Durante toda mi vida creí que carecía de cualquier habilidad
para jugar al fútbol.
Cuando apuntaba a la portería, daba igual lo mucho que me
concentrara, el balón siempre acababa sobre algún tejado o enganchado entre las
ramas más altas de un árbol. Mis pies apenas alcanzaban a coordinarse para
darle dos toques seguidos a la pelota sin que cayera al suelo.
De aquel modo, yo acepté que el fútbol no me gustaba por mi
escaso talento para practicarlo. Al fin y al cabo, ¿Cómo iba a disfrutar de
algo que no sé hacer?
Así pasaron los años y siempre que tocaba ir a la cancha de
cemento algún fin de semana, yo partía hacia el campo con la cabeza gacha,
aceptando mi rol de inferioridad de cara al resto. ¡Y eso que mis rivales eran
amigos de la adolescencia!
Algunas veces me divertí con el balón entre los pies, pero
fue cuando aprendí a reírme de mi propia torpeza. En cambio, todos los demás
siempre gozaron a carcajada suelta cada patada que daba, cada intento de
cabezazo fallido y cada disparo errado.
Hasta que hace pocos días, en una conversación sobre
deportes, en un momento determinado, confesé ser un patoso jugando al fútbol.
No había motivo para hacerlo, ninguno de los presentes me había visto jugar
antes, ninguno tenía la menor idea de mis habilidades atléticas y técnicas,
pero aun así, yo sentí la necesidad de colgarme aquella etiqueta.
Al acabar la conversación yo todavía no entendía por qué
había dicho lo que dije. Por qué me seguía aferrando a esa definición que había
creado tantos años atrás. Además, pensé, había llovido mucho desde la última
vez que me vi con un balón en los pies. ¿Y si ya no era tan patético? ¿Y si por
algún milagro de la vida mis habilidades se habían desarrollado sin darme
cuenta?
En ese momento estaba en el baño despojándome de las
lentejas del medio día, riéndome por aquellos disparatados razonamientos. ¡Qué
locura! La habilidad es una consecuencia de la práctica, no es algo que ocurra
por azar.
Me levanté del váter, apreté el botón para vaciar el agua y
me quedé allí, con los pantalones bajados, con la vista clavada en una esquina.
¡Había un balón de fútbol!
Llevaba casi un mes en aquella casa y había cagado muchas
veces en ese baño; y sin embargo, nunca había visto el balón hasta ese día.
Supongo que tampoco fue casualidad que esa misma mañana,
mientras corría por un sitio desconocido de la ciudad, me topé con un campo de
fútbol espectacular. El cemento lucía un color arcilloso y las porterías
incluso tenían redes.
Fue entonces cuando acepté la oportunidad que me daba la
vida. Cogí el balón del baño, lo guardé en mi mochila y al día siguiente fui
corriendo hasta la canchita.
Estaba solo. El sol jugaba al escondite con las nubes y un
viento frío azotaba mis mejillas. Al principio, a pesar de no haber gente para
juzgarme, estaba yo. Y yo me juzgaba por todos.
Mi cabeza no paraba de repetir a modo de mantra: “Eres malo”
“Apestas” “Esto no es lo tuyo”.
Y claro, con ese martilleo en la mente, cuando apunté las
primeras veces a la portería ocurrió lo de siempre y el balón se iba desviado
varios metros una y otra vez.
Entonces, cuando estaba a punto de aceptar mi condición de
torpe una vez más, ocurrió algo increíble:
Decidí darme la oportunidad de disfrutar de aquel instante. No importaban todos los tiros errados a lo largo de los años, no importaban los tropiezos, las burlas de los demás. Tan solo existían mis piernas peludas y el balón juguetón entre mis zapatillas.
Decidí darme la oportunidad de disfrutar de aquel instante. No importaban todos los tiros errados a lo largo de los años, no importaban los tropiezos, las burlas de los demás. Tan solo existían mis piernas peludas y el balón juguetón entre mis zapatillas.
