un abrazo no cure.
El amor no busca excusas para manifestarse. Reparte su dicha sin preocuparse del destinatario, sin cuestionar si es merecedor de tal regalo.
Dejemos de buscar soluciones sobre trozos de papel. Dejemos de mentir al que miente y castigar al que condena. Dejemos de complicar lo simple con fórmulas que el espíritu no entiende. Dejemos de pensar lo que sentimos. Dejemos que la culpa se diluya con las penas.

Dejemos atrás las medias tintas y las excusas. Dejemos de dilatar los cambios y soñar con futuros inciertos. Dejemos todo eso atrás, porque ahora –y desde siempre –tan solo vale Amar.

miércoles, 11 de febrero de 2015

¿De qué te sirve tu identidad?

Recuerdo una tarde del verano pasado. Recuerdo tener la nariz rostizada después de un largo paseo por la montaña. Recuerdo entrar en un bar y pedir bebida negra con gas. Recuerdo un hombre al lado de la barra con ganas de contar historias. Recuerdo que mencionó algo sobre mi curiosa manera de hablar. Recuerdo que le dije mi nacionalidad, a modo de explicación. Y por último, recuerdo la frase que dijo a continuación:
“Y a mí qué me importa que seas de Bolivia”.
¡Qué increíble que es la vida! Siempre se las arregla para ofrecerte lecciones inesperadas.
Quién me iba a decir a mí que el encuentro con ese tipo medio borracho a las cuatro de la tarde, le iba a dar una bofetada a mis esquemas mentales.
No solo me dijo que no le importaba de dónde era, con esa frase tan espontánea y campechana, me dijo que le traía sin cuidado aquello con lo que yo me identificaba, que no tenía intención en mirar las etiquetas que yo me colgaba. A él tan solo le resultaba curioso mi acento cantarín, él tan solo quería charlar con la persona que tenía en frente, sin necesidad de encajarla dentro de alguna descripción.
¿Por qué no hacemos eso más a menudo? O mejor dicho, ¿Por qué no hacemos eso siempre?
Cuando conozcas una persona nueva, no caigas en las aburridas preguntas de siempre. No le preguntes a qué se dedica, no te intereses en su edad, ni le interrogues acerca de su situación sentimental, ni siquiera le preguntes su nombre.
Cuando te deshaces de todas esas preguntas etiqueta, ¿Qué te queda?
Nada.
Ya no tendrás cómo anclarte a definiciones, no podrás meter a esa persona junto con tus sacos de prejuicios y no te quedará más remedio que darte la oportunidad de conocer al ser humano que es en ese instante. Y solo importará su manera de mover los labios, el modo en que se rasque la cara o la asiduidad con la que pestañee. Y si finalmente surge alguna conversación, seguro que es mucho más creativa que las aburridas presentaciones de siempre.
Pero claro, para que esto funcione de verdad, también tienes que aplicarte el cuento a ti mismo. Tú también tienes que darte la libertad de ser lo que eres, sin aferrarte a lo que has hecho hasta el momento. Cuando esto ocurre, cuando te liberas de esa pesada losa que cargamos por identificación, descubres la ligereza y la frescura de ser algo nuevo cada instante.
