jueves, 15 de noviembre de 2018

Un mes de vida de Pueblo


Estoy vivo. Despierto casi cada mañana a las 6.30 y el tiempo se evapora hasta llegar las 8. Entonces me dirijo a la escuela de primaria a sumergirme en un mar de abrazos y bullicio.
Llevo ya casi un mes con las clases de inglés.
Sigue habiendo muchas emociones, pero también creo que estoy en proceso de asentarme en mi rutina.
¿Cómo te sientes Arielito?
Agradecido. Vivo. Con ganas de muchas cosas. Me siento abrumado por el cariño que recibo de los niños y también siento bastante presión por no defraudarlos.
Quiero hacer las cosas bien y ayudar en lo que pueda a mejorar la educación en Juluchuca.
Eso es algo fascinante. Siento que aunque todavía esté bastante perdido en muchas cosas y que no tengo ni idea de cómo voy a lograr mis objetivos, también hay una renovada sensación de confianza en mí mismo y en lo que puedo ofrecer.
Juluchuca es un pueblecito de 350 personas en la Costa Grande de Guerrero, México. No hay muchos trabajos ni tampoco sobra el dinero. Antes de que yo llegara, la escuela primaria no tenía profesor de inglés.
Después de un mes de clases, muchos niños todavía no tienen libreta de inglés. Porque, tal vez, una libreta podría considerase un gasto excesivo e innecesario para la familia.
Hay mucho por hacer y por empezar. Y no hay demasiadas barreras legales o burocráticas para ponerte manos a la obra.
Por ejemplo, Juluchuca no tenía un parque o una plaza de reunión para la comunidad. ¿Qué ocurrió? En lugar de pedir ayuda al gobierno y rellenar mil papeles, el pueblo se reunió, aprobó la idea de construir una plaza y los familiares que viven en Estados Unidos empezaron a mandar dinero para poner el proyecto en marcha.
¿Quiénes construyen el parque? Gente del pueblo, para el pueblo. Y por cierto, las personas que están trabajando a pleno sol, lo hacen sin recibir un centavo, tan solo por amor a la comunidad. ¿No es eso inspirador?



Por eso aquí, de algún modo, me siento mucho menos limitado. Aquí me vale un pimiento no haber terminado la universidad o no poder expresarme de manera sofisticada. Aquí a la gente no le importa eso. Tal vez en ninguna parte realmente importe. O quizás para algunos sí que es importante. La verdad es que no lo sé. Puede que la manera en que la gente me percibe no sea lo más importante, sino la propia percepción que tengo de mí mismo. O puede que incluso, lo que de verdad importe sea dejar de tener percepciones de mí mismo y permitirme ser lo que soy, tal como lo soy.
En fin, que aquí camino con confianza, ideas y ganas de aportar. Y siento que puedo hacerlo, porque se me ha concedido la libertad para hacerlo. ¿O yo mismo me he dado esa libertad?
Por cierto, también me gustaría explicar un poco cómo estoy trabajando aquí, si al final me están pagando, quién me estaría pagando y toda esa serie de cosas.
Oficialmente trabajo para Playa Viva, un hotel a 5 kilómetros de Juluchuca. Es un hotel regenerativo, concepto que nunca antes había escuchado. El hotel pretende promover un turismo sostenible, tener un impacto positivo en la comunidad y propiciar oportunidades de trabajo y mejoras en la calidad de vida para sus habitantes.
El hotel cuenta con un huerto ecológico, colabora con un santuario de tortugas marinas y diversas ONGs de la zona. Aparte de eso, Playa Viva tiene como uno de sus objetivos principales estar involucrada de manera constante en fomentar y mejorar la educación de Juluchuca.
Y ahí es donde entro yo en juego. Antes de que yo llegara, creo que Playa Viva nunca había tenido a una persona dedicada a proyectos educativos a largo plazo. Por lo tanto, dado que yo voy a quedarme por lo menos un año y quiero dedicarme a la educación, está claro que era una situación en la que todos podían salir beneficiados.
Yo estaba preparado para no recibir nada de dinero a cambio. Estaba listo para tirar de ahorros y tener una buena lección de desapego material. Sin embargo, la vida consideró oportuno que la situación se desenvolviera de manera un tanto distinta.
Playa Viva estuvo de acuerdo en que yo reciba una remuneración económica para cubrir mis gastos de comida y alojamiento, por lo cual me sentí muy agradecido. Y que no considero casualidad que ocurriera, justo cuando yo, genuinamente, estaba dispuesto a lanzarme al vacío sin esperar nada a cambio.
De hecho, mi percepción del dinero está cambiando radicalmente desde que estoy aquí. Casi toda mi vida he sido muy cuidadoso con mis gastos y he sido muy proclive a intentar guardar todo el dinerito que podía. Me gustaba sentirme como una hormiguita, yendo a trabajar, recogiendo sus billetitos y caminando deprisa a su hormiguero para ponerlos a salvo.
Y todavía pienso que es importante para mí tener ahorros y disponer de fondos para alguna emergencia. Pero también estoy descubriendo la asustante belleza de compartir lo que tienes incluso cuando no te sobra.
Yo, desde luego, no me he visto en la situación de tener tan solo un plato de comida y darle la mitad, o el plato entero a alguien más hambriento que yo. La verdad, siendo honesto, tengo mucho más de lo que podría necesitar y tal vez por eso me está entrando esta picazón de ser más generoso con lo que ya tengo.
Como digo, es algo que todavía no he hecho, pero que tengo muchas ganas de hacer. El simple hecho de estar aquí y ver lo que está ocurriendo con el parque público, me hace dar ganas de compartir y entregar todo lo que soy a este pueblito y al mundo entero.
Y claro que Juluchuca no es perfecto. Y por supuesto que en el pueblo no solo hay gente que hace lo que sea por el bienestar de la comunidad.
En Juluchuca se viven los mismos conflictos humanos que se manifiestan en el resto del mundo.
Hoy mismo, escuché de pasada a varios hombres conversando acerca de la caravana migrante de Honduras y tenían una postura bastante crítica hacia la gente que cruza su país. Se quejaban de que el gobierno los ayudase a ellos, que son extranjeros, que si en México no hay trabajos para todos, que si esa gente solo busca aprovecharse de la situación.
Todo eso escuché en tan solo unos segundos. Una simple conversación entre amigos en un bar, ponía de manifiesto un conflicto de tal magnitud y complejidad.
Siento que, sin importar la situación en la que nos encontremos, la mayoría de nosotros nos enfrentamos a miedos similares, compartiendo por el camino sueños y aspiraciones semejantes.
Quizás pueda decirse que algunos miedos tienen una base más sólida que otros. Podría decir que la gente aquí tiene mejores motivos para tener miedo que yo, dado que muchos de ellos tienen menos seguridad económica. Y al mismo tiempo, podría decir que yo tengo más derecho a estar asustado que una persona con millones de dólares en su cuenta. Pero, la verdad, no creo que funcione así. Y aunque siento que mi miedo no es justificable, no creo que deba imponer dicho criterio a nadie.
No creo que la mejor manera de afrontar el miedo sea condenarlo, sino más bien sentir compasión hacia aquel que está asustado, sin importar si creemos que su temor es justificable o no. 
Sí, estar aquí me ha hecho reflexionar mucho sobre la riqueza y la pobreza, y lo que realmente significa cada una. Y hasta qué punto éstas son realmente dependientes del dinero. Quizás el dinero no importara si no fuera –al menos actualmente –el medio más común para poder disponer de las necesidades básicas. Quizás esa sea la verdadera riqueza, poder tener tus necesidades básicas cubiertas, y a la vez disponer de tiempo y gente con quien compartirlas. A mí eso me suena a riqueza de la buena.
 La vida aquí es muy distinta a la que tenía en España, pero al mismo tiempo es muy parecida. Algunos niños son más morenitos, pero son igual de inquietos, curiosos y nunca se cansan de jugar. La gente compra tortillas en vez de pan, los gallos cantan a todas horas y las calles del pueblo no están pavimentadas. Las familias se juntan en el río y hacen picnics, los adolescentes cuchichean y tejen complicadas historias amorosas. La gente quiere vivir tranquila, poder dar de comer a su familia y tener tiempo para tomarse unas cervecitas de vez en cuando.
En resumen. Estoy vivo. Estoy agradecido. Tengo ganas de seguir andando.



miércoles, 19 de septiembre de 2018

Mamá Agarita


Existe un lugar en el centro de una ciudad. Para acceder a él, tienes que atravesar un portón de madera, uno que chirría y tiembla al abrirse.
Una vez dentro, te encontrarás un patio con flores, enredaderas y paredes desgastadas. En ese patio me pasé muchos fines de semana, persiguiendo primos, inventando juegos, escondiéndome entre la vegetación.
De niño, ese espacio era inmenso, interminable, infinito en posibilidades. Ahora quizás se antoje más pequeño, pero después de todos estos años, todavía conserva su magia.
Ese patio era el santuario de los infantes. Allí creció mi tropa de primos. Por allí también pasaron mi mamá, mis tías, tíos y mi abuela.


