viernes, 13 de febrero de 2015

El dolor lo sufrimos todos

Brota sin que lo busques, se encuentra sin pretenderlo. Se adhiere a tus células, nubla tus amaneceres; perfora tus latidos. El dolor contamina las lágrimas cristalinas, opaca sonrisas y nubla las emociones.
El dolor nace de la inconciencia, se reproduce en la ignorancia y ataca a la inocencia.
Veo charquitos de sangre que conducen hasta corazones moribundos; no porque no latan, sino porque ya no sienten. Veo pies sucios que deambulan perdidos y cuerpos que se cubren con cartón. Cuerpos que beben de cartones para poder dormir. Veo también corbatas que con disimulo, ahogan. Trajes que matan con elegancia y zapatos recién lustrados que se pudren. Hay narices adictas a los polvos, y polvos que se echan para escapar de la soledad. ¿Quién hace el amor hoy en día?
 Veo carteles de rebeldía en las paredes. Se respira lucha en las calles, pero conformismo en las entrañas. Hay buenas intenciones y ausencia de acciones.
Hay anuncios de barrigas hambrientas en las pantallas. Existen tripas que truenan porque nada contienen e intestinos que se atascan cargados de estrés. Hay gente que cruza un mar sobre madera, y los hay quienes se montan en cruceros; pero todos, escapan de su miseria, a su manera.
Se oyen bostezos en las iglesias, se brinda nostalgia en los bares y se respira humo en las ciudades. Unos se quejan de la hipoteca, otros viven de alquiler, algunos hacen las maletas del desahucio y todos sufren el yugo de la sociedad. ¿Pero qué es esa sociedad?
En serio. ¿Quién eligió a los presidentes? ¿Quién necesita dictadores? Nadie se pregunta por qué nos matamos por deudas que no existen. Todos aceptamos las leyes, aunque condenen al humilde y premien al tirano. Aguantamos que la escuela mutile nuestra creatividad y pensamos que con quejarnos un poquito acerca del gobierno basta. Apoyamos al monstruo que nos destruye, porque preferimos la esclavitud conocida a la misteriosa libertad. Hablamos de sistemas y de cambios políticos, pero las tertulias no curan las ejecuciones, ni hacen más placenteras las violaciones. Las charlas de vocabulario complejo no alivian la sed de los labios agrietados, ni dosifican la violencia de los agujeros de bala. Estar en contra del cambio climático no hace crecer a los árboles, ni hará que los coches se transformen en bicicletas.
El sufrimiento no hace distinciones de clase o raza. Para el dolor no hay diferencia entre ricos y pobres, entre dueños de yate o barqueros de pateras. Sufren los que viven en áticos y los que los limpian. Sufre el cerdo cuando lo apuñalan y sufre el corazón que se lo come. Siente dolor el viejo por los años perdidos y siente dolor el joven por los años que le esperan.
Sufren los que soportan el calor del trópico y los que aguantan perder dedos por el frío. Sufre la piel blanca al sol y sufre la negra por prejuicios. La pobreza le duele al rico, mientras que el pobre se atormenta en pos de la riqueza. Tanto es nuestro dolor, que olvidamos que la riqueza nada tiene que ver con la abundancia de tu cartera.
Y entre tanto sufrimiento, tan solo somos capaces de buscar culpables y encontrar víctimas. Dividimos en pisos a la especie humana y decidimos que los mejores se situasen arriba. Desde entonces, los de abajo corretean por las escaleras, llaman desesperados al ascensor y protagonizan una auténtica batalla a cada escalón ascendido. Los de arriba, a sabiendas de que en las alturas hay aforo limitado, desconfían y temen, conscientes de la brutal embestida que aflora de los pisos inferiores.
Hemos inventado un sistema que carcome las entrañas y cubre nuestra esencia de miedo. Hemos alimentado a este monstruo con la insensatez del egoísmo hasta convertir lo que inventamos en nuestra realidad. El sistema es el único Dios en el que creemos, tan inamovible que ni siquiera cuestionamos su veracidad.
¿Cómo enfrentarte a algo que no existe?
Pero que no exista no significa que no mate o que no duela. Porque duele y mucho. Y duele porque el sistema no flota ajeno a nosotros. Al sistema lo incrustamos en el rincón más puro de nuestra alma; para asegurarnos de no recordar lo que en realidad somos. Porque preferimos describirnos como una especie maligna, preferimos ser un virus que arrase con la vida antes que aceptar que somos la vida misma, actuando con una severa ignorancia.
Y por eso sufrimos, porque somos incapaces de aceptar que el puñal nos lo clavamos nosotros mismos. Son nuestras manos las que aprietan el acero contra el corazón. Todo porque somos incapaces de aceptar que el monstruo no está fuera, sino carcomiéndote por dentro.
Con tal de no sufrir, nos hemos refugiado en el amor, alejándolo lo más posible de todo este mundo de martirios. Hemos separado al sufrimiento del amor, pero nunca han sido algo distinto.
El amor sufre por todo lo que hacemos. El amor no es ajeno a la sangre de las guerras, ni a los pellejos huesudos del hambre, tampoco hace la vista gorda a la codicia. El amor no distingue entre víctima y homicida, ni colores de banderas. El amor llora con la misma sinceridad que ríe y se oscurece con la misma brillantez con la que amanece. Tampoco se apaga cuando los cuerpos se entierran, ni se tapa los ojos ante el sanguinario espectáculo de un latigazo.
Y si fuéramos capaces de abrazar al dolor, dejaríamos de hacer aquello que nos hace vivir en la penuria. Porque no hay muestra más sincera de amor que un abrazo auténtico; y no hay nada que un abrazo no cure.
El amor no busca excusas para manifestarse. Reparte su dicha sin preocuparse del destinatario, sin cuestionar si es merecedor de tal regalo.
Dejemos de buscar soluciones sobre trozos de papel. Dejemos de mentir al que miente y castigar al que condena. Dejemos de complicar lo simple con fórmulas que el espíritu no entiende. Dejemos de pensar lo que sentimos. Dejemos que la culpa se diluya con las penas.

Dejemos atrás las medias tintas y las excusas. Dejemos de dilatar los cambios y soñar con futuros inciertos. Dejemos todo eso atrás, porque ahora –y desde siempre –tan solo vale Amar.

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