Puede que si te desprendes de la idea de que el apio no te gusta lo acabes encontrando sabroso (a mí me ha ocurrido). O tal vez, si te levantas con el humor espeso y en vez de decir que vas a tener un mal día te mantienes abierto a la posibilidad de que cualquier cosa pueda ocurrir, algo increíble te suceda –desde observar el vuelo de una gaviota, a encontrarte un billete de cinco euros en la acera –y que la jornada cambie por completo por un simple vuelco de perspectiva. Ver una gaviota no te dará alas para volar, encontrarte cinco euros no te hará rico; pero tener la atención suficiente para apreciar un papel arrugado en el suelo u observar plumas blancas cortar el viento es algo gratificante en sí mismo.
Sin embargo, generalmente hacemos todo lo contrario. Y gastamos gran cantidad de energía revindicando nuestra identidad y la del resto. Apegándonos a que esos conceptos que hemos creado en nuestra mente son irrevocables.
Identificar algo es limitarlo, es negarle la posibilidad de ser algo más que una definición.
Por eso, no luches por tu identidad. No defiendas a los “gays”, no digas que los blancos y los negros son iguales, no digas que las mujeres merecen el mismo trato que los hombres. Porque hacerlo, significa que estás aceptando que hay diferencias que nos separan y nos distinguen, estás diciendo implícitamente que tus preferencias sexuales te definen de manera distinta, al igual que el color de tu piel o los órganos que cuelgan entre tus piernas. ¡Qué más da todo eso! Démonos la oportunidad de considerarnos seres humanos sin más; porque lo único que importa es que todos somos criaturas con corazones que laten y lo demás son clasificaciones inventadas.
En psicología suelen decir que las taxonomías (clasificación de lo que observamos) son algo intrínseco a nuestra conducta y que se realizan para ahorrar recursos cognitivos. Lo irónico de esto, es que al hacer este juicio, ya están limitando la realidad. Y por lo menos la mía, ya se está escapando de los cauces de la normalidad.
Mi realidad se está expandiendo como los pulmones de un caballo salvaje corriendo a toda velocidad por algún valle interminable.
En cuanto te empiezas a aventurar a dar ese paso que delimita lo real de lo imposible, te das cuenta de que las posibilidades que brotan del momento presente son ilimitadas. 
Tan solo imagina que no perteneces a ningún sitio, imagina que tu nombre no lo puede escribir ningún abecedario y que no perteneces a ninguna sociedad putrefacta. Imagina que el mundo en el que vivimos es tan solo consecuencia de nuestra propia percepción, un espejo de nuestro estado interior, confuso, ignorante y necesitado. Pero imagina que en realidad no eres eso y que no hay necesidad de tener miedo, imagina que no tienes nada que perder.
Porque, en serio, no tienes nada que perder; ya que en realidad nunca has tenido nada. La palabra posesión expresa rigidez, y la rigidez es la característica inequívoca de la muerte. Lo muerto yace rígido, mientras que la vida fluye, muta y se transforma.
Por eso, cuando te rindes a ese implacable vacío, brotan las más bellas creaciones, porque no buscan reconocimiento, ni un apellido que las represente. La belleza no busca oro, ni recompensa al esfuerzo, porque en la creación de la belleza no hay esfuerzo. La belleza se forja con pasión, pero sin quejas ni sacrificios.