Recuerdo cuando llegaba al patio con el corazón acelerado y las piernas inquietas. Pero, antes de poder jugar, había que entrar a saludar a Mamá Agarita y a Papá Reinerio, mis bisabuelos. Siendo pequeño eso era un mero trámite, un paso previo antes de poder divertirme.
Luego yo vine a España, papá Reinerio falleció mientras yo estaba aquí y yo no regresé a aquel patio hasta después de una década.
Sin embargo, en un momento en el que las puertas se cerraban, aquel portón de madera se abrió. Mi abuela Gloria me recibió con un abrazo fuerte y luego me llevó hasta Mamá Agarita, esta vez en silla de ruedas, más delgada y con más arruguitas adornando su rostro.
Era 2016 y tuve la fortuna de compartir seis semanas con mi abuela y mi bisabuela.
Desayunábamos a las ocho y media; ensalada de frutas, pan francés tostado y queso fresco.
En esas seis semanas conocí mejor a mi bisabuela que en todas mis visitas de niñez. En ese tiempo me habló de su pasión por la educación y de su devoción por Santa Cruz, la tierra adoptiva con la ella tanto se identificaba.
También me contó acerca de Papá Reinerio y yo le pregunté cómo se habían enamorado. Ella soltó una risita y solo entonces me dijo que se conocieron en la universidad, y que él era inteligente, educado y bueno. Después me miró con complicidad y añadió que en aquel tiempo, también era bastante guapo.
Sé que parece un tópico, aquello de que cuando envejeces, tan solo te queda contar tus batallitas pasadas, y esperar a que haya algún oído dispuesto a escucharlas. Pero Mamá Agarita no solo contaba historias del ayer. Ella escribía relatos para el mañana, picaba verduras en trozos muy pequeños y tejía con paciencia.
Después de 2016, regresé a la casa de Mamá Agarita el año pasado y también este.
Allí se juntaba la familia entera, en una mesa larga, con sillas pesadas y comida abundante. Allí reíamos, masticábamos y celebrábamos nuestra compañía. Luego, cuando lo necesitaba, yo me retiraba a alguna habitación y me lanzaba en una cama, listo para disfrutar de la siesta.
Esa casa tiene un olor especial. Tiene un aroma a infancia, mezclada con experiencia, madera y gente diversa. La casa tiene tejas que en antaño fueron rojas, y que ahora, descoloridas, están pobladas de musgo.
Durante estos últimos tres años, visitar a Mamá Agarita ya no era el acto formal de mi niñez, sino un momento muy especial y significativo.
Cuando me despedí de ella en 2016, tenía un nudo en el corazón, porque no sabía si podría verla otra vez.
Sin embargo, la vida me regaló dos oportunidades más.
Este año, mi cumpleaños iba a servir de excusa una vez más para reunir a la familia. Estaba todo planeado. Habría plato paceño y torta. Íbamos a juntarnos cinco generaciones de humanos en aquella mesa larga de mantel blanco.
Pero todo eso, no llegó a ocurrir. Un día antes de la celebración, Mamá Agarita sufrió un ataque cerebral y fue ingresada en el hospital.
Su corazón seguía latiendo, pero todo indicaba que su sendero vital había llegado a su fin.
La ingresaron un viernes. Y aquella noche, en medio del seco invierno cruceño, empezó a llover. El cielo regalaba valiosa agua a la tierra sedienta, mientras que la vida de mi bisabuela comenzaba a evaporarse.
Llovió todo el fin de semana. En ese tiempo yo cumplí 27 años, salté sobre charcos de barro y comí nutella después de mucho tiempo.
El lunes, el cielo cesó con su aguacero y Mamá Agarita murió.
En ese momento se hizo real. Todos sabíamos que era inevitable, pero para mí, solo entonces se hizo real.
La muerte te detiene, de eso no hay duda. Un día hay vida y al siguiente ya no. Eso hace que respires, que recuerdes y te preguntes mil cosas.
Lo primero que cruzó por mi cabeza fue: ¿Qué será de la casa? ¿Qué será de ese patio con olor a niñez?
La conocida incertidumbre se encargó de responder.
Una semana después, tomé un taxi con destino al centro de la ciudad. Cuando vi el portón de madera, le dije al conductor que se detuviera. Llamé al timbre y abrió mi sobrina. Le acaricié la cabeza y entré al patio. Observé todo y las emociones comenzaron a sacudirme.
Luego abrí la puerta de la cocina y vi a mi abuela. En cuanto nos abrazamos, los dos comenzamos a llorar. Las lágrimas corrían y todavía lo hacen.
Reviví todos los desayunos en esa cocina. Todas las conversaciones, los tecitos y cuñapés. Sentía todo y a la vez había un vacío en mi pecho. Una semana había esperado para que mis ojos se inundaran.
Después entré en la habitación de mi primo. Al ver mis mejillas mojadas, él también me recibió en sus brazos y así nos quedamos  un buen rato.
Su hijita se nos quedó mirando y cuando nos separamos, nos miró con gesto curioso y dijo que parecíamos hermanos.
Entre lágrimas, le sonreí.
Deslicé mi mirada hacia el patio y allí se quedó. Hasta ese momento, tenía miedo de que ese espacio sagrado despareciera y que con él se sepultara todo lo que allí había ocurrido, a lo largo de una vida entera. Tenía miedo a que Mamá Agarita se desvaneciera junto con esa casa y ese jardín.
Con los ojos cerrados, pude ver todas las vidas que transitaron aquel lugar, todos los que habíamos sido abrazados, de una forma u otra, por su magia y calidez.
¿Por qué no podía durar aquel lugar para siempre?
No lo sé. Pero en ese instante, sentí que aquella era, muy probablemente, la última vez que pisaría el patio.
Yo seguía llorando, pero todavía tenía una leve sonrisa dibujada en mi boca. De algún modo, una profunda sensación de paz, comenzaba a asentarse en mi interior.
“Parecen hermanos” volví a escuchar dentro de mí. Observé a mi primo y sentí que las palabras de su hija eran ciertas. Parecíamos hermanos. Somos hermanos.
Y, ¿Qué convierte a alguien en tu hermano?
El amor. Aquel abrazo hermanaba, y de algún modo, ese gesto, era nuestra manera de honrar a Mamá Agarita.
El amor es la constante en este mundo de cambios. En este lugar de comienzos y finales, el amor trasciende y se entrega, de vida en vida, de historia en historia.
Ese es el único y verdadero legado, el amor que hayamos compartido en esta existencia.
La esencia de los que se fueron, vive a través del amor sembrado en los corazones de los que se quedan.
Unos minutos después, abracé otra vez a mi abuela y nos dijimos que las cosas saldrían bien. Me dio unos regalitos para traer a España, nos abrazamos, lloramos un poco más y finalmente nos despedimos hasta nuestro próximo encuentro.
Dejé la cocina, atravesé el patio y aspiré su aroma. Miré todo con detenimiento y caminé despacio hasta llegar a la puerta de madera. Entonces salí y la cerré detrás de mí. Pensé en Mamá Agarita y la alegría brotó de repente, empapando a la tristeza, pero sin llegar a diluirla. Casi parecía que danzaban, que se acariciaban.
¿Qué queda de ti Mamá Agarita?
Quedamos nosotros y el amor que nos regalaste.



viernes, 24 de agosto de 2018

Run for those hills



Volví, pero partiré una vez más.
Gracias Bolivia. Gracias hermanitos, gracias por la energía de la que me he llenado. Gracias mamá, gracias por ser tal como eres. Gracias Daniel, por escuchar, por filmar, por cocinar.
Gracias Arubai y Javier, gracias a la lluvia que cayó en mi cumpleaños. Gracias a la humedad y los vientos del sur. Gracias a los pilotos de avión que surcaron el Atlántico.
Gracias a todas las personitas con las que compartí estos últimos dos meses.
Ahora estoy en España, en Valencia. Hace calor, pero está bien. Estoy vivo, tengo fuerzas y tengo ganas de continuar.
Me voy a México. ¡México cabrones!
Resulta que tengo una compañera de vida muy aventurera. Resulta que las puertas se abrieron en un poblado de las costas del Pacífico.
Al principio me emocioné. Después me asusté, luego me preocupé, me estresé y tuve tiempo de pensar en todo lo que podría salir mal.
¿Qué se me había perdido a mí en México? ¿Por qué dejar mi vida de lujo en Galicia?
En Galicia lo tenía todo. Era profesor, me sentía valorado en el trabajo. Había personitas con las que compartirme, jugar Catán, leer libros y escuchar. Comía bien, dormía siesta todos los días, me bañaba en el río Miño y ganaba dineritos.
En México no hay nada. Bueno, hay cosas. Hay mejicanos, aguacates y playas. No sé casi nada de México, pero allá voy. ¿Por qué?
Allí va Colleen, esa compañera aventurera que la vida me ha regalado.
Y voy por ella. Voy por ella y ahora no me avergüenza decirlo. Voy por ella, pero voy por mí. Voy porque no tengo motivos razonables para hacerlo.
Voy porque confío en la vida y porque algo me dice que las cosas saldrán bien, o que saldrán como sea que salgan, pero que el camino lleva a Centro América. ¿O México es Norte América?
Me preocupaba no ganar el mismo dinero allá que acá. Me asustaba tener que trabajar más que acá. Me daba pánico empezar una vida con un horario que no me permita dormir siesta.
Pero, aunque parezca imposible, tal vez pueda vivir sin dormir siesta, al menos durante un período de tiempo.
En México hay posibilidades, puertas abiertas que llevan hacia horizontes desconocidos.
Quedarme en Lugo hubiera sido fácil, bonito y cómodo. Pero yo mismo me preguntaba durante el curso pasado cuánto tiempo más seguiría siendo profesor de inglés en una academia.
Yo quería incursionar en otros terrenos de la educación, pero me decía a mí mismo que todavía no era el momento.
Bueno, resulta que la vida me ha brindado la oportunidad de explorar dichos terrenos.
¿Y si no sale bien? ¿Y si me gasto los ahorros que tengo? ¿Y si México no me gusta? ¿Y si hay mucho trabajo? ¿Y si no lo hago bien? ¿Y si la relación con Colleen se deteriora? ¿Y si cae un asteroide gigantesco y nos aplasta a todos como a cucarachas?
Run, Run for those hills Arielichu.
Tan solo sé una cosa. Sé que hay fuego en mi corazón. Sé que cada día es un regalo y que voy a ir a machete.
Puedo dudar de mí y del mundo todo lo que quiera. Pero no puedo ignorar esa confianza serena que inunda mi pecho. Porque sé que tan solo tengo que entregarme, dejarme ser, compartir lo que soy con la vida.
Tengo ganas de compartir con la gente de allá, de vivir en otro país latinoamericano.
Voy sin saber lo que pasará y sin intención de descifrarlo. Tan solo voy con el corazón abierto y con ganas de abrazar todo lo que se deje abrazar.
Voy con ganas de vivir.
Pero todavía no me voy. ¡Tranquilo!
Estoy aquí. Me voy en un mes. Pero necesitaba expresar esto.
Estoy aquí. Y este momento es igual de importante que el día que empiece la aventura mejicana.
P.D.: Hay una canción que me ha inspirado y acompañado en todo este proceso. Es de Tom Rosenthal, un artista por el que siento una conexión y cariño muy especial. El título es “Run for those hills babe”. Y habla de lanzarse al agua, de ir con ganas y ser atrevido, de que las cosas llegan, cuando tiene que llegar, en los momentos más extraños. La canción es sencilla, alegre y despreocupada. Escucharla, cantarla y silbarla me ha ayudado a comprender este proceso de cambio.
Aquí comparto la canción para quien sienta deseos de escucharla:
https://www.youtube.com/watch?v=Jofq1Fvrm9s&list=RDJofq1Fvrm9s&start_radio=1