Daba igual que fuera bueno o malo, al fin y al cabo, ¿Qué
significa ser bueno?
En vez de eso, me limité a disfrutar del juego. Porque eso
era lo único que quería hacer.
Y empecé a correr a toda velocidad a lo largo del campo,
adelantando el balón y moviéndome como una centella tras él. Luego pisaba la
pelota, hacía ochos con mis piernas, deslizaba mis brazos como alas y sentía
que ese trozo de goma y cuero era parte de mi cuerpo. ¡Cuánta diversión!
Luego levanté el balón del suelo y empecé a dar toques en el
aire. No era muy difícil batir mi record previo de dos toques, pero superar una
cifra muerta no era mi objetivo. Yo tan solo estaba creando belleza; daba igual
que fuera con movimientos armónicos o descoordinados, ya que en realidad la
diferencia tan solo se encuentra en la percepción.
Primero di toques con las puntas de los pies, hasta que –sin
querer –el balón se elevó más de lo esperado. Y de manera instintiva levanté
una rodilla para recibirlo, y cuando volvió a salir despedido aterrizó sobre la
otra pierna. Luego incluso atiné para darle un toque con la frente y volver a
controlarlo con los pies. Cuando por fin la pelota cayó al suelo yo estaba
atónito, incapaz de comprender lo que acababa de ocurrir.
Y seguí probando, creando, sudando y disfrutando, hasta que,
mientras me movía por la cancha me di cuenta de que estaba en el medio del
campo. Levanté la vista hacia la portería y observé la considerable distancia
que me separaba de ella… “¿Y si…?”
No me hizo falta terminar la frase ni plantearme nada más. Cerré
los ojos, tomé impulso y chuté el balón con el empeine, dejando estirada la
pierna tras el lanzamiento. El tiempo se ralentizó y observé cómo la pelota se
elevaba cada vez más. Y de repente, empezó a bajar.
-No puede ser… ¡¡Va a
entrar!!–me dio tiempo a decir en voz alta.
Con un efecto pronunciado y una curvatura deliciosa el balón
se coló por toda la escuadra derecha, hundiéndose en el fondo de la red.
Y yo me llevé los brazos a la cabeza y luego empecé a saltar
y dar vueltas y gritar, absolutamente eufórico.
Pero lo más increíble de todo, fue que aquel día de
reencuentro con el fútbol, la alegría estuvo presente en cada acción. Porque
ese día, fallé muchos más tiros de los que metí; el balón se me escapó en
incontables ocasiones e incluso me caí en una de ellas. Pero por primera vez en
mi vida, me permití experimentar todo aquello sin juicio alguno. Ya que para la felicidad no hay diferencia
entre el balón que se queda entre las redes y el que acaba entre los arbustos.
Y por supuesto, todo esto no es nada más que una metáfora de
la propia vida.
¿Cuántas veces nos negamos la oportunidad de experimentar
algo por aferrarnos a definiciones pasadas o expectativas futuras?
Así diluimos nuestros días. Recordándonos constantemente
nuestras capacidades y carencias. Encerrados en las creencias de lo que somos
capaces de hacer y de lo que no, cercando nuestro mundo y posibilidades;
dejando que los juicios de los demás (y los propios) condicionen nuestra
realidad.
Y a pesar de todo, tan solo importa una capacidad, –una que
todos tenemos –y es la de gozar de cada instante, de abrazarlo como algo mágico
y sentirlo con la máxima intensidad.
Cuando se vive de ese modo, cuando el fracaso no te importa
y el éxito te es indiferente, tus acciones tienen el frescor de una lechuga
recién lavada y la espontaneidad de una criatura que empieza a vivir. Porque un
acto de autenticidad no es más que eso, algo continuamente fresco y espontáneo.
Y tal vez, solo si te das la oportunidad de experimentarlo,
puedas marcar unos cuantos golazos por toda la escuadra.
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