Brota sin que lo busques, se encuentra sin pretenderlo. Se
adhiere a tus células, nubla tus amaneceres; perfora tus latidos. El dolor
contamina las lágrimas cristalinas, opaca sonrisas y nubla las emociones.
El dolor nace de la inconciencia, se reproduce en la
ignorancia y ataca a la inocencia.
Veo charquitos de sangre que conducen hasta corazones
moribundos; no porque no latan, sino porque ya no sienten. Veo pies sucios que
deambulan perdidos y cuerpos que se cubren con cartón. Cuerpos que beben de
cartones para poder dormir. Veo también corbatas que con disimulo, ahogan.
Trajes que matan con elegancia y zapatos recién lustrados que se pudren. Hay
narices adictas a los polvos, y polvos que se echan para escapar de la soledad.
¿Quién hace el amor hoy en día?
Veo carteles de
rebeldía en las paredes. Se respira lucha en las calles, pero conformismo en
las entrañas. Hay buenas intenciones y ausencia de acciones.
Hay anuncios de barrigas hambrientas en las pantallas.
Existen tripas que truenan porque nada contienen e intestinos que se atascan
cargados de estrés. Hay gente que cruza un mar sobre madera, y los hay quienes
se montan en cruceros; pero todos, escapan de su miseria, a su manera.
Se oyen bostezos en las iglesias, se brinda nostalgia en los
bares y se respira humo en las ciudades. Unos se quejan de la hipoteca, otros
viven de alquiler, algunos hacen las maletas del desahucio y todos sufren el
yugo de la sociedad. ¿Pero qué es esa sociedad?
En serio. ¿Quién eligió a los presidentes? ¿Quién necesita
dictadores? Nadie se pregunta por qué nos matamos por deudas que no existen.
Todos aceptamos las leyes, aunque condenen al humilde y premien al tirano.
Aguantamos que la escuela mutile nuestra creatividad y pensamos que con
quejarnos un poquito acerca del gobierno basta. Apoyamos al monstruo que nos
destruye, porque preferimos la esclavitud conocida a la misteriosa libertad.
Hablamos de sistemas y de cambios políticos, pero las tertulias no curan las
ejecuciones, ni hacen más placenteras las violaciones. Las charlas de
vocabulario complejo no alivian la sed de los labios agrietados, ni dosifican
la violencia de los agujeros de bala. Estar en contra del cambio climático no
hace crecer a los árboles, ni hará que los coches se transformen en bicicletas.
El sufrimiento no hace distinciones de clase o raza. Para el
dolor no hay diferencia entre ricos y pobres, entre dueños de yate o barqueros
de pateras. Sufren los que viven en áticos y los que los limpian. Sufre el
cerdo cuando lo apuñalan y sufre el corazón que se lo come. Siente dolor el
viejo por los años perdidos y siente dolor el joven por los años que le
esperan.
Sufren los que soportan el calor del trópico y los que
aguantan perder dedos por el frío. Sufre la piel blanca al sol y sufre la negra
por prejuicios. La pobreza le duele al rico, mientras que el pobre se atormenta
en pos de la riqueza. Tanto es nuestro dolor, que olvidamos que la riqueza nada
tiene que ver con la abundancia de tu cartera.
Y entre tanto sufrimiento, tan solo somos capaces de buscar
culpables y encontrar víctimas. Dividimos en pisos a la especie humana y
decidimos que los mejores se situasen arriba. Desde entonces, los de abajo
corretean por las escaleras, llaman desesperados al ascensor y protagonizan una
auténtica batalla a cada escalón ascendido. Los de arriba, a sabiendas de que
en las alturas hay aforo limitado, desconfían y temen, conscientes de la brutal
embestida que aflora de los pisos inferiores.
Hemos inventado un sistema que carcome las entrañas y cubre
nuestra esencia de miedo. Hemos alimentado a este monstruo con la insensatez
del egoísmo hasta convertir lo que inventamos en nuestra realidad. El sistema
es el único Dios en el que creemos, tan inamovible que ni siquiera cuestionamos
su veracidad.
¿Cómo enfrentarte a algo que no existe?
Pero que no exista no significa que no mate o que no duela.
Porque duele y mucho. Y duele porque el sistema no flota ajeno a nosotros. Al
sistema lo incrustamos en el rincón más puro de nuestra alma; para asegurarnos
de no recordar lo que en realidad somos. Porque preferimos describirnos como
una especie maligna, preferimos ser un virus que arrase con la vida antes que
aceptar que somos la vida misma, actuando con una severa ignorancia.
Y por eso sufrimos, porque somos incapaces de aceptar que el
puñal nos lo clavamos nosotros mismos. Son nuestras manos las que aprietan el
acero contra el corazón. Todo porque somos incapaces de aceptar que el monstruo
no está fuera, sino carcomiéndote por dentro.
Con tal de no sufrir, nos hemos refugiado en el amor,
alejándolo lo más posible de todo este mundo de martirios. Hemos separado al
sufrimiento del amor, pero nunca han sido algo distinto.
El amor sufre por todo lo que hacemos. El amor no es ajeno a
la sangre de las guerras, ni a los pellejos huesudos del hambre, tampoco hace
la vista gorda a la codicia. El amor no distingue entre víctima y homicida, ni
colores de banderas. El amor llora con la misma sinceridad que ríe y se
oscurece con la misma brillantez con la que amanece. Tampoco se apaga cuando
los cuerpos se entierran, ni se tapa los ojos ante el sanguinario espectáculo
de un latigazo.
Y si fuéramos capaces de abrazar al dolor, dejaríamos de
hacer aquello que nos hace vivir en la penuria. Porque no hay muestra más
sincera de amor que un abrazo auténtico; y no hay nada que un abrazo no cure.
El amor no busca excusas para manifestarse. Reparte su dicha
sin preocuparse del destinatario, sin cuestionar si es merecedor de tal regalo.
Dejemos de buscar soluciones sobre trozos de papel. Dejemos
de mentir al que miente y castigar al que condena. Dejemos de complicar lo
simple con fórmulas que el espíritu no entiende. Dejemos de pensar lo que
sentimos. Dejemos que la culpa se diluya con las penas.
Dejemos atrás las medias tintas y las excusas. Dejemos de
dilatar los cambios y soñar con futuros inciertos. Dejemos todo eso atrás,
porque ahora –y desde siempre –tan solo vale Amar.
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