domingo, 5 de agosto de 2018

27


Empezó lloviendo. El aire seco comenzó a empaparse. Las ventanas se inundaron de gotas y la cancha se llenó de piscinas de lodo.
Ayer cumplí 27 años. Ayer me metí a la piscina mientras llovía. Ayer corrí chapoteando sobre charcos. Comí guiso de garbanzos, dormí siesta. Volví a correr. Escribí cartas. Hablé por teléfono. Me dejé felicitar. Vi Black Panther y grité “Wakanda Forever”. Jugué al Risk versión Juego de Tronos y elegí a la casa Martell.
Escribe más, más frecuente. No sobre ti. Sobre lo que te rodea. Sobre el mundo exterior.
No. Escribe sobre lo que sientas. No te fuerces. Deja que las cosas pasen. Facilita que ocurran, pero no las empujes, ni te tenses.
Todo a su tiempo. Comer sin hambre es triste, pero hacerlo cuando las tripas te rugen es glorioso.
27 años. Da igual la cifra. Pero es bonito. Es bonito pararse y contar las vueltas que has dado al sol. Es bonito dejarte abrazar y aceptar comida y regalos.
Es bonito recordar que no has conseguido nada solo. Nunca seré independiente. Quiero depender de la tierra que me sostiene y el oxígeno que me nutre. Quiero ser capaz de tropezarme y tener la valentía suficiente para dejarme levantar y decir gracias.
Creo en ser humilde sin presumirlo, en ser bondadoso sin cuestionarlo. Creo en que darnos la mano unos a otros se convierta en lo natural y no la excepción.
He visto mucho en 27 años. He visto belleza que quita el aliento y fealdad que arruga las entrañas. Fealdad con esencia egoísta, basada en miedo e impulsada por codicia.
He sentido amor y en el amor he descubierto la esencia de la vida. He tratado de poseer lo más valioso y se me ha escapado de entre los dedos. Así he aprendido que la belleza no se atrapa, sino que se vive.
He aprendido, teorías, cosas prácticas, recetas y condicionamientos. La experiencia da conocimiento, pero puede quitar inocencia.
No pierdas la inocencia. No veas el mundo como algo viejo, en el que todo está escrito. No creas en un mundo predecible, en el que todo se explica y se mide.
Me gustan los misterios, perseguirlos y no encontrarlos.
Me gusta no saber lo que va a pasar.
Creo que la vida es mágica. Creo que todo es posible y que hay un equilibrio natural. Creo en lo que un amigo me dijo una vez, que no podemos perdernos, que no podemos alejarnos del corazón, porque éste está latiendo en nosotros.
Creo que no hay méritos individuales. No hay motivos para colgarse medallas y presumir de lo conseguido. 
Tengo 27 años y pienso mucho en la muerte. Mi sueño es morir en paz, observando un atardecer, agradecido por el tiempo, brindando por lo que fue y por los que vienen después de mí.
Pienso mucho en la muerte y tengo muchas ganas de vivir.
No terminé la universidad, pero me apasiona la educación. Me apasiona compartir con las personas, escucharlas y propiciar espacios de descubrimiento.
Me gustan las películas de Marvel, sobre todo cuando las veo con amigos.
A veces me aburro y entro a Facebook, o a Youtube. No soy muy bueno manteniendo mi ropa limpia, pero me encanta lavar platos.
En ocasiones no cumplo mis promesas, tengo envidia, o quiero más de lo que necesito.
Estoy aprendiendo. Estoy andando. Estoy viviendo. Me siento agradecido y creo en que no hace falta ser un santo, un iluminado, o carecer de ego, para emprender un camino de vida coherente.
Creo en la honestidad y la transparencia, en la fortaleza de lo vulnerable y en que los pequeños detalles cambian el mundo. Es más, creo que lo que llamamos pequeño, en general, suele ser lo más grande. Y que lo que vemos como grande, en realidad está vacío, como los cereales inflados.
Ayer cumplí 27 años de vida. Pero lo importante de los cumpleaños, no es la persona que los cumple, sino la celebración que lo envuelve. Celebrar la vida, celebrar que estamos aquí, ahora, que estamos juntos y que nuestro corazón late. Ese es el verdadero motivo de la celebración.





jueves, 2 de agosto de 2018

Terapia conmigo


-Queda menos, pero no importa lo que quede. No importa Arielito. Quedan 13 días de Bolivia, pero no hace falta contarlos. ¿Cómo te sientes?

-La nostalgia se hace hueco en mis pulmones, agrandándose de a poco en cada inspiración. Siento que el momento de partir se acerca, pero los días, irónicamente, transcurren con perezosa tranquilidad. Las mañanas se dilatan en largos desayunos y el resto del día se evapora entre labores domésticas y ocio compartido.

-¿Qué quieres decir Arielito? Tranquilo, puedes decir lo que sientas. Lo que sea. No hay presión alguna.

-¿Sabes qué? Creo que he estado un poquito distraído.  O buscando distraerme.

-Pero está bien. Está bien Ari. No tienes que preocuparte por eso. Los cambios no ocurren por forzarlos, ocurren cuando te das cuenta y “pff” cambias.

-He estado luchando por tener días productivos y sintiéndome un poco frustrado cuando vería que lo único que hacía era jugar Risk toda la tarde.

-A ver, señor dramático, no hace falta que pintes las cosas tan solo en blanco y negro. Sí, has jugado al Risk, ¿Y qué? Lo has disfrutado. Has derrochado adrenalina y te has echado unas buenas risas con tus hermanos, ¿Qué tiene de malo?
Es como que a tu modo, te exiges demasiado. Además, estás de vacaciones.

-Bueno, no me gusta mucho el concepto de vacaciones. No me gusta la noción de tener que descansar de lo que normalmente haces. Pienso que solo quieres desconectar de aquello que no te gusta.

-Tal vez, lo que de verdad te causa conflicto, es que no sabes cuándo van a terminar tus vacacione. No sabes cuándo vas a volver a tener un trabajo remunerado, en qué consistirá o dónde será. Y ese desconcierto es lo que te pone una presión encima para ser productivo ahora, para no sentir que estás en unas vacaciones eternas, siendo un flojo vagabundo.

-Quizás tenga miedo de ser flojo, pero también tengo miedo a no aprovechar el momento, de hacer cosas que me distraen, pero que no me llenan. Tengo miedo de que la vida se me pase en distracciones y que al final del trayecto no haya hecho nada significativo.

-Bueno, creo que lo que podemos decir es que piensas mucho Ari. Piensas y reflexionas mucho, y está bien. Y está bien ser crítico, observar tus acciones y sus consecuencias. Pero no te obsesiones. No te pierdas en esas críticas y ante todo, que las críticas no te impidan tratarte con respeto y cariño.

-Es verdad. Además, ahora estoy viendo que todo depende de la interpretación. Puedo ver el tiempo en Bolivia como poco productivo, pero sería muy injusto y falso. He ido al Abasto muchas veces y cargado pesadas bolsas de tomates y legumbres. He lavado muchos, muchos platos. Me he columpiado en lianas, he trepado árboles y jugado frisbee. He visto atardeceres sobre tierras rojas y lunas llenas alzarse entre los árboles. He disfrutado de guisos increíbles, pizzas al horno de leña y las mejores hamburguesas del mundo.

