Escribo esto como recordatorio a mí mismo, aunque sé que
cuando sienta de verdad lo que voy a decir a continuación, no necesitaré
recordarlo.
El amor no se divide en distintas clases. No hay amores de
pareja, amores de madre ni amor en la amistad; tan solo hay Amor.
Cuando amas de verdad, no hay personas especiales, no hay
seres queridos. No llamas “mi amor” a una sola persona, sino que sientes eso
mismo ante la vida misma. Cuando amas, te da igual toparte con la mirada de una
chica de ojos castaños, o admirar las pestañas de un caballo. Sientes lo mismo
por la madre que te parió que por el árbol escogido como meadero por los
perros.
El amor no empieza, ni se termina. El amor siempre está; lo
único que puedes hacer es destaparlo y solo lo experimentas cuando te
descorchas del todo. No puedes dejar de querer a alguien, porque entonces es
que nunca has amado a ese ser.
El amor no espera recompensas de ninguna clase, no necesita
ser correspondido. El amor no conoce distancias, ni tampoco espera regresos. El
amor se manifiesta con toda la fuerza del mundo o no lo hace.
El amor no busca llenar huecos, porque no los tiene. El amor
no se pide ni se habla; tan solo se siente.
El amor no te pertenece, ni a ti ni a nadie; porque el amor
es una fuerza impersonal, tan impersonal que es la energía que compone nuestra
esencia.
El amor no se apega a nada y no extraña a nadie; porque a lo
infinito no le puede faltar nada. Y sin embargo, el amor nunca ha sido
indiferente, pues está en todo; incluso en la confusión de nuestros corazones;
llega hasta los recovecos más profundos, allí donde se alojan las dudas y los
miedos, allí donde se pierde la esperanza y se reproduce la melancolía; incluso
hasta esos rincones llega el amor, de la única manera que sabe hacerlo:
incondicionalmente.
El amor no pide abrazos, tan solo los da, a todo aquel que
se deje abrazar.
Y a pesar de navegar por la luz y la oscuridad, el amor no
desespera ante la negrura de la noche, ni tampoco espera al amanecer para
brillar. Porque puede que el amor abrace al miedo, pero nunca le ha temido.
Para el amor no hay puntos medios, no existe el amar un
poquito, o el querer mucho. Al amor no le importan las veces que digas su
nombre, porque limitar el amor a dos sílabas y cuatro letras es pretender que
un pájaro vuele sin alas. Por eso, las cartas pueden decir mucho y expresar
poco, las palabras pueden engatusar a las almas confusas y añorantes, las
caricias pueden derretir la piel y los besos endulzar los labios; pero el amor
jamás se reduce a los sentidos, o los trucos mentales.
El amor tampoco yace en el cuerpo desnudo del amante, en los
gemidos entre sábanas. No hay amores de una noche, ni amores que por contrato
se firmen “para siempre”, ya que al amor no necesitan recordarle su condición.
No hay amores viejos que acompañan suspiros, tampoco hay
amores recientes, ni nuevos. No hay amores románticos, o platónicos.
Muchas cruzadas de dudas y desesperación se han librado en
nombre del amor. Pero el amor no desespera, porque no necesita esperar a nadie,
ni dudar en absoluto. ¿Duda acaso una flor para abrir sus pétalos? ¿Duda acaso
la semilla en brotar de la tierra?
Con suma facilidad describimos como amor la necesidad y los
celos. Pero cuando el amor verdadero bulle como lava de volcán, el miedo a que
explote hace de su expresión algo de extrema dificultad. ¡Si supiéramos que el
amor no es un volcán! Es tan solo un manantial inagotable; es el río y el océano,
el agua dulce y la salada.
El amor no se halla en el sacrificio de lo individual por lo
colectivo; porque lo individual no existe y lo colectivo, tampoco. Tan solo
existes tú, y tú eres todo; por tanto, si amas la vida eterna que eres, estás
amando lo único que existe, y a todo cuanto esa inmensidad contiene. Y claro,
entonces ya no tiene sentido sacrificarte por nadie.
El amor no se busca, ni tampoco se encuentra. El amor se da,
cuando te rindes a tu verdadera naturaleza y dejas de luchar contra ella.
No hay un amor de tu vida, tan solo hay amor en la vida,
porque la auténtica vida es amor.
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