Recuerdo una tarde del verano pasado. Recuerdo tener la
nariz rostizada después de un largo paseo por la montaña. Recuerdo entrar en un
bar y pedir bebida negra con gas. Recuerdo un hombre al lado de la barra con
ganas de contar historias. Recuerdo que mencionó algo sobre mi curiosa manera
de hablar. Recuerdo que le dije mi nacionalidad, a modo de explicación. Y por
último, recuerdo la frase que dijo a continuación:
“Y a mí qué me importa que seas de Bolivia”.
¡Qué increíble que es la vida! Siempre se las arregla para
ofrecerte lecciones inesperadas.
Quién me iba a decir a mí que el encuentro con ese tipo
medio borracho a las cuatro de la tarde, le iba a dar una bofetada a mis
esquemas mentales.
No solo me dijo que no le importaba de dónde era, con esa
frase tan espontánea y campechana, me dijo que le traía sin cuidado aquello con
lo que yo me identificaba, que no tenía intención en mirar las etiquetas que yo
me colgaba. A él tan solo le resultaba curioso mi acento cantarín, él tan solo
quería charlar con la persona que tenía en frente, sin necesidad de encajarla
dentro de alguna descripción.
¿Por qué no hacemos eso más a menudo? O mejor dicho, ¿Por
qué no hacemos eso siempre?
Cuando conozcas una persona nueva, no caigas en las
aburridas preguntas de siempre. No le preguntes a qué se dedica, no te
intereses en su edad, ni le interrogues acerca de su situación sentimental, ni
siquiera le preguntes su nombre.
Cuando te deshaces de todas esas preguntas etiqueta, ¿Qué te
queda?
Nada.
Ya no tendrás cómo anclarte a definiciones, no podrás meter
a esa persona junto con tus sacos de prejuicios y no te quedará más remedio que
darte la oportunidad de conocer al ser humano que es en ese instante. Y solo
importará su manera de mover los labios, el modo en que se rasque la cara o la
asiduidad con la que pestañee. Y si finalmente surge alguna conversación,
seguro que es mucho más creativa que las aburridas presentaciones de siempre.
Pero claro, para que esto funcione de verdad, también tienes
que aplicarte el cuento a ti mismo. Tú también tienes que darte la libertad de
ser lo que eres, sin aferrarte a lo que has hecho hasta el momento. Cuando esto
ocurre, cuando te liberas de esa pesada losa que cargamos por identificación,
descubres la ligereza y la frescura de ser algo nuevo cada instante.
Puede que si te desprendes de la idea de que el apio no te
gusta lo acabes encontrando sabroso (a mí me ha ocurrido). O tal vez, si te
levantas con el humor espeso y en vez de decir que vas a tener un mal día te
mantienes abierto a la posibilidad de que cualquier cosa pueda ocurrir, algo
increíble te suceda –desde observar el vuelo de una gaviota, a encontrarte un
billete de cinco euros en la acera –y que la jornada cambie por completo por un
simple vuelco de perspectiva. Ver una gaviota no te dará alas para volar,
encontrarte cinco euros no te hará rico; pero tener la atención suficiente para
apreciar un papel arrugado en el suelo u observar plumas blancas cortar el
viento es algo gratificante en sí mismo.
Sin embargo, generalmente hacemos todo lo contrario. Y
gastamos gran cantidad de energía revindicando nuestra identidad y la del
resto. Apegándonos a que esos conceptos que hemos creado en nuestra mente son
irrevocables.
Identificar algo es limitarlo, es negarle la posibilidad de
ser algo más que una definición.
Por eso, no luches por tu identidad. No defiendas a los
“gays”, no digas que los blancos y los negros son iguales, no digas que las
mujeres merecen el mismo trato que los hombres. Porque hacerlo, significa que
estás aceptando que hay diferencias que nos separan y nos distinguen, estás
diciendo implícitamente que tus preferencias sexuales te definen de manera
distinta, al igual que el color de tu piel o los órganos que cuelgan entre tus
piernas. ¡Qué más da todo eso! Démonos la oportunidad de considerarnos seres
humanos sin más; porque lo único que importa es que todos somos criaturas con
corazones que laten y lo demás son clasificaciones inventadas.
En psicología suelen decir que las taxonomías (clasificación
de lo que observamos) son algo intrínseco a nuestra conducta y que se realizan
para ahorrar recursos cognitivos. Lo irónico de esto, es que al hacer este
juicio, ya están limitando la realidad. Y por lo menos la mía, ya se está
escapando de los cauces de la normalidad.
Mi realidad se está expandiendo como los pulmones de un
caballo salvaje corriendo a toda velocidad por algún valle interminable.
En cuanto te empiezas a aventurar a dar ese paso que
delimita lo real de lo imposible, te das cuenta de que las posibilidades que
brotan del momento presente son ilimitadas.
Tan solo imagina que no perteneces a ningún sitio, imagina
que tu nombre no lo puede escribir ningún abecedario y que no perteneces a
ninguna sociedad putrefacta. Imagina que el mundo en el que vivimos es tan solo
consecuencia de nuestra propia percepción, un espejo de nuestro estado
interior, confuso, ignorante y necesitado. Pero imagina que en realidad no eres
eso y que no hay necesidad de tener miedo, imagina que no tienes nada que
perder.
Porque, en serio, no tienes nada que perder; ya que en
realidad nunca has tenido nada. La palabra posesión expresa rigidez, y la
rigidez es la característica inequívoca de la muerte. Lo muerto yace rígido,
mientras que la vida fluye, muta y se transforma.
Por eso, cuando te rindes a ese implacable vacío, brotan las
más bellas creaciones, porque no buscan reconocimiento, ni un apellido que las
represente. La belleza no busca oro, ni recompensa al esfuerzo, porque en la
creación de la belleza no hay esfuerzo. La belleza se forja con pasión, pero
sin quejas ni sacrificios.
Imagina que lo único que tienes que hacer es respirar el
momento. Respirar, es lo único que tienes que hacer y si lo haces plenamente
consciente, te darás cuenta de que eres el aire que te inunda. Y el aire, el
aire es vida.
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