-Todo depende de la perspectiva, eso es muy cierto. Puedes decir que has hecho mucho, o que has hecho poco, puedes sentirte culpable o victorioso. Pero, al final ¿Qué es lo que importa?

-Todo importa. Importa despertar e importa dormir, dormir tapadito y con babas conectando tu boca y el colchón. Cada detalle y gesto importa. Importa estar aquí, mantener la casa limpia y disfrutar de cada uno de mis hermanos. Importan los rostros con los que te encuentras por la acera y los pastos de la cancha, que aguardan la lluvia para volver a verdear.

-Entonces, si todo importa, ¿Hay algo más importante por encima de todo?

-Quizás no más importante, pero sí esencial; el amor. Importa amar(te) y entregarte. Y cuando amas, da igual lo que estés haciendo. El amor es la referencia y brújula, no la productividad. Y no importa cuán vacía o carente de sentido sea la experiencia que estás atravesando, siempre puedes retornar al amor.

-¿Cómo te sientes ahora?

-Con ganas de reír. Acabo de hacer terapia conmigo mismo. ¿No es eso raro?

-Creo que todos somos raros y que dejar aflorar la rareza es algo lindo.

-Está siendo un gran viaje. Una linda experiencia. Estoy aprendiendo y disfrutando. El futuro sigue siendo un misterio y el presente sigue siendo un regalo.

-Sigamos entonces. Sigamos cantando desde la parte de atrás de una camioneta. Sigámosle cantando a las estrellas, golpeando turriles a modo de tambores, sigamos riendo sin más motivo que el de estar vivos.



miércoles, 18 de julio de 2018

Más


Es media noche. La computadora descansa sobre una mesa de madera amarillenta.
Hay una mamá tomando agua en la cocina, un hermano jugando con las teclas del piano. Hay varios seres humanos en esta casa. Hay cereales de maíz, ajís en vinagre y papayas puestas boca abajo en la nevera.
Hay una canchita de pasto medio seco al otro lado de la ventana. Hay luna que crece y estrellas que adornan la noche.
Mañana se cumplen tres semanas desde que llegué.
El tiempo vuela, pero de algún modo, también se ha detenido.
El futuro parece que recién llegará mañana, y el mañana, como siempre, se sigue postergando.
El domingo pasado hice una excursión y ayudé a niños a trepar árboles. Le dije gracias a un toborochi e hice alabanzas a una fogata, acompañado por canticos tribales.
Fue un día muy lindo, uno de esos que te deja el cuerpo reventado, los pies hinchados y el alma sonriente.
Los días se van transformando en recuerdos y hoy sentí muchas ganas de escribir.
No sé qué decir, pero quiero escribir.
Quiero escribir acerca de mis pequeñas rutinas diarias. Todos los días desayuno largo y despacio, esparciendo mantequilla y echando avena a jugos de naranja. Voy al súper a comprar queso, le doy los buenos días al portero y bromeo  con mis hermanos.
A veces me descubro queriendo más. Siempre se puede querer más.
Vi el mundial de fútbol como no lo hacía en muchos años. Durante los partidos nos apoltronábamos en un sofá de tres plazas alentando a tipitos corriendo por algún césped de Rusia. Y disfruté mucho de la experiencia, sobre todo cuando la final acabó y la presidenta de Croacia salió al campo de la mano de Macron. Llovía y ella lloraba de emoción, regalando abrazos que se veían auténticos.
Me gusta detenerme de vez en cuando, cada vez que lo piden las piernas, y observar las huellas del camino recorrido. Las pisadas se irán perdiendo entre hierba, polvo y viento, pero siento que hay algo de ese sendero que sigue conmigo.
Es como que al cerrar los ojos puedo vivir de nuevo todo lo que ha pasado. Y me gusta, me gusta sentir que Lugo y mis amiguitos están aquí, latiendo en estas tierras tropicales.
Me siento bien, pero septiembre ya empieza a preguntarme qué voy a hacer.
Y yo sigo posponiendo la respuesta que voy a darle.
No sé si estoy escapando del futuro o si todavía no es momento de mirarle a los ojos y plantearle mis planes.
De momento, la vocecita de mi interior me susurra: “Tranquilo, deja correr las cosas”.
La excursión con las niñas del domingo me recordó que pasar días con cachorros humanos me llena el corazón.
Me siento niño, ligero, curioso y despreocupado. Me siento adolescente, dudoso, cambiante y perdido. Y también, me siento adulto, con conocimientos que cercan posibilidades y ojos que juzgan antes de ver.
Pero ante todo, me siento personita, humano bípedo y con pulgares oponibles. Aunque ahora mismo mi pulgar izquierdo no es muy oponible, debido a una dobladura medio grave jugando básket.
Además, me estoy dando cuenta de que tal vez no haga falta esperar a septiembre para tomar grandes decisiones. Tal vez, ni siquiera haga falta tomar grandes decisiones.
Estoy aquí. Bolivia. Hermanos. Mamá, primos, Arubai, familia. Estoy aquí. Y no puedo estar en otro sitio más que aquí. No quiero preguntarme qué voy a querer decidir en septiembre.
Septiembre no es más especial que hoy. Hoy escribo. Hoy expreso lo que llevo dentro. Y eso es lo único que quiero hacer. Expresar y compartir.
Arielito, Arielito. ¿Recuerdas cuál es tu propósito para este año?
Sí, lo recuerdo. No se trata del futuro, no se trata de septiembre, de posibles trabajos, ni de dónde vas a vivir.
Mi propósito de este año es amarme. Por eso me hablo con cariño y soy paciente con mis arranques de inseguridad.
No te preguntes si lo que estás haciendo es suficiente, no te preguntes si puedes hacer más. Siempre se puede hacer más. Pero la vida no se trata de eso. El “más” hay que dejarlo para las sumas.
No hace falta hacer más cosas, o hacerlas mejor. No hace falta más seguridad, ni más textos en el blog. No hace falta escribir más.
La seguridad está dentro, en esa certeza interna, esa confianza que no puede justificarse, en la intuición de que las cosas saldrán bien. Bien no como opuesto de mal, sino como Bien, Bien a secas, sin opuestos de contradicciones. Ese Bien que no se puede discutir ni argumentar, ese que no sale automático y sin pensar cuando te preguntan qué tal, sino que se siente borbotear dentro, como un volcán de sonrisas incontenibles que te rascan la barriga.
No te obsesiones con más Arielito.

Abrazando y dando gracias al Toborochi, el árbol panzoncito

viernes, 22 de junio de 2018

El misterio del Mañana


Hay tiroteos en escuelas, gente que muere en balsas y personas que cierran fronteras. Hay manifestaciones por el aborto, gente que se opone y debates que se abren.
Hay incendios forestales, plástico en los fondos marinos y comunidades indígenas desterradas.
¿Y yo qué hago?
Yo me preocupo por el futuro. Por mi futuro. ¿Qué haré? ¿Cómo lo haré? Y lo más importante, ¿De dónde sacaré dinero?
Todo eso parece tan irrelevante en medio de todo lo que ocurre en este mundo nuestro. Y da la sensación de que no hay acciones correctas.
Puedo centrarme en mí, en tener estabilidad económica, ahorrar, cotizar a la seguridad social y en 30 años esperar a tener una pensión.
Pero eso se antoja monótono, aburrido, insulso. Porque por dentro siento que una vida humana es más que eso. Que hay que explorar, sentir, palpar, aprender, conectar y compartir.
Me digo que hay que disfrutar. Que mañana puedo morir. Que todos vamos a morir.
Y luego me pregunto cómo disfrutar. Cómo disfrutar de esta vida sabiendo todo lo que está ocurriendo en cada esquina.
Cómo buscar mi felicidad cuando para tanta gente esa no es una opción. Cómo buscar un trabajo que me apasione cuando tantas personas tan solo buscan sobrevivir.
Me siento culpable, luego impotente. Y después me digo que no tiene sentido.
Siento que nacer en este mundo fue despertarme sobre un juego de mesa bastante retorcido. Un juego de leyes complejas y en general carentes de sentido común. Un juego que se basa en la desigualdad, y en que para que ganar, siempre tiene que haber alguien que pierda.
Y a veces tengo ganas de dejar de jugar. Dejar de preocuparme por sobrevivir y mandar todo a la mierda.
Me entran ganas de andar, andar lejos y sin cargas. Andar hasta cansarme y luego dormir.
A veces, cuando no tengo ganas de vivir, me apetece cerrar los ojos y dormir, caer en un sueño profundo y sobrevolar mundos distintos a éste.
Pero luego voy a un río, veo el agua, a las libélulas y las hojas de roble mecidas por el viento. Escucho ranas y algas bailar con la corriente. Y entonces la vida vuelve a mí. Y me siento agradecido, tan solo por estar ahí, por ser parte de ese momento.
¿Cómo puede haber tanta belleza y a la vez tanto dolor?
Veo niños corriendo, veo la espontaneidad, la creatividad humana. Siento el cariño de una mirada, el calor de un abrazo, los acordes de una guitarra. Pero luego veo los impulsos egoístas, el yo antes que tú, la avaricia que no se llena y el miedo que desemboca en agresión.
Luego salgo a caminar y voy a un parque. Me siento en un banquito y veo estelas de sol entre ramas. Entonces escribo, me escribo a mí mismo y lo hago con amor, con paciencia y tolerancia. También dibujo y el resultado es algo infantil, muy colorido y no demasiado realista. Me avergüenzo un poco, pero en realidad me siento bien. Una sensación revitalizante se extiende bajo mi piel.


