miércoles, 11 de febrero de 2015

¿De qué te sirve tu identidad?

Recuerdo una tarde del verano pasado. Recuerdo tener la nariz rostizada después de un largo paseo por la montaña. Recuerdo entrar en un bar y pedir bebida negra con gas. Recuerdo un hombre al lado de la barra con ganas de contar historias. Recuerdo que mencionó algo sobre mi curiosa manera de hablar. Recuerdo que le dije mi nacionalidad, a modo de explicación. Y por último, recuerdo la frase que dijo a continuación:
“Y a mí qué me importa que seas de Bolivia”.
¡Qué increíble que es la vida! Siempre se las arregla para ofrecerte lecciones inesperadas.
Quién me iba a decir a mí que el encuentro con ese tipo medio borracho a las cuatro de la tarde, le iba a dar una bofetada a mis esquemas mentales.
No solo me dijo que no le importaba de dónde era, con esa frase tan espontánea y campechana, me dijo que le traía sin cuidado aquello con lo que yo me identificaba, que no tenía intención en mirar las etiquetas que yo me colgaba. A él tan solo le resultaba curioso mi acento cantarín, él tan solo quería charlar con la persona que tenía en frente, sin necesidad de encajarla dentro de alguna descripción.
¿Por qué no hacemos eso más a menudo? O mejor dicho, ¿Por qué no hacemos eso siempre?
Cuando conozcas una persona nueva, no caigas en las aburridas preguntas de siempre. No le preguntes a qué se dedica, no te intereses en su edad, ni le interrogues acerca de su situación sentimental, ni siquiera le preguntes su nombre.
Cuando te deshaces de todas esas preguntas etiqueta, ¿Qué te queda?
Nada.
Ya no tendrás cómo anclarte a definiciones, no podrás meter a esa persona junto con tus sacos de prejuicios y no te quedará más remedio que darte la oportunidad de conocer al ser humano que es en ese instante. Y solo importará su manera de mover los labios, el modo en que se rasque la cara o la asiduidad con la que pestañee. Y si finalmente surge alguna conversación, seguro que es mucho más creativa que las aburridas presentaciones de siempre.
Pero claro, para que esto funcione de verdad, también tienes que aplicarte el cuento a ti mismo. Tú también tienes que darte la libertad de ser lo que eres, sin aferrarte a lo que has hecho hasta el momento. Cuando esto ocurre, cuando te liberas de esa pesada losa que cargamos por identificación, descubres la ligereza y la frescura de ser algo nuevo cada instante.
Puede que si te desprendes de la idea de que el apio no te gusta lo acabes encontrando sabroso (a mí me ha ocurrido). O tal vez, si te levantas con el humor espeso y en vez de decir que vas a tener un mal día te mantienes abierto a la posibilidad de que cualquier cosa pueda ocurrir, algo increíble te suceda –desde observar el vuelo de una gaviota, a encontrarte un billete de cinco euros en la acera –y que la jornada cambie por completo por un simple vuelco de perspectiva. Ver una gaviota no te dará alas para volar, encontrarte cinco euros no te hará rico; pero tener la atención suficiente para apreciar un papel arrugado en el suelo u observar plumas blancas cortar el viento es algo gratificante en sí mismo.
Sin embargo, generalmente hacemos todo lo contrario. Y gastamos gran cantidad de energía revindicando nuestra identidad y la del resto. Apegándonos a que esos conceptos que hemos creado en nuestra mente son irrevocables.
Identificar algo es limitarlo, es negarle la posibilidad de ser algo más que una definición.
Por eso, no luches por tu identidad. No defiendas a los “gays”, no digas que los blancos y los negros son iguales, no digas que las mujeres merecen el mismo trato que los hombres. Porque hacerlo, significa que estás aceptando que hay diferencias que nos separan y nos distinguen, estás diciendo implícitamente que tus preferencias sexuales te definen de manera distinta, al igual que el color de tu piel o los órganos que cuelgan entre tus piernas. ¡Qué más da todo eso! Démonos la oportunidad de considerarnos seres humanos sin más; porque lo único que importa es que todos somos criaturas con corazones que laten y lo demás son clasificaciones inventadas.
En psicología suelen decir que las taxonomías (clasificación de lo que observamos) son algo intrínseco a nuestra conducta y que se realizan para ahorrar recursos cognitivos. Lo irónico de esto, es que al hacer este juicio, ya están limitando la realidad. Y por lo menos la mía, ya se está escapando de los cauces de la normalidad.
Mi realidad se está expandiendo como los pulmones de un caballo salvaje corriendo a toda velocidad por algún valle interminable.
En cuanto te empiezas a aventurar a dar ese paso que delimita lo real de lo imposible, te das cuenta de que las posibilidades que brotan del momento presente son ilimitadas. 
Tan solo imagina que no perteneces a ningún sitio, imagina que tu nombre no lo puede escribir ningún abecedario y que no perteneces a ninguna sociedad putrefacta. Imagina que el mundo en el que vivimos es tan solo consecuencia de nuestra propia percepción, un espejo de nuestro estado interior, confuso, ignorante y necesitado. Pero imagina que en realidad no eres eso y que no hay necesidad de tener miedo, imagina que no tienes nada que perder.
Porque, en serio, no tienes nada que perder; ya que en realidad nunca has tenido nada. La palabra posesión expresa rigidez, y la rigidez es la característica inequívoca de la muerte. Lo muerto yace rígido, mientras que la vida fluye, muta y se transforma.
Por eso, cuando te rindes a ese implacable vacío, brotan las más bellas creaciones, porque no buscan reconocimiento, ni un apellido que las represente. La belleza no busca oro, ni recompensa al esfuerzo, porque en la creación de la belleza no hay esfuerzo. La belleza se forja con pasión, pero sin quejas ni sacrificios.

Imagina que lo único que tienes que hacer es respirar el momento. Respirar, es lo único que tienes que hacer y si lo haces plenamente consciente, te darás cuenta de que eres el aire que te inunda. Y el aire, el aire es vida.

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