Esa frase tan repetida durante el último año puede tener más
valor que unas simples risas y miles de vídeos en Youtube.
Déjalo ir. Tus preocupaciones, tan inútiles como
innecesarias. Deja que la culpa se diluya en un río que refleja el sol en su
superficie. Deja que tu pasado se vaya de la mano con tu futuro y acepten su
condición de inexistentes. Aunque claro, sí que existen; pero no como algo
lejano, como algo que ya pasó o algo que ya viene. Todo cuanto ocurrió y todo
cuanto ocurrirá están contenidos en este único instante, en este momento que
muta de un segundo a otro. Porque la vida se mueve, muta, se expresa, se diluye
y se transforma. Y si catalogas a la vida en tres espacios temporales la estás
destruyendo, la estás matando. Aunque claro, no puedes matar algo que es
inmortal; sin embargo, la sensación de sufrimiento que te provoca encasillar la
vida en tan rígida celda es absolutamente real.
Así que, ¿Por qué no dejarlo ir? Dejar marchar tu identidad,
esas sílabas que aparecen en un rectángulo de plástico y que consideras tu
nombre. Deja que las definiciones que has creado alrededor tuyo acepten su
condición de meras ilusiones. Porque no eres tu cultura, ni tus hijos o tus
padres. Ni siquiera eres tus sueños o aquello que más disfrutas. Porque lo que
de verdad es bello, se marchita en cuanto lo defines. Así pues, yo no soy lo
que escribo, ni lo que pienso. No soy las personas que amo, ni mi sonrisa.
Da un poco de miedo internarse en este dejarse ir, ¿Verdad?
Pero aventurémonos a ir más allá, sigamos desprendiéndonos
de espesas capas de inservibles ataduras. Porque puede que algunas de estas
ataduras te sean placenteras, pero ese placer está ligado a la sensación de
posesión y en cuanto te arrebatan esa ilusión, el placer se torna en dolor. Ese
es el ciclo que seguimos, una montaña rusa de emociones, un desconcierto que te
mata y te revive, una búsqueda que te llena tan solo para darte cuenta de que
siempre has estado vacío. ¿Qué tendrá el vacío que tanto nos asusta?
¿Qué más podemos dejar? Qué tal si dejamos si nos despojamos
de nacionalidades y traspasamos las fronteras del patriotismo. Quedémonos sin tierras,
sin lugares de origen, sin hogar al que retornar. Quedémonos sin casas e
hipotecas. Dejemos atrás hasta lo que fuimos hace dos segundos. Porque ya no
somos eso. Desprendámonos de ideales de justicia y maneras de vestir. Dejemos
ir la imagen de nuestro rostro y la creencia de que vemos a través de nuestros
ojos. Dejemos incluso la definición de seres humanos, o habitantes del planeta
tierra.
¿Qué nos queda ahora? ¿Todavía queda algo por barrer? ¿No
queda nada? ¿En serio? Deja atrás hasta la nada. Deja atrás las palabras que se
mueven inquietas por reducir lo observable a dimensiones lingüísticas. Déjalo
ir.
Y ahora, siente. Ríe sin comisuras, escribe sin ortografía,
ama sin corazón, palpa sin piel, come sin labios, no mastiques ni digieras, tan
solo saborea; o mejor dicho, deja que los sabores se manifiesten en tus
entrañas y se reproduzcan en tus retinas, no pienses, ni tampoco dejes de
pensar, no te dividas en mente y alma, no estructures tu cuerpo según sus
funciones. No hagas nada, pero actúa. Manifiesta lo que te late por dentro. Si
tienes sonidos atorados en la garganta, expúlsalo en melodías sin acordes.
Corta el viento con los dedos y limítate a expresar la vida que inunda todo
cuanto hay dentro y fuera, si es que a eso se le puede llamar limitar y si es
que existen bordes entre lo interno y lo externo. No definas, ni juzgues, no te
aburras y si estás feliz, no lo digas. No atrapes la alegría con pinzas de
observatorio, no metas el amor al laboratorio y no busques su fórmula mezclando
pócimas de emoción con gotas de experiencia.
Ahora, ¿Qué ves? Yo veo una caja de pañuelos con los que
ayer sequé mis mocos, unos fluidos que salieron expulsados como consecuencia de
mis lágrimas. Veo un cuadro de tonos fríos que desprenden calor, trazos de óleo
sobre lienzo que desprenden la alegría de quien materializó sus sueños en un
trozo de tela. La veo a ella en cada una de esas pinceladas azules, observando
perdida la inmensidad y también me veo a mí, reflejado en un monitor de menos
de 20 pulgadas, aunque en realidad no estoy allí, porque ni siquiera me reflejo
en esa pantalla, porque me lo acabo de inventar. Pero aun así estoy aquí,
poniendo tildes y escribiendo sin pensar, porque lo que digo no tiene cordura,
aunque borre y reescriba, qué más da. Estoy aquí, desplazándome más rápido que
mis dedos, que se confunden entre lo establecido de las reglas gramaticales y
el manantial de sentimientos que brota de una fuente de agua caliente, tal vez
termal, de alguna parte de mis entrañas, de mis nervios, o tal vez de la
glándula pineal. No tengo ni idea de qué tiene que ver la glándula pineal con
todo esto, pero me apetecía mencionarla. Tiene que ser bonita, ¿No? Es un
sonido interesante: “Glándula pineal”. Qué curioso es todo, así como las
canciones que fluyen a través de un cable que se bifurca para llegar a mis dos
oídos y hacerme sentir el sonido de una voz femenina que canta en inglés. Y me
vuelve el pensamiento, o mejor dicho, vuelve a querer controlar la situación y
me dice que pare, que lo que digo carece de sentido, que después de esta ida de
olla, no podré subir este texto al blog. Pero, ¿Por qué tengo que poner filtros
a lo que quiero expresar? ¿Por qué? Si esto que escribo es tan solo una flor,
por qué necesito pulirla al gusto de los demás. Si ni siquiera sé lo que les
gusta. Yo, por ejemplo, prefiero los espaguetis finos antes que los gruesos, y también
me gusta mezclar la salsa de tomate con el pesto. Pero para gustos los colores
y colores hay muchos, aunque todos son luz. Al final, la división carece de
sentido, como siempre, porque todo es lo mismo y viene del mismo sitio sin
origen ni final. Qué increíble es dejar ir y cantar en tu cabeza ese tema
pegadizo que Disney insertó en nuestras neuronas con una princesa de hielo.
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