Esas palabras de cariño y ese dibujo de niño me hacen sentir vivo, en paz conmigo y con el mundo. Pero el mundo no ha cambiado. El mundo sigue como es.
No sé cuántas veces he dicho en los últimos años que no sé qué voy a hacer. Cada vez que la seguridad y la estabilidad asoman en el horizonte, se esfuman como la niebla, y queda el viejo misterio de lo desconocido.
Lo desconocido, tan familiar a estas alturas, pero que hasta ahora, no se deja conocer.
Tal vez vaya a Nepal, quizás enseñe inglés, puede que me quede en Lugo, o que haga un voluntariado en Finlandia, no lo sé.
No sé lo que voy a hacer. Pero me quiero dar un consejo:
Hay tiempo. Hay tiempo Arielito. No hay por qué apresurarse. Ve a Bolivia, déjate envolver por los vientos del sur, y el polvo que traen consigo. Báñate desnudo en cascadas y úntate la cara con barro. Disfruta con las personitas que allí te esperan. Agradéceles, mímales y abrázales con todas tus fuerzas.
Vive y camina. En ese andar el mañana se convertirá en hoy. Pero siempre habrá un mañana en el horizonte. Un mañana que nunca dejará de ser un misterio.

P.D.: Bajo un puente, al lado de un río hay un grafiti. En él se lee: “Serendepia, hallazgo afortunado e inesperado, que se produce cuando estás buscando otra cosa”.
Siempre lo leo cuando paso por ahí, y por algún motivo, me reconforta y me siento tranquilo.




martes, 12 de junio de 2018

Deporte 2: Manu Ginóbili


Hoy voy a hablar de Manu Ginóbili.
Manu es un tipejo de 1.96, de patas largas y brazos finos. Nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1977 y juega básket.
Manu va a cumplir 41 en julio y puede que finalmente este sea el año en que se retire del baloncesto.
Al principio me enamoré de su juego, de su inestable equilibrio, sus piruetas poco ortodoxas y sus engaños con la pelota. Pero sobre todo, conecté con su intensidad, con esa manera tan suya de entregarse por completo, de no reservarse ni una gota de sudor.
Hace 13 años lo veía galopar con su cabellera al viento. A pesar de su constitución delgaducha, derrochaba fuerza, juventud y talento.
En esos tiempos, Manu lo ganaba todo y se daba casi por descontado que así seguiría siendo.
A principios de los 2000’ llegaron las medallas olímpicas con Argentina y los títulos NBA con San Antonio.
Creo que a Manu nunca le importó ser el protagonista. Pero sí que quería competir, y ganar.
Por esos años, la victoria significaba llegar al podio con Argentina y levantar otra vez el trofeo con los Spurs.
Pero el tiempo pasa y el pelo se cae. Los músculos pierden consistencia, las piernas ya no corren tan rápido y la juventud se va derramando por canalitos de arrugas.
En las olimpiadas de 2012, Manu y Argentina se quedaban sin medalla por primera vez desde 2004.
En 2013, Ray Allen mataba las esperanzas de un nuevo título para los Spurs.
La gente llevaba años diciendo que Argentina estaba vieja y que los Spurs eran un equipo de ancianos.
Pero no fue hasta 2013 cuando yo también empecé a aceptarlo.
Sin embargo, al año siguiente, los Spurs volvieron a ganar, una vez más. Se sentía justo. Era como cerrar una etapa.
2014 era el final perfecto, el de vivieron felices y comieron lombrices. Era el final heroico, épico y glorioso. El final por todo lo alto.
Pero a veces las historias no terminan cuando se llega a la cima. A veces, las historian también cuentan el descenso, de pasos tranquilos y pies cansados.
Ginóbili siguió jugando, pero ya no ganó nada más. Al menos, en cuanto a títulos y medallas.
Manu jugó, de manera inesperada, las olimpiadas de Río y Argentina fue eliminada en 8vos de final. Perdieron contra Estados Unidos y sin nada reseñable que añadir.
Y sí, ese equipo de Argentina no era el de antes. Ni tampoco tenía los mismos objetivos.
Manu dijo que el simple hecho de estar ahí, en unos juegos olímpicos, por cuarta vez en su vida y a los 39 años, era un regalo.
Manu juega menos y cada año está más calvito. Cada vez mete menos puntos y sus estadísticas están en declive constante.
Pero Manu sigue siendo Manu. Y algo que disfruto, celebro y agradezco es verlo jugar. Y ver que sigue teniendo el mismo fuego en los ojos, la misma determinación cuando entra a canasta entre gigantes atléticos y 15 años más jóvenes que él. Lo único que ha cambiado es el resultado, ya que ahora hay más caídas y fallos.
Quizás me equivoque, quizás esté idealizando a Manu, pero siento que ya no juega para ganar un nuevo título.
Siento que el Manu de ahora juega por puro amor al deporte, porque lo disfruta. Disfruta jugar y él solo sabe jugar de una manera, dando todo lo que tiene.
Las victorias ahora son distintas.
Los Spurs están eliminados de los playoffs desde hace más de un mes. Tan solo ganaron un partido en las eliminatorias. Un partido. Pero un partido bastó para sentirse campeón, para echar los puños al aire una vez más y rugir victorioso.
En Rio, hubo un partido contra Brasil, uno que vi desde Estados Unidos, en el borde de un sofá muy cómodo. Me temblaron las manos, se me puso la piel de gallina y terminé con los ojos empapados. Argentina ganó y celebró en el centro del campo, abrazados, cantando, riendo y llorando.
La victoria no dio premios, tan solo cansancio. Tanto así que Manu no jugó el siguiente partido y Argentina lo perdió por paliza. Entonces, ¿De qué sirvió?
Sirvió para disfrutarla, sufrirla, vivirla. Sirvió como ofrenda al básket. Sirvió para recordar que esa sería la última victoria de Manu con Argentina.
Y esa es la belleza que brota de aquello que es consciente de su final. A veces vivimos como si este momento fuera a durar para siempre. Damos por sentado lo que tenemos y a los que nos acompañan.
Pero todo lo que respira está destinado a dejar de hacerlo. Nacer, vivir y morir, para dejar paso a los que vienen. Ese es el ciclo natural.
Y cuando lo aceptas, cuando dejas de resistirte a desaparecer, te entra una liberadora sensación de ligereza.
Esa comprensión de que todo acaba, aclara los ojos y te permite ver lo que de verdad importa.
Y puedo ver esa claridad en Manu.
Después de tantos años viéndolo jugar, quizás ésta es la etapa que más estoy disfrutando.
Estos años de crepúsculo me han enseñado mucho. He aprendido a valorar los detalles de los días cotidianos. He dejado de hacer diferencias entre partidos importantes e irrelevantes. Porque todos los partidos importan.
Y en esto no hablo solo de básket, sino de la vida misma. No hay días más importantes que otros. Dan un poco igual las fechas señaladas en rojo del calendario. Cada momento es sagrado, una oportunidad para vivir, sentir, expresar y compartir con total intensidad.
 Eso he aprendido de Manu. Porque si hay algo que el tiempo no le ha quitado, es su esencia, esa esencia salvaje y alocada con la que salta a la cancha.
Manu colgará la camiseta en algún momento. Y entonces, Manu, dejará de ser el número 20 de los Spurs y el 5 de Argentina. En ese momento Manu pasará a ser una personita con el sendero de la vida a sus pies. Y tengo la intuición de que haga lo que haga después, seguirá marcado a fuego con su esencia.
Todo acaba. Todo se derrite y desvanece. Pero, ¿Queda algo?
Sí. Queda lo invisible, pero que se siente. Queda esa esencia ajena al tiempo, ese fueguito que vive en la ceniza.
No sé cómo un jugador de básket puede inspirarte de este modo. Pero creo que para mí la verdadera inspiración es ver a Manu como un ser humano más. Lo veo un tipo normal, y más que admiración, es cariño lo que siento hacia él.
A veces me gustaría poder encontrármelo en un parque, no para pedirle autógrafos ni fotos, sino para acercarme y decirle: “Gracias, gracias de corazón”.