Imagina que lo único que tienes que hacer es respirar el momento. Respirar, es lo único que tienes que hacer y si lo haces plenamente consciente, te darás cuenta de que eres el aire que te inunda. Y el aire, el aire es vida.

domingo, 8 de febrero de 2015

Persiguiendo tu propia cola

Trocito a trocito, como un torbellino, como una espiral que arrasa con lo inútil. Eso tan inútil que hasta creía indispensable. Así me siento. Barrido y reducido a cenizas de las que rebrota una nueva planta, de varias semillas a la vez. Tal vez ni siquiera haya una semilla, ni nacimiento alguno. Empiezo a percibir el abrumador vacío que te queda cuando aceptas que eres infinito.
Anoche dije lo que sentía y sentí lo que dije. Me quité ropajes de ajustada dependencia y acepté que lo único que me queda es el sabor indescifrable de lo desconocido.
Y por primera vez fui consciente de que no soy este cuerpo que habito, al que me he acostumbrado, que conozco y con el que me identifico. Y me vi tirado encima de una mesa que hacía de camilla. Era consciente de las conversaciones que se daban a un par de metros y también oía mis pensamientos. Sentía las manos que sostenían las mías y notaba la agitada respiración que hacía vibrar todo ese cuerpo que antes creía mío. Pero yo no estaba allí, al menos de la manera en que estoy acostumbrado a estar.
Yo, como algo encerrado en una maraña de sesos y entrañas no existía. Y mis problemas se hicieron pequeñitos, porque ni siquiera son reales. Observé las complicaciones mentales con la misma sensación de ver a un cachorro intentar morderse su propia cola. No juzgué a ese cachorrito llamado mente, ni tampoco hice algo para evitar que continuase persiguiéndose a sí misma; la dejé estar, en su lugar, junto a su pequeñez, mientras que yo me deslizaba entre la atmósfera y sentía que todo lo que ocurría en el mundo se estaba dando en aquel preciso instante, sin que hubiera distancia alguna.
Porque los metros separan la materia, pero lo material no es más que una manifestación de la conciencia y la conciencia se burla de nuestro sistema métrico. El espacio entre un punto y otro tan solo existe cuando te identificas con lo material, cuando crees que tus pies pueden llevarte a tu destino y cuando te encierras en la idea de que tus ojos no pueden abarcar todo el horizonte. Y sin embargo, cuando cierras los párpados y te entregas a aquello que considerabas imposible, tus retinas ya no captan lejanía, ni observan cercanía.
Hasta ayer disfrutaba de jugar con la separación de los objetos, de sentirme alejado de lo que quiero. Disfrutaba de escribir con la nostalgia que otorga la añoranza y soñar con el placer de un reencuentro. Pero hoy, hoy no siento la necesidad de buscar en la distancia lo que se encuentra aquí mismo, brotando de este único instante en el que todo está ocurriendo.
Por tanto, lo siguiente que descubrí es que si la distancia no existe y lo único que ocurre de verdad se está dando Aquí y Ahora, mi fecha de nacimiento no se puede expresar en cifras que se asocien décadas inventadas.
¿No es increíble? Nací en este instante. Acabo de nacer y con cada segundo me reinvento y me convierto en algo nuevo. Porque todo es nuevo, todo se está dando ahora, Todo.
No hay origen salvo este instante. No hay muerte, salvo la de las limitaciones que se identifican con lo caduco. Aunque hasta lo caduco es una ilusión. Porque el cuerpo no envejece. Las hojas no se marchitan, tan solo caen para alimentar a la vida misma a seguir floreciendo. La esencia se mantiene, la esencia es única e indestructible (no por su rigidez, sino más bien por su capacidad para fluir) y se manifiesta de mil maneras distintas, llenándolo todo de vida diversa y rica.
Pero esa diversidad no implica que haya diferencias entre el tigre que acaricia la tierra húmeda con sus patas acolchadas y la hormiga que transporta incansable granitos de barro. Eres lo mismo que impulsa al agua a precipitarse en forma de catarata y eres el arroyo que se ahoga entre la agrietada tierra del desierto.
La forma no define la conciencia y conciencia solo hay una. ¡Solo hay una! Y es la misma.
Y cuando llegas a este punto, el pensamiento salta desquiciado: "¿Cómo voy a ser yo lo mismo que un mísero vegetal?" "¡Pero si yo soy único!" "¡Yo soy distinto de los demás!" "¡Estoy separado de ellos!" "¡Ellos no pueden ser yo!"
Pero Ellos y Yo nunca existieron y aunque se juntasen su suma no sería igual a Nosotros. Porque los pronombres personales son la expresión lingüística del mito de la separación.
Lo limitado no puede entender a lo eterno; por eso le busca y le teme al mismo tiempo. Porque lo eterno significa la muerte de todo lo limitado y si buscas la eternidad es que te sientes un esclavo de tus limitaciones.  

Sin embargo, lo inmortal no juzga al que cuenta los días y las horas que faltan; tan solo observa, como aquel que mira a ese cachorrito intentando morderse la cola. Porque en algún momento (que por supuesto no puede ser otro que este mismo instante), ese cachorro se dará cuenta de que no necesita alcanzarse el rabo, porque su cola no es algo ajeno a sí mismo.


