Extraño desperdiciar mis tardes con los ojos aturdidos por
una pantalla de 42 pulgadas. Extraño los fines de semana y los calendarios.
Extraño los entretenimientos que ofrece la ciudad para nublar los sentidos.
Extraño estar con alguien que sea de mi propiedad. Extraño bromear sobre temas
banales y que mi lengua se exprese con insensatez. Extraño criticar sin darme
cuenta de mis juicios. Extraño ser yo.
Vivía encerrado entre ladrillos mentales, cohesionados
mediante reglas que rigen un universo limitado. Allí se diluía mi existencia,
estrellando mis nudillos contra las paredes, pintando cuadros de frustración
constante con mi sangre. En ese refugio crecí y aprendí, caí, me levanté y
volví a tropezar. Lloré de desesperación y la soledad sacudió mis huesos como
frío húmedo.
No importaba cuanto corriera, daba igual que mis pies
criaran ampollas de tanto huir, esa cárcel de bloques anaranjados me perseguía
con más ahínco que mi sombra.
En algunos momentos, tal vez por los golpes de mis puños
magullados, o quizás por el poder oxidante de mis llantos, resquicios del muro
parecían derruirse. Y entonces atisbaba el frescor de la libertad, la calidez
del amor, abrazándome con el calor de mil estrellas. Pero eran solo destellos,
tan solo fragmentos de brillantez en un mundo que me invitaba a arrancarme la
piel a trozos. Y con cada huequecito que se abría entre el ladrillo, más
consciente era del sufrimiento que corrompía mis entrañas. La luz que se
filtraba entre la oscuridad hacía mi miseria más palpable, mis intentos de huir
más absurdos y mis gritos más sordos.
Hasta que apareció ella. Ella, que en realidad fui yo. Ella,
la que atravesó el sufrimiento sin esfuerzo, con la que vi el amanecer de una
nueva era, con la que me fundí sobre arena dorada. Ella, era todo; porque era
auténtica. Su corazón hacía temblar a mis pulmones, su respiración refrescaba
mi alma, su mirada reflejaba un mundo diferente, donde infinitas posibilidades
se diluían en cada pestañeo. Ella era tan real, que hasta parecía una ilusión.
Y así, después de regalarnos el amor de una vida en 25 suspiros, se fue.
Pero cuando algo así te ocurre, cuando has abierto la
ventana que transforma la nieve en gotas frescas de creatividad, cuando has
contemplado la mirada de alguien hasta traspasar el cristal de las pupilas y
has experimentado la luz de mil atardeceres condensados en una sonrisa… Cuando
eso te ocurre, no quieres que se te vaya.
Y el corazón sigue latiendo, y la celda de ladrillos pesa, al
igual que los párpados, cada vez que se abren y no tienen su rostro como
primera imagen del día. Porque despertar sin ella es un amanecer sin sol.
Y así, aquello que era inmenso se reduce hasta convertirse
en un ovillo tejido con lana de recuerdos. Recuerdos que se atoran en la
garganta, recuerdos que antes respiraban y ahora asfixian. Porque la sombra de
la libertad pesa más que una vida de esclavitud.
Hasta que te das cuenta de que aquello que fue, lo sigue
siendo y que si no sientes que está, es porque lo estás buscando. Pero ¿Cómo
mirar algo que se reproduce en tus ojos y se esconde del cristal de los
espejos? ¿Cómo ir en busca de tu propio corazón?
Porque ella, tan solo soy yo dándome la oportunidad de
vivir. Ella es la forma que eligió el amor para abrazarse a mi alma. Un alma
que es tan mía como suya, un alma que
nunca estuvo conmigo en esa celda de ladrillos; ya que ella siempre fue ella, y
ella tan solo era yo.
Pero si yo soy ella, no la necesito aquí conmigo,
acariciando mis cabellos y diciéndome que todo saldrá bien. Si yo soy ella, no
hay por qué buscar abrigo en otra piel, ni consuelo de otros labios.
Y así, sufro. Porque la celda de antaño, esa sin orificios
para dejarme aspirar aire puro ahora tiene una ventana que sacude cada uno de
mis poros. Y la luz que se cuela ilumina hasta las telarañas más añejas. Ya no
tiene sentido vivir más en esta celda.
Pero esta celda es lo único que tengo. Aquí estoy yo y todas
mis insignificantes creaciones; fuera, está el abrumador infinito que
supuestamente soy. Aquí, sin embargo, entre los ladrillos está ella, y detrás
de esa ventana, el amor que hizo temblar hasta nuestras pestañas. Pero sus
pestañas están aquí. Todo está aquí y yo ya no sé ni dónde estoy.
Me reprocho permanecer por voluntad propia en la prisión de
la que siempre quise huir. Y me asomo a la ventana, y la busco entre la nada;
pero ella nunca estará allí. O sí, pero para eso, tengo que salir yo primero.
Entrar o salir, esperarla hasta morir, o lanzarme a vivir.
Estoy medio fuera y medio dentro. No sé si avanzo o retrocedo, no sé si ella se
acerca o si un continente de polvo nos condena a la distancia.
Ya no me quedan fuerzas para luchar, y la batalla ha perdido
sentido. Ya no queda más carne en mis nudillos para estrellar contra muros
ásperos. Las cuerdas de mi voz se desgarraron y hasta el eco de mis latidos se
ha difuminado en el silencio.
Me cuesta perdonarme, porque me es difícil arrepentirme de
mis actos, por muy vacíos que estuvieran.
Extraño lo que era y lo repudio al mismo tiempo. Me rechazo
y me añoro, porque ya no sé quién soy. Y tal vez ni siquiera me importe.
Cuando la vida ya no importa, la muerte abre camino y
contemplarla no se hace doloroso. Ya no hay impulsos que me muevan la sangre.
La condena perpetua se antoja más larga que un último suspiro. Tal vez lo que
creía como una llama inagotable tan solo era una vela, y la cera se consume de
manera tan inevitable como el cuerpo.
¿O soy el fuego? El fuego que brota de la tierra y que danza
con la lluvia.
¿Cómo es posible que la ventana hacia la verdad haya
transformado mi rostro en una máscara pesarosa?
Si no hay amor, nada tiene sentido. Cada acto privado de
amor es una puñalada al alma, una arruga en el corazón.
Y lo que no puedo aceptar todavía es amarlo todo. No solo a Ella. Porque solo
quiero amarla a ella, solo quiero soñar con ella, escribir para ella,
inspirarme en ella y encontrarme con ella. Pero haciendo eso, ni la amo a ella
ni amo a nadie.
Y por amar, incluso he de amar a mi ignorancia, esa que me
impulsa a corromper el espíritu. Abrazar incluso al miedo que me aleja de lo
único que existe. Abrazar eso que extraño y que nunca he sido.
Si no hay amor, nada tiene sentido. Mejor muerte. En serio,
muérete.
O si quieres vivir, Ama. Yo te amo. De verdad. Gracias.
Gracias. Te amo. Gracias. Sé feliz.
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