P.D.: He leído el texto y no sé si he logrado transmitir lo que siento. Tampoco estaba seguro de compartir esto en el blog. No creía que a la gente le fuera a importar mucho lo que pueda decir de Manu Ginóbili. Pero luego pensé, ¿Por qué escribo? Y también pensé, ¿Cuántas personas van a leer esto? Y después pensé, ¿Qué es lo que importa cuando escribo?
Y recordé que escribo para compartir lo que siento, lo que borbotea en mi interior. Y allí, en mis adentros, quería escribir un texto para Manu, así que aquí está.



domingo, 3 de junio de 2018

Deporte parte 1: Lo que de verdad importa


Empecé a ver la NBA en 2002. Vi a los Lakers conseguir su tercer título seguido. Vi a los Spurs ganar en los siguientes años impares, dando oportunidad a Detroit y Miami a coronarse entre medias.
Vi a los Celtics y el resurgir de los Lakers entre 2008 y 2010. Los vi hundirse de nuevo y en Miami levantarse otro reinado, no sin antes permitir a los Mavs saborear la merecida gloria aunque sea por un año.
Disfruté, me emocioné, lloré y celebré con los Spurs en 2014. Y sentí prácticamente lo mismo con la histórica remontada de los Cavs en 2016.
Pero en 2017, sentí que lo que ocurría era injusto. Durant se iba a los Warriors y rompía el equilibrio de la liga. Deshacía la competición, destripaba la emoción y convertía a la NBA en algo aburrido y predecible.
Siento que Durant es un buen tipo. Klay Thompson no me disgusta. Respeto el talento de Curry, aunque no me hacen demasiada gracia sus celebraciones y su protector bucal. Pero a Draymond Green no lo aguanto.
He intentado averiguar cosas sobre su vida para poder empatizar más con él. Y tal vez pueda respetarlo y honrarlo como ser humano, pero su conducta me da asco. Me irritan sus burlas, sus bailecitos, sus gritos, su actitud… Es un jodido provocador, y disfruta tanto provocando las sensaciones que ahora mismo tengo. Eso es lo que más rabia me da, que afectándome lo que hace, estoy alimentando sus acciones.
Y ahora entra otra parte de mí, que pregunta:  ¿Qué más da? ¿Qué más dan las burlas de Draymond Green? ¿Qué más dan las finales de la NBA? ¿Qué más dan unos tipos altos botando un balón naranja? ¿Por qué me afecta? ¿Por qué veo resúmenes diarios y a veces me desvelo para ver la pinche pelota naranja?
Ni siquiera juego tanto baloncesto ahora. Ya no estoy en un equipo, no compito ni pretendo hacerlo. Tan solo voy a una cancha cercana y lanzo tiros y corro hasta que me canso.
La NBA es un negocio de miles de millones de dólares. Y aun así, a veces siento auténtica tristeza cuando un jugador que me gusta pierde y se siente mal. Empatizo con él y tan solo quiero que las cosas le salgan mejor. Pero ese tipo gana millones, tiene una vida increíblemente privilegiada y su mayor decepción es perder un partido de básket.
A veces me siento mal por gustarme la NBA. Lo veo como algo superficial, una lucha de egos y búsqueda de grandeza que se concentra en un trofeo. 30 equipos compitiendo en una carrera en la que tan solo uno puede sonreír al final de junio, mientras los demás lloran desconsolados.
Todo para que el circo empiece una vez más en octubre, con más dinero, más publicidad, más historias de prensa, con sus rumores, exageraciones y entretenimiento.
Es una locura lo que hemos creado alrededor del deporte. Y también me jode que solo veo deporte masculino. Nunca en mi vida he visto un partido de la WNBA y nunca en mi vida he tenido una atleta femenina por la que he sentido admiración.
Eso me preocupa, porque siento que estoy ayudando a perpetuar un esquema de héroes puramente masculinos.
Por eso, a veces pienso que sería mucho mejor para mí y para el mundo si apoyara y contribuyera a un deporte en el que ambos géneros puedan ser protagonistas.
¿Por qué estoy condicionado a consumir tan solo deporte masculino?
Y encima, ya no solo está el problema del género. También está la competitividad, la agresividad, la sensación de que lo único que realmente importa es ganar. El discurso de que tan solo importa llegar primero, y que si no lo haces, nada ha tenido sentido.
Y claro, por eso me frustro al ver la hegemonía de los Warriors durante los últimos años. Porque yo también tengo ese discurso integrado. Yo también creo que lo único que importa es llegar primero.
Pero, por mi salud mental y mi evolución como ser humano, creo que es hora de cambiar ese discurso.
El básket me apasiona, eso no lo puedo negar. Me gusta botar la pelotita naranja y meterla por ese cilindro con red. También me gusta ver partidos y ver seres humanos con pantalón corto correr por una cancha de parqué. Pero, ¿Qué es lo que importa de verdad?
¿Importa que ganen los Cavs y que LeBron agrande su legado? ¿Importa realmente quién levanta un trofeo dorado?
Es difícil recordar que aquello en realidad no importa. Más que nada porque la importancia del título y el trofeo se parlotea por todos lados. Para muchos aficionados y amantes del deporte, lo único que cuenta es si te quedas con el trofeo o no.
Entonces, ¿Ganar no importa?
Si consideramos que ganar es meter más goles, más canastas o anotar más puntos, entonces no; ganar no importa.
Ese afán por ganar es un problema profundo de la humanidad. Es por esa obsesión que competimos unos contra otros, que creamos rivalidades, alianzas, disputas y guerras.
Parece inocente luchar por un trofeo  e intentar sobreponerte al resto. Pero creo que no lo es.
Yo ahora mismo siento rechazo y asco hacia seres humanos, tan solo porque juegan en un equipo que no me gusta. Siento rechazo y asco por ellos… Y no sé, en general no siento esas cosas con facilidad. Pero con el deporte es muy fácil despertar esas sensaciones, ese odio y agresividad.
Y lo normalizamos. Se ve como normal odiar a tus rivales. Si te gusta el Madrid vas a odiar al Barsa…
Pero, yo no quiero seguir odiando a los Warriors. Mi corazón lleva almacenando odio hacia ellos durante casi dos años y no me sienta bien.
¿Qué puedo hacer?
Creo que seguiré viendo la NBA. Pero siento que puedo empezar a verla de un modo distinto. No sé si seré capaz, pero al menos quiero estar abierto a la posibilidad de ver partidos, emocionarme, celebrar y al mismo tiempo saber que es tan solo un juego, que lo importante son las personitas y la conexión que existe entre todos.
Quiero darle otra oportunidad a la relación que tengo con Draymond Green y verlo como un ser humano en lugar de jugador polémico y provocador del equipo que odio.
Y también quiero incursionar en otros deportes y actividades atléticas. Deportes en los que los que para ser protagonista no necesites ser hombre y estar entre los 20 y 35 años. Deportes que celebren las increíbles capacidades del cuerpo humano y que no necesiten de trofeos para engrandecer la actividad realizada.
Participar y apoyar esas actividades puede ser muy importante para crear un mundo distinto.
Deportes que nos unan, que nos unan a todos, sin separarnos en bandos. Deporte en el que podamos entregar hasta la última gota de sudor, lanzarnos por el piso, embarrarnos y rugir con fiereza. Pero que el rugido no hiera, sino que aliente.
Deportistas que no busquen ser meros maniquís de las empresas. En resumen, que el deporte no se vuelva tan solo comercio, que conserve su valiosa esencia, que como todo lo esencial, no tiene precio.

P.D.: Hace algunos meses empecé a ver American Ninja Warrior y conecté de manera muy especial con ese deporte. La plataforma televisiva es muuuuy americana y estereotípica, pero la energía que se respira en esos circuitos de obstáculos es muy especial. Los participantes van desde 21 años a más de 75. Hay enfermos de cáncer, personas que sufrieron abusos, gente normal, tipos privilegiados, madres, padres y hasta humanos con piernas protésicas.
Hay un premio gordo para el ganador, pero realmente siento que el motivo por el que la mayoría participa no es hacerse con el premio, sino demostrarse algo a sí mismos y compartir con el mundo, durante una carrera de obstáculos, lo que llevan dentro.
Además, en el programa descubrí a Jessie Graff, que se ha convertido en mi primera gran inspiración femenina del mundo del deporte.
Es mi ninja favorita y cada vez que la veo en la pista, me deja con la boca abierta, el corazón acelerado y la piel de gallina.
Así que bueno, ya era hora de que Ginóbili y Patty Mills, mis dos atletas favoritos, tuvieran compañía.
Compañía que, seguramente, seguirán aumentando y nutriéndose de diversidad.
Y por supuesto, en todo este discurso no he mencionado todavía a la que quizás es la personita más importante. Se llama Colleen Fugate, vivo con ella y es en definitiva, mi deportista favorita.
Al principio, tengo que ser sincero, sentí cierta rabia al ver que una chica era mejor que yo en muchas actividades físicas. Pero cuando salí de mi cascarón de macho dominante, me sentí feliz y tremendamente agradecido por compartir mi vida con una cabrita de montaña. Una cabra con patas de lince y aletas de delfín. Una persona que corre, hace yoga, flexiones, trepa árboles y se va a la nieve en sandalias.
Quizás esté bien ver héroes deportistas que salen en la tele, pero tal vez podríamos empezar a abrir los ojos y ver lo que tenemos a nuestro lado. Quizás ahí, en tu mismo barrio, en tu propia casa, te encuentres con auténticos atletas.
Puede que incluso, un día hagas algo que no te esperas y empieces a sentir admiración hacia ti mismo y las increíbles capacidades de tu propio cuerpo.