jueves, 5 de febrero de 2015

Me cuesta creer

Me cuesta creer que hace menos de una semana estaba preocupado. Hace una semana, tal vez más, quizás menos; estaba pegando gritos de frustración en una ducha de la que caía agua fría. Y ahora estoy aquí. ¿Pero qué significa estar aquí?
Estoy escribiendo desde un sexto piso en una casa que no es mía. Me encuentro en la morada de una mujer de ojos cálidos y peinado divertido. Al principio me sentí como un intruso, una especie de espía en un viaje que no me pertenecía. Pero ahora me siento a gusto recostado sobre estos cojines blanditos que sostienen mis nalgas. Y disfruto de las comidas alrededor de una mesa alargada a la que cada día se unen nuevos comensales. Disfruto de cortar verduras con toda mi atención y guisarlas con cariño. Disfruto incluso de lavar los platos y extender las mantas que me tapan cuando me levanto. Porque de esa mujer de ojos cálidos he aprendido que el amor significa respeto. Así que, ¿Por qué no respetar algo que quiero?
A veces salgo a correr y me pierdo entre caras de la Castilla profunda. Aquí los días transcurren tranquilos y las manecillas del reloj tan solo adornan las paredes. Aquí el silencio reina en las conversaciones y cuando se habla, se descubre. El entretenimiento ha pasado a un segundo plano, aunque todavía hay momentos en los que me gusta desconectar de aquello tan increíble que estoy descubriendo y refugiarme en parches de superficialidad.
Y vaya si estoy descubriendo la profundidad de mi ser. En cuanto descorchas las primeras capas, te sientes orgulloso, te sabes grandioso, como si hubieras hallado un tesoro. Sin embargo, el único tesoro es el darte cuenta de que el orgullo es conformismo y que conformarte es tener miedo, miedo a seguir cavando y desmintiendo.
¡Qué curioso es el miedo! Y estamos cubiertos de miedos. Todos somos conscientes de ellos, la mayoría damos por sentado que hay determinados temores que son justificables e incluso adaptativos. Todos estos miedos “normales” desembocan de algún modo en el miedo por excelencia: La muerte.
Pero cuando te atreves a seguir bajando las escaleras hasta los sótanos más oscuros, ahí, entre las tinieblas más escalofriantes me encontré aquello a lo que más quería. En medio de aquella oscuridad, se encontraban también mis mayores destellos de luz, envasados en cajitas de cristal para protegerse de aquel tétrico entorno.
Sí, me di cuenta de que mi mayor miedo no era un demonio sanguinario, no era un viento gélido que te cala los huesos, ni algo temible; mi mayor miedo se refugiaba en aquello que me daba nueva vida cada amanecer. Mi mayor miedo se escondía en la alegría más auténtica, en mis sueños más dulces. ¿Por qué?
Porque quise almacenar toda esa luz en cajitas de cristal, para que no se me fueran. Y en esas cajitas, nació el mayor de mis miedos: que la luz se me escape.
La gran ironía de todo esto, es que esas cajitas que cuido con tanto recelo nunca contuvieron un ápice de luz. ¿Cómo puedes contener la luz en una caja?
La luz nunca fue mía y yo siempre lo supe. Pero aun así decidí inventarme una mentira y así poder vivir con miedo a perderla.
¿No es gracioso? Tiene su toque de humor, aunque eso no implica que no sea doloroso. Porque, seamos sinceros, vivir escondiéndote de la verdad –de la única verdad –duele.
Y escapar del dolor se antoja lo más normal. ¿Quién quiere abrazar el dolor?
Lo único capaz de hacerlo, es el Amor, porque el Amor lo abraza todo. El problema es que tan solo queremos ver ciertas manifestaciones del amor. Solo tenemos ojos para aquello que nos gusta; para las flores que nacen en primavera, para los prados cubiertos de rocío y los brincos de emoción en los corazones. Pero no queremos ver la escarcha que consume los pastos, ni los árboles moribundos en los crudos inviernos.
Hemos dividido la realidad en dos simples palabras: Bueno y Malo. Y decidimos colocar al Amor en el lado de los buenos. Entonces todo lo demás se ha quedado sin la oportunidad de probar el suave néctar del amor. Nadie quiere al dolor, a la mentira, al egoísmo o a la rabia. ¿No será que estas manifestaciones se comportan como lo hacen porque no saben lo que es el Amor?
Pongamos un ejemplo más terrenal. A casi nadie le gustan las hienas. Todos dicen que tienen una risa macabra, que son animales ruines, sucios y feos. Pero, ¿Qué ocurriría si te das la oportunidad de sentir amor hacia ellas? Pues que todos esos adjetivos denigrantes dejarían de existir y tan solo observarías un ser de cuatro patas de pelaje grisáceo. Las hienas necesitan amor.
¿Qué pasaría si abrazases al miedo en vez de temerle? ¿Qué pasaría si acariciaras a tu ira, en vez de enfadarte con ella?
Cada vez que algo brota de nuestro interior pueden ocurrir dos cosas:
Nos identificamos con esa creación; como puede ser el caso de un gesto de cariño o una idea creativa. En ese caso, no tenemos ningún problema en decir que somos ese cariño, o esa creatividad.
O rechazamos esa creación; como ocurre cuando lo que brota es un sentimiento mezquino. Pero en este rechazo también hay identificación; porque si lo rechazas, es porque lo estás reconociendo como tuyo y por eso te quieres librar de esa sensación.
Cuando te identificas, estás sacando esas cajitas de cristal e intentando embotellar algo que no puede ser contenido en ningún envase.
Y el miedo, habita en esas cajas vacías (que sin embargo nosotros creemos llenas), que contienen todo aquello que creemos que somos, tanto lo que aceptamos como lo que rechazamos. Pero el miedo no es más que un bichito asustado, porque nunca lo han querido y las cajitas son un desesperado intento por alejarse de sí mismo.

