Libercio nació sin ser rico, pero tampoco era pobre. Se crio
sin privilegios, pero sin carencias. No era alto, ni flaco, ni gordo. No tenía
mucho pelo, pero tampoco era calvo. Sus cabellos no eran ni rizados ni lisos.
No hablaba demasiado, pero tampoco era callado.
En el colegio no destacaba ni por listo, ni por tonto.
Simplemente no destacaba. Tampoco era hábil en los deportes, ni en el romance.
Aunque su confusa apariencia le dio la oportunidad de intimar con algunas
chicas deseosas de probar algo distinto. Hasta que apareció Estricta, una mujer
de normas. Tenía espaldas de nadador y un aceitoso pelo rubio teñido que
acariciaba de forma milimétrica sus hombros.
Estricta vio en Libercio la oportunidad perfecta de moldear
algo que escapaba a su organizado mundo de formas. Él no sabía ni cómo
definirse a sí mismo, así que probó a encajar con las leyes de Estricta.
Al poco tiempo de noviazgo, más por convencionalismo que por
decisión, Libercio le pidió matrimonio a Estricta y de este modo empezó su vida
de casados.
Libercio consiguió un trabajo de oficina gracias a los
interminables contactos de Estricta y allí echó raíces. Poco a poco, su
apariencia desconcertante se fue haciendo predecible. Su cabeza se decantó por
la calvicie, su barriga por la gordura y su cerebro tomó el camino de los
borregos. Pero bueno, por lo menos se hizo rico; debido al duro trabajo que le
hacía caer el pelo y gracias a la silla que llenaba de grasa sus nalgas, el
dinero llegaba a borbotones a la familia de Estricta. En teoría, también era su
familia, pero Libercio nunca se sintió encajar demasiado con aquellas personas
de espaldas anchas.
Estricta estaba orgullosa ante la transformación de su
marido, pero más orgullosa se sentía de sí misma al ver lo que había conseguido
con él. Ya no quedaba nada de aquel misterioso chico difícil de encajar en
alguna definición.
Así pasaron los años y Libercio sentía que a pesar de tener
esposa y familia, a pesar de ser claramente calvo y gordo, y a pesar de vivir
en una casa de techos rojos adecuada a su riqueza; él seguía sin poder sentirse
parte de todo aquello.
Él todavía estaba perdido y sin ser capaz de responder a la
pregunta que lo carcomía por dentro: ¿Quién soy?
Desesperado, fue en busca de ayuda. Primero recurrió a un
doctor; pero éste sólo le recetó pastillas y reposo. Insatisfecho, visitó a un
psicólogo; mas éste se limitó a diagnosticarle depresión y darle más
medicamentos, para lo cual tenía que volver a ver al médico. Sin estar
conforme, decidió buscar en la religión; pero los curas de la iglesia
propusieron como única solución la oración y la clemencia de Dios.
Nada de lo anterior solucionó el vacío que lo consumía por
dentro; así que Libercio siguió buscando y se adentró en el fangoso territorio
de lo místico. Consultó brujos y chamanes, profundizó en meditaciones
milenarias y hasta contactó con sectas que hacían rituales a la luz de la luna.
Aprendió un centenar de maneras de respirar, leyó libros de autoayuda y
almacenó cientos de teorías acerca del propósito de su existencia. Pero él todavía
seguía sin saber qué era.
Hasta que un día, de camino al trabajo vio a un gato saltar
de un tejado a otro, con pasmosa facilidad. El felino realizó el salto sin
dudarlo y aterrizó con la delicadeza de un bailarín clásico. Y Libercio se
quedó maravillado. Tan asombrado estaba que allí se quedó plantado, intentando
asimilar cómo había conseguido el gato realizar tal proeza.
El gato, simplemente salta, porque no tiene nada que perder,
ni tampoco algo que ganar; él no se preocupa de lo que es capaz de hacer y de
lo que no, él tan solo lo hace. El gato no se cuestiona el propósito de su vida
gatuna, él tan solo la vive.
Cuando se dio cuenta de esto, Libercio rio. Rio con más
energía que en toda su vida y continuó soltando carcajadas, hasta que sus
abdominales endurecieron su flácida barriga y las lágrimas brotaron de sus ojos
cansados. Y de repente empezó a correr, con ágiles zancadas e inundado de
felicidad; porque se olvidó de que los gordos no pueden correr con agilidad y
menos aún disfrutar haciéndolo.
Libercio dejó de ir a trabajar. Aunque, claro, decidió
obviarle este detalle a Estricta, por temor a las represalias. Así pues, en vez
de emplear ocho horas diarias aplanando sus glúteos, se las pasaba corriendo,
paseando y observando. Y descubrió muchas cosas observando, porque siempre
había algo que observar. Siempre había algo ocurriendo, tanto fuera como
dentro.
Así descubrió que las personas siempre intentan encajar las
cosas dentro de otras cosas. Las personas hacen esfuerzos tremendos para
clasificar lo que ven; y todos parecen desesperados por encajar en alguna de
esas clasificaciones, porque no estar clasificado significa estar perdido. Y
Libercio se dio cuenta de que él se sentía perdido, porque todavía quería
formar parte de ese juego en el que todo tenía que encajar dentro de algo.
Casi un mes después de dejar el trabajo, el jefe de Libercio
se puso en contacto con Estricta, y ésta explotó en cólera contra su marido. Le
llamó irresponsable, insensato, tonto, bruto e imbécil. Pero para Libercio, el
enfado de Estricta fue lo único que necesitaba para darse cuenta de que no
tenía por qué seguir luchando por pertenecer a ese mundo de locos; a ese mundo
de leyes y normas, ese era el mundo de Estricta, no el suyo.
Y Libercio sonrió, porque él mismo había elegido a Estricta,
su propio miedo lo había unido a ella. Pero ya no la necesitaba más. No
necesitaba trabajar en una oficina, ni tampoco necesitaba vivir en una casa de
tejados rojos, no necesitaba tener una esposa de espaldas anchas esperándolo en
ese sitio al que se llama hogar.
Libercio se dio cuenta de que no tenía nada que perder y una
vida entera por vivir. Porque no era gordo, ni calvo, ni rico; no era tonto ni
listo. Él simplemente era Libercio, un hombre libre.
Moraleja: Libercio somos nosotros y Estricta, también.
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