domingo, 27 de mayo de 2018

Momentos de Mayo


El mes empezó con visitas de amigos, callos que se desgarran y arepas con aguacate.
La gente llegó y abril se fue.
Me enteré de que mis pasos se dirigirán un poco más al oeste.
Sentí nostalgia por Lugo, por este apartamento y por la alfombra en medio de la sala.
La primera reacción al cambio es casi siempre la resistencia. Pero, cuando lo acepté, me sentí liberado. De repente, me sentí libre, con puertas abiertas y pasos ligeros.
Pero el miedo volvió. Porque toca buscar otra actividad que resulte en dinero. Y ahora resulta que no sé si quiero seguir siendo profesor de inglés. Y no sé qué otra cosa hacer. Sobre todo si quiero que me paguen por hacer dicha cosa.
A veces, me olvido del futuro y huelo rosas que brotan en las aceras. Respiro y observo gotas de agua entre pétalos. Sonrío y me siento nube que atraviesa cielos, despacio, cambiando de forma.
Pero el futuro vuelve con sus preguntas y yo tiendo a esquivarlo. Y por evitarlo, me persigue.
Este mes fui al cine solo, vi películas hindúes y documentales de educación. Me lancé al río, pisé nieve en primavera y una vez más, volví a cocinar para dos.
Ha sido un periodo de adaptación, volver a vivir en pareja. Integrar lo aprendido en solitario a la relación con la otra persona.
Este mes me sentí perdido, como siempre. Siempre hay momentos así y siempre creo que no volverán. Me siento perdido cada vez que busco respuestas y tan solo me encuentro en paz cuando dejo de ofuscarme en soluciones.
Entonces miro caracoles que salen con la lluvia y se deslizan babosos por los arbustos. Y al verlos me relajo y todo lo demás deja de existir. ¡Qué fascinantes criaturas! Con sus antenas y cuerpos blanditos.
Siento que la vida transcurre entre complicada y sencilla, entre rutinaria e impredecible.
A veces me gustaría sentir más control sobre el camino que recorro. A veces siento cosas que no sé cómo expresar. A veces me avergüenzo de lo que pienso y entierro sentimientos entre pliegues de cerebro.
Pero este mes vi semillas de roble brotar. ¿No es increíble?
Un roble brota de una bellota. Ésta se abre y busca tierra en la que asentarse.
Los robles crecen a las faldas de su madre, cobijados en hojas de otoño. Los robles crecen despacio y la mayoría no llegará a ser árbol. Pero no se puede saber cuáles vivirán y cuáles no.
Pero ahí están, con sus hojitas curvadas, aguardando el momento oportuno. E incluso los que perecen, entregarán valiosos nutrientes a los que siguen creciendo.
Vivir y morir. Aferrarse a la vida, luchar por sobrevivir. Eso es adaptativo, evolutivo, al menos eso dicen. Pero a veces me pregunto qué pasaría si dejara de luchar. ¿Moriría?
Tal vez. ¿Y qué pasaría entonces?
No lo sé. Pero en ocasiones me alivia pensar que vamos a morir. Que todos vamos a morir.
Tengo una relación curiosa con la muerte. A veces la observo con curiosidad, otras con reserva y en ocasiones con temor. A veces la aparto de mi vista y pretendo que no está ahí, en cada exhalación.
Pienso mucho. Pienso mucho y a veces doy vueltas entre pensamientos.
Mayo se fue rápido. Entre visitas, reencuentros, dos resfriados y clases de inglés.
No sé por qué escribo, ni por qué lo comparto. Pero siento que escribir me hace bien y que es muy importante para mí.
En un mes cruzaré el Atlántico, una vez más. Pero todavía no.
Hoy estoy aquí y escribo para recordar.
¿Qué cosa hay que recordar?
Nada. Todo. ¿Por qué siempre suelto tantas paradojas?
Tal vez, lo que tengo que recordar es que no tengo que avergonzarme por ser contradictorio. Que tal vez la contradicción solo sea cambio y evolución. Tal vez sientes que te contradices porque en un momento dices negro y al siguiente blanco. Pero tal vez solo estés cambiando y descubriendo.
Tal vez, todo lo que tenías que recordar ya lo has escrito.
Descansa Arielito, descansa que Mayo se va. Descansa y no tengas miedo a creer. No fuerces a los sueños a abrir los ojos, pero tampoco te fuerces a vivir de sueños.
Deja que la intuición te guíe. Recuerda y luego olvida, deja que lo aprendido se vaya.
Recuerda que el mundo es nuevo en este instante. Recuerda que acabas de nacer y que solo algo vacío se puede llenar. Recuerda que beber es tan importante como orinar.

P.D.: Una vez me dijeron que no se podía beber agua y orinar al mismo tiempo. Pero este mes, por primera vez en mi vida lo hice, y fue tremendo. ¿Para qué digo esto?
Para no morir con curiosidad.




jueves, 24 de mayo de 2018

Un viaje de valentía


Hace tiempo que quería escribir. Pero solo ahora siento toda la fuerza del mundo para hacerlo. En estas dos semanas quería escribir para seguir con la constancia del último mes. Quería escribir para que las personas que dieron “me gusta” a la página tengan algo que leer.
Quería escribir para los demás y para demostrarme cosas a mí mismo. Pero hoy no es algo que quiera, es algo que necesita salir. Algo que no hace falta forzar.
Hoy desperté con dolor de lumbares y no hice deporte. En cambio, preparé lentejas y vi un capítulo de 13 reasons why. Dormí siesta, me duché, lavé mi pelo y fui para clases.
Y en la segunda hora, ocurrió algo mágico.
Y ocurrió, como no podía ser de otra forma, de manera inesperada.
Estaba a punto de salir a hacer fotocopias para la lección del día, pero al borde de la puerta, una de las estudiantes dice que está muy indignada.
Me detuve en seco. Y escuché.
Ese simple gesto de detenerme ante la puerta, hizo que algo mucho más importante se abriera.
Es una clase de personitas de 13 y 14 años. Y hoy, dos chicas se sentían indignadas por cómo se comportan los chicos en su colegio. Estaban hartas de comentarios mezquinos, de bromas ofensivas y de gente que les pide que acepten las cosas tal como son.
Brotaron críticas, historias y sentimientos. Todo con fuerza, a veces con rabia mezclada en tristeza.  Pero todo lo que salió fue en un ambiente de respeto. Cuando alguien hablaba, los demás prestaban oídos.
De repente, dejé de sentirme profesor de inglés. Me sentí persona y tan solo veía seres humanos. El idioma que se hablaba era castellano. Y yo tenía miedo.
Las voces hacían eco y lo que resonaba era sincero y real. Pero mi cabeza todavía recordaba que estábamos en una academia de inglés, que el propósito de aquella hora era aprender dicho idioma.
Y el director entró en la clase. El miedo se agudizó. Sin embargo, su visita no tenía nada que ver con lo que se hablaba.
Cuando se fue, era momento de decidir. Era momento de ser valiente. Las personitas que tenía al frente mío ya habían decidido. Estaban compartiendo lo que les rugía por dentro en ese instante, y me habían elegido a mí como compañero de viaje.
Sin darnos cuenta, sin buscarlo si quiera, habíamos emprendido viaje hacia lo desconocido.
No sabíamos qué rumbo seguir, pero aun así surcábamos el mar.
La conversación podría catalogarse como feminista. Hubo historias del miedo que siente una chica al salir a la calle. Chicas de 14 años ya con el miedo instaurado en el manual de instrucciones. Chicas que a esa edad ya sentían la presión de las etiquetas y los roles a seguir.
Había tres chicos en la clase. La mayor parte del tiempo estuvieron en silencio. Pero escucharon. Quizás no sabían qué decir, quizás no querían decir nada. Tal vez se sentían presionados por tener que decir algo.
Pedimos su opinión, pero no forzamos nada. Podría entenderse que ellos no estaban en el barco, que aquel viaje no iba con ellos. Pero sé que escucharon. Algo dentro de mí me dice que era importante que estuvieran ahí. Y que ellos también aprendieron algo valioso de esta experiencia.
Hablamos de masculinidad, de niños que dejan de bailar ballet porque se burlan de ellos. Hablamos de chistes machistas y que si te los tomas en serio eres una “feminazi”. Hablamos de las diferencias de género, de las limitaciones que surgen de éstas. Hablamos de chicas que quieren hacer artes marciales y de que cuando les gusta el deporte, se suele decir que lo hacen bien “para ser chicas”.
Hablamos de hipocresía en los colegios, de que muchas veces importa más la reputación de la institución que el bienestar de los estudiantes.
Hablamos de mucho, sabíamos que lo que se hablaba tenía relevancia, pero todavía no entendíamos a dónde nos dirigíamos.
-¿Qué podemos hacer? –se preguntó.
-Nada –se murmuró.
Esa fue la primera respuesta, la automática. Pero no creíamos en ese “nada”. Creíamos en algo más. Creíamos en algo que todavía no conocíamos.
Al buscar posibles soluciones, no las encontramos. Pero al expresarnos con honestidad y valentía nos fuimos encontrando, unos a otros.
Hace falta ser valiente para zarpar a lo desconocido. Para no adaptarnos a algo que no está bien.
Y duele. Duele sentirte impotente, solo y pequeño. Hoy sentí mi conocida pequeñez reflejada en los ojos de esas personitas. Quizás ellas se sentían todavía más pequeñas que yo, sintiéndose adolescentes, escuchando que su voz está llena de hormonas, pero carente de experiencia.
Pero en todos ardía el mismo fuego, la misma llama que quema lo viejo, para dejar paso a lo nuevo.
En varios momentos me entraron ganas de llorar, tenía ganas de hacerlo, pero al final las lágrimas no brotaron.
Pero dije lo que sentía. Y me sentía orgulloso. Me sentía feliz. No habíamos encontrado soluciones, ni puesto fin a los conflictos. Pero me sentía orgulloso de esas personitas en frente mío. Me sentía tan afortunado por viajar con ellas.
Y al final, me di cuenta a dónde nos dirigíamos. El viaje nos llevó a lo desconocido.
Antes no sabía que lo desconocido era un destino. O bueno, mejor dicho, pensaba que el objetivo de ir hacia lo desconocido era conocerlo.
Pero, tal vez, la magia resida en no saber. En seguir latidos y escuchar historias. En juntar manos y caminar sin miedo.
Hoy me sentí valiente. Hoy todos fuimos valientes, quizás no por navegar hacia lo desconocido, sino por permanecer en él.
Esa es la verdadera valentía. Vivir en lo desconocido. En esa tierra donde las preguntas brotan y las respuestas no existen.
Y es que no sabemos si el mundo va a cambiar. No sabemos si las acciones que hieren dejarán de existir. No sabemos si las diferencias de género se evaporarán y surgirá una nueva relación entre seres humanos. No sabemos si los árboles talados volverán a crecer, o si los ríos contaminados podrán correr transparentes otra vez. No sabemos si la muerte nos reclamará hoy o mañana.
Y ser valiente significa aceptar que no sabemos, y aun así vivir. Aun así, creer y actuar en base a lo que nos late por dentro. Entregarte con todo lo que tienes, por algo que consideras justo y que valoras como sagrado, aunque no haya evidencia, aunque no haya respuestas ni teorías que nos respalden.
Hoy esas personitas de 14 años hicieron eso. Navegar con valentía por lo desconocido.
Al terminar la clase, tan solo quería decir una cosa:
-Que esto que acaba de ocurrir, siga con vida.