Y a mí, cada vez me cuesta más creer en algo. Así que sigo cavando, con entusiasmo, con miedo, vivo y muerto, todo al mismo tiempo.

martes, 3 de febrero de 2015

Déjalo ir (Como en Frozen)

Esa frase tan repetida durante el último año puede tener más valor que unas simples risas y miles de vídeos en Youtube.
Déjalo ir. Tus preocupaciones, tan inútiles como innecesarias. Deja que la culpa se diluya en un río que refleja el sol en su superficie. Deja que tu pasado se vaya de la mano con tu futuro y acepten su condición de inexistentes. Aunque claro, sí que existen; pero no como algo lejano, como algo que ya pasó o algo que ya viene. Todo cuanto ocurrió y todo cuanto ocurrirá están contenidos en este único instante, en este momento que muta de un segundo a otro. Porque la vida se mueve, muta, se expresa, se diluye y se transforma. Y si catalogas a la vida en tres espacios temporales la estás destruyendo, la estás matando. Aunque claro, no puedes matar algo que es inmortal; sin embargo, la sensación de sufrimiento que te provoca encasillar la vida en tan rígida celda es absolutamente real.
Así que, ¿Por qué no dejarlo ir? Dejar marchar tu identidad, esas sílabas que aparecen en un rectángulo de plástico y que consideras tu nombre. Deja que las definiciones que has creado alrededor tuyo acepten su condición de meras ilusiones. Porque no eres tu cultura, ni tus hijos o tus padres. Ni siquiera eres tus sueños o aquello que más disfrutas. Porque lo que de verdad es bello, se marchita en cuanto lo defines. Así pues, yo no soy lo que escribo, ni lo que pienso. No soy las personas que amo, ni mi sonrisa.
Da un poco de miedo internarse en este dejarse ir, ¿Verdad?
Pero aventurémonos a ir más allá, sigamos desprendiéndonos de espesas capas de inservibles ataduras. Porque puede que algunas de estas ataduras te sean placenteras, pero ese placer está ligado a la sensación de posesión y en cuanto te arrebatan esa ilusión, el placer se torna en dolor. Ese es el ciclo que seguimos, una montaña rusa de emociones, un desconcierto que te mata y te revive, una búsqueda que te llena tan solo para darte cuenta de que siempre has estado vacío. ¿Qué tendrá el vacío que tanto nos asusta?
¿Qué más podemos dejar? Qué tal si dejamos si nos despojamos de nacionalidades y traspasamos las fronteras del patriotismo. Quedémonos sin tierras, sin lugares de origen, sin hogar al que retornar. Quedémonos sin casas e hipotecas. Dejemos atrás hasta lo que fuimos hace dos segundos. Porque ya no somos eso. Desprendámonos de ideales de justicia y maneras de vestir. Dejemos ir la imagen de nuestro rostro y la creencia de que vemos a través de nuestros ojos. Dejemos incluso la definición de seres humanos, o habitantes del planeta tierra.
¿Qué nos queda ahora? ¿Todavía queda algo por barrer? ¿No queda nada? ¿En serio? Deja atrás hasta la nada. Deja atrás las palabras que se mueven inquietas por reducir lo observable a dimensiones lingüísticas. Déjalo ir.
Y ahora, siente. Ríe sin comisuras, escribe sin ortografía, ama sin corazón, palpa sin piel, come sin labios, no mastiques ni digieras, tan solo saborea; o mejor dicho, deja que los sabores se manifiesten en tus entrañas y se reproduzcan en tus retinas, no pienses, ni tampoco dejes de pensar, no te dividas en mente y alma, no estructures tu cuerpo según sus funciones. No hagas nada, pero actúa. Manifiesta lo que te late por dentro. Si tienes sonidos atorados en la garganta, expúlsalo en melodías sin acordes. Corta el viento con los dedos y limítate a expresar la vida que inunda todo cuanto hay dentro y fuera, si es que a eso se le puede llamar limitar y si es que existen bordes entre lo interno y lo externo. No definas, ni juzgues, no te aburras y si estás feliz, no lo digas. No atrapes la alegría con pinzas de observatorio, no metas el amor al laboratorio y no busques su fórmula mezclando pócimas de emoción con gotas de experiencia.

Ahora, ¿Qué ves? Yo veo una caja de pañuelos con los que ayer sequé mis mocos, unos fluidos que salieron expulsados como consecuencia de mis lágrimas. Veo un cuadro de tonos fríos que desprenden calor, trazos de óleo sobre lienzo que desprenden la alegría de quien materializó sus sueños en un trozo de tela. La veo a ella en cada una de esas pinceladas azules, observando perdida la inmensidad y también me veo a mí, reflejado en un monitor de menos de 20 pulgadas, aunque en realidad no estoy allí, porque ni siquiera me reflejo en esa pantalla, porque me lo acabo de inventar. Pero aun así estoy aquí, poniendo tildes y escribiendo sin pensar, porque lo que digo no tiene cordura, aunque borre y reescriba, qué más da. Estoy aquí, desplazándome más rápido que mis dedos, que se confunden entre lo establecido de las reglas gramaticales y el manantial de sentimientos que brota de una fuente de agua caliente, tal vez termal, de alguna parte de mis entrañas, de mis nervios, o tal vez de la glándula pineal. No tengo ni idea de qué tiene que ver la glándula pineal con todo esto, pero me apetecía mencionarla. Tiene que ser bonita, ¿No? Es un sonido interesante: “Glándula pineal”. Qué curioso es todo, así como las canciones que fluyen a través de un cable que se bifurca para llegar a mis dos oídos y hacerme sentir el sonido de una voz femenina que canta en inglés. Y me vuelve el pensamiento, o mejor dicho, vuelve a querer controlar la situación y me dice que pare, que lo que digo carece de sentido, que después de esta ida de olla, no podré subir este texto al blog. Pero, ¿Por qué tengo que poner filtros a lo que quiero expresar? ¿Por qué? Si esto que escribo es tan solo una flor, por qué necesito pulirla al gusto de los demás. Si ni siquiera sé lo que les gusta. Yo, por ejemplo, prefiero los espaguetis finos antes que los gruesos, y también me gusta mezclar la salsa de tomate con el pesto. Pero para gustos los colores y colores hay muchos, aunque todos son luz. Al final, la división carece de sentido, como siempre, porque todo es lo mismo y viene del mismo sitio sin origen ni final. Qué increíble es dejar ir y cantar en tu cabeza ese tema pegadizo que Disney insertó en nuestras neuronas con una princesa de hielo.