Dos horas después, tenía otra clase de adolescentes de 14 años. En esa clase una chica me dijo que había sacado un 9 en inglés del colegio. Estaba presumiendo que tenía esa calificación sin hablar ni entender el idioma. Yo le dije que la nota no importa mucho, que lo que de verdad cuenta es el aprendizaje.
Ella se enfadó y me dijo que estaba loco. Que lo único que importa en la educación es la nota que sacas. Con la nota puedes ir a la universidad y encontrar un buen trabajo.
Me preguntaron si yo saqué buenas notas en el instituto. Les dije que no.
-Por eso estás aquí, de profesor de inglés –contestó un chico. –Si no, serías arquitecto, ingeniero o alguna cosa importante.
Me sentí un poco triste. Pero no me sentí ofendido. En ese momento no. Tan solo me pregunté por qué me diría algo tan mezquino. Por qué diría algo tan solo por hacer daño.
Yo tenía claro quién era y por eso pude responder con amor y compasión. En ese momento no podía responder de otro modo. Porque las palabras que había dicho hacía dos horas, todavía respiraban en mi boca, aun latían con calidez en el pecho:
“Que esto siga con vida”. Que este amor, esta conexión, este viaje a lo desconocido siga con vida.
Está vivo. Y si quieres, tú también puedes unirte.

jueves, 10 de mayo de 2018

No voy a ser Alejandro Magno


De niño, me dijeron que los de símbolo Leo son competitivos y se dan aires de grandeza. Esas características encajaban conmigo.
Crecí como hijo único, como centro de  universo, merecedor de todo, heredero del reino. Fue el ambiente y era yo mismo.
Quería brillar, que me reconozcan, que coreen mi nombre, que mis pasos dejen huellas profundas.
Pero esas añoranzas se fueron desvaneciendo por el camino.
A medida que voy descubriendo lo que soy, más me doy cuenta de que mi esencia es simple y mi ambición pequeña.
Me gustan las siestas y correr desnudo. No me gusta estudiar para tener buenas notas, ni trabajar en exceso a costa de billetitos.
No siento necesidad de planificar mucho. Disfruto andando despacio y estirando las piernas en un columpio.
A veces siento tanta gratitud que me abrumo. Me siento afortunado y me pregunto por qué. Luego me doy cuenta de que también es cierto que pido muy poco y necesito apenas nada.
Soy feliz escuchando y mirando a los ojos, comiendo con la boca abierta y acariciando a un perro en la barriga.
Pero todavía queda ese lejano anhelo de grandeza, ese que todavía sueña con ser Alejandro Magno.
A veces miro lo que otras personas hacen. Veo su dedicación, el sacrificio y los resultados. Y siento envidia. Y también tristeza.
Me siento triste porque ellos serán recordados. Y yo me siento viento pasajero. Siento que de mí no quedará nada. Porque yo lo estoy eligiendo así.
Yo estoy eligiendo no caminar hacia el éxito convencional.
Mi definición de éxito ha cambiado con el tiempo. Ahora, al usar esa palabra, me refiero a cuánto estás cambiando el mundo, a la influencia de tus acciones para hacer de éste un lugar mejor.
En esa definición está presente todavía el impulso de grandeza. Quizás ya no tan centrado en el individuo, sino en las acciones que realiza. Pero todavía se busca la grandeza. Que lo que hagas sea grande. Que pese. Que se recuerde. Que se hable de ello.
Me da vergüenza reconocer mis delirios de grandeza. Pero también me avergüenza aceptar mi carencia de ambición.
Pero hoy he descubierto algo. Quizás lo olvide pronto. Sin embargo, me gustaría escribirlo, solo para recordarlo.
Hoy he sentido mi pequeñez. La pequeñez de mi ego. La pequeñez de Ariel y todo lo que identifico a ese nombre.
Ese ego, ese “Yo”, está aquí. Existe, recuerda y piensa. Pero es muy pequeño, diminuto.
Yo voy a morir, desvanecerme y apagarme, como una vela, de un soplido. O tal vez sea como una hoguera, y mi fuego vaya menguando con la leña, hasta quedar atrapado en unas brasas, para finalmente enfriarme y desaparecer entre cenizas.
Yo, realmente no importo. Pero la vida sí. La vida que respira en mí importa, y mucho.
Importan los tigres de bengala y las ballenas azules. Importa mi papá y la Wallita y las personas que me cruzo en cada acera. Importan sus pasos y sus tripas que suenan. Importa lo que transmiten sus rostros. Pero no importan sus medallas ni sus fracasos.
Hace poco escuché a alguien decir que no importaba el artista, sino el arte. Quizás esa fue la premisa que dio pie a todo lo que estoy experimentando ahora.
Cuando lo escuché, me quedé en silencio. No sabía si estaba de acuerdo o no.
A veces me he descubierto pensando en cambiar el mundo. Quería ser yo el que empezara un movimiento, el que encendiera una llama y que provocara un cambio. Pero lo importante es el cambio, no yo.
A mi ego pequeño y frágil le es imposible entenderlo. Se resiste a aceptar que él en realidad no importa.
Pero no te preocupes ego. No llores. O bueno, llora. Llora que yo te abrazo y te digo que todo va a estar bien. Eso es bonito, desahógate. Eres pequeño y siempre lo serás. Pero tienes tu lugar en mí. Y saber que en este momento existes me hace sonreír.
Gracias a ti puedo experimentar orgullo y decepción. Y de momento no puedo imaginar cómo sería vivir sin ti. Siento que es bonito que tengas un sitio en la vida, sobre todo cuando aceptas lo que eres.
Gracias a ti puedo experimentar la vida como Ariel, como individuo, con mis propias experiencias y recuerdos. Es bonito sentir eso. Pero recuerda ego, recuerda que en realidad no eres tú el protagonista. Está bien. Está bien. No te sientas mal por eso.
Una vez más me surge mencionar al océano.
Imagina un océano infinito. Lo infinito es indivisible. Es unidad. La unidad es vacío. El vacío es todo. ¿Qué pasa si el todo quiere experimentarse? ¿Saber qué se siente estar en el océano?
Y entonces aparece una gota. Y la gota se siente gota, y se mueve por el océano, y va de aquí para allá. Y de repente, se encuentra con otra gota, y se siente feliz de ver a alguien semejante a ella. Así, van apareciendo más y más gotas, todas ellas distintas y todas ellas parecidas de algún modo. Todas disfrutan de ser parte del océano.
Pero llega un día en que la primera gota se siente triste. Se siente pequeña y sabe que va a morir. Las gotas mueren. Hacen “pop” y desaparecen. La gotita tiene miedo. Le gustaría ser grande como el océano, extenso e infinito. Pero la gota olvidó que ella no está en el océano. Ella es el océano. Porque el océano, por mucho que se divida en gotas, sigue siendo indivisible.
Somos el océano. Somos el mundo, la vida y el universo, experimentándose en cuerpos humanos que son capaces de leer y escribir.
Cuando se planta un árbol, dan igual las manos que pusieron la semilla. Lo que importa es que la planta crezca. Las manos que lo sembraron son parte del árbol, el árbol mismo.
Plantar un árbol no es hacer un bien a algo externo, sino a nosotros mismos. Amar a otro ser vivo es amarte a ti mismo.
Amarte a ti mismo es expresar amor hacia la vida entera.
Dicho todo esto, ¿Qué es lo que de verdad quiero?
Quiero que las tortugas marinas no mueran con plástico en el estómago. Quiero que mueran en paz, flotando boca arriba. Quiero que las selvas crezcan fuertes y que los monos aúllen desde las ramas más altas.
Quiero que mi vida sea un regalo hacia ese mundo que todavía no está aquí. Me da igual si mis ojos llegan a ver ese mundo. Solo quiero que la posibilidad de ese mundo siga latiendo. Ese mundo de monos aulladores y tortugas que mueren en paz.
Yo también quiero morir en paz. Y un día lo haré. Pero creo que hoy no.
No voy a ser Alejandro Magno. Pero voy a vivir, porque nací para hacerlo.